La convalecencia
Al haber cicatrizado mis heridas, ha llegado el momento en que he tenido que dejar a las enfermeras de esta sala 11 del centro de enseñanza Saint-Gilbert, en la que he pasado los mejores días de mi vida de soldado. La señorita Nancey me ha rogado: «Escríbanos. Nos gusta seguir en contacto con nuestros heridos una vez que nos han dejado. Y si tiene la mala suerte de ser herido por segunda vez, venga a estar con nosotros». Nègre se ha limitado a decirme, con una seriedad desacostumbrada: «¡Trata de salvar el pellejo!».
Reconocemos el ruido del buzón en la avenida, y al poco una llave gira en la cerradura. Llega nuestro padre para la cena. Le pregunta a mi hermana, mientras se limpia los pies en la alfombrilla, como de costumbre:
—¿Ha llegado tu hermano?
Yo avanzo por el pasillo. Me dice:
—¡Ah, estás aquí! Recibimos tu carta y te esperábamos de un día para otro.
Nos besamos, un poco ritualmente: un intento de beso. El debe de preguntarse: ¿le habrá cambiado la guerra? Nuestras relaciones han sido siempre frías. Mi padre esperaba más de mí, y yo esperaba mucho más de él. No me encontraba lo bastante dócil a sus consejos, y yo consideraba que el resultado al que él había llegado, con su famosa experiencia, me daba derecho a ser desconfiado. Tiene sin duda su manera de quererme; pero por desgracia sus manifestaciones, cuando era yo niño, no fueron nunca muy convincentes, y me quedé con esa vieja impresión. Si se quiere, no nos entendemos. Para que un padre y un hijo se comprendan, colmen ese cuarto de siglo que les separa, es menester que el padre ponga mucho de su parte. No fue ése su caso. En 1914, prácticamente habíamos reñido. Pero, con ocasión de la guerra, extendimos la unión nacional hasta la familia. Los peligros que yo iba a correr hacía que fuera un asunto de conveniencias. Y, tras trece meses de ausencia y una herida, vuelvo con la mejor de las disposiciones, aunque bastante escéptico en lo que se refiere a las posibilidades de nuestro perfecto entendimiento.
Nos sentamos a la mesa, cada uno en su antiguo sitio, y observo que aquí nada ha cambiado. Mi padre me pregunta:
—¿Te has recuperado bien?
—¡La cosa va bien!
—Efectivamente, tienes buen aspecto. Esa vida te ha hecho desarrollarte.
Me mira de reojo, y yo me doy cuenta, por la manera en que su mano palpa su pan, de que hay algo que le disgusta. No tardo en ser informado de ello:
—¿Pero cómo te las has arreglado para no conseguir ni un galón?
—Me importan un comino —digo para cortar por lo sano.
—¡De nuevo con tus ideas!
Cuando mi padre alude a lo que él llama mis ideas, es siempre una mala señal. Pero se mantiene en sus trece y continúa:
—Los hijos de Charpentier, que tienen casi tu edad, son el uno sargento y el otro ayudante, y su padre está orgulloso.
—¡No hay de qué!
—¡Oh, naturalmente, tú estás por encima de eso!… ¡Ah, se puede decir que no te has esforzado nunca en complacer a nadie!
Mi hermana, que teme una disputa en la que no daríamos el brazo a torcer ni el uno ni el otro, interviene y cambia de tema de conversación. Se pone a charlar, al margen de mí, de la marcha de la casa, de sus amigos, de invitaciones, de visitas, qué sé yo… Tienen las mismas pequeñas preocupaciones que en 1914; me parece, oyéndoles, que les hubiera dejado el día antes. Se diría que ni sospechan lo que pasa a algunos cientos de kilómetros. ¡Y mi padre pretende que el egoísta soy yo! Lo cual no tiene por otra parte ninguna importancia. Estaré aquí unos siete días, de permiso, aunque en situación de alerta. Pero estos seres por los que me bato (¡pues, al fin y al cabo, no es por mí!) me son completamente extraños.
Ni siquiera sienten curiosidad por la guerra. Mi padre sería incapaz de condescender a preguntarme: ello sería reconocer que un hijo puede saber más que su padre en determinados aspectos, lo cual le parece inimaginable, por lo mucho que choca contra su sentido de la autoridad.
Mi padre me ha dado cita para la tarde. Le encuentro a la hora indicada, y camino a su lado, por la calle abarrotada, donde los escaparates, que brillan de luz eléctrica, animan un decorado de preguerra que había olvidado. En el tiempo que llevo sin verle, ha envejecido un poco, y ahora soy claramente más alto que él. Hemos llegado a ese estadio en el que el padre, disminuido por los años, se encoje, y en el que el hijo crece y se asienta. Durante largo tiempo, a mis ojos, él ha pertenecido a ese mundo inaccesible de las personas mayores, detentadoras de los privilegios y de todo saber; durante mucho tiempo yo me he sentido bajo su dominio. Hoy tengo una vida propia que se le escapa. El tiene cierta consideración hacia esa personalidad que ve desarrollarse y que mi estatura impone, y yo tengo una especie de indulgencia, bastante indiferente, para con su carácter injusto, desde que me he liberado de él. Al equilibrarse nuestras fuerzas, somos cordiales el uno con el otro. Pero estamos más distantes que nunca.
Mi padre me lleva a la cervecería donde se encuentra cada tarde con sus amigos. En la gran sala de un establecimiento del centro, tienen reservado un rincón, con la protección del dueño, y pasan allí buena parte de las tardes. Son hombres de unos sesenta años, comerciantes e industriales. Algunos tienen ese aire consternado que dan la mala suerte y la vida en su fase declinante, y otros, por el contrario, exhiben en su semblante esa satisfacción de la gente que ha tenido éxito en los negocios. Se conocen desde hace veinte o treinta años. Aquí disfrutan de su tiempo de ocio, lejos de toda preocupación, de los sinsabores domésticos, y viven de un viejo fondo de recuerdos y de bromas que exhuman de su juventud. Están acostumbrados los unos a los otros y respetan sus manías, lo que es una condición esencial para poder envejecer cómodamente en compañía.
A nuestra llegada, levantan la cabeza. Mi padre les dice, dando apretones de manos:
—Os presento a mi hijo mayor, que acaba de llegar del hospital después de haber sido herido.
Estos hombres importantes interrumpen su partida de cartas y me saludan cordialmente:
—¡Muy bien! ¡Bravo, muchacho!
—¡Nos congratulamos de tu valor!
—¡Eh, Dartemont, es un buen mozo!
Al no saber ya qué ánimos darme, enmudecen. La guerra deja de estar de moda, comienza a formar parte de las costumbres. Se ve llegar constantemente a militares de permiso, se tiene la impresión de que no les ocurre nunca mal alguno. Por otra parte, yo no soy soldado, y la situación de mi padre no es muy floreciente que digamos. ¡Gran bondad la de estos señores por haberme dado muestras de tanto interés!
Reanudan su juego: «¿Quién ha cortado?». Mi padre se mezcla con ellos. Yo me quedo solo en una esquina de la mesa, enfrente de un viejo señor que mastica metódicamente gruyer mientras lo riega con cerveza. Me observa largamente e intuyo, en su aire preocupado, que prepara una frase. Finalmente me pregunta con una sonrisa incitante:
—¿Pasáis buenos momentos en el frente?
Yo, sofocado, miro a ese viejo chocho y macilento. Pero le respondo rápido, suavemente:
—¡Oh!, sí, señor…
Su rostro se serena. Presiento que va a exclamar: «¡Ah, estos puñeteros peludos!»[26].
Entonces añado:
—… Y bien que se divierte uno: ¡todas las noches enterramos a compañeros nuestros!
Su sonrisa da marcha atrás y su cumplido se le atraganta. Coge precipitadamente su vaso y hunde la nariz en él. De la impresión, orienta mal la cerveza, que toma la dirección de sus pulmones. La cosa acaba con unos gorgoteos y un pequeño surtidor de cachalote que lanza al aire y que se precipita sobre su tripa en una cascada de perlas espumosas.
Pregunto con aire aterrado:
—¿Se ha atragantado?
Es todo él un sacudimiento de ataques internos y de gruñidos catarrosos. No se ve por encima de su pañuelo más que sus ojos amarillentos, que le lloran. Detrás de mi frente, hipócritamente entristecido, mi pensamiento inicia una salvaje, vengativa danza india de guerrero que ha arrancado una cabellera.
No tardamos en marcharnos. Sé lo que va a decir el hombre del gruyer no bien hayamos cruzado la puerta:
—Pero ¿ese hijo de Dartemont no es una especie de rebelde? ¡Este muchacho no me parece de muy buena índole!
—Efectivamente, ¡creo que Dartemont no tiene muchos motivos de satisfacción!
—¡Ni un galón, ni una condecoración, después de un año de guerra, es sospechoso!
Menearán la cabeza para decir: «¡Cada uno tiene su cruz!» y pedirán una caña bien fresca para entonarse. Y uno propondrá: «¿Estáis libres esta noche? Podríamos ir a cenar a algún sitio agradable…». Entre hombres, se permiten alguna cana al aire. Y si pasa alguna guapa buscona por los alrededores, ¡ah, Dios mío!, la invitarán a su mesa: ¡están tan solas las pobres en estos tiempos! Claro que temen un poco el día siguiente de esas jaranas: la gota, los pinchazos en el hígado… ¡Pero qué se le va a hacer! Ni caso: ¡todo el mundo sufre hoy en día!
Cual el tiempo tal el tiento, ¿o no?
Dispongo de siete días para pasármelo en grande, ponerme las botas, hacer una reserva para varios meses. Tal vez éste sea el último placer del que pueda disfrutar, tal vez el último recuerdo que me lleve de la vida tendrá que ver con estos siete días. Así que no perdamos el tiempo, pongámonos a buscar placeres, a descubrir su pista y disfrutarlos.
Pero ¿qué es el placer? Hagamos la lista de los placeres posibles. ¿La buena mesa? No, ésta sólo puede acompañar al placer, sazonarlo. ¿Espectáculos? Tampoco. Están vacíos y resultan falsos atendiendo a la realidad que me espera. ¿Las alegrías del hogar? Una madre quizá podría atarme, comprenderme, pero perdí a la mía muy joven. ¿Amigos? Por supuesto, me gustaría volver a ver a mis amigos, intercambiar impresiones con ellos rememorando nuestros antiguos trayectos. Pero mis amigos (tenía tres de verdad) están dispersos por el frente; uno fue herido en Champaña al poco de serlo yo. ¿Los placeres de la vanidad? Parece que eso existe. Pero no sé dónde se disfruta esta clase de placeres. Probablemente en los salones, pero yo no los frecuento y tampoco tengo ningún interés en hacerlo.
Entonces, ¿los placeres del amor? Es un término demasiado novelesco. Digamos: una mujer. Conocía a algunas, por diversas razones. Pero eran jóvenes y poco libres. La dificultad es primero encontrarlas, luego reanimar sus sentimientos, que no he mantenido, pues hablaban de sentimientos eternos, definitivos, y, con veinte años, metido en la guerra, no podía firmar un pacto sentimental que comprometiera todo mi porvenir. Actué imprudentemente, como sucede a menudo cuando se quiere ser de demasiada buena fe. Estas enamoradas posibles deben de haberse buscado otros amores. Un corazón de mujer no puede permanecer largo tiempo desocupado. Cuanto más jóvenes son los corazones, más exigentes se vuelven, y se creen con derechos. Pues bien, yo no quise prometer nada. Y al no prometer nada, estando además lejos, mucho me temo haberlo perdido todo. El amor es una transacción, al menos de sentimientos, en los casos más raros: se ama para recibir. Ausente, no podía dar nada. Y ahora, no puedo ofrecer más que siete días de un soldado de infantería, cuya vida está amenazada, cuya carrera no ha empezado, y cuyo corazón, hay que reconocerlo, no está seguro. ¿Qué mujer lo querría? Para aceptar este regalo convendría al menos que ella me conociera de antes, que conservara una imagen distinta de mí de la que le propongo con este lamentable uniforme que traigo del hospital.
Queda el placer que se compra, de menor calidad, pero placer al fin y al cabo si uno se puede permitir un artículo de lujo. Desgraciadamente, dispongo de muy poco dinero con el que comprar placer a bajo precio, placer de pobre, descorazonador como una comida de figón. Necesitaría siete días de opulencia y no tengo por delante más que siete días de ahorro.
Me pongo en manos del azar, salgo.
Me dirijo directamente a los lugares donde, en la preguerra, estaba seguro de encontrar compañeros, echo un vistazo en los cafés, recorro varias veces las mismas calles. Todo lo que me hacía ese lugar familiar ha desaparecido, mi ciudad no me reconoce y me siento aislado en ella. En otro tiempo, con una indumentaria elegida por mí, tenía una cierta seguridad que el uniforme me ha hecho perder. Naturalmente, las mujeres se vuelven hacia lo que es brillante y elegante: los oficiales, y esos empleados del Estado Mayor, de centros militares, con trajes de fantasía, que ofrecen garantías de duración. ¡No me atreveré a abordar a una mujer! Para los soldados, están las prostitutas, como todo el mundo sabe…
Doy vueltas por la ciudad, sin nada que hacer, y sin grandes expectativas. Comienzo a comprender que la vida aquí ha tomado un ritmo nuevo, del que nosotros estamos excluidos, y que no propicia una de esas aventuras con las que yo había soñado. Las mujeres son hermosas, tienen un aire más decidido que en otro tiempo, y no llevan grabada en el rostro la huella de secretas tristezas. ¿Dónde están, pues, las enamoradas a las que la guerra ha privado de esperanzas??
Tengo la dirección de una de esas muchachas que frecuentaba en 1914. He decidido ir a apostarme en los alrededores de su casa para verla salir o entrar. Es algo bastante incierto, pero no tengo mejor medio para ponerme en contacto con ella.
Ayer por la tarde, que era mi quinto día de permiso, reencontré a Germaine D… ¡Ya era hora! Andaba a lo largo de los escaparates de una calle oscura por donde sé que solía pasar. Un mechero de gas la iluminó súbitamente. Pese a su vestido de un corte nuevo, reconocí su paso o su contoneo, algo que me indicaba con certeza que era ella. Observé avanzar su rostro de extraña, pues no sabía que yo estaba allí, un rostro hermético y pensativo, que se iba volviendo más preciso a medida que se me acercaba. Me lancé hacia la luz. Ella se apartó con indignación, luego se ruborizó: me había reconocido a su vez. Sin dirigirme ningún reproche, ni manifestar tampoco excesiva sorpresa, simplemente me prometió pasar conmigo la tarde de hoy. Tal vez incluso vuelva a verla mañana, pero: «No mucho rato, pues tenemos gente en casa, y no hago lo que quiero».
La he llevado a un apeadero que me habían indicado. Ha tenido la gentileza de no fijarse en ese piso improvisado, de no destacar lo que había en él de equívoco y de demasiado anónimo. Ha tenido la gentileza, pese a mis negligencias, de mostrarse resueltamente complaciente, con ese aire de entrega y de placer (¡al fin!) de las mujeres sensuales, que son agradecidas con lo que sienten. Ha tenido la habilidad, mezclando los recuerdos con el presente, de restablecer de inmediato entre nosotros una intimidad que no resultase incómoda, una intimidad que abolía un año de separación y que recuperaba con naturalidad el tenor de nuestras citas de antes. Ha tenido la generosidad de no malgastar nada de ese tiempo precioso en quejarse por mi silencio. Me ha aceptado tal cual y me ha visto con los ojos de antaño. Es sobre todo eso lo que yo buscaba: un ser para el que no fuese ya un soldado. Se ha ido con mis flores prendidas en el abrigo, de las que me ha dicho: «¡Estoy muy orgullosa de mi aderezo!».
Debo a esta encantadora Germaine sin coquetería la mejor alegría de mi permiso: algunas horas de olvido pasadas en su compañía. En adelante, le escribiré.
Los peores trastornos son impotentes para cambiar el carácter de las personas. Este permiso de siete días me ha demostrado que el temperamento intolerante de mi padre no se moderará jamás, cualquiera que sea la naturaleza de mis ocupaciones. ¿Qué puedo ser hoy, aparte de soldado? ¿Acaso no satisfago así plenamente a la opinión pública, y realzo el lustre de mi familia?
Justo es decir que soy un héroe descontento. Al consultarme la gente sobre los acontecimientos, tengo la funesta, insociable costumbre de exponerlos tal como me han parecido. Ese gusto por la verdad es incompatible con el hábito de la cortesía. En los ambientes en que me han recibido y agasajado esperaban de mí que justificase su tranquilidad mediante mi optimismo, que mostrase ese desprecio por el enemigo, los peligros y las fatigas, ese buen humor, ese espíritu de iniciativa que son legendarios y característicos del soldado francés, tal como ellos lo ven en los almanaques, coqueto y sonriente bajo la metralla. A la gente de la retaguardia le gusta representarse la guerra como una aventura estupenda, adecuada para distraer a los jóvenes, una aventura que comporta algunos riesgos, es cierto, pero que se ven compensados por alegrías: la gloria, las aventuras amorosas, la falta de preocupaciones. Esta cómoda concepción tranquiliza las conciencias, legitima las ganancias y permite decir además: «Nuestro corazón sufre», mientras se tiene los pies bien calentitos. De muy rara pasta tendrían que ser si no. En realidad no se sufre más que en carne propia, y en la carne de la propia carne se sufre ya mucho menos, salvo algunas naturalezas particularmente sensibles.
Me he dado perfecta cuenta de que lo cortés hubiera sido, al invitarme a una excelente comida en una casa lujosa, hacer sentir cómodo a todo el mundo declarando que nosotros nos dedicábamos a lograr la victoria y que todo en el frente transcurría muy alegremente. Así me hubiesen servido una segunda copa de coñac, invitado a un segundo puro, diciéndome en el tono indulgente que se tiene con los soldados: «¡Vamos, un peludo como tú! ¡No te los fumas así en las trincheras, no te prives!». Dicho de otro modo: ¡no se te priva de nada, como ves!
Pero yo no he contado hazañas de las que los alemanes hubieran pagado todo el pato, he hecho enfriarse las conversaciones más hábiles. Me he comportado como un individuo maleducado, me he vuelto insoportable, y me ven marchar sin lamentarlo.
Esta tarde, mi padre se ha empeñado en acompañarme a la estación. No tenemos gran cosa que decirnos. Nos paseamos por el andén, esperando el tren, en medio de unas corrientes de aire. Mi padre les tiene pavor, ha alzado el cuello de su sobretodo y le veo impaciente. Le digo:
—Vete, pues. ¡Para qué coger frío por unos minutos que no van a cambiar nada!
—¡No, no! —responde él bruscamente, con el aire de un hombre decidido a dar ejemplo, a cumplir con su deber hasta sus últimas consecuencias, cueste lo que cueste.
Intercambiamos algunas palabras sin importancia, y observo que mira frecuentemente el reloj, sin que lo parezca. Mi marcha no llega en buen momento. Sé que si mi padre me deja pronto, saltando dentro de un tranvía, podrá ver aún a sus amigos en la cervecería: el viernes es su día de reunión. Sin duda piensa en ello. Naturalmente, no podría aludir a esta reunión sin incomodarle. Aunque nos encontramos el uno al lado del otro, nuestros pensamientos están muy distantes. ¿Un padre y un hijo? Sí, sin duda. Pero sobre todo: un hombre de la vanguardia y otro de la retaguardia… Todo en la guerra nos separa, la guerra que yo conozco y que él ignora.
Por fin llega el tren, uno de esos trenes sórdidos y aullantes de soldados. Aconsejo de nuevo a mi padre que se marche, con la excusa de que necesito tiempo para instalarme. El acepta un compromiso:
—¡Sí, en efecto, estarás mejor con tus camaradas!
Nos damos un beso. Él se queda todavía un momento delante de mí, indeciso. Su mano, que tamborilea en el vacío, me indica que se guarda algo en el corazón. Lo deja caer:
—¡Trata de ganar un galón!
—¡Lo intentaré! —respondo conciliador.
—Vamos, adiós, hasta pronto, espero… ¡Y no seas imprudente en el frente! —dice con bastante frialdad.
Nos volvemos a besar. Me deja dándose la vuelta y se aleja rápidamente. Tal vez para disimular su emoción…
Antes de meterme por las escaleras del paso subterráneo me dirige un último gesto de adiós, un gesto aéreo, muy vivo: el gesto de un hombre libre…
Estoy solo en el andén, delante del tren. Estoy solo, con mi zurrón que contiene víveres para dos días, mi cantimplora, mi manta, mi cartera en el pecho con un poco de dinero, mi reloj en la muñeca izquierda, mi cuchillo en el bolsillo derecho de mis pantalones, sujeto por una cadenilla, mis tijeras de bolsillo: todo mi patrimonio… No he olvidado nada.
Veo la ciudad, enorme y tranquila, que se duerme; la ciudad poblada de gente que no está en peligro, de gente feliz y de jóvenes lozanas y elegantes, que no son para los soldados. Distingo unas estelas luminosas que señalan el lugar de las grandes arterias del centro donde la gente se divierte como si no pasara nada anómalo.
La locomotora suelta el vapor, oigo unos pitidos. Entonces subo precipitadamente al tren, al azar. El vagón me manda al rostro su aliento cálido y plebeyo, su aliento de borracho. Salvo unos cuerpos, y mi acomodo provoca unos gruñidos. Regreso a la guerra…