La instrucción
Llovía por la mañana cuando fui a presentarme al equipo de reconocimiento, que tenía su sede en el ayuntamiento de mi distrito. Previendo que el vestuario sería insuficiente, había cogido unas ropas viejas, las más sucias que me quedaban. Afrontaba esta exhibición no sin cierta irritación, pues me parecía vejatorio que un hombre vestido pudiera, con toda tranquilidad, examinarme completamente desnudo y emitir un juicio sobre mi anatomía, aprovechándose del estado de inferioridad en que me ponía esta situación. Encuentro injusto que en esta circunstancia se pidiera todo a mi cuerpo, que normalmente la sociedad me exigía ocultar, y que las facultades mentales no fuesen de ninguna ayuda en este asunto. Consideraba que un juicio sobre tales bases condenaba ya al sistema militar. En fin, sin ser, en modo alguno, deforme, no estaba seguro de que las proporciones de mi cuerpo fueran perfectas (al no haber sido juzgado éste, y sólo en contadas ocasiones, más que por mujeres, que no eran expertas en la materia), y me habría molestado que delante de él se hiciera alguna mueca burlona.
Yo siempre había esperado, gracias a algún medio de última hora, librarme del servicio militar, de su disciplina ultrajante, y ese día de diciembre, por el contrario, mi única inquietud era verme rechazado. En efecto, llevábamos ya varios meses de guerra, y empezaba a temer que se terminase sin haber tenido ocasión de ir. No veía en la guerra ni una carrera ni un ideal, sino un espectáculo, del mismo orden que un rally de coches, una semana de la aviación o una competición de atletismo en un estadio. Estaba lleno de una consciente curiosidad, y, pensando que la guerra sería el espectáculo más extraordinario de la época, no quería perdérmelo.
La ceremonia fue de lo más breve, y los médicos militares mostraron en ella una discreción distraída. Su patriotismo consistía en dar el visto bueno a todos los cuerpos, enclenques o no, para alimentar el frente. Un individuo tenía que clamar sin pudor sus taras para que ellos, con aire de sospecha, le examinasen.
Nos hicieron desvestir en una angosta antesala, donde los cuerpos desnudos se tocaban, y no tardó en crearse una atmósfera de baño turco. Luego entramos, un tanto torpes, en el cuarto oscuro, con las paredes llenas de clasificadores, donde estaban los médicos, rodeados de sus asesores, los chupatintas del ayuntamiento. Yo sólo tenía ganas de acortar aquel examen irrisorio. Cuando dijeron mi nombre, me tallaron y luego subí rápidamente a la balanza.
Un médico leyó mi ficha:
—Jean Dartemont, metro setenta y dos, sesenta y siete kilos. ¿Es usted?
—Sí, señor.
—Apto para el servicio. El siguiente…
Tuve que rebuscar en un amontonamiento de calcetines, de zapatos y de camisas para reunir mis ropas. Una vez que estuve vestido, me fui corriendo a la ciudad, alegre y bastante orgulloso en el fondo de ser apto para hacer de soldado, de no pertenecer a esa categoría de ciudadanos despreciados que se veía todavía en la retaguardia, en la flor de la edad. Sin sospecharlo, era un poco víctima del estado de ánimo general. Además, la integridad física siempre me había parecido uno de los mejores bienes, y veía confirmada la mía por la decisión del médico militar.
Anuncié la buena nueva a mi familia, que la hizo de inmediato pública con orgullo, lo que le valió un tributo de estima. La anuncié igualmente a una muchacha que trataba de soñar conmigo en el futuro, muy inútilmente, pero yo la desalentaba de un modo excesivamente cariñoso.
Durante una fría tarde de diciembre de 1914, el tren de reclutamiento trajo a la guarnición su contingente de jóvenes. Nos presentamos en masa en el cuartel. Pero el centinela nos prohibió la entrada y alertó a los suboficiales. Un sargento, luego un ayudante, asustados por nuestro número, corrieron a dar aviso a un comandante, que no tardó en llegar, descontento de que se le hubiese molestado. Inquirió:
—Pero ¿esto qué es?
—La quinta del 15 que llega, mi comandante.
—¿Y qué quieren que haga yo con ellos a las seis de la tarde? —declaró jurando aquel jefe.
—Podemos marcharnos… —propuso una voz en la sombra.
—¡Silencio! —exclamó el sargento.
El jefe del acuartelamiento y los furrieles, a quienes se hizo venir a toda prisa, declararon que no habían previsto nada, al no haber sido informados de nuestra llegada, que carecían de víveres, de jergones y de mantas. El comandante reflexionó y tomó una decisión enérgica:
—¡Me importa un carajo! —dijo a los furrieles—. Que estos hombres reciban alimento y estén alojados en dos horas. ¡Apañároslas!
Y se largó. Hubo algunos comentarios por nuestra parte.
—¡Tiene gracia, la verdad, este comandante!
—Esto tiene pinta de estar bien organizado.
La mayoría decidió seguir de paisano por una noche más y volver al día siguiente. Nos fuimos a hacer un reconocimiento de la ciudad.
El gran desorden reinante por entonces en los cuarteles nos hizo la vida llevadera. Como es natural, nosotros explotábamos dicho desorden lo mejor posible, y no tardamos en adaptarnos a las astucias propias del oficio de soldado, como falsos permisos, falsas llamadas y falsas enfermedades. Los suboficiales eran demasiado pocos numerosos para refrenarnos, y, novios de la guerra en un futuro próximo, estábamos totalmente decididos a pasarlo bien en la guarnición y a no tolerar que se nos tratase como a simples reclutas. La ausencia de veteranos, lo cual llevaba aparejado el olvido de las tradiciones cuarteleras, favoreció aún más nuestra insumisión, y no tuvimos que sufrir ninguna de las novatadas de los tiempos de paz.
El primer mes de servicio pareció una mascarada. Como los almacenes carecían de prendas militares, simplemente se nos habían distribuido unos pantalones de traje de faena y unos blusones que no recubrían del todo nuestros trajes de paisano. También había falta de gorras y de quepis, y muchos habían conservado su antiguo cubrecabeza. Se vio circular a soldados con bombín, y un bromista se hizo célebre descubriéndose con un amplio gesto e inclinándose graciosamente al paso de los oficiales. Fue con este traje de etiqueta con el que se nos enseñó las muestras exteriores de respeto y los primeros rudimentos de esa disciplina que supone la principal fuerza de los ejércitos, a la que nosotros opusimos una alegre resistencia. Pues nuestros disfraces impedían que nos tomásemos nada muy en serio, y, recordando que las circunstancias eran excepcionales, desarmaban la ira de los jefes. Por otra parte, nuestros instructores eran por lo general cabos de la quinta anterior, formada en tres meses, que no estaban lo bastante convencidos de la eficacia guerrera de los movimientos que ejecutábamos.
Esta instrucción se nos antojaba un simulacro inútil, que no podía tener nada en común con las aventuras que nos aguardaban, aventuras cuya perspectiva no nos preocupaba, pero que nosotros reclamábamos por anticipado para emanciparnos.
Se remonta a esta época una prueba que hubiera podido tener repercusión en mi vida y cambiar totalmente mi carrera militar.
Llevábamos diez días de soldados cuando la superioridad invitó a los mandos de las unidades a designar a los hombres aptos para pasar el examen de candidatos al curso de alumnos oficiales. A nosotros correspondía hacer valer nuestros títulos ante nuestros inmediatos superiores.
Se planteaba la cuestión de saber si yo participaría en la guerra como soldado o como oficial. Verdad es que, de conseguir unos galones, me adheriría en cierta medida al ejército, al que detestaba instintivamente, como a todo cuanto limita al individuo y lo absorbe en la multitud, y que ello me ponía en contradicción conmigo mismo. Pero ya sentía, fuera cual fuese mi situación, que iba a perder mi libertad, y que siguiendo como soldado tendría que sufrir más duramente la disciplina, intrusión intolerable en mis ideas, que yo consideraba como mis propios derechos. Encontraba excesivo, en aras de una discutible lealtad, subordinarme a unas autoridades subalternas y groseras que mi razón aborrecía, y sentía ganas asimismo de liberarme de los servicios, de determinados trabajos físicos por los que sentía una repugnancia natural. Por último me dije que el papel de oficial, al conferirme a veces la iniciativa y la responsabilidad, haría mi tarea más útil e interesante. No me imaginaba, por otra parte, de forma clara lo que podía ser un mando en medio del fuego, pero me creía con la dignidad, el pudor o el orgullo suficientes para asumir las obligaciones que ello entrañaba. Me parecía que un valor individual, que yo creía sentir confusamente, haría las veces de valor militar, e incluso sería superior a él. Pues tenía por el valor estrictamente militar una gran desconfianza. Tras haber debatido así conmigo mismo, me inscribí.
En el examen escrito nos propusieron este tema profético: «Exponer los orígenes históricos de la guerra actual, prever su desarrollo, su final y sus consecuencias», y nos tuvieron tres horas encerrados para agotar este amplio tema. Poco versado en Historia, salí del paso con un lirismo imitado de nuestros más grandilocuentes patriotas, infamé a los imperios centrales, exalté nuestro valor, el de nuestros aliados y concluí con un triunfo no muy lejano que asombraría al mundo y lo salvaría de la barbarie. Este brillante fragmento me valió el ser clasificado cuarto de los ciento cincuenta candidatos participantes, justo detrás de un excompañero de colegio, brillante alumno, ya admitido en la École Centrale de París. Pensé que la partida estaba ganada.
Pero quedaba el examen oral. Un día de tiempo glacial se nos reunió, con la curiosa indumentaria consabida, en el Campo de Marte. Tras una larga espera, vimos llegar un automóvil con banderín. Bajó de él un coronel, que avanzó con la varonil seguridad que confiere la certeza de no ser nunca contradicho. Este oficial superior, de frondoso bigote, cejas pobladas, tez tostada de ocioso habitante al aire libre, respiraba energía. También la buscaba y pensaba encontrarla en la vehemencia de los apostrofes en un campo de maniobras.
Con su mirada habituada a juzgar a los hombres por su manera de alinearse, el lustre de las botas y lo largo que llevaban el pelo, recorrió nuestra fila y decidió:
—¡Vamos a comprobar quiénes tienen aptitudes militares!
La prueba comenzó al punto. Se nos exigió que hiciéramos maniobrar una sección. Ignorantes de todo, fuimos sumamente torpes. Pero, como se había empezado por los primeros, los que habían estado a punto de suspender en el escrito, tras dos horas de demostraciones, lograron captar finalmente esa entonación falseada que confiere fuerza a un mando. Una vez que se hubo terminado, un oficial alargó al coronel un paquete de copias.
—Mi coronel, aquí tiene las pruebas escritas.
—¡Dejemos el papeleo, ya he tomado mi decisión! —repuso este perspicaz jefe.
En efecto, al día siguiente se designó a veinte candidatos, cuidadosamente elegidos entre los últimos.
Esta decisión de un coronel tan experto conocedor de hombres puso fin a mis ambiciones y me relegó al rango de soldado, que decidí, para tomar mis represalias contra la mentecatez, no abandonar ya. Fue entonces cuando se me designó de oficio para formar parte del pelotón de los alumnos cabos, en el que se me mantuvo pese a mis protestas. En él reencontré felizmente a muchos compañeros de estudios y pasamos alegremente el tiempo al margen de los ejercicios. Ésta camaradería fue el único beneficio que había de sacar de ello, pues nunca fuimos ascendidos a cabos.
He aquí por qué, tras un año de vida militar, sigo siendo soldado. Son muchos los que están en mi caso, los cuales habrían podido hacer más de haber sido utilizados de mejor modo. No lamento nada, sino que simplemente constato que fue el ejército el que, por mediación de un coronel irrebatible, rehusó el ofrecimiento que yo le había hecho de mi buena voluntad.
Al bucear en mis recuerdos encuentro un hecho que había olvidado y que, en su momento, me irritó. Hoy lo veo de modo distinto y reconsidero esta irritación.
Llevaba en el regimiento tres semanas cuando me llamaron a la oficina de la compañía. Encontré a nuestro viejo capitán, bastante paternal por cierto, que me preguntó:
—¿Qué le pasa, amigo, no se siente bien?
—Pues sí, mi capitán —dije, asombrado.
—¿Sí?, ¿de veras?, ¿está seguro?
—¡Absolutamente!
—Dígame, ¿qué significa entonces esta carta?
Leí:
Distinguido señor comandante:
Me permito llamarle la atención sobre mi nieto, el soldado Jean Dartemont. Este niño, por quien he velado largo tiempo, ha sido siempre débil, y estoy segura de que no podrá soportar las fatigas de una campaña. Es una pena muy grande, en los tristes días que vivimos, que no se tenga en cuenta la salud de nuestros niños, de cuyo entusiasmo e inexperiencia se abusa. No debería mandarse a la guerra más que a los que son fuertes (sic,) y no exponer a los jóvenes demasiado delicados que, incapaces de resistir las emociones intensas, no serán en ella de provecho alguno. Cada uno debe servir a su patria en la medida de sus posibilidades, y mi nieto, que es instruido, prestaría seguramente mejores servicios en las oficinas. Sé que ese niño no se atreverá a quejarse; por eso, con la autoridad que me dan los años y las desgracias que he visto a mi alrededor, le escribo, señor comandante, para que tome las oportunas disposiciones justificadas por su frágil constitución…
Yo me encogí de hombros, con humor.
—¿Entonces? —preguntó el capitán.
—Son las típicas exageraciones de una abuela. ¡Qué voy a ser tan débil!
—Así pues, ¿no tiene ninguna queja, nada que pedir?
—Absolutamente nada, mi capitán.
—Está bien. ¡Puede retirarse!
Me observó sonriendo mientras me iba. Yo estaba furioso por esta torpe intervención y porque se hubiera podido creer que había incitado a mi abuela a interceder de este modo. Murmuré: «¡Sigue siendo la misma, siempre con miedo a todo!». Pensaba en sus recomendaciones cuando pasaba las vacaciones en su casa, en sus temores cuando disparaba con el pistolete al fondo del jardín, cuando cruzaba el río en barca. Para ir a bañarme tenía que esconderme, y esconderme también para faltar a misa. Me dije: «¿Cuándo me dejarán tranquilo?», metiéndola así en el mismo saco que al resto de la familia, cosa que no me pasaba generalmente, pues le estaba agradecido por su afecto, quizá inquieto, pero dulce y profundo.
Hoy me avergüenzo de mi ira. Cierto que mi abuela, al escribir aquello, no se mostraba en absoluto espartana y su confesor hubiera podido incluso reprocharle faltar a la resignación cristiana. Pero me doy cuenta de que su temor ante los acontecimientos era más humano, estaba más cerca de la verdad que la bonita actitud de esas gentes a las que el valor costaba poco, puesto que lo ejercían en detrimento ajeno. Su corazón desfalleciente le permitía imaginar lo que sería para mí, que no lo sospechaba, la guerra, y temía ver correr ese riesgo, ver sufrir en ella a los que quería. Anteponía mi seguridad a toda vanidad y prefería decididamente mi vida a cualquier tipo de convencionalismo. Y su carta, que mi ignorancia me había hecho considerar ridícula, me parece ahora la mejor razón que la buena anciana me haya dado jamás para quererla.
No existe para mí un estadio intermedio entre el placer y el aburrimiento. Ahora bien, no puedo hacer bien más que aquello que hago con placer, y no puedo encontrar placer más que en una función que me ocupa la mente. De todas, la condición militar es aquélla en la que menos uso se hace de la mente. Es preciso que sea así para que el ejército pueda reclutar sus cuadros y reconstituirlos fácilmente cuando se ven diezmados. Toda la fuerza del ejército reside en el principio del firmes, que anula en los subordinados la facultad de raciocinio. Es una necesidad comprensible. ¿Qué sería del ejército si a los soldados se les ocurriese preguntar a los generales adónde los llevan y se pusieran a discutir el asunto con ellos? Esta pregunta incomodaría a los generales, pues un jefe no debe verse jamás obligado a responder a un inferior: «¡No lo sé más que tú!».
Ocurre que, tras un año de vida militar, me digo que soy un mal soldado, y lo deploro, como deploraba en otro tiempo ser un mal alumno. No puedo decididamente plegarme a ninguna regla. ¿Soy merecedor por ello de una condenación? ¿Acaso el hecho de no haber aceptado los principios que me han enseñado es una tara? Creo que en general es un bien y que estos principios son funestos. Pero viendo a todo el mundo unido contra mí, seguro de sus convicciones, a veces me entran dudas: tengo mis debilidades como cualquier hijo de vecino y cedo ante la opinión pública… Temo no ser apto para esta guerra que no pide sino pasividad y aguante. ¿No sería preferible para mi tranquilidad ser un combatiente convencido, como los hay? (pero ¿acaso he encontrado nunca alguno?), ¿luchando ferozmente por su patria y persuadido de que la muerte de cada enemigo que mata le hace ganar indulgencias ante su dios? Tengo la desgracia de no poder actuar sino en virtud de un móvil que mi razón apruebe, y mi razón rehúsa cualquier tutela que quiera imponérsele. Mis maestros, en otro tiempo, me reprochaban mi independencia; más tarde, comprendí que lo que temían era mi juicio y que mi lógica de adolescente sacaba a relucir cuestiones que ellos habían decidido mantener en la sombra. Pero hoy día tales tutelas son más fuertes, y los que las ejercen quizá me harán matar.
En el depósito de reclutas, una vez terminada nuestra instrucción en el pelotón, se nos había nombrado soldados de primera (los nombramientos de cabos no debían hacerse más que en el frente) y confiado a cada uno una escuadra[8]. Yo, por mi parte, mandaba a veinticinco hombres. Nunca conseguí interesarme por ese mando, o sea, comprobar el lustre de las culatas de fusil, la alineación de los botones, la simetría de los equipos, acosar a unos hombres para hacerles sentir su dependencia y mi superioridad, imponer a otros lo que, en su lugar, yo habría sufrido. Se requiere una cierta mediocridad para tomarle gusto a tales cosas, y los que, por encima de mí, lo tenían, no tardaron en darse cuenta de que yo no era de los suyos. Se vengaron de ello designándome para la primera salida hacia el frente. Yo notaba en su actitud una amenaza que no había de comprender hasta más tarde. En el momento, me reí de esta preferencia fatal y vi en ello una contradicción (que, sin embargo, hubiera tenido que iluminarme) con la doctrina del ejército: si el honor está en el peligro, ¿por qué me mandaban a mí antes que a los que más lo merecían? Pero yo había decidido ir al frente. Cuanto antes mejor, ya empezaba a estar harto de ese régimen de retaguardia que volvía insensiblemente a los rigores del cuartel.
Nuestra partida fue alegre. Nos habían distribuido equipos nuevos y uniformes azul horizonte[9] de un modelo nuevo, con los que nos volvimos coquetos. Tuvimos cuarenta y ocho horas para pasearnos por la ciudad y leer en la mirada de las mujeres el cariñoso interés que les merecían nuestra juventud y nuestra intrepidez. Eramos bastante fatuos respecto a una y a otra.
Me despedí de una persona que había tenido conmigo bondades y la indulgencia de una persona mayor que yo, conocedora por experiencia de la ingratitud de los hombres y de que no hay que pedirles demasiado. Sabiendo que no era en mi vida más que un ave de paso, no le había hecho ninguna pregunta sobre su pasado (que yo veía bastante turbio) y, en dos meses, no había conocido de ella nada más que su nombre de pila, indispensable para el diálogo. Es decir, que mi fuerza estaba intacta, destinada a otras metas, y que no se había visto disminuida por los necios enternecimientos que pueden debilitar un corazón viril. Me separé de esta cómoda mujer con decisión, sin ningún pesar ni intención de volver con ella. Creo que habría rehusado dedicarle una semana, que habría incluso sacrificado la vanidad de sentirme amado a mi deseo de ir a visitar un campo de batalla, de conocer, por fin, lo que pasaba allí. Yo no seguía viendo más que lo pintoresco de la guerra.
Diez meses después de la quinta del 14, partimos para el frente, dando muestras de gran aplomo, y la población, un tanto hastiada, no por ello dejó de festejarnos muy honradamente porque apenas si teníamos diecinueve años.