Este libro, concebido contra la guerra y publicado por primera vez en 1930, tuvo la mala fortuna de encontrarse una segunda guerra en el camino[1]. En 1939, su venta fue libremente suspendida de mutuo acuerdo entre el autor y el editor. Cuando la guerra está ahí, ya no es el momento de avisar a la gente de que se trata de una siniestra aventura de consecuencias imprevisibles. Eso habría que haberlo comprendido antes y actuar en consecuencia.
En mi juventud —cuando estábamos en el frente— se enseñaba que la guerra era moralizadora, purificadora y redentora. Ya hemos visto qué derivaciones han tenido estas muletillas: mercantis[2], traficantes, estraperlo, delaciones, traiciones, fusilamientos, torturas, hambruna, tuberculosis, tifus, terror, sadismo. Y heroísmo, de acuerdo. Pero la pequeña, la excepcional proporción de heroísmo no compensa la inmensidad del mal. Pocas personas, por otra parte, tienen madera de verdaderos héroes. Tengamos al menos la lealtad de convenir en ello, nosotros que hemos sobrevivido[3].
La gran novedad de este libro, cuyo título era un desafío, es que en él se decía: tengo miedo. En los «libros de guerra» que yo había podido leer se hacía a veces mención del miedo, pero se trataba del ajeno. El autor era un personaje flemático, tan pendiente de tomar notas que se reía de los obuses.
El autor del presente libro consideró que era una falta de decencia hablar del miedo de sus camaradas sin hablar del suyo propio. Por eso decidió abordar el miedo en primera persona, ante todo en primera persona. En cuanto a hablar de la guerra sin hablar del miedo, sin ponerlo en un primer plano, hubiera sido un camelo. No es posible vivir en los lugares donde uno puede ser despedazado vivo en cualquier momento sin sentir una cierta aprensión.
El libro fue acogido con muy distinto talante, y el autor no siempre fue bien tratado. Pero hay que hacer notar dos cosas. Algunos de los que le injuriaron iban a acabar mal posteriormente, al haberse equivocado de bando su valentía. Y esta modesta palabra infamante, el miedo, había de verse luego esgrimida por plumas orgullosas.
En cuanto a los combatientes de infantería, éstos habían escrito: «¡Cierto! Esto es lo que nosotros sentíamos y no sabíamos expresar». Su opinión contaba mucho […].
Dos observaciones más. Acabo de releer estas páginas que no abría desde hacía quince años. Siempre es una sorpresa, para un autor, encontrarse ante un texto de otro tiempo firmado por él. Una sorpresa y una prueba. Pues el hombre se enorgullece, al envejecer, de haber aprendido alguna cosa. Éste es al menos el consuelo que se da a sí mismo.
El tono de El miedo es, en algunas de sus partes, de una extrema insolencia. Es la insolencia de la juventud, y no es posible cambiar nada sin suprimir la juventud misma. El joven Dartemont piensa lo que no se piensa oficialmente. Sigue conservando la ingenuidad de creer que se puede pensar en todo. Suelta desagradables verdades como puños. Hay que optar entre decir estas verdades o pasarlas por alto. Y la aceptación es a menudo un indicio de decrepitud.
Segunda observación. Hoy no se escribiría ya este libro exactamente de la misma manera. Pero ¿había que retocarlo? Y, en tal caso, ¿en qué medida? Yo sabía que algunos antiguos lectores hubieran querido que modificase el primer texto, que consideraban como una concesión o una capitulación. Por eso, aparte de escasos cambios de palabras o de epítetos, este texto sigue siendo el de la primera edición. Me he resistido incluso a la tentación de añadirle más arte, pensando que el arte sobreañadido no habría podido más que debilitarlo, y que no había que volver a exponerlo al riesgo que se corrió originalmente.
En fin, sólo me resta añadir lo siguiente. ¿Cómo será «utilizado» este libro, con miras a qué propagandas? Me limitaré a responder que existía al margen de la propaganda, que no fue escrito para servir a ninguna.
G. C.