El anuncio
El peligro de esas comunidades (los pueblos) basadas en individuos característicos de una misma especie es la progresiva idiotización por medio de la herencia, la cual sigue, por otra parte, a la estabilidad como si fuera su sombra.
NIETZSCHE
El fuego se incubaba ya en los bajos fondos de Europa, y la Francia despreocupada, con trajes claros, sombreros de paja y pantalones de franela, echaba el cierre a sus equipajes para irse de vacaciones. El cielo era de un azul sin nubes, de un azul optimista, terriblemente caluroso: no cabía temer más que una sequía. En el campo o a orillas del mar haría buen tiempo. Las terrazas de los cafés olían a ajenjo fresco y los zíngaros tocaban en ellas La viuda alegre, que hacía furor. Los periódicos estaban llenos de detalles de un gran proceso que tenía en vilo a la opinión pública; se trataba de saber si aquélla a la que algunos llamaban la «Cuajada de Sangre»[4] sería absuelta o condenada, si el tonante Labori, su abogado, y el pequeño Borgia en chaqué, carmesí y rabioso, que nos había gobernado durante algún tiempo (salvado, al decir de algunos), su marido, ganarían la causa. No se veía más allá. Los trenes rebosaban de viajeros y las taquillas de las estaciones despachaban billetes circulares; dos meses de vacaciones en perspectiva para la gente rica.
Una vez tras otra, en ese cielo tan limpio, zigzaguearon enormes relámpagos: Ultimátum… Ultimátum… Ultimátum… Pero Francia dijo, mirando las nubes aborregadas hacia el Este: «Es allí donde habrá tormenta».
Un trueno en el cielo sereno de la Île-de-France. El rayo cae en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
¡Prioridad! El telégrafo funciona sin cesar, por razones de Estado. Las oficinas de correos transmiten telegramas cifrados con carácter de «urgente».
En todos los ayuntamientos se pone el anuncio.
Los primeros gritos: «¡Hay un anuncio!».
La gente en la calle se atropella, se echa a correr.
Los cafés se vacían, y también los almacenes, los cines, los museos, los bancos, las iglesias, los pisos de soltero, las comisarías se vacían.
Toda Francia está delante del anuncio, y lee: «Libertad, Igualdad, Fraternidad-Movilización general».
Toda Francia, alzada de puntillas para ver el anuncio, apretujada, fraternal, chorreante de sudor bajo el sol que la aturde, repite: «La movilización», sin entender.
Una voz entre la multitud, como un petardazo: «¡es la guerra!».
Entonces Francia empieza a arremolinarse, se lanza a través de las avenidas demasiado estrechas, a través de los pueblos, a través de los campos: la guerra, la guerra, la guerra…
¡Oh! ¡Es allá: la guerra!
Los guardias rurales con sus tambores, los campanarios, los viejos campanarios románicos, los esbeltos campanarios góticos, con sus campanas, anuncian: ¡la guerra!
Los centinelas delante de sus garitas tricolores presentan armas. Los alcaldes ciñen sus bandas. Los prefectos se ponen sus uniformes. Los generales hacen acopio de su genio. Los ministros, muy emocionados, muy preocupados, se ponen de acuerdo. ¡La guerra, lo nunca visto!
Los empleados de banca, los dependientes, los obreros, las modistillas, las mecanógrafas, los porteros mismos no pueden ya aguantar en sus sitios. ¡Se cierra! ¡Se cierra! Se cierran las taquillas, las cajas fuertes, las fábricas, las oficinas. Se echan los cierres metálicos. ¡Vamos a ver!
Los militares adquieren una gran importancia y se sonríen ante las exclamaciones. Los oficiales de carrera se dicen: «Ha sonado la hora. ¡Se acabó el pudrirse en los grados subalternos!».
En las hormigueantes calles, los hombres, las mujeres, del brazo, inician una gran farándula ensordecedora, sin sentido, porque es la guerra, una farándula que dura una buena parte de la noche que sigue a ese día extraordinario en el que se ha pegado el anuncio en las paredes de los ayuntamientos.
La cosa comienza como una fiesta.
Los cafés son los únicos que no cierran.
Y se sigue notando ese olor a ajenjo fresco, ese olor del tiempo de paz.
Algunas mujeres lloran. ¿Es el presentimiento de una desgracia? ¿Son los nervios?
¡La guerra!
Todo el mundo se prepara para ella. Todo el mundo va a ella.
¿Qué es la guerra?
Nadie sabe nada de ella…
La última data de hace más de cuarenta años. Sus escasos testigos, a los que distingue una medalla, son unos ancianos que chochean, que los jóvenes rehúyen y que estarían mejor en Los Inválidos. Perdimos la guerra del setenta, no por falta de valor, sino porque Bazaine fue un traidor, piensan los franceses. ¡Ah!, sin Bazaine[5]…
En épocas más recientes, se nos habló de algunas guerras lejanas. La de los ingleses y de los bóers, por ejemplo. Las conocemos sobre todo a través de las caricaturas de Caran d’Ache y los grabados de los grandes ilustradores. El valiente presidente Kruger presentó una decidida resistencia, se le quería, y deseábamos que triunfase, para jorobar a los ingleses que quemaron a Juana de Arco y martirizaron a Napoleón en Santa Elena. A continuación la guerra ruso-japonesa, Port-Arthur. Parece que esos japoneses son famosos soldados; derrotaron a los célebres cosacos, nuestros aliados, que carecían, todo hay que decirlo, de vías férreas. Las guerras coloniales no nos parecen muy peligrosas. Evocan expediciones a los confines del desierto, tiendas árabes saqueadas, los caftanes rojos de los espahí[6], moros disparando al aire sus fusiles adamascados y huyendo a espetaperro con sus pequeños caballos que levantan la arena dorada. En cuanto a las guerras balcánicas, que resultaron providenciales para los reporteros, no nos crearon ninguna preocupación. Europeos del centro como éramos, convencidos de la superioridad de nuestra civilización, consideramos que aquellas regiones están pobladas por gente de baja estofa. Sus guerras se nos antojan peleas de golfos, en los terrenos inconcretos de la periferia.
Lejos de nosotros pensar en la guerra. Para imaginárnosla, tenemos que remontarnos a la Historia, a lo poco que sabemos de ella, lo cual nos tranquiliza. Encontramos en la Historia todo un pasado de guerras brillantes, de victorias, de frases históricas, animado de figuras curiosas y célebres: Carlos Martel, Carlomagno, San Luis instalado a la sombra de un roble a su vuelta de Palestina, Juana de Arco que expulsa a los ingleses de Francia, ese hipocritón de Luis XI que mete a la gente en la cárcel al tiempo que besa sus medallas, el galante Francisco I: «¡Todo se ha perdido, excepto el honor!», Enrique IV, cínico y campechano: «¡París bien vale una misa!», Luis XIV, majestuoso, prolífico en bastardos, todos nuestros reyes, falderos y patrioteros, nuestros elocuentes revolucionarios, y Bayardo Jean Bart, Condé, Turenne, Moreau, Hoche, Masséna…
Y por encima de todo, el gran espejismo napoleónico, en el que el genial corso aparece a través del humo de los cañones, de riguroso uniforme, en medio de sus mariscales, de sus duques, de sus príncipes, de sus reyes escarlata, todos empenachados.
Es cierto que, tras haber agitado Europa por nuestra turbulencia durante siglos, nos hemos vuelto pacíficos al envejecer. Pero cuando se nos busca, se nos encuentra… ¡Hay que ir a la guerra, la suerte está echada! ¡No hay miedo, se irá! Seguimos siendo los franceses de siempre, ¿o no?
Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud.
Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad.
Cuando se ha visto la guerra como yo la acabo de ver, uno se pregunta: «¿Cómo se puede aceptar una cosa así? ¿Qué tratado de fronteras, qué honor nacional puede legitimar semejante cosa? ¿Cómo se puede maquillar de ideal lo que es simple bandidaje, y obligar a admitirlo?».
Se dijo a los alemanes: «¡Adelante con la guerra lozana y alegre! Nach París[7] y Dios sea con nosotros, por una Alemania más grande!». Y los buenos alemanes pacíficos, que se lo toman todo en serio, se movilizaron para la conquista, se convirtieron en bestias feroces.
Se dijo a los franceses: «Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!». Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus ensoñaciones de pequeños rentistas para ir a batirse.
Y lo mismo ocurrió con los austriacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuación los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los había convencido de que tal era su deber.
Veinte millones, todos de buena fe, todos de acuerdo con Dios y con su príncipe… Veinte millones de imbéciles… ¡Como yo!
O mejor dicho, no, yo no creí en ese deber. Ya a los diecinueve años no pensaba que hubiera la menor grandeza en hundirle un arma en la tripa a un hombre, en alegrarme de su muerte.
Pero fui igualmente.
¿Porque hubiese sido difícil actuar de otro modo? No es ésta la verdadera razón, y no debo presentarme mejor de lo que soy. Fui en contra de mis convicciones, aunque de buen grado; no para batirme, sino por curiosidad: para ver.
Por mi conducta, me explico la de muchos otros, sobre todo en Francia.
La guerra lo trastornó todo en unas pocas horas, extendió por doquier esa apariencia de desorden grata a los franceses. Parten sin odio, pero atraídos por una aventura de la que cabe esperar cualquier cosa. Hace muy buen tiempo. La verdad, esta guerra cae muy oportunamente a comienzos del mes de agosto. Los modestos empleados son sus más encarnizados defensores: en vez de quince días de vacaciones van a tener varios meses, a costa de Alemania, para visitar el país.
El abigarramiento de vestimentas, de costumbres y de clases sociales, una fanfarria de clamores, una gran mezcla de bebidas, el impulso dado a las iniciativas individuales, una necesidad de romper cosas, de saltarse barreras y de violar las leyes, hicieron la guerra aceptable al comienzo. Se confundió con la libertad y se admitió la disciplina creyendo poder saltársela a la torera.
Por encima de todo reinaba un clima que tenía algo de verbena, de motín, de catástrofe y de triunfo, un gran trastorno que embriagaba. Se había cambiado el curso diario de la vida. Los hombres dejaban de ser empleados, funcionarios, asalariados, subordinados, para convertirse en exploradores y en conquistadores. Al menos eso era lo que creían. Soñaban con el Norte como si fuera una especie de América, de pampa, de selva virgen, con Alemania como si fuera un banquete, y con provincias devastadas, toneles agujereados, ciudades incendiadas, con el vientre blanco de las mujeres rubias de Germania, con botines inmensos, con todo aquello de lo que la vida habitualmente les privaba. Todos ponían su confianza en su destino, no pensaban en la muerte más que para los demás.
En suma, la guerra no se presentaba nada mal bajo los auspicios del desorden.
En Berlín, los que han provocado esto aparecían en los balcones de los palacios, en uniforme de gala, en la pose en que conviene que sean inmortalizados los conquistadores famosos.
Los que lanzan sobre nosotros a dos millones de fanáticos, armados de cañones de tiro rápido, de ametralladoras, de fusiles de repetición, de granadas, de aviones, de química y de electricidad, resplandecen de orgullo. Los que han dado la señal de la masacre sonríen ante su gloria próxima.
Es el instante en que se debería disparar la primera cinta de ametralladora —y la única— contra ese emperador y sus consejeros, que se creen fuertes y sobrehumanos, árbitros de nuestros destinos, y que no son más que unos miserables imbéciles. Su vanidad de imbéciles pierde al mundo.
En París, los que no han sabido evitar eso, y a los que sorprende y sobrepasa, y que comprenden que los discursos ya no bastan, se agitan, se consultan, aconsejan, preparan a toda prisa comunicados tranquilizadores, y lanzan a la policía contra el fantasma de la revolución. La policía, siempre en activo, se lía a puñetazos con sus semejantes que no son lo bastante entusiastas.
En Bruselas, en Londres, en Roma, los que se sienten amenazados hacen la suma de todas las fuerzas presentes, un cálculo de probabilidades, y eligen un bando.
Y millones de hombres, por haber creído lo que enseñan los emperadores, los legisladores y los obispos en sus códigos, manuales y catecismos, los historiadores en sus historias, los ministros en la tribuna, los profesores en los colegios y la gente de bien en sus salones, millones de hombres forman rebaños sin cuento que unos pastores con galones conducen al matadero, al son de la música.
En unos pocos días, la civilización es aniquilada. En unos pocos días, los jefes han fracasado. Pues su papel, el único importante, era justamente evitar eso.
Si no sabíamos adonde íbamos, ellos, al menos, hubieran tenido que saber adonde conducían a sus naciones. Un hombre tiene derecho a comportarse como un idiota en su propia manera de actuar, pero no respecto a la de los demás.
En la tarde del 3 de agosto, en compañía de Fontan, un compañero de mi edad, recorro la ciudad.
En la terraza de un café del centro, una orquesta ataca La Marsellesa. Todo el mundo la escucha de pie y se descubre. Salvo un hombrecillo esmirriado, modestamente vestido, de rostro triste bajo su sombrero de paja, que está solo en un rincón. Un asistente repara en su presencia, se precipita hacia él, y, con el dorso de la mano, le hace volar el sombrero. El hombre palidece, se encoge de hombros y responde: «¡Bravo! ¡Valiente ciudadano!». El otro le conmina a levantarse. Él se niega. Se acercan unos viandantes, los rodean. El agresor continúa: «¡Insulta usted al país, y no pienso tolerarlo!». El hombrecillo, muy blanco ahora, pero obstinado, responde: «Pues a mí me parece que insultan ustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy un hombre libre, y me niego a saludar la guerra!». Una voz exclama: «¡Partidle la boca a este cobarde!». Se producen empujones detrás, se alzan bastones, se derriban mesas, se rompen vasos. La aglomeración, en cuestión de instantes, se vuelve enorme. Los de las últimas filas, que no han visto nada, informan a los recién llegados: «Es un espía. Ha gritado: “¡Viva Alemania!”». La indignación subleva a la multitud, la hace precipitarse hacia delante. Se oyen ruidos de golpes sobre un cuerpo, gritos de odio y de dolor. Al fin acude el cafetero con su servilleta en un brazo y aparta a la gente. El hombrecillo, caído de su silla, está tendido entre los escupitajos y las colillas de los parroquianos. Su rostro tumefacto está irreconocible, con un ojo cerrado y negro; un hilillo de sangre corre de su frente y otro de su boca abierta e hinchada; respira con dificultad y no puede levantarse. El cafetero llama a dos camareros y les ordena: «¡Lleváoslo de aquí!». Le arrastran más lejos por la acera, donde le dejan tirado. Pero uno de los camareros vuelve, se inclina y le sacude con aire amenazador: «Dime, ¿y de la consumición qué?». Como el pobre desgraciado no responde, le registra, le saca del bolsillo del chaleco un puñado de monedas entre las que elige algunas, poniendo a la multitud por testigo: «¡El muy cerdo se había largado sin pagar!». La gente aprueba: «¡Estos individuos son capaces de todo!». «¡Por suerte le han desarmado!». «¿Iba armado?». «Ha amenazado a la gente con su revólver». «¡La verdad es que somos demasiado buenos en Francia!». «¡Los socialistas hacen el caldo gordo a Alemania, no hay que tener piedad con estos tipejos!». «Los supuestos pacifistas son unos majaderos. ¡Esta vez no será como en el setenta!».
Para festejar esta victoria, se pide cantar de nuevo La Marsellesa. La gente la escucha mientras mira al hombrecillo sangrante y manchado, que gimotea débilmente. Observo cerca de mí a una mujer pálida y bonita, que murmura a su compañero: «Este espectáculo es horrible. Ese pobre hombre ha tenido valor…». El otro le responde: «Un valor de idiota. Uno no puede enfrentarse a la opinión pública».
Le digo a Fontan:
—Aquí tienes la primera víctima de la guerra que vemos.
—Sí —dice él pensativamente—, ¡hay mucho entusiasmo!
Soy testigo silencioso del gran frenesí.
De un día para otro, los civiles disminuyen, se mudan en soldados apresuradamente ataviados, que recorren la ciudad para disfrutar de sus últimas horas y hacerse admirar, sin abotonarse ya la guerrera desde que hay guerra. Por la tarde, los que han empinado demasiado el codo provocan a los transeúntes, tomándolos por alemanes. Los viandantes ven en ello una buena señal y aplauden.
Por todas partes se oyen marchas de guerra. Los viejos señores sienten nostalgia de su juventud, los niños detestan la suya, y las mujeres se lamentan de no ser más que mujeres.
Yo voy a mezclarme con la multitud que abarrota las inmediaciones de los cuarteles, unos cuarteles sórdidos que se han convertido en los acumuladores de la energía nacional. Veo salir de ellos a regimientos que parten. La multitud los envuelve, los estrecha, los adorna con flores y los emborracha. Cada fila arrastra a grupos de mujeres en estado de delirio, desmelenadas, que lloran y ríen, y ofrecen su talle y su pecho a los héroes, así como a la patria, que besan los rostros húmedos de los rudos hombres en armas y gritan su odio, que las desfigura, contra el enemigo.
Veo desfilar a los jinetes, aristócratas del ejército. Los pesados coraceros, cuyo torso deslumbra al sol, masa irresistible cuando es lanzada a todo galope. Los dragones, parecidos con sus cascos emplumados, sus lanzas y sus oriflamas a justadores de la Edad Media que se prepararan para el torneo. Los cazadores que caracolean y hacen cortesías vestidos con su uniforme azul claro, los cazadores ligeros de la vanguardia, que surgen de un pliegue del terreno para soltar sablazos a un destacamento u ocupar por sorpresa un pueblo. La artillería hace temblar las casas; se dice que los cañones de 75 hacen veinticinco disparos por minuto y dan en el blanco al tercer obús. Se mira con respeto la boca silenciosa de los pequeños monstruos que en unos días van a despedazar a divisiones.
Los zuavos y los soldados del ejército colonial, atezados, tatuados, feroces, sin doblarse bajo sus enormes mochilas, y que exageran sus rictus de individuos sin opinión, obtienen un enorme éxito. La gente piensa que son unos bandidos, que no darán cuartel; inspiran confianza. Y he aquí a los negros, que resultan reconocibles de lejos por los dientes blancos en sus rostros oscuros, los negros pueriles y crueles, que decapitan a sus adversarios y les cortan las orejas para hacerse amuletos con ellas. Este detalle regocija. ¡Buenos negros! Se les da de beber, se los ama, se ama ese olor fuerte, ese olor exótico a Exposición que, a su paso, queda flotando en el aire. Ellos se sienten felices, felices de merecer de repente la amistad de los hombres blancos, y porque se figuran la guerra como una bámbula de su país.
Se prohíbe el paso a las estaciones. Sus alrededores parecen campamentos, de tan atestados como están de pabellones de armas, de tropas que aguardan su turno para subirse a los convoyes estacionados a lo largo de los andenes. Las estaciones son corazones a los que afluye toda la sangre del país, que lanzan a plenas arterias, a plenas vías férreas, hacia el Norte y el Este, donde los hombres con calzones de un rojo vivo pululan como glóbulos rojos. Los vagones llevan escritas estas palabras, trazadas con tiza: «Destino: Berlín». Los trenes parten hacia la aventura y cubren los campos de clamores, más alegres aún que belicosos. En todos los pasos a nivel les responden gritos y se agitan pañuelos. Se dirían trenes de placer, a tal punto los hombres que van en ellos son locos e inconscientes.
En toda Europa, desde los confines de Asia, ejércitos, seguros de combatir por una buena causa y de vencer, están en camino con la impaciencia de medirse contra el enemigo.
¿Quién tiene miedo? ¡Nadie! Nadie aún…
Veinte millones de hombres, que cincuenta millones de mujeres han cubierto de flores y de besos, se apresuran hacia la gloria, con canciones nacionales que entonan a pleno pulmón.
Los ánimos están bien drogados. La guerra está en la buena senda. ¡Los hombres de Estado pueden sentirse orgullosos!