Sectores en calma
—Dieciocho grados —me grita Baboin.
—Veinticinco pasos —respondo yo.
Anotamos las cifras en una hoja de papel, luego bordeamos un parapeto. Cuento mis zancadas hasta el próximo recodo e hinco mi jalón en el suelo, en el que hay anudado un hilo rojo. Baboin mira a través del visor de cartón sujeto a su brújula y me da el número de grados de derivación respecto al norte; yo le indico la distancia. Levantamos el plano del sector. Este trabajo de lo más descansado nos ocupa las primeras horas de la tarde, cuando estamos libres, y nuestra intención es hacerlo durar lo más posible.
Baboin, inspector de carreteras en la vida civil, es el ordenanza del teniente que manda la compañía. Es un hombre pequeñajo, barbudo, piernicorto, pacífico y meticuloso, que ha aceptado esta especie de domesticidad para escapar a los inconvenientes de la primera línea. Está en el puesto de mando de su jefe, a cuyo lado asume poco menos que la tarea de sirvienta: barrer, vaciar las aguas residuales, recalentar la comida, lavar los platos, ocuparse de la ropa blanca y del mantenimiento de la indumentaria. Se aleja raramente del refugio y sale poco a no ser que se vea obligado a hacerlo. No tiene otro orgullo que su escritura, fina y lenta, que reproduce con gran exactitud los modelos de caligrafía. Esta escritura indica una sumisión natural y una falta de imaginación que se corresponden perfectamente con su carácter: tiene por las consignas un respeto de funcionario. Me ha explicado su punto de vista, que es el de una persona prudente, aunque yo me siento incapaz de una prudencia que me haría desempeñar un papel como el suyo: «Aquí no se trata de hacerse el listo y sí de volver con vida». Más o menos los mismos planes que tengo yo, pero sé que los míos pueden verse comprometidos de repente por un cambio de humor, que una medida ofensiva me haría perder enseguida la paciencia, aunque mi vida se viera amenazada por ello. Pero no critico los medios elegidos por Baboin. El no parece ver en ellos desmedro alguno, o pone buen cuidado en disimularlo. Estimo su amistad, que tiene la virtud de ser invariable y se manifiesta por medio de regalos en especie, como café y tabaco, de los que siempre se provee en abundancia en las cocinas. Me ha tomado aprecio porque le pido consejos profesionales.
He tenido la suerte, desde mi regreso al frente, de encontrar un empleo, que debo a mi estado civil, que me había ya valido la atención de las enfermeras en el hospital. Asimismo se lo debo al estado depauperado de la compañía a la que he sido destinado. Nuestro refuerzo ha ido a llenar los puestos vacantes de un regimiento que venía de Verdún, muy castigado. A fin de reconstituir la estructura de las unidades se ha recurrido a los recién llegados, guiándose por las indicaciones de las cartillas militares. El teniente, tras mandarme llamar para comprobar si mi cabeza se correspondía con mi profesión, me ha nombrado agente de enlace.
La función del agente de enlace es muy superior a la del soldado de escuadra, que es «el último de los oficios». La ambición de todos los hombres es dejar la escuadra. Para ello no hay más que dos medios: un grado o un empleo. A mediados de 1916 es ya demasiado tarde para empezar una carrera de grado, carrera que sólo podría ser rápida en las unidades de ataque, donde los cuadros se ven rápidamente diezmados. En tales unidades, los grados subalternos no disminuyen los peligros y ofrecen escasas ventajas. A continuación, somos todos soldados provisionales, civiles, y, sea cual sea el grado que se haya alcanzado, estamos decididos a volver a nuestras casas, una vez terminada la guerra; esperamos que eso sea bastante pronto. La ambición que podía mover a un sargento de 1800 a nosotros nos está vedada: los mariscales no proceden ya de la clase de tropa. Esta guerra no distingue y no promociona a nadie entre los que se arriesgan, no recompensa. Por tales razones, los empleos son generalmente más codiciados que los grados. Se considera que un cocinero tiene un puesto mejor que un jefe de batallón, en un gran número de casos, y que un comandante de compañía puede envidiar a un secretario del coronel. A todo aquél que va a una división se le considera salvado definitivamente. Cierto que puede morir, pero accidentalmente, por una fatalidad, como la gente del interior son aplastados o víctimas de un movimiento sísmico. El problema para los soldados radica en alejarse de las líneas, de la aspillera, librarse de las guardias, de las granadas, de las balas, de los obuses, ascender en el escalafón hacia la retaguardia. Uno se aleja, se refugia un poco, pasando a ser telefonista, señalero, colombófilo, ciclista, observador, secretario, cocinero, intérprete, camillero, gastador, etcétera. Todos los que desempeñan estos empleos, o chollos, son llamados por los hombres del puesto avanzado unos enchufados. En cuanto se deja la primera línea, se pertenece a la categoría de los enchufados, cuyas ramificaciones se extienden hasta el Ministerio de la Guerra y el Gran Cuartel General. En cuanto se es un enchufado, se teme volver a la escuadra.
Yo soy, pues, en cierta medida, un enchufado. Así, salvo que ocurra algo excepcional, los combates con granada no serán ya asunto mío. Me congratulo por ello, pues mi desgraciado comienzo del año pasado me hizo sentir un asco definitivo por este tipo de conflictos.
Somos cuatro agentes de enlace (uno por sección), siempre a disposición del comandante de la compañía, ya sea para acompañarle, ya para comunicar sus órdenes a las primeras líneas y traer información. Además, soy secretario y topógrafo ocasionalmente. Este suplemento de trabajo me ha rebajado de los servicios de fatigas.
Cada tarde, hacia las seis, voy al puesto de mando del jefe de batallón para sacar copia del informe en el cuaderno de la compañía. Ello me supone veinte minutos de marcha por unos lugares desiertos.
Regreso lentamente, más tarde, por un camino encantador que se llama el ramal de la Malandanza. Este nombre no tiene nada de fatal y le viene de un instrumento agrícola semihundido en la tierra. Al ser un ramal poco profundo, de un lado se descubre una gran pradera salpicada de flores silvestres y se respira allí, en el mes de junio, un fresco olor a campo. El gran aire de las montañas agita la hierba, que ondea como mieses en tiempos de paz. En el horizonte, el sol cae sobre los sombríos bosques de abetos, como un globo aerostático en llamas una tarde de vacaciones. Del otro lado está el decorado de la guerra apaciguada, pero que puede renacer y asesinar a traición, como a un centinela sorprendido en la bucólica calma del sol poniente, y coronar de fuego nuestras posiciones. Esta amenaza se añade a la majestuosidad del crepúsculo.
Nosotros ocupamos, en los Vosgos, un sector de descanso[27] en el que, meses atrás, se luchó ferozmente por conquistar unas crestas que pasaron a nuestro dominio. Esta lucha ha dado al terreno un aspecto trágico, con sus amontonamientos de cosas despedazadas y el misterio de sus refugios hundidos, silenciosos como necrópolis, húmedos y oscuros como catacumbas. Sin embargo, los hombres se apaciguan, la vegetación ha reconquistado el suelo, lo ha recubierto con sus bejucos, sus tallos, sus pistilos y sus colores, ha desarrollado en él una capa de perfumes que han expulsado el olor a cadáver, ha traído de regreso su cortejo de insectos, de mariposas, de pájaros, de lagartos que retozan por este campo de batalla, ahora bonancible.
A lo largo de los ramales, hierbas inclinadas nos rozan el rostro, y conozco, a mano derecha del sector, a retaguardia de las líneas, un lugar no frecuentado por nadie, que es una verdadera profusión de frondosa vegetación. El viento susurra allí en el follaje de los altos árboles intactos y una fuente de agua pura cae alegremente en cascada sobre las piedras, antes de perderse en los bosquecillos. Es allí donde paso las horas que robo a la guerra.
En el valle, una carretera une las trincheras alemanas y las nuestras, distantes unos trescientos metros, una bonita carretera rural, bordeada de delgados plátanos y recubierta de las hojas del último otoño, una carretera prohibida so pena de muerte.
Esta carretera desierta tiene un gran encanto, y si bien los hombres no se aventuran por ella, sí que se pasea su pensamiento. Por la mañana, cuando se levanta la niebla, los agricultores que están en la aspillera se hacen la ilusión de oír los chasquidos de látigo de los tiros de mulas que parten para el trabajo. Por la tarde, se diría la avenida abandonada de un misterioso castillo y uno se pregunta qué sombras desacostumbradas van a merodear por allí a la hora del crepúsculo. Lo que hace esta carretera tan sorprendente es que no conduce a ninguna parte, sino a lo irreal, a unos lugares de descanso que ya no existen más que en la memoria. Entre los dos ejércitos, este camino quimérico es una avenida silenciosa para la ensoñación.
He descubierto, en un cruce de caminos devastado, un crucifijo de hierro, corroído por una herrumbre semejante a la sangre seca. En el pedestal de piedra arañado por las balas, una torpe mano ha escrito: «A evacuar al interior». No creo que haya que ver en ello ninguna blasfemia, ninguna alusión a la divinidad del asunto. El combatiente quiso expresar que el crucificado había pagado ya su deuda y no tenía nada que hacer en el frente. O tal vez se quiso simbolizar con ello que, para tener derecho a la evacuación, se tenía que haber sufrido, a ejemplo suyo, en todos los miembros, en cuerpo y alma.
Nuestra primera línea pasa por el pie de la montaña cuyas dos vertientes dominamos. Los puestos de mando de la compañía y del batallón están escalonados en la planicie. Una compañía de reserva se halla acantonada detrás del bosque. Dominamos por doquier las trincheras alemanas, que bordean las ruinas del pueblo de Launois. Nuestro sector, muy extenso, está confiado a la guardia de centinelas, espaciados de unos cincuenta a cien metros, que las secciones destacan para cubrirse lateralmente. Recibimos muy pocos proyectiles. Una vez por semana, cuatro piezas alemanas nos mandan una treintena de obuses de tiro graneado. Terminado el reparto, tenemos la certeza de estar tranquilos durante ocho días. Nuestros tiros son más fantasiosos. Desde nuestras segundas líneas, serpenteando en cornisa, veo a veces nuestros disparos de ametralladora del 75 hacer mella en las escarpas alemanas o dar en el campo. Pero, por una y otra parte, hay escaso ensañamiento; los artilleros hacen simples demostraciones, porque es costumbre en la guerra disparar el cañón. No obstante, hay que evitar recibir un disparo de mala fortuna: «¡A esos idiotas les jodería cargársete en plan de broma!». Y últimamente hemos estado a punto de ser víctimas de nuestra coquetería de despreciar esos tiros periódicos: un 77 ha estallado en la pared del ramal, a tres metros de nuestro grupo.
Por lo que se refiere a la infantería, se guarda mucho de turbar un sector tan apacible, tan agradablemente campestre. Las provocaciones no vendrán por nuestra parte, si unas órdenes de la retaguardia no nos exigen agresividad. Todo se limita a un fastidioso servicio de guardia, bastante relajado por el día, más estricto por la noche. Hemos adquirido nuestras costumbres en este sector y sólo pedimos que la cosa siga así.
Cada dos días el ciclista baja a por provisiones a Saint-Dié. Al siguiente se da la vuelta por los refugios, con unos avíos de buhonero en sus zurrones; reparte cordones, pipas, gafas, peines, jabones, pasta dentífrica, papel de carta, postales, tabaco y toma nota de nuevos encargos, como un vendedor escrupuloso.
Cada fracción destaca a la cantina a un hombre cargado con bidones que vuelve, al cabo de tres horas de marcha, con treinta o cuarenta kilos de vino en bandolera. Este camarada abnegado es generalmente un borracho, y se puede estar seguro de que unos tragos generosos le han compensado de su esfuerzo. «¡Aquí se puede resistir!», declaran los hombres.
Mi servicio me da una gran libertad. Por la mañana, duermo hasta tarde, tras haber estado de vela, y apenas acabo de terminar mi aseo, en una fiambrera, cuando llega la sopa. A primeras horas de la tarde me voy con Baboin. Al atardecer, de vuelta al batallón, trabajo en el refugio del teniente estableciendo el plano del sector, utilizando nuestros documentos. Hacia las once, cojo mi jalón, un revólver, mi careta, y voy a dar la vuelta por las trincheras, para ver si hay alguna novedad y recoger los informes de la jornada. Si estallan unas granadas delante de nosotros, o si las ametralladoras disparan (cogen en enfilada algunos ramales de acceso), despierto a un camarada. Si la noche está tranquila —lo más frecuente—, voy solo. A lo largo de las primeras líneas respondo a los centinelas, que reconocen mi paso y mi voz en la oscuridad, e intercambio algunas palabras con ellos. Cuando no tengo prisa, disfruto de la compañía de uno o de otro durante un momento. De pie en el banquillo, con el busto fuera, contemplamos la noche, escuchamos los ruidos. Charlo con los jefes de sección, que aguardan mi paso a una hora fija. Una hora más tarde, despierto a nuestro comandante de compañía, un maestro de escuela, que trata a sus hombres con cordialidad y a su entorno con un talante de camaradería: «¡Nada que señalar, mi teniente!». «¿Está tranquila la cosa por la tercera sección?». «¡Tranquila del todo!». Los días de lluvia pongo a calentar un resto de café en la lamparilla de alcohol de Baboin. Deseo buenas noches al observador, que vigila a diez metros de ahí, y vuelvo a nuestro refugio, donde roncan mis tres camaradas.
Una noche me despierto sobresaltado, me están sacudiendo brutalmente. Gruño, con los ojos cerrados. Una voz temblorosa de cólera me dice:
—¡Espabila, por Dios!
Es la voz de Beaucierge, el agente de enlace de la primera sección, un buen chaval, zafio y alegre, que no tiene costumbre de hablar en este tono. Pregunto, molesto:
—¿Te da esto a menudo?
—Los boches están en primera línea… Hay que ir a ver.
¿Qué?… Me explico: su voz no tiembla de cólera, sino de emoción. Todavía obnubilado por el sueño, me equipo maquinalmente, sin hablar. Fuera, siento el frescor de la noche en las sienes y en los párpados. No se oye ningún ruido de combate. ¿Acaso el enemigo estará ya instalado entre nosotros?
—¿Dónde están los boches?
—No se sabe. Hay que ir a ver.
—¿Quién ha dicho que hay que ir a ver?
—El teniente.
¡Feo asunto! Me acuerdo de la barricada de Artois. Me meto unas granadas en los bolsillos, aprieto mi barboquejo, amartillo mi pistola, que guardo en la mano… ¿Quién marchará en cabeza?
—Tú conoces mejor los ramales —pretexta Beaucierge.
Detrás de mí, oigo cómo maniobra la culata de su fusil, que sostiene en el extremo del brazo, en plan de tirador.
—¿Qué haces?
—Pues meter una bala.
—¡Ah!, no, amigo. ¡No tengo ningunas ganas de recibirla en mis nalgas! O bien pasa tú delante…
Prefiere retirar la bala. Yo avanzo lentamente, con el fin de disponer de tiempo para reflexionar: tenemos la opción de elegir entre tres caminos para ganar las primeras líneas. Finalmente, decido:
—Vamos a tomar por el ramal cubierto.
Es un ramal subterráneo, encofrado, una antigua obra alemana que desciende pendiente abajo y desemboca en el refugio del jefe de la segunda sección. A la menor duda, siempre podremos dirigir un rayo de luz eléctrica que nos precisará la situación. Avanzamos sin hacer ruido, inquietos. El silencio de esta noche es más terrible que una lucha a granada, que nos indicaría dónde se halla el peligro. Súbitamente, el ramal cubierto se abre delante de nosotros como una trampa. Descendemos algunos escalones, perdemos de vista el cielo que nos guiaba, nos hundimos en lo oscuro. Ponemos una mano plana sobre el muro, en vanguardia, posamos nuestros pies uno tras otro, confiándoles el peso del cuerpo sólo cuando están bien firmes en el suelo. Hay unos cincuenta metros para llegar hasta el recodo; luego el ramal desciende todo recto. Necesitamos un tiempo infinito para recorrer esta distancia. No oímos más que nuestra respiración y nuestro corazón. Beaucierge (¡siempre torpe, el muy bestia!) golpea algo con su fusil. El choque nos quita la respiración y nos inmoviliza durante un minuto: de la oscuridad puede surgir el fuego.
Hemos llegado al recodo… Allá al fondo, a sesenta metros, brilla una débil luz, y distinguimos un rumor de voces. ¿Qué voces? Con la mano, detengo a mi compañero.
—Vamos a gritar.
—¿Y si son los boches?
—Así lo sabremos. ¿Es que quieres tropezarte con ellos?
A mi llamada, responden:
—¿Quién va?
—¡Francia!
El haz de luz de mi linterna no tarda en iluminar a un hombre de los nuestros. Uf… Aliviados, corremos hacia él. En el refugio, todos están alerta.
—Vamos, ¿dónde están los boches?
—Se han ido.
Se nos informa de que tres alemanes han saltado dentro de nuestra trinchera y atacado a un centinela aislado, que, aunque sorprendido, ha gritado para dar la alarma. Felizmente, un poco a la derecha, estaba vigilando Chassignole, que no es de los que se asombra fácilmente. Es este mismo Chassignole quien pretende que la humedad ha estropeado las granadas y que la mitad no estallan. Tras haberlas percutido, se las lleva al oído, para asegurarse de que la mecha arde bien en su interior: ¡un medio de control como para hacerle volar la cabeza a uno! Si alguien le dice que es una imprudencia, él responde: «¡Se tienen cinco segundos, tiempo más que de sobra!». Así pues, ha acudido Chassignole, lanzando sus famosas granadas, su arma favorita. Los asaltantes se han atemorizado, han vuelto precipitadamente a los taludes y se han perdido en la noche.
En un rincón del refugio, vemos al hombre de guardia aún totalmente atontado por un culatazo de revólver que le ha descubierto el cuero cabelludo. Le felicitamos por haber gritado y no haberse dejado apresar. Convenimos en que la acción estaba bien montada, habría podido tener éxito, y que los alemanes habían dado con el punto flaco de nuestro dispositivo. Es probable que sus soldados de patrulla llevaran observando desde hace varias noches los movimientos de nuestros relevos. Somos, por otra parte, unos imprudentes; los centinelas arman ruido y encienden el cigarrillo sin ninguna precaución.
Éste es el único acontecimiento que ha turbado al sector desde hace un mes. Ahora nuestros hombres patrullan también por delante de las líneas.
Hemos decidido festejar el 14 de julio. Las tropas han recibido ya de la República un puro, una naranja y una botella de vino espumoso para cuatro hombres, pero nosotros desearíamos algo mejor que estos frugales ágapes. El teniente ha pensado organizar, esta noche, fuegos de artificio con unos cohetes luminosos: ha renunciado a los cohetes de color, por temor a alertar a la artillería. Se ha elegido un emplazamiento bien visible, en una trinchera abandonada, y los agentes de enlace han dado aviso a las secciones para que disfruten del espectáculo y estén listas, por si el enemigo reaccionara. En el fondo, se trata menos de una manifestación patriótica que de romper por unos instantes la monotonía de nuestra vida.
Un poco antes el teniente abandona su refugio, escoltado por su enlace, su ordenanza, unos cabos furrieles y unos observadores. Hay doce cohetes dispuestos en semicírculo contra el parapeto. A las diez en punto les prendemos fuego. Los cohetes silban, ascienden y encienden en el cielo doce bombillas trémulas, que animan una cúpula de claridad macilenta. Algunos cohetes nos responden desde las líneas. Contemplamos con asombro un paisaje lunar, totalmente nuevo, y exclamamos, tras haber contado hasta tres: «¡Viva Francia!». Pero nuestros gritos se pierden en el circo de montañas agrupadas en la sombra y no reciben ningún eco. Los cohetes mueren, y nuestra alegría artificial se apaga con ellos. Las trincheras alemanas están mudas, el silencio y la oscuridad vuelven a cubrir la tierra. Nos sentimos decepcionados. La fiesta ha terminado…
En este sector nos invade el papeleo. La gente de la retaguardia nos acribilla a notas, y no pasa día sin que la compañía deje de proporcionar al batallón evaluaciones urgentes, relativas a los víveres de reserva, a los stocks de municiones, a la indumentaria, a los especialistas aptos para tal o cual empleo, a los padres de tantos niños, etcétera, por lo que el enlace está permanentemente en danza por tonterías.
Conozco así a todos los hombres, y todos los hombres me conocen a mí, me preguntan sobre lo que ocurre en la retaguardia: el agente de enlace también es agente de información. Los propios jefes de sección, que no pueden dejar la primera línea, me tienen consideración, y a veces les ayudo en la redacción de sus informes. Pero aprovecho sobre todo esas rondas, en las que no se nos mide el tiempo, para detenerme en los refugios y escuchar hablar a los hombres. Las unidades, engrosadas con refuerzos sucesivos, se componen de soldados venidos de todos los rincones del país y del frente, tras haber sido ya heridos en su mayoría y haber pertenecido a otros regimientos. Todos tienen recuerdos. Por sus relatos, conozco la guerra en sus diferentes aspectos, pues sus conversaciones giran a menudo en torno a ella, que les ha reunido y en la que andan metidos desde hace dos años.
Naturalmente, se habla mucho de Verdún, donde el empleo de la artillería, la acumulación de medios de destrucción, alcanzó una intensidad desconocida, y todos concuerdan en decir que aquel infierno era una locura. Con la ayuda de sus relatos, a menudo confusos, reconstruyo la epopeya del regimiento en ese terrible sector. Es una epopeya vergonzosa, a juzgar por los resultados, como harían unos historiadores. Pero un soldado juzga con su experiencia del fuego y sabe que el comportamiento de una unidad resulta generalmente de la situación en la que se la ha puesto, al margen de toda consideración relativa al valor de los combatientes. He aquí lo que he comprendido.
El regimiento fue situado en el pasado mes de abril delante de Malancourt, en una posición destacada, una posición «en el aire», que carecía de enlace en los flancos, y fue mantenido en dicha posición, pese al parecer de los jefes de batallón que habían señalado su escasa solidez, bajo un tiro de destrucción agobiante. En el momento de la acción, dos batallones hicieron frente al ataque, pero se vieron cercados, envueltos por unas masas surgidas de la humareda de los obuses, y fueron hechos prisioneros, casi en su totalidad. Sólo unos elementos de apoyo pudieron replegarse a tiempo, entre ellos un capitán ambicioso. Este hábil jefe, que no carecía de sangre fría en la presentación de los hechos, pensó que ninguna misión oficial vendría a investigar en el lugar. Su informe transformó nuestra derrota accidental en un relato de defensa a ultranza, contó el sacrificio de mil hombres aplastados contra el terreno, enterrándose bajo las ruinas. Esta versión, tan conforme a la enseñanza militar, fue adoptada de entrada por el coronel, que la transmitió a la división amplificándola aún más. Pues se admite, por una extraña aberración, que la disminución de los efectivos prueba el valor de quien los manda, en virtud de ese axioma jerárquico de que el valor de los jefes hace el de los soldados, axioma que no es recíproco. El coronel publicó una proclama en la que exaltaba la belleza del sacrificio y decía sentirse orgulloso de mandar a tan valientes tropas. El regimiento iba, pues, a dejar Verdún, cubierto de gloria, cuando un avión alemán tuvo el mal gusto de lanzar sobre nuestras líneas unas octavillas, en las que el mando enemigo se jactaba de su éxito de Malancourt y daba la lista de los prisioneros hechos ese día, o sea, varios cientos de hombres, tanto oficiales como soldados, todos del regimiento. No cabía duda: el sacrificio no había sido consumado. Saber que esos hombres a los que se lloraba aún estaban vivos indignó al coronel, que publicó un desmentido furibundo y deshonroso.
Esta rendición de dos batallones sorprendidos arrojó la sospecha sobre un regimiento al que se había cometido la equivocación de situar en unas posiciones indefendibles. Como había que buscar responsables, los Estados Mayores incriminaron a los desaparecidos, que no estaban ya allí para justificarse. Se recordó que el regimiento era del Sur, y se esgrimieron contra él unas viejas y absurdas quejas que habían circulado al principio de la guerra. Esta desconsideración militar hizo que fuera incluido entre las unidades sospechosas, faltas de solidez en la línea de fuego, lo cual nos vale una larga temporada en los Vosgos, desterrados del honor. El coronel, que ve pospuesto su ascenso, se queja amargamente de ello. Pero los hombres se alegran abiertamente y no sienten ninguna prisa por reconquistar una «cota» que a menudo resulta fatal.
Los sobrevivientes, todos con un duro pasado de peligros y de emociones sobrehumanas a sus espaldas, hablan de Verdún con un terror especial. Dicen que a su vuelta estuvieron varios días antes de poder comer normalmente, de tan encogido como tenían el estómago, de tanto asco como le habían tomado a todo. No conservaron de allí ningún recuerdo que no fuese de espanto y de extravío. Salvo uno, que les hace sonreír infaliblemente. Citan una vía pública de la zona situada en la parte trasera de la línea de combate, donde vieron a tres gendarmes colgados de un árbol por las tropas coloniales que habían pasado por allí. ¡Éste es el único recuerdo alegre que se habían traído de Verdún! Ni siquiera se les ocurre pensar que los gendarmes son gente como ellos. El odio al gendarme, tan tradicional entre nosotros, se había visto acrecido, en la guerra, con el desprecio —o la envidia— que sienten los soldados por los no combatientes. Ahora bien, los gendarmes no sólo no se baten, sino que encima obligan a los demás a hacerlo. Forman, tras las líneas, una red de cabos de varas que nos arroja de nuevo al presidio de la guerra. También se dice que, durante la retirada de 1914, dieron muerte a rezagados que ya no tenían fuerzas ni para andar. El suplicio de algunos gendarmes regocija y venga a los hombres de los trabajos forzados. Así lo sienten todos, y no he visto a ningún soldado mostrar compasión por los tres ahorcados. Es evidente que esta particular hazaña ha hecho más en pro de la reputación de las tropas coloniales que una brillante acción. ¿Quién sabe si no hizo un favor al mando haciendo reír al ejército de Verdún? Es inmoral, evidentemente. Pero es el momento oportuno de sacar a colación la tan cacareada frase que ha servido para encubrir otras muchas inmoralidades: ¡Es la guerra!
Un sargento que acaba de llegar me presenta otra visión de Verdún. Cuenta un hecho de armas:
—Yo era sargento de granaderos. Tomamos posición, una tarde, en el flanco de una pendiente hecha polvo. No quedaba ni rastro de alambrada, había cráteres de obuses, y no teníamos idea del emplazamiento de los boches. Apenas establecidos, el comandante Moricault, un viejo voceras, me manda llamar. Le encuentro en su chabola, con su pipa. Va y me dice, alargándome un cuartillo de aguardiente: «¡Venga, Simón! Te necesito. ¡Echa un trago!».
»Despliega su plano. “Tú estás aquí. Allí, al lado, está Permezel (otro suboficial). ¡Bien! Allí, ¿ves allí? Es una ametralladora boche que nos molesta. Te pondrás de acuerdo con Permezel. Llegarás de frente con tus barbianes, él llegará por la derecha con los suyos. A medianoche, haréis volar la ametralladora. ¿Entendido?”. “¡Entendido, mi comandante!”.
»¡Como para discutirle al viejo! Voy a ver a Permezel, le explico el golpe, nos combinamos y ponemos el reloj a la misma hora. Para acompañarme elijo a tres elementos con los que tenía la costumbre de trabajar: Rondín, un tipo alto y fortachón, Cartouchier, un minero del Norte, y Zigg, un as con el cuchillo. Como armas, granadas, revólveres y navajas. Avanzamos arrastrándonos, saltando de un hoyo a otro, observando al resplandor de los cohetes. Por suerte, el ruido del bombardeo nos ayudaba. Cada vez más lentamente, a medida que nos alejábamos de los nuestros. Esto nos lleva una hora. De repente, Zigg me coge por el brazo y me hace una seña. Yo saco la cabeza despacio, y veo dos cascos, quizá a seis metros, dos cabezas de boches. ¡Amigo, mirándonos fijamente, sin decir ni pío! Nos volvemos a meter en nuestros agujeros, sin perdernos de vista. ¡No había que vacilar! Digo a los otros, y con un solo gesto, ¡arriba! Les saltamos sobre los gabanes. Eran tres boches. Dos se escapan, trincamos al tercero. El muy cerdo se debate con su fusil, rueda por los suelos. Rondin le atrapa, le suelta cinco o seis puntapiés en las costillas para calmarle, y volvemos rápidamente al refugio del comandante. Allí ven a nuestro fritz, un joven con un equipo nuevo, y la cara un poco estropeada por los golpes de Rondin. Moricault le interroga en alemán, él no quiere soltar prenda. El capitán ayudante del comandante se levanta, le pone el revólver en la sien. Amigo, se puso blanco, y lo dijo todo: estaban detrás de la cresta y tenían que atacar a las cuatro de la mañana. Ello nos salvó. Las ametralladoras no dejaron de pasar cintas y, a las cuatro menos diez, aceleraron los preparativos.
—¿Los boches no atacaron?
—A las cuatro no, pero sí a las nueve. Nosotros estábamos reventados, medio dormidos. Justo en ese momento Moricault se presenta con su bastón, su pipa y dándose postín. Fue él quien dio la alarma, y empuñó una ametralladora. ¡No tenía el menor canguelo el tío! Los boches hervían a unos sesenta metros, y avanzaban deprisa.
—¿No llegaron?
—No era posible. Seis ametralladoras entraron en acción inmediatamente. ¡Contra las ametralladoras no hay nada que hacer!… ¡Allí sí que vi cargarse a un montón, la verdad!
—No tantos como yo —dice el sargento de ametralladoras que nos escucha—. Durante la lucha en campo raso, yo estaba en los zuavos. Una vez nos encontrábamos tres ametralladoras emboscadas detrás de unos troncos en la linde del bosque, en una pequeña elevación. Disparamos hacia la izquierda contra unos batallones que aparecieron a cuatrocientos metros. Un golpe por sorpresa. Era espantoso. Los boches, enloquecidos, no podían evitar nuestra cortina de fuego, los cuerpos se amontonaban unos sobre otros. Nuestros sirvientes temblaban y querían largarse. ¡Nos entró miedo a fuerza de matar! …Jamás he visto una carnicería semejante. Teníamos tres Saint-Etienne que escupían seiscientas balas por minuto, ¡imagínate tú!
—Pero —digo yo al sargento granadero, lleno de curiosidad por saber sus impresiones—, cuando visteis a los boches a seis metros en el cráter del obús, ¿cómo os decidisteis a saltarles encima?
—Bastó, como te he dicho, con el gesto. Bien que sabíamos el desbarajuste que reinaba allí. Mientras los boches se lo pensaban, nosotros nos pusimos en movimiento. Es el que tiene más jeta el que acojona al otro, y el más cagado de miedo está jodido. En esos casos no hay que pensar. ¡La guerra es pura fanfarronada!
Antes de pasar a Verdún, el regimiento ha permanecido largo tiempo en el sector de F…, tan peligroso que las unidades se alternaban en primera línea cada tres días. Los hombres afirman que durante esos tres días prácticamente no se tomaban ningún descanso, debido a la gran cantidad de proyectiles de trinchera que aplastaban las posiciones. Los torpedos[28] y los morteros son proyectiles burlones, que provocan un terrible temblor, debido a su considerable carga de explosivo. No les precede el silbido del obús, que avisa. La única manera de escapar de ellos es descubrirlos en el cielo, tras el débil golpe de disparo y calcular, a ojo de buen cubero, el punto en el que caerán, para ponerse a salvo. Por la noche es un hostigamiento que hace de este procedimiento de combate el más desmoralizador de todos. Al fin y al cabo, los torpedos exigen grandes esfuerzos de excavación para rehacer las trincheras hundidas, y los enterramientos de hombres son frecuentes. Los nervios son sometidos a una dura prueba. A la larga, la depresión vuelve a los combatientes capaces de todo. Los soldados no esconden que en F… hubo mutilaciones voluntarias. Muchas de las heridas eran tan sospechosas que un terrible médico militar se hacía reservar cadáveres con los que experimentaba los efectos de los proyectiles disparados a corta distancia, a fin de reconocer así esos efectos en los heridos que le traían. Este médico mandó a algunos hombres ante un consejo de guerra por pies congelados. Los mismos soldados que confiesan las mutilaciones estiman esta medida inicua, y consideran que los pies congelados, en el barro helado, eran un accidente involuntario.
La manera más sencilla de conseguir un tiro de suerte era, al principio, poner una mano en una aspillera localizada por el enemigo. Este recurso fue utilizado en diferentes sitios. Pero las heridas de bala en la mano, sobre todo la izquierda, dejaron muy pronto de ser admitidas. Otro medio consiste en armar una granada y mantener la mano detrás de un parapeto; el antebrazo es arrancado. Parece que algunos hombres recurrieron a esto. No se puede negar que hace falta un cierto valor y una terrible desesperación para cometer semejante cobardía. La desesperación, en los sectores más castigados, puede inspirar las decisiones más absurdas; me han asegurado que en Verdún unos combatientes se suicidaron por temor a sufrir una muerte atroz. Se cuenta en voz baja que también en F… veteranos de los batallones disciplinarios de África herían a sus camaradas. Pulían pequeñas esquirlas de obús para que parecieran nuevas, las metían en un casquillo del que habían retirado la bala y lo alojaban en una pierna, en un lugar convenido de antemano. Cobraban por ello y ganaban dinero con esta turbia actividad. Es cierto que a veces he oído a soldados desear la amputación de un miembro para escapar del frente. En general, los hombres rudos le temen a la muerte, pero aceptan el dolor y la mutilación. Los más sensibles, por el contrario, le temen menos a la muerte que a las formas que adopta aquí, a las angustias y sufrimientos que la preceden.
Los soldados hablan con naturalidad de estas cosas, sin aprobarlas o censurarlas, porque la guerra los ha habituado a encontrar natural lo que es monstruoso. A su modo de ver, la suprema injusticia es que se disponga de su vida sin consultarles, que se les haya traído aquí con mentiras. Esta injusticia legalizada vuelve caducas todas las morales y consideran que las convenciones promulgadas por la gente de la retaguardia, en lo relativo al honor, al valor, a la belleza de una actitud, no pueden concernirles a ellos, gente de la vanguardia. La zona de los obuses tiene sus propias leyes, de las que son sus únicos jueces. Declaran sin vergüenza: «¡Estamos aquí porque no podemos evitarlo!». Sienten que son la mano de obra de la guerra, y saben que los beneficios sólo aprovechan al patrón. Los dividendos irán a parar a los generales, a los políticos, a los industriales. Los héroes regresarán al arado y al banco de carpintero, pordioseros como antes. Este término de héroe les provoca una risa amarga. Se llaman entre sí buenos hombres, es decir, pobres tipos, ni belicosos ni agresivos, que avanzan, matan, sin saber por qué. Los buenos hombres, es decir, la lamentable, enfangada, gemebunda y sangrante hermandad de los PCDF[29], como ellos se designan tan irónicamente. En fin, carne de cañón. «Aspirante a fiambre», como dice Chassignole.
Afrontan el formidable conflicto con una lógica simple. He aquí unas palabras que dan una idea de ello. Yo había ido a pedir una información a un centinela hasta un puesto avanzado. Llovía a cántaros. El hombre estaba plantado en el barro y chorreaba. Rezongó:
—¡Esta cerdada no se terminará nunca!
—Sí, hombre, esto no puede durar eternamente.
—¡Ah! ¡Dios mío!… ¡Si metieran a Joffre en mi agujero, y al viejo Hindenburg enfrente, con todos esos tíos con brazalete, no tardaríamos en ver acabarse la guerra!
En el fondo, no es un razonamiento tan simplista como pudiera parecer. Está incluso cargado de verdad humana, de esa verdad que los soldados expresan también de esta manera: «¡Siempre son los mismos a los que se manda a la muerte!».
La noción del deber varía según el escalafón, la graduación y el peligro. Entre soldados se reduce a una simple solidaridad de hombre a hombre, en el cráter del obús o la trinchera, una solidaridad que no contempla el conjunto ni el final de las operaciones, no se inspira en lo que se ha dado en llamar el ideal, sino en las necesidades del momento. A este nivel provoca abnegación y los hombres arriesgan su vida para socorrer a sus camaradas. A medida que se vuelve hacia la retaguardia, la noción del deber se disocia del riesgo. En los más altos grados se vuelve puramente teórica, puro juego de la inteligencia. Se une a la preocupación por las responsabilidades, la reputación y el avance, confunde el éxito personal con el éxito nacional, que se oponen en el combatiente. Se ejerce tanto contra los subordinados como contra el enemigo. Una determinada forma de entender el deber puede provocar en los hombres todopoderosos, en los que ninguna sensibilidad atempera las doctrinas, aborrecibles abusos, tanto militares como disciplinarios. ¿No es una fría decisión a lo Robespierre la de ese general N…, que me contó un cabo telefonista sentado delante de su estandarte?
Acababa de transmitir unas comunicaciones, con el auricular en los oídos, y le pregunté sobre el funcionamiento de sus aparatos.
—¿Puedes oír?
—En una centralita, sí. Sólo tengo que colocar mis clavijas de una determinada manera.
—¿Nunca has captado conversaciones curiosas, que te hayan permitido hacerte una idea general de la guerra?
—Son los individuos más que los acontecimientos los que se desenmascaran al teléfono. Las órdenes importantes, salvo en caso de urgencia, se transmiten por escrito… Mira, recuerdo una conversación breve, pero trágica. Ocurrió en el otoño del catorce, cuando yo era telefonista de división, antes de ser evacuado. Es preciso decir en primer lugar que un soldado fue llevado ante un consejo de guerra. Este soldado se había presentado al furriel, para pedirle que le cambiara un pantalón, porque el suyo se le había roto. Había falta de prendas. El furriel le dio el pantalón de un muerto, que estaba manchado aún de sangre. Sobresalto del tipo, normal. El furriel le dice: «¡Te lo ordeno!». El otro se niega. Llega un oficial que exige que el furriel exponga el motivo: desobediencia. Consejo de guerra inmediato… Entonces, hago mi llamada. El coronel del regimiento del acusado me pide que le ponga con el general. Se lo paso y escucho maquinalmente: «El coronel X al habla… Mi general, el consejo de guerra ha emitido su fallo en el asunto que ya sabe, pero necesito consultarle, porque me parece que había circunstancias atenuantes… El consejo de guerra le ha sentenciado a la pena de muerte. ¿No le parece que la pena de muerte es algo demasiado duro, que quizá habría que revisar?…». Escucha la respuesta del general: «Sí, en efecto, es duro, es muy duro… (Un silencio, tiempo de contar hasta quince). Entonces la ejecución para mañana por la mañana, tome todas las disposiciones necesarias». Ni una palabra más.
—¿Le fusilaron?
—¡Le fusilaron!
Sé muy bien que el general N… no tenía en cuenta más que el interés del país, el mantenimiento de la disciplina, la fuerza del ejército, que actuó en nombre de los más grandes principios. Pero si uno piensa que en nombre de los principios más elevados, con igual rigor inhumano, igual seguridad, ese jefe tomará decisiones militares equivalentes, que conciernen a miles de individuos, el que está aquí, el soldado, ¡no puede dejar de ponerse a temblar!
Hay en la compañía un hombre de Vauquois, el famoso sector de minas de la guerra. Cuenta que fue testigo, en 1915, de un ataque con líquidos inflamables que había de permitirnos conquistar esa reñida cresta. Se había hecho venir a los bomberos de París para montar la operación. Se instalaron unos depósitos en un barranco, y unas canalizaciones situadas en los ramales alimentaban las bocas de la manga. Tal vez la empresa hubiera tenido éxito sin el empecinamiento del general S…, que impuso al capitán de bomberos atacar un día en que el viento no era seguro. Todo fue bien al principio. Los alemanes en llamas huían espantados. Pero un cambio brusco del viento volvió contra nosotros los líquidos, y nuestro sector ardió en llamas a su vez. La instalación, que había costado muchos esfuerzos, se vio destruida, y la cresta no fue conquistada ese día.
Ese mismo hombre, llamado Martin, cuenta también que su compañía estaba al mando de un joven teniente, antiguo cadete de la Academia General Militar de Saint-Cyr, trepanado, al que faltaban los dedos de ambas manos, que había vuelto al frente como voluntario. La madre de este oficial, que era de familia rica, mandaba cada semana un gran paquete de víveres para los soldados de su hijo. Este comportamiento impresionó vivamente a Martin, que declara:
—Es innegable. ¡Había, pese a todo, tipos distinguidos que tenían muchas agallas!
—Seguro —aprueba otro—, hay tipos convencidos.
—Amigo —dice un tercero—, ésos son los tíos más peligrosos. Sin ellos, no estaríamos aquí. ¡También los tienen en Bochia, puedes creerme!
—¡Es muy posible!
—¡No es lo mismo! Los oficiales boches son más cabrones con la buena gente.
—¡Eso dicen, pero debe de ser como entre nosotros, habrá de todo!
—Entre nosotros, no es tanto que sean unos cabrones. ¡Pero, como estén chalados, vamos apañados!
—¿Te acuerdas del comandante que teníamos en tiempos de paz, en Besançon, un viejo que estaba como un cencerro? ¿Cómo se llamaba ese idiota? Ah, sí, Giffard. Venía a lavar su ropa interior al cuartel con nosotros. Y, cuando se cabreaba con su caballo, le hacía acostar en el cuarto de prevención, no es broma, en el cuarto de prevención. Puedes preguntarle si no a Rochat. ¡Menudo tío cerril, ese comandante!
—El más cabrón que yo he conocido era un capitán que llevaba siempre en el bolsillo un chisme para medir lo largo que llevabas el pelo. ¡No podía pasar de esto! En el otro bolsillo tenía una maquinilla de esquilar. Y te daba una pasadita por en medio de la cabeza, visto y no visto, mientras presentabas armas. Cuando tenías un sendero en medio del cráneo, te veías obligado a pasar por el barbero.
—Para mí, el peor de todos, fue el compadre Floconnet, el comandante que teníamos en Champaña. Se pasaba el tiempo cazando palomos. Los peludos iban todos a hacer sus necesidades a un sendero, a la salida del pueblo, y el viejo nunca dejaba de merodear por ahí todas las mañanas. Se había inventado un sistema curioso. Con su bastón de estoque pinchaba todos los papeles y se los llevaba al ayudante: «¡Tome —decía—, tiene donde escoger y métales cuatro días a cada uno de estos cabrones!». Como los soldados se limpiaban con sobres, ¡estaban todos de color chocolate! Pero bien que se la pegaron. Al final preparaban sobres expresamente con la dirección del viejo.
—¿Habéis oído hablar del brigada Tapioca…?
Una conversación que toma estos derroteros es interminable. Cada uno aporta sus anécdotas. También resulta curioso constatar cuántos de estos recuerdos, que se creería algo superado, salen a relucir en las conversaciones del frente. A los soldados les gusta recordar su período de instrucción (que por comparación se convierte en «los buenos tiempos») y el reproche que les hacen a sus camaradas de las quintas más jóvenes, voluntarios indisciplinados, es el siguiente: «¡Cómo se nota que no has estado en la reserva activa!». Los recuerdos son, por otra parte, las más de las veces groseros. No es que los elijan así, sino que no tienen otros. La condición militar les ha brindado siempre más trivialidad que nobleza, y se verían en un buen aprieto si tuvieran que elegir un ideal entre el cabo y el ayudante, que son unos opresores, no siempre malos, pero tanto más absurdos cuanto más ignorantes. En lo que a los oficiales se refiere, aparte de los de primera línea, que comparten en cierta medida sus peligros, siguen siendo como personajes cuyas chifladuras son frecuentes, temibles y de derecho divino.
Todavía en los Vosgos, ocupamos un nuevo sector, más agreste que el anterior, en lo alto de una montaña cuyas crestas dominamos. En toda esta región se han disputado los altos, que ofrecen puntos de vista amplios, y las montañas cubiertas de abetos muestran placas de alopecia que son el rastro de los bombardeos. Todos los nombres de estas montañas han figurado en el comunicado: Hartmann, Sudel, Linge, Metzeral, La Fontenelle, Reischaker, etcétera. Dominamos el valle de Sainte-Marie-aux-Mines.
El estado mayor del batallón y la compañía de reserva están acantonados en contrapendiente, en unos campos a la vera de la carretera que asciende del valle francés. Las compañías de línea ocupan dos sectores próximos, uno en el punto culminante de la montaña, el otro que sigue las curvas descendentes del terreno y se aleja del lado alemán. Este segundo sector, el nuestro, es más peligroso porque la posición carece de profundidad. Un ataque que avanzase ciento cincuenta metros nos arrojaría al barranco al que estamos pegados. Al fondo del barranco seríamos el blanco de los tiros en enfilada de las ametralladoras, y no hay ninguna posición de repliegue organizada en la otra pendiente. Por suerte, el sector está tranquilo. Pero, en caso de sorpresa, nuestra situación sería de lo más precaria.
El terreno ha sido removido cientos de veces por los torpedos. No subsisten del bosque más que algunos troncos de árboles, como fuertes postes cuya madera ha estallado. Nos hemos instalado mal que bien. Las secciones disponen de algunas zapas en primera línea. Detrás, escasean los refugios, son poco sólidos y nada confortables. En líneas generales, nuestros refugios son siempre inferiores a los de los alemanes. Ello es probablemente una consecuencia del espíritu de ofensiva. Nuestras tropas han considerado siempre que tenían las trincheras provisionalmente y que era inútil hacer grandes trabajos en ellas.
Retomo mis rondas de noche, que resultan emocionantes porque la línea alemana está muy cerca de la nuestra: de veinte a treinta metros. En un determinado lugar, el intervalo es de sólo ocho metros. Ésta cercanía impide establecer sólidas defensas artificiales. Me encuentro, pues, con el espaciamiento de los centinelas, solo en la noche, más cerca de los alemanes que de los franceses. Los centinelas de enfrente me oyen caminar, y puedo, en todo momento, ser detenido por hombres apostados en el parapeto, que bastaría con que alargaran el brazo para atraparme. Llevo por delante de mí un revólver amartillado y tengo dos granadas en los bolsillos. La seguridad que me confieren estas armas es completamente ilusoria; no me serían de ninguna ayuda contra varios asaltantes, confundidos con la sombra, pudiendo con unos saltos ganar de nuevo sus trincheras y llevárseme, antes de que a los nuestros les diera tiempo de intervenir. Por otra parte, el frente de la compañía está vigilado por ocho puestos de centinelas dobles, o sea, dieciséis hombres, en una extensión de unos quinientos a seiscientos metros. Antes de acudir, deberían primero alertar a sus camaradas, a quienes siempre cuesta ponerse en acción recién despertados.
Durante las noches muy oscuras, en las que avanzo a tientas, sufro a veces bruscas paradas cardíacas, cuando cruje alguna cosa que no puedo distinguir. La noche deforma las cosas, las agranda, les presta un aspecto angustioso o amenazador; el menor soplo de viento las anima de vida humana. Los objetos tienen siluetas de enemigos, por todas partes adivino respiraciones contenidas, ojos dilatados que me observan, manos crispadas en unos gatillos; espero a cada segundo la cegadora estría de fuego de un arma. Pueden matarme por el mero placer de matar. En este sector que conozco sin embargo bien, dudo y me pregunto constantemente si no me he extraviado, a tal punto lo que me rodea es sobrecogedor, cambiante, del dominio del sueño. Una distancia que recorrí la víspera sin grandes cuidados dura al día siguiente un tiempo infinito, hasta el extremo de que llego a temer que nuestras líneas estén vacías. Pero no estoy allí para tener miedos infantiles: me acuso de ridículo para tranquilizarme… Al fin, descubro a nuestros centinelas y me meto en un refugio subterráneo, tibio, en el que parpadea un farol de gas, donde resuenan los ronquidos de los durmientes. Despierto al jefe de sección, que firma mi papel y me entrega los suyos; intercambiamos algunas palabras, y heme aquí de nuevo delante de la trampa de la muda sombra. Me lanzo a las tinieblas. Hago resonar mi paso, silbo un aire de marcha enfrente de los alemanes, para que esta decisión impresione a un enemigo que pudiera estar emboscado. Me hago anunciar antes de llegar al lugar donde las líneas casi se tocan: lo hago para causar efecto… Pienso que todo ese ruido debe de significar para los enemigos que están allí, a algunos metros: los que avanzan no tienen miedo, no sería una buena idea atacarles. Pienso que el ruido me multiplica, hace número…
De vuelta al puesto de mando, el teniente se limita a recibirme, sin parecer sospechar que acabo de librar una terrible lucha con los fantasmas de la noche, con los de mi imaginación, y que, en mi pecho, aún resuena el gong de mi corazón… Yo mismo, tras volver, sonrío como si regresara de un paseo. Pero, un día, puedo muy bien desaparecer. Cada una de estas rondas es una aventura sin brillo y debo únicamente a la buena voluntad de los alemanes el poder volver. Pero no afronto en serio la eventualidad de mi muerte. En fin, cuando hace una bonita noche, iluminada por el proyector de la luna, centinela vigilante y amiga, esta ronda no deja de tener su encanto, por la ladera de las montañas altivas y silenciosas.
En el fondo, esto de aquí no es más que una pequeña guerra, una guerra convencional, regida en uno y otro bando por unos acuerdos tácitos, y no hay que tomársela demasiado en serio, ni enorgullecerse de ella. Soportamos algunas escasas ráfagas de obuses, disparados desde una cresta dominante, donde los alemanes tienen sus piezas. El ruido de las detonaciones rueda por los valles, y esta avalancha de sonidos va a repercutir en la lejana pared de una montaña, que la reenvía a otra, hasta que se pulveriza enteramente. También recibimos algunas granadas de mano y de fusil, a las que respondemos blandamente, con el deseo de no envenenar las cosas. En unas posiciones tan próximas, tan estrechas, la actividad se volvería rápidamente muy mortífera. Ahora bien, nosotros no tomamos nunca la iniciativa de la actividad. El regimiento hace su trabajo honradamente, pero se guarda del celo como de la peste. ¡Las proezas que las hagan otros!
Algunos de nuestros aviones nos sobrevuelan a veces. Son de un modelo antiguo, deplorablemente lento, apodado «jaula de pollo». Nos inspiran compasión, y tenemos la impresión de que los alemanes deben de reírse al ver esos viejos aparatos, que parecen datar de las primeras competiciones aéreas.
En suma, este frente está protegido por una red de tropas extremadamente delgada. Este espaciamiento de las unidades permite la concentración de las divisiones en los sectores activos. Aquí se fían del encabalgamiento y la elevación de las montañas, que dificultarían una acción de gran envergadura. Nosotros estamos aquí para vigilar esas defensas naturales.
Hacia las cinco de la tarde, una serie de violentas explosiones estremece el sector, esas explosiones prolongadas, esos desgarros de metal que caracterizan a los torpedos. ¡Comienza el baile! Inmediatamente, el bombardeo adquiere la acelerada cadencia del machaqueo, las detonaciones no forman más que un redoble dominado, a intervalos regulares, por el estrépito causado por la caída de grandes proyectiles que hacen vacilar la montaña. Nuestra artillería de trinchera responde al punto. Cogemos nuestras armas a toda prisa, huimos al puesto de mando, el estrecho contrafuerte en el que tememos vernos cercados. Hay que pasar a las primeras descargas, antes de que sea demasiado tarde, antes de que el arranque del ramal se vea cortado. Tras nuestros pasos, la sección de reserva, que acaba de trepar por una pendiente para darnos alcance, se empuja jadeando, con gritos y entrechocar de armas. Corremos bajo los silbidos, en medio del humo amarillo, rodeados de enormes esquirlas que se abaten como hachas y se hunden a nuestro alrededor. Durante treinta metros, en la trinchera hace un calor de estufa. Luego respiramos un aire más fresco, nuestra nuca se ve aliviada del peso amenazador de las cuchillas, nuestros ojos reconocen la luz del día. Estamos en el ramal de acceso.
A medida que este ramal se hunde hacia la retaguardia, bordeando el flanco del contrafuerte, la montaña se eleva y nos protege con un recio ribazo, donde los árboles son todavía espesos. Ahora somos unos cuarenta hombres agrupados en torno al teniente, a unos trescientos metros de nuestras posiciones, en una zona más o menos resguardada. Unos obuses nos buscan, pero estallan por encima de nosotros o caen al fondo del barranco. Haría falta un tiro de mala fortuna para que nos alcanzasen en este ángulo muerto. Sólo tenemos que esperar pacientemente.
Las secciones de línea tienen la consigna de replegarse lateralmente a los primeros disparos, apretándose contra las compañías vecinas. Nosotros no nos ocupamos de ellas, y sería una insensatez querer asegurar un enlace en este momento. Cada fracción actúa por su cuenta y riesgo, siguiendo las disposiciones decididas de antemano. Dado que estos bombardeos vuelven indefendible el sector, el mando ha considerado preferible abandonarlo totalmente, sin perjuicio de reconquistarlo tras la acción mediante un contraataque. Pero sabemos que se trata de la simple incursión de un grupo de enemigos, que buscan hacer prisioneros. Atrapados bajo el fuego y al encontrar las trincheras desiertas, regresarán a las suyas.
Escuchamos el bombardeo. Las fuertes explosiones nos sacuden hasta aquí. Unos obuses que pasan demasiado bajos nos obligan a agacharnos. Una nube de humo nos impide ver las posiciones, y, pese a nuestra relativa seguridad, estamos inquietos.
Al cabo de una hora percibimos claramente un espaciamiento en el fragor. La intensidad del fuego disminuye, vacila y se debilita rápidamente. Nuevas ráfagas. Luego se hace el silencio. Llega el crepúsculo. La sección de reserva forma en orden de batalla y avanza prudentemente. No encuentra a nadie. Ganamos de nuevo el puesto de mando salvando varios desprendimientos.
Enseguida parten los agentes de enlace para recoger información, cada uno a su sección. El sector está irreconocible. Los ramales se hallan cortados, he de caminar varias veces por encima de los parapetos. Al acercarme a primera línea, llamo a los míos, para no equivocarme. Llego al refugio de la extrema derecha de la compañía, cuya entrada da enfrente de los alemanes, y desciendo por la mala escalera. Encuentro a algunos hombres con el sargento.
—¿Así que nada grave?
—¡Mira! —dice el sargento.
En un rincón de la zapa veo, en el suelo, una forma tendida, un cuerpo como roto. Una pierna debe de haberse desarticulado de la pelvis, pues está completamente revirada. Tiene el pantalón desgarrado y descubre el muslo pálido, casi seccionado, que ni siquiera ha sangrado. La otra pierna también está ligeramente herida.
—¿Quién es?
—Sorlin.
Sorlin, sí, le conozco: ese joven de la quinta del 16 que siempre me sonreía al pasar por su lado, durante mis rondas… Me inclino ligeramente. Tiene los ojos cerrados, pero su boca, su boca que llamaba, está abierta y torcida. Este joven rostro que estaba siempre alegre tiene una expresión de terror. Oigo al sargento, un hombre de cuarenta años:
—¡Un buen chaval, en este estado! ¡Qué vergüenza de guerra!
Le pregunto tontamente:
—¿No ha habido más desgracias?
—¿Acaso te parece poca ésta? —me responde él con ira.
Noto a estos hombres consternados, a los que la tristeza vuelve rencorosos. Pienso en lo que han aguantado hace poco, en sus angustias bajo el bombardeo, cuando yo estaba en el ramal, a cubierto…
—Mire, sargento, me parece que es demasiado, y lo sabe perfectamente. Pero he de ir a dar el parte, me esperan. Voy a mandarle a los camilleros.
Llegan al puesto de mando también los otros agentes de enlace. Hay dos muertos y cuatro heridos en la sección central. Ninguno en la sección izquierda. En el sector tranquilo es una tarde de guerra, una tarde de duelo. Al dictado del teniente, preparo los informes para el batallón. Fuera, los camilleros preguntan dónde están los heridos. Les guían, en la noche.
Más tarde, hago mi ronda. Por todas partes no hay más que montículos de tierra blanda. Todo el mundo está sobre los parapetos y trabaja. La trinchera, ya casi nivelada, está jalonada por una línea de zapadores, que han dejado los fusiles a su lado. A veinte metros de nosotros tintinean otras palas, y se distinguen perfectamente unas sombras inclinadas en el suelo. Los alemanes trabajan por su lado, esa parte del frente no es sino una obra.
Tanto por curiosidad como por una bravata, con un sargento adelantamos a los trabajadores varios metros. Una sombra alemana se pone a toser con insistencia para indicarnos que trampeamos, que vamos a rebasar los límites de la neutralidad. También nosotros tosemos para tranquilizar a ese vigilante guardián, y regresamos a donde están los nuestros. Esos enemigos a los que no separa ningún atrincheramiento, a los que bastaría con saltar para sorprender a sus adversarios, respetan la tregua. ¿Es eso lealtad? ¿No es más bien el mismo deseo, en ambos bandos, de no batirse?
Alrededor de dos veces por mes, nuestros sectores son devastados por golpes de mano. La artillería y los cañones de trinchera, concentrando sus fuegos en un espacio muy reducido, consiguen una densidad que los vuelve aplastantes. El consumo de proyectiles alcanza los varios miles en dos horas. Protegidos por el enloquecimiento, cubiertos por el humo, unos destacamentos penetran en las líneas enemigas con la misión de hacer prisioneros. Con ocasión de nuestro primer golpe de mano, cogimos a cinco alemanes. Luego todos nuestros intentos han fracasado; es probable que el enemigo haya adoptado nuestro método de evacuación, el único prudente, y que ahorra vidas, pues las unidades que se mantuvieran en las posiciones serían aniquiladas. Los alemanes no han capturado jamás a ninguno de los nuestros.
Una tropa, llamada «grupo franco», de unos cincuenta hombres, todos voluntarios y al mando de un subteniente, está especializada en estos pequeños ataques. Estos hombres viven aparte en el bosque, rebajados de todo tipo de servicio. Descienden con frecuencia a medio camino del valle, donde hay una posada regentada por tres mujeres, conocida como Las Seis Nalgas. Esta posada resuena con sus disputas, sus peleas con los artilleros, que acaban a menudo a tiros de revólver o a cuchilladas cuando están borrachos. Se cierra los ojos a sus hazañas, debido a su misión peligrosa. Se comprende que un buen guerrero debe ser un poco facineroso.
Entre los golpes de mano, el sector dormita. También los primeros torpedos son siempre la señal de una acción. Se los espera una hora o dos antes de la caída de la noche. Cada vez hay víctimas entre los vigilantes encargados de indicar la aparición del enemigo.
Un general de aire marcial, guiado por un agente de enlace del batallón, se presenta, de improviso, en el puesto de mando, declarando: «Vengo a visitar vuestro sector». El teniente responde con un guiño dirigido a mí:
—Bien, mi general, vamos a tomar por la izquierda.
Yo me precipito para informar a la primera sección; el aviso será transmitido luego a lo largo de la línea. Cumplida esta misión, espero que me alcancen. De camino, el general pregunta al teniente sobre la actividad de los alemanes, las posiciones que se descubren por debajo de nosotros, el gasto de proyectiles, etcétera. Súbitamente, se para cerca de un centinela y le pregunta:
—Si ataca el boche, ¿tú qué haces, amigo?
En un sector como éste, en el que se tiene tiempo de respetar escrupulosamente los reglamentos interiores, todos los casos están previstos y son objeto de consignas especiales, que no se dejan de repetir a los soldados: hacer dos disparos de fusil, lanzar tres granadas, accionar las bocinas, etcétera.
Pero el hombre se turba, cree ver asombro o severidad en el rostro de ese inspector imponente. Considera que hay que decidir rápido, pues se trata de un ataque, y responde con desesperada energía:
—¡Bien, pues me defiendo como pue…!
El teniente está consternado. El general, que es inteligente, se lo lleva aparte y le consuela:
—Es evidente que no son éstos precisamente los términos del Cuartel General… ¡Aunque se podría reducir a eso!… ¡Lo esencial es que uno se defienda como pueda… bien!
Ahora me encuentro en la retaguardia de nuestra pequeña columna. Subimos hacia la sección de la derecha. Dos detonaciones a lo lejos, a la izquierda: dos tiros. ¿Son para nosotros? Tres segundos de espera… Dos silbidos. ¡Claro que son para nosotros! ¡Ran! ¡Ran! Atención a las esquirlas… Reacción automática: son unos 77.
—¡No han dado lejos!
—Os traigo la negra —dice el general con una sonrisa demasiado desapegada para no resultar un tanto afectada.
—Estamos ya acostumbrados, mi…
¡Otros dos! Gruesos éstos… Nos echamos al suelo. ¡Rrran! ¡Rrran! Unas bombas 105. Las shrapnells[30] estallan en torno a nosotros. Dos nubes negras sobre nuestras cabezas.
—Mi general, hay que darse prisa, es el rincón peligroso…
—¡Haga, haga, teniente!
Otros dos 77. Nos apresuramos todo lo posible, y ya no es cuestión de inspeccionar nada.
Acabamos de bordear un puesto de centinelas. Se anuncia una ráfaga. Pero tengo tiempo de oír una voz (¡cómo no, es Chassignole!) que grita detrás de mí, en la entrada del refugio:
—¡Eh, chavales! ¡La estrella fugaz ha pasado!
Son las dos de la tarde. Estamos en el ramal, cerca del puesto de mando, desocupados. Oímos una débil detonación delante de nosotros. Apenas si le prestamos atención: caen en todo momento, de aquí y de allá, algunos proyectiles.
Poco después llega un hombre sin aliento, preguntando por los camilleros.
—¿Un herido?
—Sí, de una granada de fusil.
—¿Le han hecho mucho daño?
—Le han volado casi por completo los dos pies. Estaba en las letrinas, la granada ha dado de lleno dentro.
Era la detonación que hemos oído. Los camilleros vuelven, depositan la camilla en medio de la trinchera y entran en el refugio para que se les entregue una ficha.
Reconocemos a Petitjean, un chico amable, modesto y servicial. Está muy pálido, pero ni una queja. De sus pies, burdamente vendados, se filtra la sangre, que chorrea con una rapidez espantosa. A mi pesar, comparo lo que pierde de ella con la capacidad de resistencia de su cuerpo, el tiempo que llevará llegar al puesto de sanidad… Somos tres a su alrededor, que tememos ser crueles al acercarnos, mostrarle nuestra integridad que él acaba de perder probablemente para siempre, y también tememos, si nos damos la vuelta, parecer indiferentes, abandonarle a la soledad de los que están condenados. Sobre todo es su silencio el que nos incomoda: ¿cómo compadecer a un ser que no apela a nuestra compasión? Sus ojos miran fijamente el cielo y de él reciben un ligero reflejo que los matiza de un azul pálido, como una delicada porcelana. Luego los cierra, se aísla en su desgracia, que le separa de nosotros. ¿Presiente el desastre que le espera? Su boca se crispa bajo el bigotillo, y tiene las manos entrelazadas sobre el pecho con tanta fuerza que enrojecen y tiemblan. Se lo llevan sin que nosotros nos atrevamos a dirigirle la palabra, y el teniente, que ha salido del refugio para estrecharle la mano, se queda inmóvil a nuestro lado y se calla igualmente.
Hace un claro sol de octubre, y disfrutamos de la última tibieza del año antes de ese golpe desgraciado. No nos podemos entregar a ninguna alegría, la guerra sigue estando siempre aquí.
De madrugada, un centinela del fondo del valle es sacado de su ensoñación por un ruido de pasos en el ramal. Se vuelve y ve a un alemán delante de él. Su primer impulso es huir. Pero el alemán levanta un brazo y dice: «Kamerad!»[31]. Está desarmado, lleva puesta la gorra, un paquete bajo el otro brazo. El centinela, no recuperado del todo de su emoción y temiéndose una trampa, llama a la escuadra. Rebuscan en los alrededores sin descubrir nada sospechoso: el hombre está decididamente solo. Se lo llevan al teniente. Pero nadie sabe el suficiente alemán como para interrogar a este curioso prisionero caído del cielo. Es un hombrecillo enclenque, de rostro apagado y sonrisa demasiado fraternal. Sus párpados se mueven con rapidez sobre unos ojillos que rehuyen la mirada, y parece muy satisfecho. Sigue apretando su paquete bajo el brazo. Con Beaucierge, recibimos el encargo de conducirle al batallón. En el ramal, trota entre nosotros. Le hago algunas breves preguntas:
—Kriegfertig?
—Ja, ja!
—Du bist zufrieden?
—Ja, ja![32]
—Los tenías por corbata, ¿eh, hermano? —dice Beaucierge, dándole una palmada cordial que le hace tambalearse.
—Ja, ja!
—¡No tiene pinta de bilioso, este cristiano! —considera mi camarada.
—Ja, ja!
—¡Nadie dice nada de ti, berzotas!
Nuestra llegada es todo un éxito. Corre el rumor de que la Novena compañía ha hecho un prisionero. Los soldados se precipitan fuera de los barracones y hacen calle, a lo largo de la gran arteria de ese pueblo ahondado bajo los rollizos. En el batallón, la sorpresa no es menos viva. Se apretujan en la oficina, y los soldados se apiñan en la puerta. Aparece el comandante y manda a buscar al oficial de morteros para que haga de intérprete. El alemán, juzgando que sus asuntos toman un giro positivo, relaja su rígida posición de firmes, se prodiga en protestas y reparte su sonrisa internacional. Al oficial que acaba de llegar le explica su historia con gestos atolondrados, una especie de camelo de prestidigitador.
Es un veterano auxiliar al que mandaron al frente la pasada semana. Al día siguiente de su destino tuvo lugar nuestro golpe de mano: una de nuestras bombas mató a cuatro de los camaradas que tenía al lado, en la entrada de un refugio, y cuenta que los efectos de nuestro bombardeo fueron espantosos. Inmediatamente consideró que la guerra no estaba hecha para él y tomó la decisión de librarse de ella lo antes posible. No esperaba más que la oportunidad para hacerlo y había preparado su huida, como prueba su inseparable paquete, que desata para mostrarnos un par de botas nuevas, unos calcetines, un material muy completo de peluquero (es su oficio), una camisa y un tarro de mermelada. Esta noche, mientras estaba de guardia, ha abandonado su puesto, ganado nuestras líneas arrastrándose y saltado dentro de un espacio vacío de nuestras trincheras, a riesgo de que le mataran los suyos y los nuestros. Dice que la guerra es una mala cosa y busca nuestra aprobación. Tras marcharse los oficiales, nos ocupamos de él. Unos hombres corren a las cocinas y traen café, pan, carne, queso. La gente mira comer con simpatía al desertor.
—¡Tiene buen saque el tío!
—Gut? —le pregunto yo.
—Gut, gut! —responde él con la boca llena.
—In Deutschland nicht gut essen?
—In Deutschland… Krrr![33]
Hace ademán de apretarse el cinturón.
—¡Tiene gracia este boche!
Imposible llamar de otro modo que boche a un alemán. Este término no resulta despectivo en boca de los soldados, simplemente cómodo, breve y divertido.
Nosotros aprovechamos nuestra misión, con Beaucierge, para ir a tomar algo a las cocinas. Éstas son el centro de asamblea de las unidades; los soldados-ciudadanos discuten allí de la cosa pública y se informan de las novedades que llegan por medio del avituallamiento. Mientras un cocinero, sórdido y jovial, nos prepara un asado, nosotros escuchamos los comentarios. Naturalmente, se habla del desertor. La opinión que prevalece es ésta:
—¡Es menos gilí… que nosotros, este tío!
Los hombres menean la cabeza. Pero la deserción es un gran desconocido…
Los relevos tienen lugar siempre por la noche.
El batallón vuelve a subir al sector, tras quince días de descanso que hemos pasado en el pueblo de Laveline, en el valle. La ascensión exige varias horas de penosísima marcha, porque la pendiente es inclinada y los hombres llevan el cargamento completo. La noche profunda, oscurecida todavía más por los pinos, nos priva de la visión de la carretera, y zigzagueamos. Pese al frío, sudamos.
Un silbido estridente desgarra la noche como si fuera un tafetán, el viento de un proyectil nos inclina como a espigas, la amenaza aérea nos pone el corazón en punto muerto. Un fulgor en alguna parte, como un rayo. Resuena un trueno, se pierde en las barrancas y va a estrellarse en el fondo del valle. Luego otro, y otros después, impacto tras impacto. Haces de fuego iluminan troncos de abetos sin ramas. Masas furiosas, irresistibles, como expresos lanzados, caen del cielo, nos cercan, nos hacen perder la cabeza. Una tempestad de sonidos nos ensordece. Corremos por la pendiente, que nos rompe las piernas, con un tórax demasiado estrecho para los pulmones dilatados, que piden aire por la angosta válvula de la garganta. Y de continuo esos fallos del corazón, esos vértigos, esa fuga de sangre que crea el vacío en las arterias, tras el aflujo torrencial. Y las llamas que revientan las retinas translúcidas, a través de los párpados cerrados… Huimos, en desorden.
Eso cesa bruscamente. Las unidades mezcladas se dejan caer al suelo para respirar. La noche se cierra y nos protege, el silencio nos reconforta.
Entonces, en mi rincón, se oye una voz cargada de una indignación risible, que gime:
—¡Es una vergüenza exponer así a unos hombres de cuarenta años, padres de familia!
—¡Vaya con el veterano que se declara no apto para acabar cadáver! —se chunguea un parisiense con su acento de barrio.
—¡Calla la boca, mocoso!
—¡Tú ya has fornicado bastante en la vida, abuelo! Hay que dejar paso a los jóvenes…
—¡No sabes lo que dices, chaval! Se trata de nuestras mujeres…
—¡Deja tranquila a tu mujer! Estaba hasta la coronilla de ti, y ya sabrá consolarse ella con los jóvenes. ¡Los viejos son los que deben palmarla primero, como todo el mundo sabe!
—La vida de un hombre que ha formado un hogar debe ser salvaguardada. ¿Tú no estás casado, verdad, barbilampiño? ¡Eres un inútil!
—¿Quieres que te diga lo que eres tú? ¡Un viejo vicioso es lo que eres! Querrías estarte tranquilo haciéndole hijos a tu mujer mientras tus compañeros se dejan aquí la piel… ¡Vaya con el sádico!
—¡Yo sádico! —exclama el otro, estupefacto—. ¡Oíd al golfo éste!
—¡Sí, un perfecto sádico! ¡Por suerte en el mundo hay justicia y por eso eres un cornudo!
—¡Menudo gilipollas! —masculla el viejo.
Se le oye levantarse. Pero se topa con unos cuerpos que le rechazan. El parisiense ahueca el ala. Llega su voz de lejos:
—No te quejes, abuelo. ¡Que eso trae suerte!
Este diálogo ha hecho olvidar el recuerdo de la alerta. Volvemos a ponernos en marcha. Nos enteramos de que hay víctimas en la retaguardia de la columna.
En el campamento, hay contados refugios sólidos y están todos ocupados por el estado mayor del batallón y los oficiales. La compañía de reserva está repartida en dos barracas Adrián[34], acondicionadas con literas individuales. Los hombres pasan allí una parte del día, pues la estancia aquí es considerada un descanso, y sólo se ocupan de los servicios de limpieza o del suministro de municiones.
Ultimamente estábamos agrupados en un rincón los cuatro agentes de enlace y el ciclista. Cada uno se hallaba tumbado en un camastro y fumaba, salvo Beaucierge, que se entregaba a bromas de mal gusto para pasar el rato y provocaba al ciclista a combate singular. Éste se lo quitaba de encima amenazándole con cortarle todo avituallamiento personal. Más lejos, los soldados jugaban a las cartas mientras bebían, o dormían.
Estalló un fogonazo, a algunos metros, seguido de unos aullidos. Un soldado estaba contemplando estúpidamente su browning humeante. Siempre ocurre lo mismo con las pistolas automáticas. Los que tienen una la llevan cargada y nunca piensan, al querer desmontarlas, en retirar la bala del cañón. Este olvido es causa de accidentes.
Nos dirigimos hacia el herido, que seguía gritando y señalaba su pierna. Mientras se iba en busca de ayuda, comenzaron a quitarle los pantalones. El imprudente fue puesto a caldo.
Llegó el joven médico auxiliar, se inclinó sobre el muslo y dijo entre risas:
—¿Quieres dejar de berrear? ¿Es que no ves que es un chollo?
El herido se calló al instante y se le iluminó el rostro. El médico militar palpó la pierna:
—¿Te duele? ¿Tampoco aquí?
—¡No!
—¡Una herida así vale su peso en oro! ¡Y encima durmiendo! ¡Te vas a tirar tres meses en la retaguardia!
El herido sonrió, todo el mundo sonrió. Terminado el vendaje, llamaron al hombre de la pistola. Su víctima le dio un apretón de manos, se lo agradeció y partió en una camilla, recibiendo las felicitaciones del campamento.
Desde entonces, el imprudente se gloría de su torpeza. Se le oye decir: «¡He sido yo quien ha hecho evacuar a Pigeonneau!». E incluso: «El día que le salvé la vida a Pigeonneau…».
Ha llegado el invierno y se presenta muy riguroso.
Primero, un cierzo cortante había barrido la falda de las montañas, y habían seguido las primeras heladas. Una mañana nos despertamos en medio de un extraño silencio, pesado y denso, y la luz del día llegaba a nuestros barracones con un resplandor especial. Había nevado durante la noche y la nieve lo recubría todo. Unía las ramas de los abetos con mantos espesos de forma ojival. Vivimos desde ahora en un frío bosque gótico, en el que humean nuestros iglúes de esquimales.
Después de más de seis meses, he vuelto al frente, cuando nos enteramos de dos noticias importantes, que pueden cambiar mi destino: la compañía va a ser destacada a otro batallón y nuestro teniente nos deja.