V

La barricada

Savary es un hombre muy bueno para unas operaciones secundarias, pero sin la suficiente experiencia ni capacidad de previsión para estar a la cabeza de tan gran maquinaria. No entiende nada de esta guerra.

Estabais a diez leguas de vuestra vanguardia; el general Lasalle, que la manda, estaba a cinco leguas de Burgos, de suerte que era el fin por culpa de un coronel que no sabe lo que pretendemos. ¿Es así, mariscal, como me habéis visto hacer a mí la guerra?

NAPOLEÓN

Tuve un extraño despertar al día siguiente. Un monstruo metálico me rozaba, amenazando con triturarme: vi enormes bielas y recibí un chorro de vapor. Yo estaba tumbado sobre el balasto de una vía férrea, un tren blindado pasaba junto a mi cabeza.

Recuerdo que había dejado la columna durante la marcha nocturna y terminado la etapa subido a un furgón. Al haber llegado después de los otros, y sin saber dónde refugiarme, me había acostado sobre la vía, debajo de un puente que me resguardaba de la lluvia, sin pensar que podía venir hasta allí una locomotora.

Tras escapar a este peligro, miré a mi alrededor. Mi batallón ocupaba unos refugios en el talud y yo encontré fácilmente a mi escuadra.

El cañoneo había adquirido una amplitud extraordinaria; rugían de todas partes piezas invisibles y el tren blindado no tardó en aturdirnos. Pasaban aviones muy bajos, revoloteando por debajo de las nubes grises. Las «salchichas», avanzadas varios kilómetros, nos dominaban. Por doquier una gran agitación. El ataque se había desencadenado hacía horas. En los pueblos y caminos camuflados, la caballería, disimulada, estaba lista para lanzar un ataque. Salvando el talud, llegué a los bosques de alrededor. Éstos estaban llenos de hombres, en espera de su turno para obedecer las órdenes. Decididamente, éramos muchos. Pero había que dar tiempo a los otros, en el frente, de asestar los primeros golpes, abrir brechas por las que pudiera penetrar el ejército. Del éxito de nuestros hermanos de armas dependería nuestra propia suerte.

La jornada transcurrió en una ansiosa expectativa, sin novedades. Circularon rumores: el ataque avanzaba, la artillería había sido enganchada, para seguir después. Asomó el sol durante unas horas y se veló tristemente. El no saber nada nos desesperaba y nuestra inmovilidad nos parecía de mal agüero. Sabíamos ya que no nos sería tan fácil llegar a Douai.

Distribuyeron entre nosotros granadas de mano del tipo de mango de raqueta: un cajetín de hojalata fijado a un palo de madera, que se cebaba tirando de un cordel, y terminado en una anilla de cortina. Esta anilla se salía del clavo que la retenía y se balanceaba a libertad: semejante invento me aterró y me negué a tocar los dos artefactos que me alargaba el cabo. Decidió sujetarlos él mismo a lo alto de mi mochila, sobre la manta.

Por la tarde volvió a llover. Ahora teníamos dudas acerca del éxito. Finalmente nos lanzamos hacia delante. Tras el monte Saint-Éloi, el campo de batalla, invadido por la bruma y las humaredas, descendía delante de nosotros en suave pendiente. Distinguíanse a lo lejos unas llamaradas rojas, y se oía un ruido terrible, punteado por las diabólicas ametralladoras. Era allí adonde nos dirigíamos, inquietos y silenciosos. El ver a los heridos nos puso más sombríos todavía. Estaban cubiertos de lodo, sin el equipo, como fugitivos, muy pálidos, y nosotros percibíamos en sus miradas ese atisbo de locura que era resultado de haber vislumbrado la muerte. Se retiraban en grupos gemebundos, apoyándose los unos en los otros, y no podíamos apartar la vista de la mancha blanca de los apósitos, con partes sucias de sangre. La sangre seguía goteando de ellos, señalaba su paso. Luego pasaron unas camillas silenciosas, de las que pendían unas manos pálidas y crispadas. Cuatro enfermeros transportaban a hombros a un pobre desgraciado que había perdido un brazo, que mostraba los músculos al vivo, deshilachados. Lanzaba unos gritos espantosos, con la cara vuelta al cielo cubierto, como para avergonzar a Dios.

El capitán circuló entre nosotros:

—¡Hay que tener agallas, muchachos! Parece que el casco protege y que ha salvado ya la vida a muchos hombres.

¡Era lo único que se le ocurría decirnos! Entonces nos enteramos de que el ataque vacilaba y que en la profundidad de la niebla nos aguardaba un duro trabajo.

Poco después estallaron unos obuses delante de la columna. Nos dieron la orden de ocupar los ramales. Al saltar dentro, un soldado soltó un ronco quejido. Oímos: «¡Se me ha torcido un pie!». A mi lado, alguien observó: «¡Los hay que saben hacer las cosas en el momento oportuno!».

El avance se volvió muy dificultoso. El pisotear de miles de hombres había transformado el suelo en una pasta resbaladiza, en la que uno se atascaba. Cada paso se convirtió en un desgarro. Nos cruzamos también con unidades que volvían hacia la retaguardia. Estos encuentros eran un suplicio en los ramales demasiado estrechos para que dos hombres pasaran de frente. Pues bien, cada uno de nosotros iba cargado de zurrones que le ensanchaban. Las dos columnas se enredaban la una en la otra y, al no poder desprenderse, se chafaban a cada metro. Los hombres, exasperados, se insultaban, hasta se pegaban porque sufrían. Me acordé de mis granadas y sentí verdadero terror. Transportaba pegados a mi nuca dos explosivos, cuyo mecanismo de accionamiento bailoteaba en el cabo de un cordel. Bastaría, en medio de estos empujones, con que un cañón de fusil se topara con una de las malditas anillas para que se produjese el desastre. Tuve que adoptar una marcha oblicua, que disminuía el riesgo de accidente, y vigilaba los gestos de cada hombre que se debatía contra mí. Por más que mi mente, desencadenada, sarcástica, me repitiera sin cesar: «¡Vas a ver adónde rodará tu cabeza dentro de poco!».

Llegó la noche. Y con ella, como siempre, nos extraviamos. El frente se había tranquilizado un poco. Los dos ejércitos hacían el balance de esta primera jornada, y tomaban sus disposiciones para el día siguiente. Al cabo de dos o tres horas de marcha, nos hicieron parar en un camino encajonado. Ocupamos unos viejos refugios, descubiertos a tientas. El mío estaba inundado de agua. Antes de instalarme en él me había quitado la mochila y arrojado sobre el parapeto las dos granadas que tanta inquietud me causaban, diciéndome que ya encontraría otros artefactos en la línea de fuego.

Comenzábamos a dormirnos cuando hubo que partir de nuevo. La noche era muy profunda, rayada, en la lejanía, por cohetes cuyo resplandor, que no llegaba hasta nosotros, iluminaba el cielo con fúnebres halos. Fuimos a parar a una carretera obstruida por un lío de acarreos. Nos cruzamos con unos extraños volquetes, llenos de restos endurecidos que se recortaban contra una nube y que reconocimos con un estremecimiento: «¡Fiambres!». Se retiraba así del frente a los de la mañana, las primeras oleadas de la ofensiva irresistible que pateaba delante de nosotros. Estaban limpiando el campo de batalla. Un tipejo dijo: «¡Menuda organización la de la sección de coches fúnebres!». El cargamento de cada volquete suponía el duelo de quince familias.

Penetramos en un pueblo en ruinas. Mi sección se albergó en un sótano. A falta de espacio, nos estábamos sentados, apretados entre nuestros equipos, de codos sobre las mochilas. Un sargento había colgado un farol de gas de la empuñadura de una bayoneta. La tenue luz daba a nuestros rostros una expresión trágica. Un hombre tradujo nuestro sentir:

—¡Este ataque no tiene pinta de avanzar!

—¡Dirás más bien —repuso otro— que es siempre la misma m…!

—¡Hermanos, hay que morir! —rió con sarcasmo un cabo pálido.

—¡Cierra el pico! —gruñó la sección.

Unos hombres roncaban, con sobresaltos y gritos, debatiéndose contra pesadillas menos terribles que la realidad. En el exterior comenzaban a llegar gruesos obuses. Los oíamos caer cerca de nosotros, ensañarse con aquel pueblo herido, machacarlo, seguir destrozándolo, dispersando los últimos muros, las últimas vigas, rociando de piedras los trabajos de zapa. A veces su onda expansiva penetraba hasta donde estábamos nosotros, apagaba el farol de gas y la explosión lo estremecía todo. En la oscuridad, guardábamos silencio. Un sargento preguntaba: «¿No ha alcanzado a nadie?». «¡No, no, a nadie!», respondían uno a uno los hombres de las escaleras, recuperados de la sacudida. Volvía a encenderse el farol, su llama amarillenta nos aislaba, atenuaba los ruidos del exterior.

—¡Menuda desgracia que esos idiotas nos hagan hacer siempre el alto en plena lluvia de obuses!

—¡No falla nunca!

La voz de un hombre que había llegado corriendo exclamó en las escaleras:

—¡Listos todos!

—¿Adónde vamos?

Pero el agente de enlace corría ya más lejos, inclinándose sobre otros sótanos.

—¿Qué hora es? —preguntó uno de los sargentos.

—Las tres…

—Esta noche no se duerme.

Estábamos equipados, aguardando una calma momentánea y una orden. Esperamos largo rato. Habíamos dejado nuestras mochilas, nos habíamos vuelto a sentar. Continuaba la lluvia de obuses. De pronto, afuera, como si hubiera golpeado un obús sobre nuestra somnolencia, el grito brusco, imperativo:

—¡Adelante!

—¡Adelante!, ¡adelante! —repetían los sargentos—. Despejad la entrada.

El farol de gas desapareció. Los hombres se lanzaron hacia las escaleras, para refluir súbitamente.

—¡Cuidado! —exclamó el soldado que estaba en los primeros escalones.

La ráfaga crepitó muy cerca. La entrada se transformó ante nuestros ojos en un rectángulo rojo, cegador. El sótano retembló. Las respiraciones jadeaban.

—¡Adelante! ¡Rápido! ¡Rápido!

Nos precipitamos afuera cayendo, agarrándonos, gritando. Se nos arrojó a la noche fría, silbante, a la noche en deflagración, a la noche llena de obstáculos, de emboscadas, de miembros troceados y de clamores, la noche que escondía lo desconocido y la muerte, muda vagabunda con pupilas de explosiones, que buscaba a sus presas aterradas. Seres abandonados, malheridos, tendidos en alguna parte, tal vez de nuestro regimiento, aullaban como perros enfermos. Arcones enloquecidos, abastecedores de la tempestad de fuego, pasaban a todo gas, dando tumbos, aplastándolo todo para escapar. Nosotros corríamos a más no poder, con unas piernas que flaqueaban, por exceso de carga, demasiado cortas, demasiado débiles para sustraernos a las trayectorias instantáneas. Nuestras mochilas, nuestros zurrones, nos oprimían los pulmones, tiraban de nosotros hacia atrás, nos hacían recaer en la zona relumbrante, recalentada bruscamente, del fragor. ¡Y en todo momento ese fusil que se resbala del hombro, arma inútil, irrisoria, que se desliza y molesta! ¡Y en todo momento esa bayoneta que es un estorbo! Corríamos, guiándonos por una espalda, con los ojos dilatados pero prestos a cerrarse para no ver el fuego, a cerrarse sobre el pensamiento encogido, que se niega a su función, que querría no saber, no comprender, que es un peso muerto para el cuerpo que salta, fustigado por las correas cortantes del acero, que huye del latigazo que cae rugiendo en sus oídos. Corríamos, el cuerpo inclinado hacia delante, con la inclinación adecuada para la caída, que debe ser más rápida que el obús. Corríamos como brutos, no ya como soldados, sino como desertores, en dirección al enemigo, con una sola palabra resonando en nuestro interior: ¡basta!, a través de las casas que se tambaleaban, que se alzaban y desplomaban en medio de una polvareda sobre sus cimientos.

Una salva, tan directa que nos sorprendió de pie, se alzó de la tierra a modo de un volcán, nos asó la cara, nos abrasó los ojos, produjo un corte en nuestra columna, como en la carne misma de cada uno de nosotros.

El pánico nos acicateó para mover el culo. Salvamos como tigres los cráteres de obuses humeantes, cuyos labios estaban heridos, superamos las llamadas de nuestros hermanos, esas llamadas salidas de las entrañas y que conmovían las nuestras, superamos la compasión, el honor, la vergüenza, ahuyentamos de nosotros todo lo que es sentimiento, todo lo que eleva al hombre, pretenden los moralistas, ¡esos impostores que no saben lo que es estar bajo los bombardeos y exaltan el valor! Fuimos cobardes, a sabiendas, y sin poder ser más que eso. Regía el cuerpo, mandaba el miedo.

Corrimos más que nunca, con el corazón machacado por el golpear de la desbandada de nuestros órganos, con tal aceleración de la sangre que hacía crepitar ante nuestros ojos destellos de color púrpura, que nos alucinaba con nuevas explosiones. Preguntábamos: «¿Y los ramales? ¿Dónde están?».

Unas ráfagas nos cercaron de nuevo, nos ahogaron de angustia. Luego las dejamos atrás, nos alejamos del pueblo.

Alcanzamos una larga trinchera, medio derruida, una zona en calma por la noche, que nos ocultaba de la vigilancia mortal del enemigo. Nos dejamos caer al suelo, totalmente agotados, para adensar más aún la sombra por encima de nosotros, como niños que se esconden. Oíamos saltar en pedazos las casas a quinientos metros, sin comprender cómo habíamos podido salvarnos, presos del horror de aquellos bombardeos contra los que no cabía defensa alguna. Dudábamos entre una inútil rebelión y una resignación de bestias llevadas al matadero. Nos aferrábamos con toda nuestra alma a esa calma momentánea, negándonos a concebir cómo continuaría la aventura, que sólo acababa de empezar. Acudían otros hombres a su vez. Se percibía el ruido de sus pulmones. Esperábamos a que nuestros pechos hubiesen recuperado su ritmo normal para preguntar, inquirir acerca de cuántos faltaban. Retrasábamos el momento de saberlo, dejábamos que la oscuridad colmara los vacíos de nuestros efectivos. Todo camarada caído no hacía sino aumentar las posibilidades de nuestra propia muerte. Sin embargo, el frío, que nos penetraba a través de nuestras ropas empapadas de agua, nos sosegó poco a poco. Este nuevo sufrimiento nos reanimaba. Volviéndonos hombres de nuevo, pensábamos tristemente en nuestro destino.

Empezó a circular una petición:

—Pasadlo al capitán: diez heridos en la tercera sección, seis en la segunda y una ametralladora inutilizada.

Siguió la orden, siempre la misma:

—¡Adelante!

Levantamos nuestras mochilas y volvimos a partir inclinados, más cansados, con menos confianza. Unos obuses surcaban la noche y nosotros íbamos en dirección a ellos. Nos adentramos bajo este nuevo tiro. Las gruesas granadas rompedoras, metódicas y precisas, estallaban a cada minuto, a veinte metros por encima del ramal, y dispersaban sobre nosotros su furioso haz. Nos sumergíamos cada vez en el barro y esperábamos, nerviosos, a que la detonación determinara nuestra suerte. A continuación nos lanzábamos hacia delante. Algunos hombres fueron alcanzados de nuevo. El batallón desfiló delante de ellos y fue testigo de su dolor. Pero no era más que un lugar de paso. Más lejos volvimos a encontrar la noche tranquila e interminable, que nos reservaba no sabíamos qué objetivos funestos. La fatiga, la lucha que el soldado de infantería debe sostener contra su carga que le oprime y le agota nos impedía pensar. Nuestras últimas fuerzas estaban concentradas en los músculos de los hombros y del cuello. ¿Es que no se iban a terminar nunca aquellas trincheras? Temíamos sin embargo que se acabaran. Nos dirigíamos hacia un objetivo que no nos urgía alcanzar. Cada metro recorrido, cada esfuerzo arrancado a nuestro agotamiento nos hundía más profundamente en el peligro, acercaba hacia su final a un gran número de destinados. ¿Quién caería?

Me ocurrió durante este relevo un incidente insignificante, al que las circunstancias dieron importancia y que me hizo sufrir mucho. Mientras atravesábamos, mediante saltos jadeantes, el tiro de hostigamiento, mi polaina derecha se desabrochó, se arrastró por el barro, fue pisoteada por el que me seguía, me hizo dar un traspié. No había ni que pensar en detenerse, en resistir al empuje de cientos de hombres que huían como locos de los obuses. Tuve que seguir avanzando, llevando mi polaina en la mano, trabado como si fuera ganado. Al menor silbido, dejaba caer una rodilla en tierra y aprovechaba la explosión para enrollar la venda precipitadamente. Pero este plazo era demasiado corto, y experimenté de un modo cruel que un hombre que no es libre de sus propios movimientos se siente más vulnerable. Esta situación incómoda se prolongó largo rato, hasta que hicimos un alto de verdad.

No teníamos ya la menor noción de la hora, de la duración, ni de la distancia. Marchábamos en todo momento por esos ramales indefinidamente parecidos, en la noche sin salida, cada vez más fría, que nos entumecía. No sentíamos ya nuestros hombros magullados. Ni siquiera teníamos la suficiente lucidez para imaginar, para temer lo que fuese…

El alba se desprendió finalmente de su encapotamiento de nubes grises y húmedas. Un alba cárdena y silenciosa, que descubría un desierto deslucido y brumoso. Flotaba sobre la tierra un extraño olor, primero dulzón, desalentador, en el que no se tardaba en distinguir las emanaciones más intensas de una podredumbre aún contenida, como una salsa untuosa revela poco a poco lo fuerte de sus especias.

Yo iba, inclinado sobre el suelo, sin curiosidad, con todas mis facultades absorbidas por mi mochila, mi fusil y mis cartucheras. Evitaba los charcos de agua y los enrejados de madera oscilantes, que aumentaban la dificultad de nuestra marcha. Bordeábamos unos parapetos, cambiábamos de dirección sin tratar de reconocernos, todos mudos, espaciados un metro, dormitando y arrojándonos los unos sobre los otros a la menor demora del paso. Las trincheras se hacían más anchas, cada vez más devastadas.

De súbito, el soldado que me precedía se acuclilló, gateó para pasar por debajo de un montón de material de construcción. Yo me acuclillé detrás de él. Cuando se incorporó, descubrí a un hombre pálido como la cera, tumbado de espaldas, que abría una boca sin aliento, unos ojos inexpresivos, un hombre frío, rígido, que debía de haberse deslizado debajo de aquel ilusorio refugio de tablas para morir. Me encontré bruscamente cara a cara con el primer cadáver reciente que hubiese visto en mi vida. Mi rostro pasó a algunos centímetros del suyo, mi mirada se topó con su aterradora mirada vidriosa, mi mano tocó su mano gélida, oscurecida por la sangre que se había helado en sus venas. Me pareció que aquel muerto, en ese breve cara a cara que me imponía, me reprochaba su muerte y me amenazaba con su venganza. Esta impresión es una de las más horribles que me haya traído del frente.

Pero ese muerto era como el guardián de un reino de los muertos. Este primer cadáver francés precedía a cientos de cadáveres franceses. La trinchera estaba llena de ellos. (Desembocábamos en nuestras antiguas primeras líneas, de donde había partido nuestro ataque de la víspera). Unos cadáveres en todas las posturas, que habían sufrido todo tipo de mutilaciones, todo tipo de desgarraduras y todo tipo de suplicios. Cadáveres enteros, serenos y correctos como santos de relicario; cadáveres intactos, sin rastro de heridas; cadáveres churreteados de sangre, manchados y como arrojados a la rebatiña de unas bestias inmundas; cadáveres calmos, resignados, anodinos; cadáveres aterradores de seres que se habían negado a morir, furiosos, derechos, sacando pecho, despavoridos, que reclamaban justicia y maldecían. Todos torciendo el gesto, con sus pupilas apagadas y su tez de ahogados. Y pedazos de cadáveres, jirones de cuerpos y de ropas, órganos, miembros desparejados, carnes humanas rojas y violáceas, parecidas a carne podrida de carnicería, grasas amarillentas y fofas, huesos que dejaban escapar la médula, tripas desenrolladas, como gusanos repulsivos que aplastamos no sin un temblor. El cuerpo del hombre muerto es algo que produce un asco invencible para el que vive, y ese asco es la señal de la completa anulación.

Para escapar a tanto horror, miré hacia la llanura. Horror nuevo, peor: la llanura era azul[17].

La llanura estaba cubierta de los nuestros, ametrallados, echados boca abajo, con las nalgas al aire, indecentes, grotescos, como monigotes, dignos de lástima como hombres, ¡ay! Campos de héroes, carga para los volquetes nocturnos…

Una voz, en la fila, formuló este pensamiento que nosotros callábamos: «¿Qué les ha pasado?», y que tuvo en nosotros un profundo eco: «¿Qué nos va a pasar?».

Ningún signo de vida, ninguna luz, ningún color atraía la mirada y distraía la mente. Había que seguir la trinchera, buscar en ella los cadáveres, al menos para esquivarlos. Quiero hacer constar que no se distinguía ya a los vivos de los muertos. Habíamos encontrado a algunos soldados inmóviles, emplazados en el parapeto, que yo había confundido con unos vigilantes. Vi que también estaban muertos y que una ligera inclinación los había mantenido derechos contra el talud de la trinchera.

De lejos percibí el perfil de un hombrecillo barbudo y calvo, sentado en el banquillo de tiro, que parecía reírse. Era el primer rostro distendido, reconfortante, que nos encontrábamos, y fui hacia él con agradecimiento, preguntándome: «¿Qué motivos tiene para reír así?». ¡Se reía de estar muerto! Tenía la cabeza cortada muy limpiamente por la mitad. Al adelantarlo, descubrí, en un impulso de retroceso, que le faltaba la mitad de aquel rostro risueño, el otro perfil[18]. Tenía la cabeza completamente vacía. El cerebro, que había rodado de una pieza, estaba justo a su lado —como un producto de casquería—, cerca de su mano, que lo señalaba. Este muerto nos gastaba una broma macabra. De ahí, quizá, su risa póstuma. Esta farsa alcanzó el colmo del horror cuando uno de nosotros lanzó un grito estrangulado y nos empujó brutalmente para huir.

—¿Qué te pasa?

—¡Creo que es… mi hermano!

—¡Mírale de cerca, Dios santo!

—No me atrevo… —murmuró mientras desaparecía.

Una extensión llana, mortecina y sin ecos se desplegaba delante de nosotros en todas las direcciones, hasta el horizonte lluvioso, encapotado de nubes bajas. Esta extensión no era sino puro desorden y ciénaga, uniformemente gris, de una desolación abrumadora. Sabíamos que los ejércitos, ateridos y sangrantes, se encontraban en alguna parte de aquel valle de cataclismo, pero nada hacía sospechar su presencia ni sus posiciones respectivas. Se hubiera dicho una tierra yerma, recién desnudada por un diluvio, que se hubiese retirado sembrándola de restos del naufragio y de cuerpos engullidos, tras haberla recubierto de un oscuro cieno. El tenebroso cielo pesaba sobre nuestras cabezas como una lápida. Todo nos recordaba que estábamos marcados por un destino inexorable.

Acabamos desembocando en una especie de plaza de armas, de amplísimas vías. Este lugar debía de haber sido minado, desbarajustado, y luego reorganizado con gran cantidad de sacos terreros. Caminando unos detrás de otros, no nos habíamos mirado desde la víspera, y nos quedamos sorprendidos de reconocernos, de tanto como habíamos cambiado. Estábamos tan pálidos como los cadáveres que nos rodeaban, sucios y cansados, con el estómago atenazado por el hambre y sacudidos por los gélidos temblores de la mañana. Me encontré a Bertrand, que pertenecía a otra unidad. En su rostro arrugado y envejecido por las inquietudes de la noche reconocí las marcas de mi propia angustia. Verle me hizo tomar conciencia de la imagen que yo mismo presentaba. Dejó caer estas palabras que traducían el pavor y el asombro de la joven quinta:

—¿Es esto la guerra?

—¿Qué hacemos aquí? —preguntaban los hombres.

Nadie lo sabía. No había órdenes. Estábamos abandonados a través de esos terrenos vacíos, poblados de muertos, los unos riendo burlonamente y atenazándonos con la amenaza de sus ojos glaucos, los otros vueltos del otro lado, indiferentes, que parecían decir: «Nosotros ya hemos acabado. ¡Preparaos para morir a vuestra vez!».

La luz amarillenta de un amanecer vacilante, como golpeado también él por el horror, iluminaba un campo de batalla inanimado, totalmente silencioso. Parecía que todo, en torno a nosotros, y hasta el infinito, estuviese muerto, y no nos atrevíamos a hablar más que en voz baja. Parecía que hubiésemos llegado a un lugar del mundo que tenía algo de fantasmagórico, rebasando todos los límites de lo real y de la esperanza. La vanguardia y la retaguardia se confundían en una desolación sin límites, petrificadas por el mismo barro de arcilla diluida y gris. Estábamos como suspendidos sobre algún banco de hielo interplanetario, rodeado de nubes de azufre, devastado por truenos repentinos. Vagabundeábamos por unos limbos malditos que iban, de un momento a otro, a transformarse en infierno.

Nuestros cornetines de órdenes que tocaban a la carga desencadenaron las máquinas de guerra.

Fusilería, granadas, guardianes del espacio alzaron sus mortales barreras, a la altura del vientre de los soldados de Francia.

Las cortinas de fuegos se abatieron sobre nosotros, en ráfagas mezcladas, que percutían y estallaban, de obuses de todo calibre. El cielo, que echaba fuego, nos cayó encima, nos aferró de la nuca, nos sacudió con un balanceo infernal, nos retorció las tripas con cólicos secos y espasmódicos. Nuestro corazón se nos desgarraba de explosiones internas, estremecía las paredes de nuestro tórax para salirse. El terror nos provocaba ahogos, como una angina de pecho. Y teníamos en la lengua, como si fuera una hostia amarga, nuestra alma, que no queríamos vomitar, que nos tragábamos con unos impulsos de deglución que nos contraían la garganta.

Los cornetines tocaban a muerto. Sabíamos que por delante de nosotros, a unos cientos de metros, nuestros hermanos pálidos iban a ofrecerse a las encarnizadas ametralladoras. Sabíamos que, una vez caídos ellos, luego otros, parecidos a nosotros, obsesionados también por la idea de vivir, de huir, de no sufrir, llegaría nuestro turno, sin contar más que ellos en el gran número de efectivos sacrificados. Sabíamos que la matanza se llevaba a cabo, que el suelo se cubría de nuevos cadáveres, con gestos de náufragos.

El tiro nos había sorprendido en un punto de confrontación localizado. Nos deslizamos dentro de una zapa rusa para resguardarnos de la metralla.

El ataque se apaciguó rápidamente. El cañoneo disminuyó. Unos gritos llegaron hasta nosotros, los terribles gritos que ya conocíamos…

Permanecimos en aquella zapa tres días y dos noches.

Viendo que se nos permitía hacerlo, nos organizamos. En aquel ramal subterráneo de una veintena de metros estábamos veinte hombres, con la barbilla pegada a las rodillas, que salíamos únicamente para hacer nuestras necesidades.

Varias veces al día oíamos los siniestros cornetines y padecíamos las cortinas de fuegos. El menor obús hubiera perforado la fina capa de tierra que nos protegía, pero habíamos apilado nuestras mochilas para protegernos por ese lado. Esta entrada estaba guardada por un muerto enterrado. No sobresalía del suelo más que su cabeza, como si le hubieran enterrado de pie, y su mano, con uno de sus dedos señalando en dirección a nosotros, parecía indicar: ¡es allí! Cada vez que salíamos reptando, casi nos tropezábamos con esa cabeza fría. Nos recordaba lo que nos esperaba en aquel caos.

No recibíamos ningún avituallamiento. Nos comimos nuestros víveres de reserva, y algunos hombres, que iban de noche a rebuscar en las mochilas de los muertos, trajeron galletas y chocolate. Pero nos devoraba la sed. Yo tenía en mi zurrón una botella de licor de menta. Circulaba con la prohibición de beber de ella. Veinte bocas la succionaban para humedecerse los labios, y volvía hasta mí. Ésta fue nuestra única bebida durante esos tres días. Algunos hombres, sin embargo, bebieron agua sacada de los charcos en los que se bañaban los cadáveres.

También nos las arreglábamos para dormir y evitar los calambres. Cada uno de nosotros hizo sitio, entre sus piernas abiertas, a su vecino. Estábamos dispuestos como los remeros. Por la noche, toda la fila se recostaba hacia atrás y los vientres servían de almohada a las cabezas.

Esta zapa se convirtió en un lugar tibio que no nos atrevíamos a dejar. Nos acunábamos en la ilusión de que nos habían olvidado y que ya no llegaría ninguna otra orden a encontrarnos allí. Pero la orden llegó al tercer día. Partimos por la noche.

La mañana, tras algunos altos y vacilaciones, nos sorprendió en unas posiciones alemanas recién conquistadas. Fuimos a lo largo de unos grandes refugios, que resonaban de los gritos de los heridos que se habían llevado allí, en espera de poder transportarlos hacia la retaguardia. Su gran número retardaba la evacuación, los camilleros eran ya insuficientes.

Finalmente nos dejaron en un ramal, en el que no contábamos con otro recurso que mantenernos derechos. Comenzó a caer una fina lluvia y nos caló. El barro recubría nuestros pies y los mantenía tan fuertemente pegados al suelo que, para retirarlos, teníamos que aferrar una de nuestras piernas con ambas manos. Nos calentábamos alternativamente cada pierna. Seguíamos sin recibir avituallamiento. Por fortuna los obuses apenas caían en aquel rincón.

Hacia el atardecer pensamos en excavar, con nuestras palas de zapador, unas pequeñas entalladuras en el talud, lo justo para meter en ellas los riñones e impedir así resbalarnos. Delante de estos nichos, desplegamos las lonas de nuestras tiendas, sostenidas mediante unos cartuchos hincados en el suelo. Sentados detrás de estas lonas chorreantes, apretujados de dos en dos, con los pies en el agua y tiritando, conseguimos dormir algunas horas.

Fuimos alertados en plena noche. El grito que me temía resonó: «¡Los granaderos en cabeza!». Los alemanes iban a contraatacar. Pero la fusilería se calmó antes de que nosotros hubiésemos llegado a la línea de batalla.

Al día siguiente nos llevaron de nuevo hacia delante.

Nos emplazamos en un ramal de trinchera perpendicular a las líneas enemigas, cerrado por una barricada de sacos terreros, en el límite de nuestro avance.

Estábamos más sucios, más fatigados, más pálidos, más silenciosos que nunca. Comprendíamos que estaba cerca nuestra hora.

Tras lo que acabábamos de ver, no podía subsistir ninguna ilusión. En cuanto un batallón estaba fuera de combate, se hacía avanzar al siguiente para atacar, en el mismo terreno cubierto de nuestros heridos y de nuestros muertos, tras una preparación de artillería insuficiente, que para el enemigo era más bien una señal que una destrucción. La inútil victoria que consistía en ganar un elemento de trinchera alemana se pagaba con una matanza de los nuestros. Mirábamos a los hombres de azul tendidos entre las líneas. Sabíamos que su sacrificio había sido inútil y que el nuestro, que le seguiría, lo sería también. Sabíamos que era absurdo y criminal lanzar a unos hombres contra unas alambradas intactas, que cubrían unas máquinas que escupían cientos de balas por minuto. Sabíamos que unas ametralladoras invisibles esperaban los blancos que seríamos nosotros, una vez salvado el parapeto, y nos abatirían como a animales de caza. Sólo los asaltantes se mostraban al descubierto, y aquéllos a los que atacábamos, parapetados detrás de sus defensas de tierra, nos impedirían llegar hasta ellos, con tal de que tuvieran un poco de sangre fría durante tres minutos.

En cuanto a avanzar en profundidad, toda esperanza estaba perdida. Esta ofensiva, que debía llevarnos a veinticinco kilómetros al primer avance, a arrollarlo todo, apenas si había ganado con gran dificultad algunos cientos de metros en ocho días. Era necesario que unos oficiales superiores justificasen sus funciones ante el país mediante unas líneas de comunicado que hicieran presentir la victoria. Nosotros estábamos allí sólo para respaldar esas líneas con nuestra sangre. No se trataba ya de estrategia, sino de política.

Había una cosa más que nos hacía pensar. Entre todos aquellos muertos que nos rodeaban, no se veía casi alemanes. No había equivalencia de bajas: nuestras pírricas ganancias de terreno eran mendaces, puesto que éramos los únicos en morir. Las tropas victoriosas son las que matan más, y nosotros éramos las víctimas. Esto acabó por desmoralizarnos. Desde hacía tiempo los soldados habían perdido todo convencimiento. Ahora perdían la confianza. Atacantes, digamos victoriosos, murmuraban: «Nos hacen morir tontamente».

Yo, testigo de este desorden, de esta carnicería, pensaba: decir tontamente es quedarse corto. La Revolución guillotinaba a sus generales incapaces. Era una medida excelente. Unos hombres que han instituido los tribunales de guerra, que son partidarios de una justicia sumaria, no deberían librarse de la sanción que ellos aplican a los demás. Una amenaza semejante curaría de su orgullo olímpico a esos jodidos manipuladores, les haría reflexionar sobre sí mismos. Ninguna dictadura es comparable a la suya. Niegan todo derecho de control a las naciones, a las familias, que, en su ceguera, se han puesto en sus manos.

Y a nosotros que vemos que su grandeza es una impostura, que su poder es un peligro, si dijéramos la verdad, se nos fusilaría.

Tales eran las ideas que nos asediaban la víspera de atacar. Encorvados bajo la lluvia y los obuses, los soldados pálidos reían sarcásticamente:

—¡La moral es buena! ¡Las tropas están frescas!

Entramos en un estado agónico.

El ataque es seguro. Pero, como es preciso renunciar a los asaltos frontales que ya no avanzan, se va a progresar por los ramales de trinchera. Mi batallón debe atacar a la granada las barricadas alemanas. Granadero como soy, iré entre los primeros.

Queda por conocer la hora del ataque. Hacia mediodía se nos dice: «Será esta tarde o por la noche».

Desde las letrinas, que están en una posición sobreelevada, se percibe la línea enemiga. La llanura, que asciende ligeramente, está coronada en la lejanía por un bosque destrozado, el bosque de la Locura, que al parecer el mando se propone ocupar. Corre el rumor de que tenemos delante de nosotros a la guardia imperial alemana y que nos recibirá con balas explosivas.

¿Qué hacer hasta la tarde? No cuento en absoluto con las granadas, que no sé manejar. Desmonto mi fusil, lo limpio con esmero, lo engraso y lo envuelvo en un trapo. Compruebo asimismo mi bayoneta. Ignoro cómo se bate uno en un ramal de trinchera, en fila india. Pero al fin y al cabo el fusil es un arma, la única que conozco, y debo prepararme para defender mi vida. Tampoco cuento con mi cuchillo.

Sobre todo, no he de pensar… ¿Qué podría plantearme? ¿Morir? Eso no puedo planteármelo. ¿Matar? Es lo desconocido, y no tengo ningunas ganas de matar. ¿La gloria? No se gana gloria aquí, hay que estar más en la retaguardia. ¿Avanzar cien, doscientos, trescientos metros en las posiciones alemanas? Demasiado he visto que eso no cambiaría nada los acontecimientos. No tengo ningún odio, ninguna ambición, ningún móvil. Sin embargo, debo atacar…

Mi única idea: pasar a través de los balazos, de las granadas y de los obuses, escapar a ellos, vencedor o vencido. Por otra parte: ser vencedor es vivir. Ésta es también la única idea de todos los hombres que me rodean.

Los veteranos están preocupados y gruñen para tranquilizarse. Se niegan a hacer la guardia, pero todos son voluntarios para irse a la retaguardia, en busca de avituallamiento.

Ráfagas de obuses y de ametralladoras barren la llanura. El sol asoma un poco. A lo lejos, oímos de nuevo cornetines de órdenes, disparos de fusil, cortinas de fuegos.

Quisiéramos interrumpir el curso del tiempo. Sin embargo, el crepúsculo invade el campo de batalla, nos separa a unos de otros, nos hace sentir un frío penetrante…, el frío de la muerte…

Esperamos.

No se ve con precisión nada.

Me acurruco en un agujero para dormir. ¡Mejor no saberlo por adelantado!

Me acuerdo de que tengo veinte años, la edad que cantan los poetas…

Vuelvo a ver el día. En la trinchera desierta estiro mis piernas anquilosadas. Me dirijo hacia el refugio de nuestro cabo.

—¿Qué, ya no se ataca?

—Se ha aplazado para esta tarde.

¡Pues vaya! ¡Tampoco hoy será un día alegre!

Es temprano. El frente está en calma. Por el llano, cubierto de brumas, circulan largos lamentos desgarradores, se alzan estertores entrecortados y roncos. Son nuestros heridos tendidos entre las líneas, que llaman: «Venid a buscarme… Camaradas, hermanos, amigos… No me dejéis, puedo seguir viviendo…». Se oyen nombres de mujeres, alaridos de los que sufren demasiado: «¡Acabad conmigo!», de los que nos insultan: «¡Cobardes!, ¡cobardes!». No podemos hacer nada más que lamentar su suerte, estremeciéndonos. Reconocemos en estos gritos los gritos que llevamos dentro de nosotros, que saldrán de nosotros, acaso esta misma tarde… Parece que los dos ejércitos hayan enmudecido para escuchar, y, en sus trincheras, deben de sonrojarse de vergüenza.

Me repliego en mi agujero, me envuelvo la cabeza para no seguir oyendo, para tratar de dormir.

Me despiertan unas horas más tarde. Acaban de llegar al fin las vituallas: ragú cuajado en las marmitas, vino, café frío, bebidas alcohólicas. La escuadra se reúne alrededor de nuestro cabo, que procede a la distribución. Yo como sin apetito y soy el primero en terminar. El cabo me pasa una brazada de periódicos:

—Léanos las noticias.

—¡A ver, oigamos las bolas que nos cuentan! —aprueban los otros, acercándose para no perder ripio.

En primer lugar, el comunicado, bastante confuso, les hace menear la cabeza.

—¡Estamos apañados si hemos de pasar el invierno en este asqueroso barrizal!

Luego leo rápidamente las columnas firmadas por nombres ilustres, académicos, generales retirados, incluso eclesiásticos, y destaco estas raras, preciosas flores de prosa: «El valor educativo de la guerra no ha sido puesto nunca en duda por nadie que sea capaz de un poco de observación…». «Ya era hora de que llegara la guerra para resucitar, en Francia, el sentido del ideal y de lo divino». «El brillante papel que desempeña la poesía es una más de las sorpresas de esta guerra y una de sus maravillas».

Una interrupción:

—¿Qué deben de ganar esos tipos por escribir estas memeces?

Prosiguiendo, obsequio a mi auditorio con lo siguiente: «¡Oh muertos, qué vivos estáis!». «¡La alegría reina en las trincheras!». «Puedo seguiros ahora en el asalto: puedo comprobar la alegría que se apodera de vosotros en el momento del esfuerzo supremo, éxtasis, transporte del alma, vuelo del espíritu que ya no se pertenece».

Meditan unos instantes. Y Bourgnou, el pequeño Bourgnou, apagado y sumiso, que no abre nunca el pico, juzga a esos escritores famosos y dice con su voz de muchacha:

—¡Ah! ¡Los muy canallas!

Pasado el mediodía, el cabo me tira por un brazo:

—Esta tarde vendrás a hacer un servicio. Iremos a buscar unos cañizos.

—¡Ah!, ¡no, no! Yo ya voy como granadero, no quiero ir a hacer ningún trabajo.

—Chitón, os libraréis del ataque…

Esta afirmación me tranquiliza. Paso una velada bastante buena.

Hace rato que ya es de noche cuando partimos. Somos cinco. He dejado mi fusil y mi mochila en un pequeño módulo de trinchera del que los recogeré, sin conservar más que un zurrón y mi equipo. Marchamos muy rápido por los ramales sombríos, desfondados por los obuses. Nos urge llegar a la retaguardia, donde estaremos a cubierto.

Por desgracia, la humedad de estos últimos días y las galletas enmohecidas me han producido cólicos. Me veo obligado a detenerme varias veces y hacer esperar a los demás, que se quejan, temiendo que nos alcance un tiro de improviso. Para mí, no es fácil, en la oscuridad, encontrar un lugar adecuado. En una de ésas, un hombre que se alza bruscamente pretende echarme.

—¡Largo de aquí! Es la letrina del comandante.

Respondo groseramente a ese fiel servidor que ningún comandante del mundo podría hacer cuadrarse a mis tripas. Su nariz y unos borborigmos le informan de que no miento. Desaparece.

Encontramos unos cañizos en un depósito de material y preparamos nuestra carga. Luego nos sentamos en un hueco cubierto, bien apretujados para conservar así el calor, y nos encendemos unos pitillos.

No tardan en caer no muy lejos unos gruesos obuses que resuenan terriblemente en ese lugar desierto. Nos hundimos lo más profundamente posible en la sombra y nos convencemos de que nuestro refugio es sólido. Por encima de todo, pensamos en lo que le espera en el frente al batallón. Es preferible estar aquí.

Por otra parte, cesan los disparos. Se hace el silencio. No hablamos. Escuchamos los ruidos confusos del frente, a lo lejos. Dormitamos. Dejamos pasar el tiempo. Tenemos la impresión de ser unos desertores.

El cabo nos dice: «¡Mal que nos pese hay que volver!».

Nos ponemos de nuevo en camino. Avanzamos a duras penas con esos cañizos, más largos que un ramal de trinchera, que hay que transportar oblicuamente. Nunca, en tiempos normales, habríamos querido hacer este trabajo. Pero creemos que somos afortunados.

Llegamos a nuestras posiciones.

Todo el batallón está en la trinchera, con la bayoneta calada, en el mayor de los silencios.

—¿Qué hacéis?

—Vamos a atacar.

¡De modo que el ataque no se ha producido! El cabo dice:

—Pasad la voz al capitán de que están aquí los cañizos.

La información pasa de hombre a hombre. Pienso en mi fusil, en ir a por él…, pero llega una orden:

—En cabeza los hombres que han hecho el trabajo. Dejad los cañizos.

¡Es el colmo! ¿Qué quiere decir esto? No hay que discutir. Adelantamos al batallón. Los hombres se apartan para permitirnos el paso, con una deferencia inhabitual.

Bajo la barricada está nuestro capitán, con el barboquejo en la barbilla y revólver en mano. Me señala unas cajas.

—Coge unas granadas.

—Mi capitán, ignoro cómo funcionan.

Es cierto. Son unas granadas cilíndricas de hojalata, como no he visto nunca. El responde con rudeza:

—¡Nada de explicaciones!

¡En efecto! Cojo dócilmente cinco o seis granadas y me las meto en el zurrón. Me señala la barricada.

—¡Salta!

Veo una escalera corta. Trepo por ella. Salvo los sacos terreros y me encuentro al nivel de la llanura, por encima de las trincheras. Unos resplandores me ciegan. Cohetes, obuses. Balas que silban me pasan rozando. Me dejo caer.

Del otro lado de la barricada…

Un hombre corre delante de mí. Yo corro detrás de él.

Corriendo, breves reflexiones: «Así que ataco a la cabeza de un batallón. No tengo más arma que cinco granadas de un modelo desconocido y me dirijo hacia la guardia imperial alemana…». Mis ideas no llegan a más. Echo de menos mi fusil bien engrasado.

Otros hombres corren detrás de mí. Ni pensar en detenerse, y no lo pienso. Los cohetes se suceden y nos iluminan. Veo un fusil apoyado en la pared del ramal y me apodero de él. Un viejo fusil francés: cerrojo bloqueado, bayoneta torcida y herrumbrosa. ¡Pero es mejor que nada!

No me imagino del todo el combate, no tengo ningún reflejo de soldado. Me digo:

«¡Todo esto es una imbecilidad, una absoluta imbecilidad!». Y corro, corro como si tuviera una urgencia.

¿Tengo miedo? Mi razón tiene miedo. Pero yo no la consulto.

¡Idiota, idiota!

Al pie de la segunda barricada, cuatro energúmenos percuten granadas y las lanzan, aullando para excitarse.

¡Así que somos cinco pedazos de imbéciles que atacamos al ejército alemán con esos cilindros de hojalata! ¡Menuda historia!

Uno de los furiosos me grita:

—¡Pásame unas granadas!

Yo pienso: «¡Con mucho gusto!». Le alargo el contenido de mi zurrón.

—¡Otras más!

El hombre de detrás me alarga las suyas. Las paso. Llegan más granadas, de mano en mano.

Los cuatro no paran de percutir, de lanzar y de pegar gritos… ¿Puede esto durar eternamente?

Me he levantado, sordo, cegado por una humareda, traspasado por un dolor agudo. Unas zarpas me arañan, me desgarran. Debo de gritar sin oírme.

Un destello de pensamiento en mi oscuridad: «¡Te han arrancado las piernas!». Para ser un estreno…

Mi cuerpo se incorpora y echa a correr. La explosión lo ha activado como a una máquina. Detrás de mí gritan: «¡Más rápido!», en un tono de enloquecimiento y de dolor. Sólo entonces me doy cuenta de que corro.

Mi razón se recupera ligeramente, se asombra, controla: «¿Sobre qué corres?». Creo correr sobre unos troncos de piernas… Ordena: «¡Mira!». Me detengo en el ramal por el que pasan hombres que no veo. Mi mano, que teme encontrarse con algo espantoso, desciende lentamente a lo largo de mis miembros: los muslos, las pantorrillas, los zapatos. ¡Tengo mis dos zapatos!… Entonces, ¡mis piernas están enteras! Alegría, pero una alegría incomprensible. Sin embargo, me ha sucedido algo, he recibido un tiro…

Mi razón prosigue: «Te has salvado… ¿Tienes derecho a salvarte?». Nueva inquietud. Ya no sé si sufro, ni en qué parte. Ausculto mi cuerpo, lo palpo en la sombra. Encuentro mi mano izquierda que ya no responde a mi presión, cuyos dedos no pueden apretar. De la muñeca chorrea un líquido tibio. «¡Bien! ¡Estoy herido, tengo derecho a partir!».

Esta constatación me calma y me devuelve al punto la sensación de dolor. Gimoteo débilmente. Estoy sobre todo aturdido y asombrado.

Encuentro la primera barricada, donde han hecho una brecha para facilitar el paso. El capitán sigue estando allí. Nadie me para. Los soldados de mi batallón, cuyas bayonetas relucen, acercan sus rostros pálidos y ansiosos para ver a este primer herido. Reconozco a hombres de la quinta del 15, que me dicen:

—¡Qué potra tienes!

Se destaca uno: Bertrand. Me retira el equipo y me pregunta:

—¿Es grave?

—Y yo qué sé.

—¿La cosa marcha?

—No he tenido tiempo de darme cuenta.

—¡Buena suerte!

—¡Lo mismo digo, amigo!

—Ten la seguridad de que preferiría estar en tu lugar.

Su inquietud, sus palabras me hacen tomar conciencia de mi suerte.

Ahora se trata de ganar la retaguardia, de no perderme en los ramales, de escapar a los obuses… Repito: «¡Qué potra tienes!».

Poco a poco, me enfrío. Mis piernas se endurecen y cojeo del pie derecho, que me duele. Avanzo a duras penas, a través de la red de ramales oscuros y desiertos. Este sector, por el que nos hemos desplazado sólo de noche, me es desconocido. Ha caído de nuevo la noche sobre él y lo extiende hasta el infinito. No tengo más que un indicio, que es seguir las vías más transitadas, por donde han pasado más tropas. Me guío por el tipo de suelo y me dedico a dar la espalda a los cohetes que indican la vanguardia. Estoy solo y mis fuerzas disminuyen.

En mi reloj: tres de la noche. Encuentro un fusil roto con el que apoyarme. Estoy cada vez más cansado, pero siento que si me paro, no podré volver a partir. Tengo la suerte de haber sido el primero en dejar el lugar de ataque, sin la ayuda de los camilleros. Hay que aprovechar esta oportunidad y evitar ser atrapado bajo las cortinas de fuegos. Precisamente la artillería dispara a lo lejos, sobre las líneas.

Las cuatro. Sigo ignorando dónde me hallo, adonde iré a parar y aún no me he encontrado con nadie. Unos obuses caen en los alrededores. Tomo por un camino encajonado. Oigo pasos, voces, y me cruzo con soldados que hacen labores de avituallamiento. Los hombres me ofrecen de beber, café, licor, me explican la dirección que hay que seguir para ganar el pueblo y el puesto de sanidad, situado en un extremo. Dicen que llegar hasta allí me llevará una hora.

Una hora para ellos, pero yo tardo mucho más. En el pueblo, dejo los ramales y tomo por la carretera, para ganar tiempo. Es uno de esos pueblos del Paso de Calais, que se extiende a lo largo. El decorado es siniestro. Y he aquí los obuses a mi derecha, las granadas rompedoras que estallan bajas y los proyectiles que hacen saltar piedras. Si llegaran hasta mí, no podría ni salvarme ni refugiarme; ando como un lisiado. Ahora tengo miedo de verdad, miedo a que me rematen…

Una cruz roja. Desciendo a un sótano. El médico militar me venda someramente, se asombra del número de esquirlas que me han impactado, pero me tranquiliza no obstante… Los bajos de mi capote están enteramente deshilachados y mis polainas como tijereteadas. No tengo ya fuerzas para volver a partir. Un enfermero me lleva sobre su espalda hasta el puesto de evacuación próximo. Nace el día. Son más de las seis.

Delante del puesto de evacuación hay dos camillas, una de las cuales está ocupada. Me tumbo en la otra. Me invade instantáneamente una sensación de bienestar y de seguridad: lo más duro está hecho, no tengo más que confiar, se ocuparán de mí.

Un joven sacerdote, de cara simpática, se acerca, se inclina y nos pregunta con cordialidad si deseamos algo. Yo le pido un cigarrillo. Una vez encendido, sonrío, para darle las gracias. El abre los brazos en un gesto un tanto litúrgico, y dice:

—La abnegación de nuestros soldados es admirable. ¡Sufren y aún tienen el valor de reír!

Mientras va a buscar algo para beber, el otro herido me musita:

—¡Este páter es un inocente! ¡No comprende que bromeamos porque nos largamos de aquí!

Nos bajan a un sótano aún vacío que está acondicionado, con unos bastidores, para recibir tres filas de camillas superpuestas. Estoy asombrado de encontrarme allí, de mi extraordinaria aventura… Pero estoy muy cansado y no tardo en caer dormido como un tronco.

Algunas horas después, al despertar, el sótano está lleno de heridos que gritan. No hay ninguna litera disponible. Sus ocupantes agotan la gama de las entonaciones del dolor y de la desesperación. Algunos presienten la cercanía de la muerte y luchan contra ella ferozmente, con imprecaciones y gestos frenéticos. Otros, por el contrario, dejan escapar su vida en un fino hilillo de fluido, con suspiros ahogados. Otros exhalan quejidos roncos, regulares, mediante los cuales acunan su sufrimiento. Otros imploran para que se les alivie; otros para que los ayuden a poner fin a su vida. Otros llaman en su auxilio a seres desconocidos para nosotros. Otros, en pleno delirio, siguen batiéndose, lanzan gritos de guerra inhumanos. Otros nos toman por testigos de su miseria y nos reprochan el no hacer nada por ellos. Algunos invocan a Dios; otros la emprenden con él, le insultan, le conminan a intervenir si tan omnipotente es.

A mi izquierda, reconozco al joven subteniente que mandaba nuestra sección. De su lacia boca sale una queja monótona y débil de niño pequeño. Agoniza. Era un muchacho valiente y todo el mundo le quería.

Hay falta de espacio. En el suelo se hacinan pobres desgraciados, masas lodosas rematadas en un rostro despavorido, marcado por esa atroz sumisión que infunde el dolor. Su mirada es la de los perros que se agachan bajo el látigo. Sostienen sus miembros rotos y salmodian el canto lúgubre que asciende de las profundidades de su carne. Uno tiene la mandíbula rota, que pende y que él no se atreve a tocar. El asqueroso orificio de su boca, obstruido por una lengua enorme, es una fuente de sangre espesa. Un ciego, encerrado detrás de su venda, alza la cabeza hacia el cielo, en la esperanza de captar un débil resplandor por el tragaluz de sus órbitas, y vuelve a caer tristemente en la negrura de su celda de castigo. Sondea el vacío a su alrededor tanteando, como si explorase las paredes viscosas de un calabozo. Un tercero ha perdido ambas manos, sus manos de agricultor o de obrero, sus máquinas, su sustento, de las que, para demostrar su independencia, probablemente decía: «Cuando un hombre tiene sus dos manos, encuentra trabajo en todas partes». Ellas le faltan ya para sufrir, para satisfacer esa necesidad tan natural, tan habitual, que consiste en llevarlas al lugar que duele, que aprietan para calmarlo. Le faltan para torcerse, crisparse y suplicar. Ya no podrá tocar nunca más. Pienso que es quizá el más precioso de los sentidos.

También han traído una piltrafa humana tan monstruosa que todos, al verla, han retrocedido, y que ha asombrado a esos hombres a los que ya nada asombra. Yo he cerrado los ojos: he visto ya demasiado, quiero poder olvidar más tarde. Esa cosa, ese ser, aúlla en un rincón como un demente. Nuestra carne soliviantada nos sugiere que sería generoso, fraternal, acabar con él.

La artillería alemana corta la carretera; los obuses resuenan sordamente. No se nos puede evacuar. Fuera, llegan constantemente nuevos heridos que, bajo la lluvia, y para poder entrar, esperan que nos convirtamos en cadáveres. Los enfermeros están desbordados. Van de una litera a otra, a vigilar los estertores. Una vez que esos estertores no son más que balbuceos, indicadores de que el moribundo está en puertas de la nada, se saca al hombre que acabará de morir igualmente en el exterior, y llevan a su sitio a otro herido que tiene posibilidades de vivir. La elección no es siempre, sin duda, afortunada, pero los enfermeros lo hacen lo mejor que pueden, y todo en la guerra es una lotería. Se llevan así a nuestro subteniente.

Todos los que retiran de aquí están destinados a acabar fiambres, esos desechos del campo de batalla que ya no despiertan la compasión de nadie. Los muertos molestan a los vivos y agotan sus fuerzas. En los períodos agitados se los deja abandonados, hasta que reclaman atención por medio del olor. A los sepultureros les parece que son verdaderamente un número excesivo y se quejan de este incremento de trabajo que les usurpa el derecho a dormir. Todo lo que está muerto es indiferente. Enternecerse sería mostrar debilidad.

Un médico militar pensativo, agotado, y sin medios sanitarios, circula a través de las filas. Reconforta como puede, con un burdo lenguaje, y muestra sus galones a los más crédulos para convencerles de que saldrán de ésta. Se intuye su agotamiento; huele a alcohol, que emplea para sostenerse. Está tan lleno de salpicaduras de sangre que su sonrisa, que quisiera ser dulce y firme, parece cruel como la de un verdugo.

La mayoría de los heridos llevan el número de mi regimiento, pero yo formo parte de él desde hace demasiado poco tiempo para conocerles, y muchos están irreconocibles. Fragmentos de conversación me permiten saber que el ataque de la barricada fue muy mortífero. Costó la vida a más de ciento cincuenta hombres. Primero se avanzó, luego hubo que retroceder y regresar a los emplazamientos de partida. Los alemanes, que están menos agotados que nosotros y se aferran a las posiciones de cresta, contraatacaron enérgicamente y aprovecharon que nuestros flancos no estaban cubiertos. Yo sentía curiosidad por conocer el resultado de esta acción, en la que he tomado parte de manera tan extraña. Asimismo me gustaría saber qué ha sido de mis camaradas de la quinta del 15 y de los de mi escuadra. Esta escuadra, en la que discutíamos con frecuencia y que reunía a individuos tan diferentes, tan poco hechos para comprenderse, era sin embargo una pequeña familia, y me apenaría que les hubiera ocurrido una desgracia a alguno de ellos, sobre todo a nuestro joven cabo. Pero estoy muy mal situado, a ras del suelo, y no percibo más que a los heridos tendidos contra el muro. Están demasiado alejados, demasiado recogidos en sí mismos para que yo les pregunte. Por otra parte, mi deseo de informarme es, sin embargo, menor que mi deseo de no hacer esfuerzos.

¿Y yo?

Siento vergüenza. Siento vergüenza porque sufro menos que algunos hombres que me rodean y porque ocupo todo un sitio. Siento vergüenza, y también, por comparación, estoy, si no orgulloso, no feliz, sí satisfecho de mi destino. El egoísmo, pese a todo, domina a la compasión que me invade porque el dolor no me absorbe totalmente, como a los pobres desgraciados que están heridos de gravedad. Estoy dividido entre estos dos sentimientos; la incomodidad de ostentar una riqueza excesiva ante unos pobres miserables y la superioridad un tanto insolente de las personas a las que la suerte ha colmado. Mi cuerpo, vuelto hacia la esperanza, hacia la vida, da la espalda a los cuerpos maltrechos; el animal, que quiere permanecer intacto, me dice: «¡Alégrate, estás salvado!». Pero mi espíritu sigue siendo aún solidario con los pobres hombres de la trinchera, de los que yo formaba parte; los quiero y siento lástima por ellos. Los riesgos que hemos corrido juntos, el miedo que nos ha trastornado, nos han unido. Todavía no estoy despegado de ellos y sus gritos encuentran eco en mí. ¿Acaso es la vista de las mutilaciones que yo habría podido sufrir lo que me conmueve? ¿No es nuestra piedad una meditación sobre nosotros mismos a través de los demás? No lo sé. Lo que debe disculparme a sus ojos es que estábamos expuestos a los mismos golpes, que lo que les ha tocado a ellos habría podido tocarme también a mí. Sin embargo, inmóvil bajo mi manta, con los ojos cerrados, disimulo ante ellos mi suerte injusta.

Tengo también mis motivos de inquietud. Si me pongo boca arriba, la herida del tórax me ahoga. Si quiero darme la vuelta, parece que me clavan puñales en el cuerpo. Podría ser que mi mano, tan pesada en la extremidad de mi brazo, no recuperara nunca su flexibilidad… Si no pensase que mis camaradas están aún allí detrás de la barricada, con los pies en los charcos de agua, rodeados de cadáveres, y que su vida está en juego a cada instante, consideraría sin duda que me ha ocurrido una gran desgracia. De haber sufrido semejante conmoción en otra parte que no fuese la guerra, se me habrían llevado desmayado. Aquí he caminado más de tres horas para encontrar un puesto de sanidad. Pero, en suma, mi suerte no está decidida, no me sentiré tranquilo hasta que toda amenaza de amputación haya sido descartada.

Con la tarde, los gritos se redoblan, el delirio se apodera de nosotros. Dentro, la temperatura es muy elevada, la atmósfera irrespirable, cargada del insípido olor de la sangre, de las vendas sucias, de los excrementos. Estoy débil, la cabeza me da vueltas, me parece que este sótano me oprime, desciende sobre mi pecho…

Me entra fiebre, siento escalofríos, me hace alucinar. Levanta delante de mí una barricada fulgurante, una hoguera en la que llamean unos hombres azules y grises, que tienen rostros de cadáveres burlones, de mandíbulas sin encías, como la máscara de Neuville-Saint-Vaast. Se lanzan a la cabeza granadas que los coronan de explosiones. Disipada la nube, medio decapitados, sanguinolentos, siguen batiéndose con saña. Uno tiene un ojo que le cuelga. Para no perder tiempo, saca la lengua y se lo traga. Otro, un alemán alto, tiene saltada la tapa de los sesos; el cuero cabelludo hace de charnela y retiene el hueso que bailotea como una tapadera. Cuando le falta munición, hunde la mano en su cráneo, se saca los sesos y los arroja a la cara de un francés, al que empuerca con una papilla repugnante. El francés se seca, y, furioso, entreabre su capote. Desenrolla sus intestinos y hace con ellos un nudo corredizo. Lanza este lazo al cuello del alemán, le pone un pie sobre el pecho, e, inclinado hacia atrás, suspendido con todo su peso, le estrangula con sus tripas. El alemán saca la lengua. El francés se la corta con un cuchillo y la prende de su capote con un imperdible, como si fuera una condecoración. Luego se presenta una mujer que da el pecho a un niño. Desprende al niño de su pecho y lo coloca en lo alto de la barricada, donde empieza a asarse. La mujer se retira tristemente, gimoteando: «¡Ah, Dios mío, cómo ha podido pasar esto!». Entonces acuden los ordenanzas. Ponen en un plato de campamento al niño asado en su punto, como un cochinillo, y llenan cubos enteros de sangre, que se llevan para la comida del mariscal de campo, que se está tomando un aperitivo a lo lejos, observando el campo de batalla con unos gemelos y bostezando porque tiene hambre. La barricada se desfonda, y no hay ni vencedores ni vencidos, porque no quedan más que cadáveres.

Heme aquí en primera línea, en un puesto, armado de una ametralladora. De pronto, una mariposa negra, moteada de rojo, revolotea por encima de las alambradas. Tengo la consigna de matar esta mariposa. Pongo el dedo en el gatillo y busco en el punto de mira. De golpe, comprendo una cosa terrible: esta mariposa no es sino mi propio corazón. Enloquecido, llamo al sargento y se lo explico. Él me responde: «¡Es una orden! ¡Mátala o serás fusilado!». Entonces cierro los ojos, y gasto cintas, cintas de ametralladora para matar mi corazón… La mariposa sigue volando… Se presenta de improviso el general, que monta en cólera: «¿Quién me ha endilgado a este zopenco de recluta? ¡Me lo cargo de un tiro!». De una cartuchera de piel humana saca un revólver todo de oro. Apunta y mata mi corazón… Yo lloro… Iré a buscar a la pobre mariposa negra, esta noche, arrastrándome…

Y ahora, estoy solo en una camilla, entre las trincheras. Cae la tarde. Los ejércitos se alejan y me abandonan. Oigo un toque de cornetín, órdenes, veo en una carretera, allá lejos, tropas que presentan armas. De un automóvil con banderín baja un coronel. Le reconozco a pesar de la distancia: es el que me hizo pasar un examen en el Campo de Marte, en el depósito de reclutas… Se agacha, raspa una cerilla y enciende algo cerca del suelo. Luego vuelve a montar en su coche, que arranca rápido. De nuevo un ruido de armas, de nuevo un toque de cornetines. Las secciones forman en fila de a cuatro y se alejan a su vez, sin volverse. Me gustaría llamar, pero algo me obstruye la garganta. Heme aquí solo de nuevo; tengo frío. Pienso en las ratas de las que rebosa el llano y que quizá van a asaltarme. ¿Cómo me defenderé? No me quedan fuerzas y estoy atado a mi camilla. Busco alguna ayuda en esa extensión monótona y helada… Descubro un pequeño resplandor, que tomo primero por una luciérnaga. Pero ella viene a mi encuentro, lentamente, ondulando sobre la tierra. La creía a unos kilómetros, y no es sino su pequeñez lo que me daba esa impresión de lejanía. En realidad, está cerca y sigue avanzando. ¿Qué es, pues? ¡Súbitamente, todo se revela! Se me erizan los cabellos, sudo de horror. Sí: ese coronel era mi enemigo desde que yo le había saludado con la mano izquierda, por distracción. El resplandor es una llama que corre en el cabo de la mecha que ha encendido, de esa mecha que viene desde la carretera hasta mí, que me atraviesa la garganta; que me impide llamar. Y mi pecho, mi vientre están rellenos de chedita[19], lo sé…

El tren sanitario rodaba desde hacía una hora, llevándonos al interior. En el vagón de ganado acondicionado con unas literas íbamos doce heridos febriles, fatigados de haber esperado ya varios días en una camilla, de puesto de sanidad en puesto de sanidad. Algunos estaban seriamente heridos y sufrían cruelmente.

Presa de una inspiración repentina, el que tenía una esquirla de obús en la cadera se sobrepuso al dolor y nos anunció una era nueva:

—Eh, compañeros: escuchad, ¡ya no se oye el cañón!

—¡Para nosotros —le respondieron— la guerra se ha acabado!

Hace de eso un mes largo. También yo lo creía. Hoy no estoy tan seguro.