IV

El bautismo de fuego

Fuimos a primera línea a comienzos de septiembre, durante una tarde tranquila y bastante fresca. El sistema de trincheras se extendía en una profundidad de ocho a diez kilómetros, pero vagamos durante toda la noche, con nuestras mochilas a la espalda, extraviándose la cabeza de la columna constantemente en las innumerables bifurcaciones que se abrían ante nuestros guías. Tuvimos que volver varias veces sobre nuestros pasos y esperar a que los batidores hubiesen terminado de explorar aquel laberinto silencioso y desolado, en el que se perdían a su vez. Detrás de nosotros habían desaparecido unas fracciones, por culpa de unos hombres que se habían dejado distanciar algunos metros, habían perdido de vista al que les precedía y tomado una dirección equivocada. Cada uno de nosotros tenía la responsabilidad de todos los que le seguían. La marcha fue interrumpida por órdenes de «¡alto!» y de «¡media vuelta!» que la hicieron muy fatigosa.

A mí me sostenía la idea de que esa noche era mi bautismo de fuego, y sufrí menos que de costumbre por el peso de mi equipo. Poco a poco alcanzamos la zona activa, la zona de acecho. Reinaba allí esa atmósfera más tibia de los lugares que están habitados; flotaba el penetrante olor de los cuerpos, una mezcla de fermentaciones y deyecciones, así como de restos de comida agriados. Unos ronquidos salían de los paredones de tierra que rozábamos, y fugitivos rayos de luz indicaban las entradas de algunas cuevas donde descansaban los durmientes. Por encima de nosotros, la maraña aérea se complicaba: redes de hilos, rollizos, pasarelas que nos obligaban a cada momento a inclinarnos. Aunque las primeras balas perdidas comenzaron a surcar los aires, apenas si se distinguían los disparos de fusil. Pasaban obuses, como vuelos de grandes aves, muy alto, para ir a caer en algunas hondonadas donde estallaban sordamente. Los cohetes iluminaban ahora un paisaje inestable, recubrían una naturaleza hecha jirones con un breve y siniestro claro de luna. Tras sus explosiones de luz irreal, nuestro regreso a la noche era más profundo y avanzábamos tanteando como una cuerda de ciegos. A medida que progresábamos, los caminos se volvían más tortuosos y sentíamos la vida más densa. Fuimos a parar finalmente a unas ruinas, y tuve la impresión de penetrar en una ciudad muerta que hubiese sido exhumada. Pero moría la noche. Veíamos nuestros rostros pálidos, teñidos de verde por el alba y la fatiga. Nuestra compañía penetró en un sótano, se instaló en él al resplandor de un farol de gas y se durmió.

Despertado algunas horas después, me acordé de que me encontraba en Neuville-Saint-Vaast, a algunos cientos de metros de las primeras líneas. Me dije que esta vez estaba en pleno corazón de la aventura, con mi oportunidad, mis energías y mi curiosidad intactas. Enseguida estuve fuera, sin armas, como un turista. Saludé la limpidez del cielo, que me pareció un feliz presagio, y partí al descubrimiento, como un paseante, por el ramal central, verdadero bulevar de la guerra. Este ramal estaba atestado de soldados atareados a los que yo les traía sin cuidado. El desbarajuste era asombroso. Había sido transportado a una región desconocida, que no se parecía a nada de lo que hubiera podido ver, y este caos, que yo tenía la intención de curiosear, me encantaba, puesto que veía en él el símbolo de la libertad que sin duda me esperaba en esos lugares. De las casas no quedaban más que algunos lienzos de pared y amontonamientos de piedras recubrían los sótanos en los que se refugiaban los soldados; algunas sostenían aún unos armazones inclinados, perforados, que extendían sus vigas calcinadas como señales de angustia. Árboles mutilados estaban fijos en poses de suplicantes. Uno, que conservaba algunas hojas, me hizo pensar en la desgarradora alegría de un lisiado. Me sentí complacido de perderme en el dédalo infinito de los ramales, para sentir allí el abandono y aprender a encontrar mi camino, con ese sexto sentido propio del guerrero.

Los refugios, de dimensiones y formas variadas, abiertos en los flancos de la tierra, ofrecían un curioso espectáculo. Pero lo que llamaba sobre todo la atención en esas instalaciones improvisadas era que los materiales utilizados para su establecimiento eran ya simples desechos y restos de serie: viejas maderas, viejas armas, viejos utensilios de cocina. Los combatientes, desprovistos de todo, ingeniándoselas, habían llegado a esta industria bárbara. Algunos instrumentos de hierro resultaban útiles para cualquier necesidad, y la vida se veía reducida a las condiciones más elementales, como en las primeras edades del mundo.

Volví a nuestro sótano, para salir de nuevo. Rebuscando fuera de los ramales, descubrí en el subsuelo de una casa dos cadáveres alemanes muy antiguos. Esos hombres debían de haber sido heridos por unas granadas y luego quedaron emparedados en la precipitación del combate. En aquel lugar sin aire no se habían descompuesto, sino sólo resecado, y un obús reciente había reventado aquella tumba y dispersado sus despojos. Me quedé acompañándolos, removiéndolos con un palo, sin odio ni falta de respeto, sino movido más bien por una especie de compasión fraterna, como para pedirles que me revelaran el secreto de su muerte. Los uniformes aplanados parecían vacíos. La verdad es que de esas osamentas esparcidas no subsistía más que media cabeza, una máscara, pero de un horror magnífico. Las carnes, en esa máscara, estaban desecadas y verdecidas, tomando los tonos oscuros del bronce cuando adquiere la pátina del tiempo. Una órbita roída estaba hueca, y, en sus bordes, había chorreado, cual lágrimas, una pasta endurecida que debía de ser la masa cerebral. Era el único defecto que estropeaba el conjunto, pero tal vez lo realzaba, como la lepra del desgaste realza las estatuas antiguas cuya piedra ha erosionado. Se hubiera dicho que una mano compasiva había cerrado el ojo, y, debajo del párpado, se adivinaba el pulido contorno y el volumen de su globo. La boca se había crispado en los últimos llamamientos de la terrible agonía, con un rictus de los labios que descubría los dientes, gran abertura, para escupir el alma como si fuera un coágulo. Me hubiera gustado llevarme esa máscara que había modelado la muerte, en la que su genio fatídico había hecho una síntesis de la guerra, para que se sacara un molde que distribuir entre las mujeres y los entusiastas. Hice al menos un croquis que conservo en mi cartera, pero no expresa ese horror sagrado que me inspira el modelo. Ese cráneo infundía al claroscuro de las ruinas una grandeza de la que no podía separarme, y no me fui hasta que el día que moría envolvió con sus sombras indistintas los reflejos de la frente, de los pómulos y de los dientes; lo transformó en un asiático riendo burlonamente.

Regresé titubeando, en el crepúsculo atravesado por fogonazos y lanzamientos de obuses, que anunciaban la inquieta lucha de la noche, cuando los hombres disparan más para tranquilizarse a sí mismos que para causar daño.

En el fondo de nuestro refugio, un veterano me dijo:

—Chaval, te equivocas quedándote fuera. ¡Te ocurrirá una desgracia!

Pero yo estaba orgulloso de mi hallazgo de la tarde y de pensar que con sólo una jornada en el frente ya había descubierto algo que la gente de la retaguardia no podía ni imaginarse: esa mascara patética, esa máscara de un Beethoven al que hubieran ajusticiado.

A la mañana siguiente se nos condujo a primera línea para trabajar.

Se trataba de abrir unas «zapas rusas» con miras a la próxima ofensiva, ya inminente. Se llamaba así a unos ramales subterráneos, estrechos y bajos, que arrancaban perpendicularmente de nuestra trinchera, para avanzar una veintena de metros en dirección a la línea enemiga, ramales que no serían destapados hasta el último momento. Un técnico desconocido había imaginado este procedimiento que debía permitir a nuestras olas de asalto, progresando a cubierto, surgir cerca de las posiciones alemanas y evitar que se tuvieran que retirar las alambradas, a fin de no provocar la alarma. Pero los alemanes contaban con otros indicios que no podían llamarles a engaño, y el efecto sorpresa no fue el esperado.

Este trabajo era largo y fatigoso. Un solo hombre, medio inclinado, avanzaba con el pico, y los siguientes se pasaban sacos llenos de tierra, que los últimos iban a vaciar en segunda línea, para disimular los desmontes. Se confiaba una zapa a cada compañía, de trecho en trecho, probablemente en todo el frente del ejército de ataque. Nos llevó quince días acabarlas, al vernos interrumpidos por otros trabajos de reparación, de día y de noche, en todos los puntos del sector. Nuestra función de combatientes se limitaba a un papel de zapadores que trabajaban bajo el fuego, expuestos y pasivos, términos que definen en general la situación de los soldados en esta guerra, pero yo lo ignoraba aún y me sentí decepcionado de que nuestra iniciación comenzase con unos servicios de fatigas.

El sector estaba bastante tranquilo, tal como sucede a menudo en los períodos que preceden a los grandes combates, y tan sólo turbado por el desencadenamiento de nuestra artillería, que procedía a hacer tiros de reglaje y de destrucción. La artillería alemana, que reservaba sin duda su munición, sólo respondía mediante tiros masivos y cortos sobre los objetivos localizados.

En primera línea no se encontraba más que a hombres enlodados, con una gesticulación cachazuda de campesinos, llenos de precauciones y arrogantes. Comían con una gran atención, como si esta tarea fuese la más importante de todas y su escudilla grasienta y su cantimplora abollada contuvieran todo el placer posible. Permanecían horas seguidas detrás de la aspillera de un parapeto, sin hablar, fumando en pipa y respondiendo mediante insultos a los estampidos más próximos.

Yo estaba asombrado de hallarme en el centro de la guerra sin descubrirla, pues no podía admitir que consistiera en aquella inmovilidad. Para ver, alzándome sobre un banquillo de tiro, asomé la cabeza por encima del parapeto. A través del enredijo de las alambradas se percibía, a menos de cien metros, un talud parecido al nuestro, silencioso, como abandonado, punteado sin embargo de ojos y de puntos de mira que nos vigilaban. El otro ejército estaba allí, agazapado, conteniendo la respiración para sorprendernos, y amenazándonos con sus métodos, sus artefactos y el convencimiento de su fuerza. Entre estos dos taludes, el suyo y el nuestro, se extendía esa franja de terreno removido que era una tierra de nadie, en el que cualquiera que se alce es un blanco inmediatamente abatido, en el que se pudren cadáveres que sirven de reclamo, adónde sólo se arriesgan de noche soldados de patrulla a los que su inquieto corazón sofoca y a los que aturde el ruido de la sangre en sus sienes, ruido que domina todos los demás, cuando reptan por la zona siniestra prohibida por la aprensión y la muerte.

No tuve tiempo de ver con detalle. Me agarraron por las piernas y oí una sorda voz furiosa:

—Si quieres a toda costa acabar hecho un fiambre, ten un poco de paciencia, pues no te van a faltar ocasiones. Pero no hagas que descubran a tus compañeros.

Quise replicar, pero las risas burlonas de los soldados y sus encogimientos de hombros me lo impidieron. Decían:

—¡Para Berlín, chaval, es todo recto, no tiene pérdida!

—¡Hay que creer que la nueva quinta ha venido para ganar la guerra!

—¡Ah, ya, ya, no tardaremos en ver cómo se deshinchan estos bichos!

Comprendí que tomaban mi curiosidad por una afectación de inútil valor y que en esto había que ser muy cauto delante de unos hombres que sabían lo que se traían entre manos. Comprendí que tenía que evitar el ridículo de dar muestras de una temeridad de ignorante y que lo más sensato era imitar la prudencia y la resignación de los veteranos. En lo sucesivo me abstuve de observar si no era por el estrecho boquete de una aspillera, disimulada con unas ralas hierbas grises que impedían ver más allá de unos pocos metros. En vez de al ejército enemigo, no veía más que a ocasionales saltamontes y hormigas, que eran los únicos en frecuentar la extensión prohibida a los hombres.

Por otra parte, unas balas picaban con frecuencia en los parapetos.

Y nuestro sargento nos enseñaba así lo que era la cordura:

—¡Algún fritz se encargará de llenarte el cerebro de plomo![12]

Recibimos nuestros primeros obuses.

Los días seguían siendo calurosos, nos instalábamos, por la noche, sobre los escombros, delante de nuestro sótano. Con el torso desnudo, inspeccionábamos nuestra ropa interior para matar los piojos que se nos comían vivos y que vivían entre la paja podrida, mezclada con mondaduras, sobre la que dormíamos. Esta caza formaba parte de nuestros trabajos prioritarios. Le consagrábamos una hora de nuestro descanso y una gran atención, de la que dependía nuestro sueño.

Un día, en medio de esta ocupación, estalló una gruesa granada rompedora justo por encima de nuestra compañía, envolviéndonos con su cálida onda expansiva y unos estridentes silbidos. La metralla crepitó, sin alcanzarnos, de puro milagro. Aquello me produjo el efecto de un golpe en la nuca y mi cabeza resonó con una dolorosa vibración metálica, como si me hubieran perforado la cavidad craneal. Habíamos saltado dentro del sótano, por simple reflejo, ya demasiado tarde. Luego recogimos restos de hierro aún candentes, y la manera en que estaban clavados en la tierra me dio una idea de la potencia de la granada.

Una noche que estábamos trabajando, en la parte trasera de la primera línea, en la reparación de una trinchera destrozada por el bombardeo, fuimos sorprendidos por un tiro de enfilada de doble artillería: dos baterías a la derecha y dos a la izquierda. Los alemanes, que habían observado la demolición de nuestra posición, suponían no sin acierto que estábamos ocupados en rehacerla. Sus ráfagas alternaban con una regularidad implacable. Pero ellos disparaban demasiado lejos en ambos sentidos, de modo que nosotros corríamos por esa trinchera para escapar unas veces a una descarga, otras a la otra. Cuando oíamos los primeros disparos, formábamos contra el suelo un vergonzoso montón de cuerpos jadeantes, que aguardaban un respiro en las explosiones para soltar el aliento, aflojar la tensión de las entrañas y saltar más lejos. La artillería nos la jugó durante una hora y nos obligó a rodar por el barro. Yo estaba furioso por vernos forzados a una postura semejante, y, varias veces, no «hice los honores» a los obuses. Al final del tiro, un cohete luminoso nos mostró, sobre las tablas de una letrina que había detrás del ramal, a un sargento que se subía lentamente el calzón. Nos dijo alegremente:

—¡Una más que no tendrán!

Su sangre fría nos infundió un mayor dominio de nosotros mismos.

Pero, en el momento de formar, me di cuenta de que todos los veteranos habían desaparecido y que el cabo no estaba extrañado de ello. Los volvimos a encontrar más lejos, y en el sótano, donde algunos ya dormían.

También en otra ocasión soportamos un tiro muy violento. Habíamos estado trabajando imprudentemente toda la tarde en una paralela, echando la tierra sobre el parapeto. El sol acababa de ponerse; en el campo de batalla reinaba una calma de Ángelus y esperábamos a la sección de relevo liándonos unos pitillos. Los obuses rompieron ese silencio en un instante. Nos atacaron con tiros repetidos, perfectamente calculados contra nosotros, que no caían a más de cincuenta metros. A veces tan cerca que nos recubrían de tierra y respirábamos su humo. Los hombres que momentos antes se estaban riendo quedaron convertidos en piezas de caza acorralada, animales sin dignidad cuyos cuerpos sólo se agitaban por instinto. Vi a mis camaradas pálidos, con ojos de endemoniados, empujarse, vacilar y agruparse para no ser heridos solos, sacudidos como peleles por los sobresaltos del miedo, abrazando el suelo y hundiendo el rostro en él. Las explosiones eran tan continuas que su cálida y acre onda expansiva elevó la temperatura de aquel lugar y nosotros transpirábamos una sudoración que se nos helaba encima, pero sin saber ya si aquel frío no era calor. Nuestros nervios se crispaban con el escozor que produce un corte y más de uno se creyó herido y sintió, hasta en el corazón, la desgarradura terrible que su carne imaginaba a fuerza de temerla.

En medio de aquella tormenta me vi sostenido por mi razón, que, por otra parte, se extraviaba. No sé de dónde había sacado esa teoría de que los cañones de campaña tenían una trayectoria muy tensa[13]. Por ello, unos obuses que nos llegaban de frente no podían caer en la trinchera, y sólo se trataba de resistir a su estruendo impresionante. Esta tontería me tranquilizó y sufrí menos que el resto.

Al fin llegó el relevo. Pero el tiro nos persiguió; corrimos y vi que yo era el último de la sección. Pasaron unos obuses muy bajos, por encima de mí, y estallaron justo delante. En el primer recodo, caí sobre dos hombres tendidos en su sangre que ponían, para llamar, esas caras de niños castigados y suplicantes que vemos en las personas a las que acaba de golpear la desgracia, y yo pasé por encima de ellos estremeciéndome con sus gritos espantosos. Como no podía hacer nada por ayudarlos, apresuré mi carrera para huir de ellos. Delante de los refugios se repetían sus nombres: Michard y Rigot, dos jóvenes de nuestro reemplazo, a los que conocíamos. La guerra había dejado de ser un juego…

Por la noche nos despertaba frecuentemente un agente de enlace que exclamaba al entrar en nuestro sótano: «¡Alerta! ¡Todo el mundo fuera!». Se encendía el farol de gas, cogíamos nuestros equipos y nuestros fusiles y subíamos a regañadientes las escaleras, detrás de nuestro cabo. En el exterior éramos sorprendidos por un tornado de detonaciones. Llegábamos al ramal central donde hervía una multitud de sombras armadas, atentas a no mezclarse, que se llamaban y se dirigían hacia las posiciones de apoyo. El aire fresco nos reanimaba, así como el chasquido de las balas, que venían a millares para impactar contra los paredones y que nos ensordecían con sus golpes secos. Todas las balas perdidas de la fusilería alemana convergían hacia las ruinas, y, si hubiéramos salido de las trincheras, no habría quedado nadie vivo de todo aquel ejército subterráneo que había poblado de repente la noche. Delante de nosotros, en las líneas, las granadas crepitaban como chispas de una máquina eléctrica. Los gruesos obuses, que ya no se hacían anunciar, estallaban al azar, con una llama roja, nos sacudían con su fétida onda expansiva, nos envolvían con sus emisiones de metal y de piedras, que, en ocasiones, hacían mella en nuestras filas. Unos prolongados aullidos humanos dominaban, a veces, todos los ruidos, repercutían en nosotros cual olas de horror y nos recordaban, hasta hacernos flaquear las piernas, la triste debilidad de nuestra carne, en medio de aquel volcán de acero y de fuego. Luego la sacudida furiosa de las ametralladoras desgarraba la voz de los moribundos, acribillaba la noche, la trinchaba con un trepado de balas y de sonidos. La gente no podía entenderse más que gritando, distinguirse más que a la luz boreal de los cohetes, avanzar más que chafándose en los ramales rebosantes de hombres que esa angustia estrechaba: ¿era un ataque? ¿Iban a batirse? Pues aquel sector, en los meses precedentes, había sido disputado día y noche a granada y a machete, de una a otra barricada, de una a otra casa, de una habitación a otra de la misma casa. Ni un metro de terreno conquistado que no estuviera alfombrado de un cadáver, ni una hectárea que no hubiera costado la vida a un batallón. ¿Acaso se reiniciaba la carnicería?

Alcanzamos por fin una trinchera, delante del pueblo, fuera de la zona de los obuses, en la que reinaba la tranquilidad de un extrarradio. Con nuestros fusiles cargados sobre el parapeto, en espera de la orden de emplazarnos y de disparar, mirábamos la línea de batalla avivarse de bruscas llamaradas como un hogar que se reanima. No nos preguntábamos qué sería de nosotros en aquella oscuridad, cómo podríamos distinguir a unos asaltantes de los nuestros cuando refluyeran, y tratábamos de imaginar movimientos defensivos si, por un casual, se hacían necesarios. Las balas seguían tejiendo su trama silbante, como las mallas de una red aérea que se hubiera tendido sobre nosotros, y agachábamos la cabeza. Poco a poco, sentíamos el frío y bostezábamos. Insensiblemente, la sombra iba recubriendo rincones del horizonte, el cielo se apagaba y las explosiones se volvían raras. Regresamos.

En una ocasión nuestro cabo me preguntó:

—¿No has pasado mucho miedo?

—¡Oh! —respondió un veterano—, yo estaba detrás de él y puedo decir que no ha parado de silbar.

Era cierto. No me gusta que me despierten bruscamente, por lo que recibía esas alertas con el mal humor de un hombre al que violentan sus costumbres y que se niega en redondo a interesarse por un espectáculo que censura. Mis leves silbidos, que habían extrañado al veterano, eran expresión de mi desprecio por aquella guerra que impedía a la gente dormir y armaba tanto ruido para tan escaso resultado. El convencimiento de que mi destino no podía acabar en un campo de batalla no se había visto aún socavado. No me había tomado todavía en serio la guerra (pensaba: su guerra) al considerarla absurda en sus manifestaciones, que había previsto muy diferentes. Había allí demasiada mugre, demasiados piojos, demasiadas tareas pesadas y demasiados excrementos; demasiada destrucción, ¿para llegar a qué? Como todo este asunto me parecía un tinglado despreciable, le hacía ascos. Mi enojo me fortalecía y me infundía una especie de coraje.

La mañana siguiente a la noche del relevo, unos camiones nos llevaron a un pueblo desconocido donde se nos distribuyó entre unas granjas para dormir. Creíamos ir a descansar cuando, en realidad, se nos llevaba a la retaguardia para volver a formarnos y asignarnos un puesto en el escalonamiento de las tropas de ataque.

Al cabo de dos días, una etapa nos acercó al frente, que tronaba sin cesar. En otro pueblo, el capitán nos leyó una proclama del GQG, el Gran Cuartel General, que venía a decir, en esencia, que el ejército francés atacaba al ejército alemán en dos puntos, Artois y Champaña, con todas sus divisiones disponibles, todos sus cañones, todo su material, y la certeza de llevárselo todo por delante. El comandante no temía dar la cifra, verdadera o falsa, de las masas que reclutábamos, tan seguro estaba de que los alemanes serían incapaces de presentarles cara.

Como los veteranos murmuraban, el capitán agregó que el objetivo del primer día era Douai, a veinticinco kilómetros en las líneas enemigas, que nuestra división se encontraba allí como apoyo de la artillería y para ocupar el terreno conquistado.

La perspectiva de salir de las trincheras y de avanzar en campo raso, a través de las ciudades, de reanudar al fin la guerra tradicional, imperial, que nos habían enseñado, con sus golpes de mano felices, sus botines, su imprevisión, sus recompensas en guapas muchachas, encantó a la quinta del 15. Pero los veteranos nos pusieron cara de perro, sarcásticos, y echaron por tierra nuestro entusiasmo.

—¡Ya nos conocemos sus ofensivas con las armas bien engrasadas y los objetivos con que sueñan en los comedores de oficiales del Estado Mayor!

—¡Ya veréis qué lío de mil demonios es un ataque!

—¡Todo eso quiere decir que habrá que batirse el cobre una vez más!

En el acantonamiento, un veterano probaba con cuidado la resistencia de sus correas. Se dio cuenta de que yo le observaba y me explicó:

—¿Te extraña, novato, que pruebe con tanto cuidado mis correas? No olvides una cosa: tu vejez futura depende de la ligereza con que corras. La agilidad es la primera arma del soldado de infantería consciente y organizado, cuando las cosas no van del todo como previó el general, lo que no es nada raro, sin querer hablar mal de él, que hace lo que puede, o sea, no gran cosa. ¿Piensas que los boches[14] son más listos que nosotros? Algo hay de cierto en ello. Pero no es para tanto. ¡Un día los acojonas tú y al siguiente eres tú el acojonado! La guerra es cosa del azar, un desorden de mil pares de cojones del que nadie ha entendido nunca nada.

Hay veces en que sería mejor ponerse a cantar una canción que malgastar saliva en discursos patrióticos. Supón tú que te caen encima de improviso tres o cuatro de esos fritz militaristas y borrachos… (¡No porque tengas pinta de persona honrada va a dejar de pasarte a ti!). Si mientras llevas a cabo una retirada estratégica, a toda prisa, se te sueltan los botones de los pantalones y éstos se te caen, acabarás frito por los camaradas de Berlín. Yo no digo que no sean unos buenos tipos a su manera, pero no te conviene frecuentarlos demasiado. Como no hablamos el mismo dialecto, se corre el riesgo de no entenderse si hay prisa… A lo que iba: los cordones de los zapatos, las correas, los botones de los pantalones, los cinturones, todo lo que sirve para tener bien sujetas tus ropas, ¡son pequeñas cosas que no hay que descuidar!

Nos repartieron unos cascos. Este cubrecabeza rígido nos disgustó, porque no se podía romper la visera, adaptarla a tu antojo y darle ese sello personal, tipo Bat d’Af[15] con un barboquejo trenzado, que era el súmmum de la elegancia en los ejércitos. Con el casco puesto, uno no distinguía ya a primera vista a los tipos liberados. Pero las órdenes eran categóricas, y nos retiraron los quepis. Muchos conservaron el suyo dentro de un zurrón, en espera de días mejores, para tocarse con él en la retaguardia y camelarse a las mujeres, a porcachonas de cabaret, cuya sola vista excitaba a un batallón.

El cabo designó luego a los granaderos o limpiadores de trincheras. Yo formé parte de ellos. Nos entregó a cada uno un cuchillo de cocina con un mango de madera blanco, que, al parecer, estaba destinado a las tripas alemanas.

Recibí el mío con repulsión. La misma repulsión sentí por las granadas. Aplicando a estos objetos mi funesta costumbre de pensar, me decía que un obrero que trabajase a destajo debía fatalmente equivocarse un día u otro acerca del largo de la mecha que une el cebo con el detonador y que yo iba a ser fatalmente la víctima de su distracción. Era, además, un mal lanzador. No concebía como arma propia más que el revólver, con el que un diestro tirador tiene su oportunidad, que evita llegar al repugnante cuerpo a cuerpo con un enemigo cuyo olor puede molestar y que en general cuenta con la ventaja del peso (esos germanos son más corpulentos que nosotros) y la barbarie que se les atribuye. Sabía perfectamente que el francés pasa por ser nervioso y rabioso. Pero es una manera de hablar y no era mi deseo comprobar empíricamente lo que había de cierto en ello, ni agarrarme por el cuello con el primero que se me presentase. Tales eran poco más o menos mis ideas acerca de la lucha hombre a hombre. No cuadraban en absoluto con los métodos utilizados. De ahí también que la tuviera tomada con la guerra.

Mientras examinaba mi cuchillo, Poirier me tiró de la manga:

—¿No me cederías tu lugar como limpiador de trincheras?

El tal Poirier era pequeñajo, colorado, macizo y jactancioso, y yo no le tenía mucho aprecio desde que le había sorprendido con la mano metida en mi zurrón de los víveres, muy aligerado. Me había respondido, sin inmutarse: «¡Este sector está lleno de ratas!». Llevaba, además, desde hacía algunos días un bonito par de zapatos de descanso[16], nuevos, que se parecían extrañamente a los míos, que habían desaparecido. Pero su proposición me gustó. Le estaba dando mi cuchillo cuando se presentó el cabo. Le puse al tanto.

—Poirier querría hacer de granadero en mi lugar, y justamente yo no sé utilizar las granadas.

—¡No!

—¡Pero si Poirier tiene ganas de hacer ese trabajo y a mí me repugna!

—¡Pues bien, Poirier no lo hará y lo harás tú! Tengo órdenes de que sea así.

—¡No faltaría más —dije yo no sin mal humor—, militar tenía que ser!

Sin embargo, nuestro cabo, un parisiense muy joven, rubio y alegre, era un chaval encantador. Pero tenía serias dificultades a la hora de dirigir nuestra escuadra, una docena de hombres, integrada tanto por novatos indisciplinados e impresionables como por viejos normandos pendencieros y descontentos. Para lograr que nos decidiéramos a marchar, se colocaba siempre en cabeza, pero perdía a veces por el camino a una parte de sus hombres. La rapidez en ponerse a salvo caracterizaba a los veteranos, fruto de su experiencia en las cosas de la guerra. Creo que se había recomendado a los subordinados elegir como granaderos a hombres curtidos. Nuestro joven jefe confundía el valor militar con la curiosidad demostrada por mí con ocasión de nuestra primera permanencia en las trincheras, y me consideraba más seguro que Poirier, al que conocía bien. Es cierto que éste había de dejarnos, después de tres días de ataque, con la excusa de ir a un avituallamiento, y no volvimos a verle el pelo. Más tarde corrió el rumor de que había sido fusilado.

La misma tarde, el 24 de septiembre, volvimos a partir hacia el frente. Llovía.