La zona de los ejércitos
Nuestra llegada al círculo encantado fue una desilusión. Al descender del tren, en pleno campo, tuvimos que realizar una larga etapa bajo la lluvia, durante la cual nuestros bonitos equipos, nuestras mochilas completas, nuestros cartuchos y nuestros pertrechos nos pesaron mucho. Al caer la noche, llegamos a una gran mansión bastante noble, cuya escalinata estaba cubierta de brillantes oficiales. Pero se nos hizo levantar nuestras tiendas en los esponjosos céspedes, a la sombra de los árboles del parque chorreantes de agua. Este quehacer, para el que éramos inhábiles, nos llevó mucho rato y lo terminamos ya a oscuras. Luego, ya mojados, tuvimos que dormir en ese terreno pantanoso.
Al día siguiente, se nos destinó a un batallón de marcha. Tales batallones constituían canteras humanas, que el mando desplazaba paralelamente a la línea de fuego para llevarlos a los lugares amenazados, a fin de que pudiera contarse con refuerzos inmediatos. Tales batallones podían compararse asimismo a almacenes del frente, donde se dejaba a los que habían sufrido heridas leves y a los enfermos que salían de los puestos de sanidad. Estos heridos, veteranos, eran reconocibles por sus uniformes descoloridos, por su fingida sumisión y por su aire preocupado. Los suboficiales tenían más consideración con ellos.
Se me concedió el formar parte de la misma escuadra que mi compañero Bertrand, con el que había seguido al pelotón y que era, como yo, soldado de primera. Pero pronto nos dimos cuenta de que este galón no gozaba allí de crédito alguno, que nos condenaba únicamente al ridículo, y decidimos prescindir de él con un corte de cuchillo. No fue sin embargo lo bastante pronto como para que nuestro cabo no se hubiese dado cuenta y no nos tomase ojeriza. Veía sin duda en ese galón un principio de ascenso que amenazaba su poder. Nos tuvo en el punto de mira y los dos desgraciados soldados de primera, incluso degradados, se convirtieron en el triste objeto de su saña y de sus vejaciones. Debo decir que me concedió la preferencia a mí. Bertrand era de carácter más bien bonachón y de rostro poco expresivo, al ser sus sentimientos menos violentos. Mi rostro, por el contrario, por el asco que reflejaba, era un perpetuo desafío a nuestro superior. Sólo cabe definir a ese suboficial, cuyo nombre he olvidado, con este término: un bruto. Su facha no permitía llamarse a engaño al respecto e inspiraba repulsión: una cara ancha y roja, un cráneo achatado, una nuca gruesa, un torso poderoso pero feo, unas piernas delgadas cuyas rodillas se rozaban, abierto de pies, unos puños monstruosos, tenía algo de plebeyo en la mirada, y una voz de carretero borracho. Nos mandaba con indignante grosería, y se jactaba permanentemente de su coraje. Más tarde pudimos comprobar que carecía de él.
Siempre es fácil en el ejército perseguir a la gente y cogerla en falta. Personalmente, yo ofrecía el flanco porque, poco entrenado, el cansancio me abrumaba hasta el punto de que descuidaba más que nunca el mantenimiento de mi armamento y los detalles de mi indumentaria. Sobre todo era un pésimo marchador. Nuestro verdugo se percató de ello y no dejó nunca, con ocasión de un desplazamiento, de hacerme cargar con un fardo suplementario. Mandaba colocar en mi mochila una marmita con la carne de la escuadra. Esos pocos kilos en voladizo eran un suplicio. No tardé en tomar la decisión de ir a la cuneta tras el segundo descanso. Tumbado boca arriba, dejaba partir a la columna y esperaba que pasase uno de los numerosos convoyes que atraviesan las carreteras. Saltando de un furgón a otro, terminaba la etapa cómodamente. En cierta ocasión, mi mochila, cayendo de un armón de artillería al que me había agarrado como una lapa, se deslizó bajo las ruedas. La marmita acabó triturada, y, por la noche, la escuadra no pudo comer. No se me confió más la carne.
Abrir letrinas, barrer acantonamientos, rellenar jergones eran ocupaciones que no nos permitían el descanso. Lo hacíamos con una indolencia risueña y una torpeza nunca desmentida. Nuestro buen humor se veía sostenido por la idea de que el lugar no brindaba recurso alguno y que lo mismo daba pasar el tiempo juntos, ingeniándonoslas para sabotear un trabajo o eternizarlo, y afectar que ello nos gustaba. Al final, nos apasionó. Cuando se llamaba a los hombres para tareas pesadas, habíamos adquirido la costumbre de declamar el fragmento de Cicerón: «Quid abutere, Catilina, patienta nostra?». Nuestro jefe, la primera vez que oyó estas palabras, oliéndose una rebelión, exclamó: «Pero ¿qué coño decís?». A lo que yo respondí, con gran dulzura: «No es tarea mía, cabo, enseñarle latín».
Tanto insistió que al final perdí la paciencia. Vuelvo a ver el lugar. En una planicie desértica castigada por un sol de justicia de junio, la mitad de nuestra sección estaba haciendo ejercicios a las órdenes de Catilina (le había quedado el nombre). Sin más razones que su odio, había mandado descanso a mis camaradas y a mí me hacía realizar solo los agotadores movimientos de la esgrima a la bayoneta: ¡apunta!, ¡acomete!… La fuerza tiene unos límites que él no tenía en cuenta, y esta prueba era una especie de duelo en el que yo por fuerza había de acabar sucumbiendo. Pues bien, sabía que era muy capaz, cuando yo no pudiera mover más los brazos, de provocarme acusándome de insubordinación. Pero lo que más me exasperaba era su asquerosa jeta. Eché a andar súbitamente hacia él, con mi bayoneta calada, y, apuntándola contra su pecho, le dije: «¡Mira que te…!». No sé si le hubiera matado. Él, al ver mi expresión, no lo dudó. Palideció y se calló, y toda la semisección, temblando, comprendió que estaba vencido.
En ese momento, en el que me comporté como un irresponsable, me arriesgué a acabar en presidio. ¡A qué nos lleva el honor! Pero este gesto insensato, que habría podido perderme, puso fin a nuestra persecución. Ese cabo intentó en lo sucesivo brindarnos su amistad. Le dimos a entender que su odio nos repugnaba menos y que, por otra parte, no le temíamos. Pero ese bruto nos había estropeado nuestro primer mes en el frente y hecho sentir asco anticipadamente de la nueva vida que esperábamos.
Durante varias semanas se nos paseó en todas las direcciones. Cocinábamos al aire libre y vivíamos en tiendas de campaña. Me acuerdo sobre todo de dos marchas. La una, de día, durante la cual tuvimos que soportar un fuerte calor. Nuestro batallón se disgregó por entero y se dispersó a lo largo de las carreteras en grupos de hombres cojos, y como insolados, que se arrastraban con esfuerzo, esperaban en los campamentos y asaltaban los convoyes para hacerse transportar. Fiel a mi principio, yo había abandonado las filas desde un comienzo. Sabiendo que no podría ir hasta la meta, me decía que era mejor no esperar a estar agotado. Esa etapa, al final, se pareció a una desbandada.
La segunda marcha duró doce horas y fue durante la noche. Partimos de improviso. Todo el batallón estaba somnoliento y marchábamos con los ojos cerrados, tropezando los unos con los otros. A cada alto, nos dormíamos en los ribazos. Las marchas nocturnas son terribles, porque no es posible fijar la mirada en nada ni tampoco distraer la mente, que a su vez distrae al cuerpo del cansancio. Éramos arrojados en todo momento en los arcenes por unos armones de artillería que pasaban a gran velocidad, filas de camiones y de pesados autobuses de avituallamiento, que no tenían la menor consideración con las titubeantes columnas de infantería. Estos vehículos levantaban tolvaneras de un polvillo blanco, que se nos pegaba en los rostros sudorosos, volviéndolos crujientes como esmalte. Eramos una tropa de fantasmas y de ancianos, que no sabían más que gritar: «¡El descanso!». Pero unos silbidos siempre nos volvían a poner en pie, desencadenaban nuestro doloroso mecanismo de portadores de fardos, y parecía que avanzásemos, no ya para cubrir una etapa, sino para alcanzar los confines de esa noche, desplegada sobre la tierra hasta el infinito.
Fuimos sacados de este sopor por un abrasamiento del mundo. Acabábamos de salvar una cresta, y el frente, delante de nosotros, rugía con todas sus bocas de fuego, llameando cual fábrica infernal, cuyos monstruosos crisoles transformasen en lava sangrante la carne de los hombres. Nos estremecimos sólo de pensar que no éramos más que hulla destinada a alimentar aquel horno, que aquellos soldados luchaban contra la tempestad de hierro, el rojo ciclón que incendiaba el cielo y sacudía los cimientos de la tierra. Las explosiones eran tan densas que no formaban más que un solo resplandor y ruido. Se hubiera dicho que en el horizonte inundado de gasolina habían echado una cerilla, que algún genio maléfico mantenía vivas aquellas diabólicas llamas de ponche y se reía en su nube para festejar nuestra destrucción. Y para que nada faltase en aquella fiesta macabra, para que una oposición acentuase mejor su sentido trágico, se veían ascender graciosos cohetes, como flores de luz, que se abrían en lo alto de aquel infierno para volver a caer, moribundos, con una estela de estrella. Estábamos alucinados por aquel espectáculo, cuyo angustioso significado sólo conocían los veteranos. Fue mi primera visión del frente desencadenado.
Fue al día siguiente cuando, al sentir un picor, metí la mano en mis pantalones, donde algo blanco se incrustó debajo de mi uña. Saqué mi primer piojo, pálido y gordo, cuya vista me hizo esbozar una mueca de asco. Me fui a esconder detrás de un seto e inspeccioné mis ropas. El insecto tenía compañía, y, en las costuras, descubrí los puntitos blancos de sus huevos. Aunque estaba infestado, tenía que conservar sin embargo esas ropas repugnantes, aguantar los cosquilleos y las picaduras de la piojera, a la que mi imaginación veía constantemente activa. La inmunda familia debía prosperar a partir de ahora durante meses sobre mi cuerpo, y mancillar mi vida íntima con su pulular. Este descubrimiento me desmoralizó y me hizo odiar la soledad, acosado ahora por el jabardillo de los parásitos. Los piojos marcaban la caída en la ignominia y un hombre no podía escapar a esta roña de la guerra más que si veía correr su sangre. Los héroes eran sórdidos como los frecuentadores de los albergues nocturnos, y sus acantonamientos, más sucios que dichos albergues, eran también mortales.
La retaguardia del frente era un hervidero de tropas de todas las armas. Como los escasos pueblos no podían albergar a tantos soldados, éstos habían levantado por todas partes campamentos primitivos, tiendas, chabolas y barracas, que animaban el campo con sus humos. Cada arboleda, cada hondonada de barranco disimulaba una tribu de combatientes, ocupados en su subsistencia y en su colada. La región estaba profundamente devastada por los pisoteos, los acarreos y las depredaciones, cubierta de restos y de podredumbre, marcada por esa desolación que traen los ejércitos a los territorios en los que penetran. Sólo el vino sustentaba el ideal. Las tibias barricas de las cantinas derramaban el olvido a los que tenían dinero para hacer llenar sus cantimploras.
Por la mañana, oíamos vibrar el aire, y, en el azul cegador en que el sol disipaba los restos de la bruma que anuncia el gran calor, un avión ascendía revoloteando como una alondra. Lo seguíamos largo rato con la mirada hasta que la atmósfera lo diluía, o no era ya, en la lejanía, más que una relumbrante chapa de mica balanceada por el viento. Envidiábamos a aquel hombre que hacía la guerra en un cielo límpido, a ese ángel armado de una ametralladora.
Delante de nosotros, la línea de las «salchichas»[10] indicaba el frente, el frente tonante del sector de ataque, cuya cólera nos llegaba por medio de sordas bocanadas. A veces nos cruzábamos por las carreteras con una demencial procesión de camiones, llenos de soldados de infantería despavoridos, los unos frenéticos, aullando como si fueran insultos su alegría de supervivientes, los otros tendidos, con las piernas colgando, inmóviles como muertos, y todos manchados de tierra y de sangre. Eran las tropas que acababan de hacerse ilustres en Notre-Dame-de-Lorette, en el Labyrinthe, en Souchez, en la Targette, y sabíamos, por el número de camiones vacíos, lo que les había costado a esos regimientos arrebatarles al enemigo algunas casas en ruinas o algunos trechos de trincheras.
El batallón llegó finalmente a sus cuarteles, a unos pocos kilómetros de las líneas, en un pueblo donde se organizó la vida. La carretera que atravesaba ese pueblo señoreaba todo el sector de Neuville-Saint-Vaast. Estábamos así apostados en una encrucijada y éramos testigos de la vida del frente por el movimiento de los relevos, de los abastecimientos y de las ambulancias. El continuo embotellamiento de las vías de acceso obligaba a las unidades a permanecer paradas largo tiempo ante nuestros ojos. Podíamos examinar de cerca a esos hombres que se habían batido ya, a esos hombres terribles, endurecidos, que regresaban de nuevo para atacar. No decían más que groserías, para burlarse de la muerte, pero se los notaba ansiosos pese a sus bravatas, al borde de la desesperación. Eran guiados por oficiales de rostro tenso, vestidos sobriamente, que se confundían con ellos, los tuteaban con frecuencia y reducían las órdenes al mínimo. Esos soldados formaban grupos pensativos en torno a los pabellones de armas, se peleaban ferozmente con los suboficiales a los que amenazaban con represalias de destino, y aprovechaban la menor falta de atención para precipitarse hacia los pocos cafetines del lugar. Muchos estaban borrachos, y no sólo los soldados. Por la tarde, tomaban lentamente el camino de subida. Se oía disminuir su algazara, que no tardaba en verse ahogada por los ruidos del cañoneo, bajo cuyos tiros se dirigían.
Nos acostábamos sobre la paja, en unos barracones de madera embreada, donde hacía un calor asfixiante durante el día. Se nos empleaba para trabajos de excavación, para rehacer viejas trincheras, con miras a una nueva ofensiva. Partíamos al crepúsculo, marchábamos largo rato a través de antiguas posiciones. Llegados al terreno, se nos asignaba nuestra tarea por equipos de un par de hombres, con un pico y una pala. Por las noches, pasada una cierta hora, se estaba tranquilo. Únicamente se oía el crepitar de las granadas a lo lejos, breves descargas de fusil, se veía ascender cohetes luminosos, y balas perdidas silbaban como mosquitos. Algunas ráfagas de artillería impactaban delante de nosotros, también lejos, y una batería invisible, agazapada en la sombra, ladraba una respuesta. Regresábamos al campamento al clarear y teníamos la mañana para descansar.
Nuestros barracones estaban tan infestados de piojos que yo iba a menudo a dormir a un campo, envuelto en mi manta y la lona de la tienda. Lo molesto era la humedad del rocío. Sin duda fue ella la causa de esos cólicos que me agotaron y me privaron largo tiempo de toda tranquilidad. Esta indisposición, en una situación en la que sólo se pedía una participación física, adquiría gran importancia.
Con Bertrand y algunos otros soldados estábamos agregados a la oficina de la compañía, en calidad de ordenanzas y, si era preciso, de secretarios. Ello no nos rebajaba de servicio, pero nos proporcionaba algunas ventajas. Nos librábamos del ejercicio del mediodía, de los fastidios, y recibíamos nuestros víveres por separado para cocinar en una casa particular, añadiendo algún dinero con el que mejorar el rancho normal. Tener que cocinar era, por otra parte, ocasión para frecuentes disputas, debido a las tareas que comportaba, en las que nosotros no poníamos ninguna buena voluntad. He observado a menudo que en el frente el tedio y la miseria de los hombres se transformaban en cólera al menor pretexto, pues, al no saber con quién emprenderla, se vuelven salvajemente los unos contra los otros. El exceso de sufrimiento les llevaba a tales extremos. Y como las preocupaciones materiales eran las únicas en que se pensaba (al estar suspendida toda vida del espíritu, ya que no había allí con qué alimentarla), las más miserables satisfacciones eran el origen de esas peleas. En la guerra se daba rienda suelta a todos los instintos, sin ningún control, sin más freno que la muerte, que golpeaba ciegamente. Un freno que ya no existía para algunos a los que sus funciones protegían habitualmente del peligro. En aquel pueblo donde residían muchos oficiales superiores, vi dos ejemplos de lo que digo.
El primero era el coronel de un regimiento de infantería, que descansaba en un campamento establecido a la salida del lugar. Antiguo soldado de la infantería colonial, robusto y sanguíneo, este oficial sentía pasión por zurrar a los soldados. Procedía de una manera, de la que fui testigo, que revelaba un profundo desequilibrio. Interpelaba a un hombre, le hacía acercarse, le preguntaba con suavidad para ganarse su confianza, con una bonita sonrisa, pero sus ojos brillaban de un modo extraño y sus venas se hinchaban. Y súbitamente lanzaba un gran puñetazo a la cara del subordinado, acompañado de un torrente de insultos que le excitaban aún más: «¡Toma, cabrón! ¡Hijo de perra!», y continuaba repartiendo sopapos hasta que el otro, recuperado de la sorpresa, se escabullía. Se veía entonces al coronel proseguir su paseo, con su andar a empujones de atáxico, su rechinar de mandíbulas, y aire feliz. A menudo un soldado desocupado, parado en la calle, recibía un furioso puntapié en las posaderas; el coronel pasaba por ahí. No tardó en ocurrir que se hizo el vacío en torno a él y no pudo ya acercarse a nadie. La privación fue tan cruel que cambió, se volvió neurasténico. Sus únicos buenos momentos eran cuando caía en sus manos alguien de una unidad próxima o de otra arma, que ignoraba su manía. Pero estas bicocas eran raras. Conoció unos buenos tiempos cuando su regimiento recibió un refuerzo de cuatrocientos hombres que llegaron al depósito de reclutas. Durante una semana, no hizo más que sacudir e insultar y recuperó el buen humor. Los veteranos, ocultos en los rincones, asistían al apalizamiento de los novatos, atónitos de que la guerra consistiera en que le partiera a uno la cara un oficial superior. Los soldados afirmaban, por otra parte, que, salvo por ese defecto, su coronel no era mala persona. Había levantado incluso varias veces castigos graves que hubieran supuesto un consejo de guerra. Cierto que los culpables habían acabado con la cara ensangrentada y algunos dientes rotos.
—¡Es asombroso —me dijo Bertrand— que nunca nadie se la haya devuelto!
—Sería demasiado peligroso. Si alguien se defendiera así se saldría con la suya. Pero nada impediría a continuación a su jefe confiarle una misión con una muerte segura.
Íbamos cada semana a la ducha. El servicio sanitario había pensado, para matar los parásitos, untarnos el cuerpo con cresol. Los enfermeros nos asperjaban con una esponja. Este tratamiento, que nos abrasaba durante una hora, resultaba ineficaz para los piojos, que volvíamos a encontrar sanos y salvos y llenos de apetito en nuestras ropas, que no se desinfectaban. Estas duchas constituían toda una atracción, gracias al «tío Mamón». Habíamos apodado así a un general de división, flaco, sucio y encorvado, de ojos inyectados en sangre, que estaba permanentemente allí. A ese jefe sádico sólo le gustaba ver a los soldados desnudos. Pasaba revista a cada nueva hornada, alineada bajo los chorros, a pasito de anciano, manteniendo la mirada a la altura de medio cuerpo. Si algo le llamaba la atención por su tamaño, felicitaba al hombre: «¡Bonito aparato que tienes!». Se le alegraba el rostro del contento y babeaba. Sólo se le encontraba en la ducha y en las letrinas. Se quedaba absorto contemplando las zanjas, sumergía su bastón en ellas, y recibía a los hombres, sorprendidos de encontrarle allí: «A ello, muchachos, no os sintáis incómodos por mí. Cuando el vientre funciona, todo funciona. Sólo vengo a ver cómo andáis de moral». Estas costumbres, que hubieran sido inadmisibles en otro sitio que no fuese la guerra, divertían a los soldados, poco exigentes en cuanto a distracciones.
Bertrand me decía:
—Es terrible pensar que la vida de diez mil hombres pueda depender de este general. ¿Cómo quieres que ganemos la guerra con semejantes jefes?
Yo le respondía:
—No vemos lo que pasa en el bando enemigo. También ellos tienen sus estúpidos y cometen sus errores. La prueba más patente está en que vinieron para vencer, con todo lo preciso para una victoria rápida, y han fracasado.
—¿Cómo crees tú que acabará esto?
—No lo sé. Los hombres al cargo de la dirección de la guerra se han visto desbordados por los acontecimientos. Las fuerzas son todavía tan considerables que se equilibran. Como en el juego de las damas, en el que hay que comerse muchas fichas antes de verlo claro, aquí habrá aún que matar a mucha gente antes de que las cosas se perfilen…
—Se les va arañando poquito a poco cierta ventaja, como decía aquél…
—Nos la arañamos mutuamente. Los generales de ambos bandos hacen la guerra con los mismos principios militares, por lo que por fuerza se anulan. Una guerra se gana con una idea: el caballo de Troya, los elefantes de Aníbal, el paso del San Bernardo eran ideas.
—¿Y los taxis de París?
—Es también una idea, aunque no militar. ¡Y sin embargo![11]
—¿Y qué me dices del valor?
—El valor es una virtud de subalterno, la inteligencia es una virtud de jefe. Falta una inteligencia que se eleve por encima de las demás. El genio trastoca los principios, inventa.
—¿Tú crees que Napoleón…?
—Napoleón sería fiel a sí mismo. Elaboraría su estrategia a partir de los datos de 1914, como la elaboró a partir de los de 1800. Alejandro, César, Napoleón eran pensadores. Hoy no hay más que especialistas, cuyo espíritu se ve falseado por las doctrinas, por una larga deformación profesional.
—Conocen su oficio.
—No te creas. ¿Dónde han podido aprenderlo? Esta guerra ha llegado después de cuarenta años de paz. Sólo habrían podido formarse en las grandes maniobras, que eran inútiles simulacros, y cuyos efectos resultaban incontrolables. Los generales eran como titulados al salir de una escuela: teoría y ninguna práctica. Han venido a la guerra con un material moderno y un sistema militar de un siglo atrás. Ahora aprenden, experimentan con nosotros. Los pueblos de Europa están entregados a estos todopoderosos y presuntuosos ignorantes.
—Según tú, ¿qué haría falta para ser un gran jefe militar?
—Me pregunto si no haría falta, en primer lugar, no ser militar, para aportar así a la comprensión de la guerra un espíritu nuevo. Tenemos menos necesidad de un jefe militar que de un líder, lo cual sería mucho más…
—Tal vez aparezca luego…
—Tal vez…
Nos sentíamos agobiados por el calor, la suciedad y el hastío.
Pero la impresión más fuerte de este período se la debo a ese cadáver que no vi, sino que sentí. Una noche que estábamos ahondando un ramal de trinchera, sin distinguir siquiera el lugar donde caían nuestros golpes, un pico penetró en la tierra con un ruido blando, como si hubiera reventado algo. Acababa de toparse con un vientre, húmedo y putrefacto, que nos lanzó a la cara sus miasmas, en un chorro de gas bruscamente liberado. Un hedor invadió la trinchera, nos taponó la boca impidiéndonos respirar, nos clavó unas agujas emponzoñadas en el borde de los párpados que nos arrancaron algunas lágrimas. Aquel géiser pestilente sembró el pánico entre los que estaban trabajando, que desertaron a toda prisa de aquel rincón maldito. El cadáver expandió sus ondas atroces, se adueñó de la noche, penetró hasta el fondo de nuestros pulmones con su descomposición, reinó en el silencio. Unos suboficiales tuvieron que llevarnos de nuevo a la fuerza hacia aquel muerto irritado, sobre el que paleamos con furia para recubrirlo y calmarlo. Pero nuestros cuerpos habían olfateado el horrible y fecundo olor de la podredumbre, que es vida y muerte, y durante un largo rato ese olor nos produjo una picazón en las mucosas, hizo secretar nuestras glándulas, despertó en nosotros alguna secreta atracción orgánica de la materia por la materia, incluso corrompida y próxima a la destrucción. Nuestra podredumbre prometida, y quizá próxima, comulgó con esa podredumbre avanzada, en su punto álgido, que domina el alma consunta y la expulsa.
Esa noche pensé en el destino de aquel desconocido cuyo descanso acabábamos de turbar en su tumba y que otros seguirían pisoteando. Imaginé a un hombre semejante a mí, es decir, joven, lleno de proyectos y de ambiciones, de amores aún no definidos, recién salido de la infancia y a punto de acometerlos. La vida, para mí, se parece a una partida que empezamos a los veinte años y cuya victoria se llama éxito: dinero para la mayoría, reputación para algunos, estima para los menos. Vivir, perdurar, no es nada; realizarse lo es todo. Comparo a aquél que muere joven a un jugador que acabara de coger sus cartas y al que se le prohibiera jugar. Tal vez para ese jugador se trataba de una revancha… Veinte años de estudios, de subordinación, de deseos y de esperanzas, esa suma de sentimientos que lleva uno en sí y que constituyen su valía, habían encontrado en aquel rincón de ramal de trinchera su desenlace. Si tuviera que morir ahora, no diría que es espantoso o es terrible, sino que es injusto y absurdo, porque aún no he intentado nada, no he hecho nada más que esperar mi oportunidad y mi hora, que acumular energías y tener paciencia. La vida de mi voluntad y de mis gustos apenas si acaba de empezar: comenzará, puesto que la guerra la ha aplazado. Si sucumbo en ella, no habré sido más que un ser dependiente e impersonal. Por tanto, un derrotado.
Descubrí por vez primera una gran extensión de frente el 15 de agosto de 1915. A algunos kilómetros por delante de nuestro pueblo se encontraba una colina, llamada el monte Saint-Eloi, en los parajes, creo, de la famosa hacienda de Berthonval, de donde había partido nuestro ataque de la primavera y que no debía de ser ya por entonces más que un montón de escombros. En esta colina se alzaba un monumento, una iglesia, dañada por los obuses y cuyo acceso estaba prohibido por peligroso. Pero yo, curioso por ver, conseguí penetrar en ella con Bertrand y subimos a una de las torres por una escalera de piedra, que se bamboleaba en algunas partes y estaba atestada de cascotes que se habían desprendido de los muros, agrietados por el bombardeo. Desde lo alto, la vista se perdía a lo lejos en la llanura de Artois, sin descubrir nada de la actividad de una batalla. Algunos copos blancos, que precedían a las detonaciones, nos informaban de que era allí donde tenía lugar la guerra, pero nosotros no percibíamos rastro alguno de los ejércitos escondidos en la tierra que se observaban y se destruían lentamente, en esa campiña árida y silenciosa. Esta extensión tan calma, abrasada por el sol, confundía nuestras previsiones. Veíamos perfectamente las trincheras, pero como minúsculos terraplenes, como delgados y tortuosos canales, y nos parecía increíble que esa vulnerable red pudiera presentar una seria resistencia a los asaltos, que uno no la salvara fácilmente para lanzarse adelante. Más tarde pensé que unos generales, que no habían hecho labores de vigilante ni afrontado una red de alambradas bajo los disparos de unas ametralladoras, podían en efecto ver las trincheras como nosotros las vimos entonces, con ojos de novatos, y hacerse las mismas ilusiones. Estas ilusiones parecen haber sido determinantes en la carnicería e inútil ofensiva en la que yo tomé parte.
Poco después, se nos destinó a una unidad de combate.