Treinta grados bajo cero
Un soldado detesta más a su teniente que al teniente del ejército enemigo.
MAURICE BARRES[35]
El nuevo comandante de la compañía es el capitán Bovin, muy conocido en el regimiento.
Este capitán desempeñaba desde hace tiempo el cargo de oficial adjunto al coronel, y era temido en estas funciones, sobre todo por los otros oficiales y la gente bien colocada. Pues, por lo que se refiere a los hombres de primera línea, no temían ya nada de nadie, en virtud de esta constatación: «¡No se nos puede poner más adelante!». Me habían pintado al capitán Bovin como una especie de eminencia gris, que distribuía a su antojo el favor y la censura: aquí la censura es sancionada a menudo con la muerte… Desagradarle era comprometer no sólo el ascenso, sino también la vida, y era fácil desagradarle con la fantasía, con la juventud, y fatalmente con la independencia. También se le reprochaba, dueño como era de distribuir las recompensas, que se hubiera atribuido en varias ocasiones menciones de honor elogiosas, especialmente en Verdún, donde se había mantenido en la retaguardia con el oficial encargado de las pequeñas operaciones, siendo administrador y pudiendo escapar al peligro gracias a sus papeles, así como que hubiera abusado de esos papeles contra quienes estaban en peligro.
Pero su favor se acababa de terminar. Hay un nuevo coronel al mando del regimiento; éste ha considerado que un capitán que aspira a los galones de mando tiene que haberse fogueado en primera línea.
El capitán Bovin no está por debajo de su reputación ni por su aspecto ni tampoco por las medidas que le vemos tomar. Es un hombre de unos cincuenta años, de aventajada estatura, con una tez de persona enferma del hígado, dientes amarillos, sonrisa cruel de moro y ojos achinados, barbudo, entrecano, de andares lentos y graves, y afecta un aire de hipócrita austeridad. Le creo mediocre, enredador, falto de generosidad: una mentalidad de jefe de oficina, combinada con la de un sargento chusquero, con plenos poderes sobre ciento cincuenta hombres. Antipático a simple vista y amigo de meter miedo. Amigo, lo que es mucho más grave y siempre una mala señal, de la bajeza entre los subordinados. En fin, todos hemos considerado que su llegada era una desgracia para la compañía. Enseguida su ordenanza ha parecido estar espiándonos.
Mis relaciones con un hombre semejante no podían dejar de ser incómodas y traerme problemas. Me ha hecho levantar el plano del sector, lo que me ha llevado unos diez días, que han sido un suplicio. Con una temperatura de veinte grados bajo cero, he tenido que patearme los ramales de trinchera abandonados, con nieve hasta las rodillas, plantarme sobre el terreno para tomar las derivaciones y anotar las cifras. Mis botas se helaban sobre mis pies. Terminado el plano, el capitán me ha enviado a primera línea. He ido a parar a la escuadra otra vez.
El sector se halla situado a unos mil metros de altitud aproximadamente. Nuestra compañía está en contacto con el otro batallón, en la cima de la montaña, parte de cuya pendiente ocupamos nosotros. Las posiciones se componen de una sola línea de trincheras, bien protegida por unas alambradas. A lo largo de esta línea, cada ciento cincuenta metros, unos cortos ramales llevan a blocaos en saledizo, que son nidos de resistencia. Una puerta enrejada aísla cada fortín, de manera que la guarnición pueda encerrarse en sus atrincheramientos, por si fuera tomada por el flanco por elementos enemigos infiltrados entre nosotros. Éste es, por otra parte, un sistema de defensa frágil, que sólo sirve para un sector tranquilo. Estamos en la linde del bosque. La carretera llega casi hasta la trinchera, y, al comienzo de esta carretera, detrás de nuestros puestos, están establecidos los refugios del mando de la compañía, furrieles, etcétera, disimulados por los árboles. En realidad, la retaguardia de la posición, insuficientemente organizada, resultaría indefendible bajo los bombardeos. Pero nuestro único enemigo serio es el frío.
Ocupamos el último puesto de la izquierda de la compañía. Es un refugio estrecho, excavado al nivel de la trinchera y recubierto de varias hileras de rollizos sobrealzados. Su acondicionamiento incluye una mampara de separación, una estufa de hierro colado y un pequeño banco. Aquí vivimos cinco: cuatro soldados y un cabo. Delante de este refugio están los centinelas, en una especie de tarima protegida por unas cestonadas que llegan hasta la parte alta del busto. Por el día, el centinela permanece en el ramal. La guardia constituye nuestro servicio principal, un servicio muy duro. Del crepúsculo al alba, tenemos que garantizar catorce horas de guardia, con doble centinela, es decir, siete horas por equipo. Cada dos horas vemos interrumpido nuestro sueño.
La temperatura ha seguido bajando. Por la noche, oscila entre los veinticinco y los treinta grados bajo cero. Los centinelas mantienen el fuego en el refugio, pero la estufa no tira si no está constantemente roja. Así, pasamos sin transición de la temperatura interior, veinticinco grados de calor, a la temperatura exterior, para inmovilizarnos en el ramal, al acecho de un enemigo que no puede venir y que no piensa más que en calentarse también. Y como, en primera línea, hemos de dormir vestidos y equipados, soportamos este brusco cambio de cincuenta grados, sin más protección suplementaria que la manta que tenemos apretada contra nosotros.
Imposible aguantar esta tortura durante dos horas, y la exigüidad de nuestro puesto de observación nos impide movernos un poco, lo que nos evitaría pelarnos de frío. Entre centinelas, nos repartimos las guardias de media hora. Cada uno vigila y se calienta por turno. Una campanilla, accionada desde el exterior por medio de un alambre, resuena en el refugio para pedir socorro.
Luchamos contra el frío como podemos. El cierzo nos hostiga, nos acuchilla con sus hojas de acero. Nuestra gorra nos protege las orejas y la frente, una bufanda nos envuelve la parte inferior del rostro, no tenemos al descubierto más que los ojos que, al tener la córnea helada, registran imágenes movidas, como si estuviéramos bajo el agua. Sobre este edificio de trapos se alza nuestro casco, como un tejado de chapa bamboleante, y, más por encima aún, a veces, la manta que cae sobre nuestros hombros, formando una especie de garita. Se nos ha proporcionado unas botas de goma, con babuchas de fieltro. Pero estas botas son malsanas, pues conservan la humedad de la transpiración y propician caídas en la resbaladiza nieve. He encontrado otro medio de defensa, menos eficaz pero suficiente, siempre y cuando uno dé saltos en el sitio de vez en cuando. Conservo mis zapatos y meto las piernas dentro de unos sacos terreros, que me ato a la rodilla. Con otros sacos, cuyo fondo he descosido, me he confeccionado unas musleras. Lo bueno que tiene este equipo es que presenta una mayor adherencia sobre el hielo; permite correr, y sé que correr es algo de primera necesidad para un combatiente, que debe contemplar siempre el replegarse rápido. En las manos llevo tres pares de guantes superpuestos.
Lo largas que se hacen las noches es algo inimaginable. Los crujidos del hielo producen un ruido de cizalla en las alambradas, de las que ya no nos preocupamos. Estamos pendientes de nosotros, de unas partes de nuestro cuerpo que se cuajan como si nuestras arterias transportaran pedazos de hielo. La inmovilidad nos mantiene el calor traicioneramente, nos envuelve de una peligrosa guata de inercia, y se requiere un esfuerzo de voluntad para recurrir a los movimientos, que sacuden el frío, antes de reanimar las llamaradas de nuestra sangre. Vemos aparecer los primeros resplandores del día como una liberación.
Hacia las siete de la mañana, recibimos café, vino helado que tintinea dentro de las cantimploras y unos chuscos duros, que sólo se podrían cortar con un hacha. Ponemos estos chuscos sobre la estufa, donde se ablandan desprendiendo agua. Nos abalanzamos con avidez sobre este pan tibio, cuya miga semeja esponja. Y nos bebemos a sorbitos un café hirviente que acaba de calentarse en nuestras tazas. Tras una noche de hibernación, de polo, es la vida lo que nos tragamos con este café que nos abrasa.
El capitán Bovin no ha tardado en demostrar su catadura. En esta montaña donde los alemanes nos dejan tranquilos, ha multiplicado las medidas que sólo pueden aumentar nuestros padecimientos, sin utilidad militar alguna.
Aprovechando esta pasividad que la temperatura impone a los combatientes, ha transformado el sector en un cuartel. Nos abruma con trabajos que no son urgentes, sin tener para nada en cuenta nuestro cansancio y nos priva del poco tiempo libre que nos dejaría un servicio ya muy sobrecargado de por sí.
Varias veces por semana, en plena noche, alerta a la compañía. Todos los hombres deben mantenerse en los ramales y esperar su inspección. Nos impone así dos horas de frío suplementarias. Estas alertas no son de ninguna utilidad. La mayoría de los hombres son ahora viejos soldados, que saben mejor que el mismo capitán cómo defender un puesto avanzado. Por otra parte, tenemos la impresión de que los obuses calmarían rápido su celo, y esperamos encontrarnos en un sector castigado para demostrarle el aprecio que le tenemos. Los hombres respetan a un jefe cuya severidad se ejerce en circunstancias graves y que paga con su persona, pero desprecian profundamente al que los acosa sin haber demostrado su valía.
Durante el día, el capitán ordena trabajos, con la excusa de que no debemos estar desocupados: mantenimiento de los ramales, zanjas que hay que abrir, limpiezas de todo tipo que la nieve no tarda en recubrir. También se le ha ocurrido enviar destacamentos a hacer ejercicio, en la retaguardia, vamos, lo nunca visto.
Las necesidades de la calefacción son suficientes para tenernos ocupados durante las primeras horas de la tarde. Consumimos mucha leña. Cada día hay que cortar un abeto en el bosque y transportarlo troceado hasta el refugio. Allí hay que serrar de nuevo esos trozos y hacer leños, con el hacha, antes de apilarlos en el interior. Ocupados de continuo, andamos faltos de horas que dedicar al sueño, pues no podemos dormir mucho rato entre nuestros turnos de guardia.
Nuestro peor enemigo es nuestro capitán. Le tememos más que a los soldados de patrulla alemanes, y, por la noche, estamos más atentos a los ruidos de la retaguardia que a los de la vanguardia. Con su tiranía, ha conseguido el estúpido resultado de que desviemos nuestra atención de la gente de enfrente para centrarla en nuestro propio campamento. Dos centinelas que se estaban calentando, de acuerdo con sus camaradas, han sido llevados ante un consejo de guerra por abandono de su puesto frente al enemigo, y unos suboficiales han sido degradados por motivos fútiles. De modo que hemos organizado un sistema de aviso para protegernos de nuestro jefe. En cuanto él aparece por alguna parte, su presencia es señalada por una red de hilos bramante, disimulados entre las alambradas, que unen los puestos y agitan unas latas de carne vacías. Además, las guarniciones de la ladera riegan cada tarde el ramal, para aumentar así la capa de hielo que hace peligroso el acceso a los blocaos. Somos los primeros en sufrir esta medida, pero se ha logrado el efecto que perseguíamos. Durante una ronda, el capitán se dio un costalazo y tuvo que volver a su puesto de mando sostenido por sus agentes de enlace. Una descarga de fusilería al aire, una especie de fantasía, ha festejado esta noticia. Desde entonces el tirano no aparece ya por nuestra zona. Pero se venga no dándonos la menor tregua.
Un sordo odio ruge contra este hombre que debería ayudarnos a soportar nuestras miserias y que en cambio nos hace sufrir más que el propio enemigo. Los soldados se lo cargarían con más ganas que a un alemán, y con más razón, piensan.
Vivo como una bestia, una bestia que está famélica, y que además se siente fatigada. Nunca me he sentido tan embrutecido, tan vacío de pensamientos, y comprendo que la extenuación física, que no deja a las personas tiempo para reflexionar, que las reduce a preocuparse sólo de las necesidades básicas, sea un medio seguro de dominación. Comprendo que los esclavos se sometan tan fácilmente, pues no les quedan ya fuerzas disponibles para la rebelión, imaginación para concebirla y energía para organizaría. Comprendo esa sabiduría de los opresores, que imposibilitan a los que explotan el servirse de su mente, deslomándolos con unas tareas agotadoras. A veces me siento al borde de ese hechizo que producen la laxitud y la monotonía, al borde de esa pasividad animal que lo acepta todo, al borde de la sumisión, que es la anulación del individuo. Lo que hay en mí de capacidad de juicio se embota, acepta y capitula. La costumbre, la práctica de la disciplina prescinden de mi consentimiento y me incorporan al rebaño. Con la inteligencia que se pone firmes, me convierto en un verdadero soldado de infantería, en el cumplidor de servicios de fatigas y en parte integrante de los efectivos. Todo el mundo me manda, desde el cabo al general, tiene ese derecho, que es total y absoluto y sin apelación, y puede borrarme de la lista de los vivos. En el terreno de las actividades humanas, la mía se gasta en abrir letrinas o en llevar troncos de árboles. ¿Podría decirle a un suboficial que me cuesta más que a los demás? Sería inútil, ya que correría el riesgo de no ser comprendido, sería imprudente porque sería utilizado contra mí. Sin duda el capitán Bovin lo intuyó y me puso aquí. (También es el único hombre ante el cual cavo con aire alegre).
Y, en primer lugar, debo mezclarme, identificarme con ésos con quienes comparto la vida, con ésos con quienes me une el pacto del instinto de conservación. Es menester que me convierta en un hombre de las cavernas y que contribuya a la satisfacción de los apetitos de mi horda. Tengo que cavar, serrar, llevar, limpiar, recalentar, dar toda la importancia al cuerpo. ¿Cómo explicar a mis camaradas que, en el conflicto que enfrenta al cuerpo con el espíritu, éste ha llevado en mí generalmente las de ganar? El espíritu, que es privilegio, ha sido abolido en mí; no hay espíritu en el alineamiento, pues perjudica a la comodidad de la tropa. Toda riqueza espiritual es acaparada por los Estados Mayores, que la reparten a modo de obuses sobre la chusma humana.
Pero, por la noche, ante la nieve que brilla hasta el infinito bajo un claro de luna refulgente, como una aurora boreal, se me ocurre pensar que allí, solo ante mi bastión de hielo, velo sobre la tierra dormida, que me debe parte de su seguridad, que mi pecho es su frontera, y por eso siento un pequeño orgullo dentro del espíritu de la retaguardia. Para matar el tiempo, experimento con móviles nobles, pruebo con las alegrías del puro patriotismo. Pero me doy cuenta por adelantado de que una ráfaga certera me quitaría las ganas de tan bella actitud.
Es cierto que si un alemán viniera a atacarme haría lo posible por matarle. Para que no me matara él primero; y luego porque tengo la responsabilidad de cuatro hombres que están en los blocaos, cuya protección está confiada a mí, y porque de no disparar podría exponerles a un peligro. Estoy ligado a esta escuadra de jornaleros que maltratan mi pereza física. Es una solidaridad de compañeros de cadena.
Pero si, durante el día, tuviera en el punto de mira de mi fusil, a ciento cincuenta metros, a un alemán indefenso, que no sospechara que le estoy viendo, muy probablemente no dispararía. Me parece imposible matar así, a sangre fría, cómodamente emplazado, tomándome el tiempo necesario para apuntar, matar con premeditación, sin una reacción automática que decida mi gesto.
Por suerte, como apenas es cuestión de matar, ni siquiera nos tomamos la molestia de disimular la luz de la brasa de nuestro pitillo. Quizá nos arriesgamos a recibir un balazo. Pero hay en ese desafío de fumar al descubierto algo que nos venga de la terrible mordedura del frío.
Tras volver a ser hombre de trinchera, comprendo esa especie de fatalismo al que se abandonan mis camaradas, en esta guerra sin fantasía, sin cambios, sin paisajes nuevos, esta guerra de centinelas y de zapadores, esta guerra de sufrimientos oscuros en medio de la mugre y del barro, la guerra sin límites ni tregua, en la que no se actúa, en la que uno ni siquiera se defiende, en la que se espera el ciego obús. Comprendo lo que representan para el que no ha dejado nunca la aspillera esos dos años pasados, los cientos de noches de guardia, los miles de horas eternas, frente a la sombra. Comprendo que hayan renunciado a hacerse preguntas. E incluso me asombra que este rebaño, en el que estoy confusamente mezclado, tenga aún tanta resistencia que oponer a la muerte.
Al recibir el avituallamiento, paso por lo alto de la posición, con el cuerpo inclinado, una marmita en cada brazo, un zurrón terciado. En un ramal, me cruzo con un suboficial. Nos entorpecemos el paso, yo levanto la cabeza. Oh…
—¡Nègre!
—¡Hijo mío!
Tras las exclamaciones de alegría, mi viejo vecino de cama en el hospital me cuenta que también él forma parte del regimiento desde hace dos meses, en calidad de sargento observador adjunto al coronel. Pero estaba provisionalmente destinado al primer batallón, lo cual explica por qué no me lo había encontrado todavía.
—A propósito, ¿cómo anda nuestro querido De Poculote?
—Muy bien, gracias.
—¿Y qué anuncia?
—¡Chitón! El general se ha vuelto muy circunspecto. Pero, dicho sea entre nosotros, creo que planea una gran operación.
—Entonces, ¿sigue con la ofensiva?
—¡Más que nunca! Estamos preparando un Austerlitz.
—¿Y a qué espera?
—Al sol. Hay que tener paciencia hasta la primavera.
—¿Y provisionalmente?
—Provisionalmente, el general se ocupa del aumento de la paga de los suboficiales. Cuenta mucho con esta medida para el mantenimiento de la moral, partiendo de ese principio que reza que una fábrica está a pleno rendimiento cuando se paga bien a los encargados.
—¿Y los obreros?
—Son mucho menos interesantes. ¡El barón se está volviendo un gran político y un pensador profundo!
—¿Y tú qué haces?
—Yo observo. Ante todo observo los lugares donde caen los obuses, para no poner allí los pies. La prudencia enseña que ayúdate, y te ayudará Dios. Ayúdate quiere decir: búscate un enchufe. Comprenderás que la guerra me interesa demasiado vivamente para que no quiera verla hasta el final… Luego, en los períodos de tranquilidad, observo con los gemelos lo que hacen los bárbaros.
—Nègre, quisiera hacerte una pregunta que no deja de atormentarme. ¿Qué piensas del valor?
—¿Todavía andas con eso? Esta cuestión ha sido definitivamente resuelta. Los especialistas se han ocupado de ella en el silencio de sus despachos. Sabe, pues, que el francés es valiente por naturaleza, y en esto es el único. Los técnicos han demostrado que para llevar al alemán al combate hay que hacerle absorber éter. Este coraje artificial no es coraje. ¿Y qué es de ti?
—¿Yo? Dicho sea entre nosotros: ¡las paso canutas!
Le pido a Nègre que me haga designar como observador. El promete intentarlo y volver a verme.
Después de dos meses de blocaos, nos relevan, cuando disminuye el frío. Dejamos casi con pesar esas cumbres donde nuestra vida ha sido tan dura, pero donde no corríamos peligro alguno. En el valle nos enteramos de que el capitán Bovin ha sido evacuado por enfermedad. Los hombres ríen burlonamente:
—¡Está cagado de venir a un sector donde se va a armar la gorda! Regla general: si ves a un cabrón que presta servicio en la retaguardia, puedes estar seguro de que se acojona ante un rifle.
Un joven teniente de reserva, sonriente y cordial, llamado Larcher, acaba de asumir el mando de la Novena. Regresamos a nuestro antiguo sector y nos encontramos al batallón de descanso en un pueblo, al pie de la montaña.
El ayudante de batallón, al que conocí siendo agente de enlace, me hace destinar al estado mayor del mando, en calidad de secretario-topógrafo. Estoy de nuevo salvado de la escuadra, enchufado otra vez.
Volvemos a subir pronto a la línea de batalla. En esta oportunidad me quedo en el campamento del bosque, en unos refugios confortables recubiertos de rollizos. Nuestras ventanas dan a un calvero en cuyo alto comienzan los ramales que conducen a las posiciones. Mis ocupaciones son las propias de un empleado de oficina: transcribir las órdenes en varios ejemplares, redactar los informes para el coronel, mantener los planos al día.
Pasan unas semanas en medio de la calma, tan sólo turbada por los golpes de mano habituales. Durante dos horas, la montaña se ve sacudida, la cresta se disgrega bajo la avalancha de torpedos, nuestras baterías rugen, resuenan las gargantas y unos largos obuses vienen a estallar en nuestros parajes. Por la tarde, redactamos los estadillos de bajas en hombres y material. Nos enteramos así de los muertos, un poco distraídamente, como secretarios de ayuntamiento que registran las defunciones.
El frío disminuye. El sol recobra fuerza. La nieve se funde, el bosque se ensombrece, la gente chapotea. Bandadas de pájaros se instalan en las ramas y cantan, brotes verdes asoman de la tierra. La llegada de la primavera nos alegra e inquieta secretamente. La primavera anuncia la reanudación de los grandes combates. Presagia nuevas hecatombes. Ya no creemos en la guerra de las victorias decisivas, y sabemos que las ofensivas son por lo general más mortíferas para los asaltantes que para los defensores. Las ocasiones de muerte siguen siendo nuestra gran preocupación.
Sin embargo, en primera línea, adonde voy a veces para anotar en el papel un detalle de nuestra organización, los centinelas están más contentos porque sufren menos. Se mantienen en la entrada de las chabolas, bromean, viven en el presente, por temor a enfrentarse al porvenir. Juegan a las cartas o al tángano con unas perrillas. Fuman mucho y no se separan de su cantimplora, su amiga.