Cómo no debe cruzarse un puerto alpino

Pensándolo bien, Alexia decidió que era más seguro proseguir hacia Italia de inmediato, a plena luz del día. Cada vez era más evidente que, si pretendía obtener alguna respuesta respecto a su actual estado y situación, tendría que recurrir o bien a los Templarios o bien a los vampiros. Y de entre estos dos, probablemente solo unos accedieran a hablar con ella antes de intentar matarla.

Otra cosa también se hizo evidente. Por muy decidida que estuviera a demostrar que Conall se equivocaba, lo que estaba ahora en juego era el destino del inconveniente prenatal. Puede que Alexia se sintiera frustrada con el diminuto parásito, pero decidió, después de ardua reflexión, que no deseaba, exactamente, su muerte. Habían pasado por muchas cosas juntos. Tú solo permíteme comer con regularidad, le dijo en silencio, y yo intentaré desarrollar el instinto maternal. No será fácil, te lo advierto. Nunca pensé en tener un hijo. Pero lo intentaré.

Perseguidos por una horda de asesinos y financiados por un excéntrico alemán, Alexia se sorprendió al descubrir que hacían lo que hubiera hecho todo el mundo en circunstancias más mundanas: coger un carruaje. En Francia, el transporte de alquiler resultó ser bastante similar al inglés, aunque un poco más limitado. Madame Lefoux mantuvo una breve pero intensa conversación con el cochero, tras la cual una considerable suma de dinero cambió de manos. Entonces, la inventora se sentó al lado de Floote y el coche emprendió la marcha a una velocidad aterradora, dirigiéndose hacia la costa a través de las calles de Niza, las cuales estaban atestadas de inválidos y desaseados refugiados. Alexia supuso que era un medio de transporte sensato para alguien que desea huir, pero el coche era demasiado estrecho para tres pasajeros.

El cochero, subido en lo alto y detrás de ellos, arengó al único caballo para que aumentara el trote con una larga fusta. La criatura se lanzó hacia delante, doblando esquinas y traqueteando por callejones a una velocidad suicida.

En un tiempo relativamente corto, dejaron Niza a sus espaldas y se adentraron en una carretera de tierra que bordeaba los acantilados y playas de la Riviera. Era una ruta que Alexia hubiera disfrutado en otras circunstancias. El día era frío y el Mediterráneo brillaba con un color turquesa a su derecha. Había poco tráfico, por lo que el cochero aumentó el ritmo en las largas curvas abiertas y en los tramos rectos, permitiendo a su caballo que avanzara a medio galope.

—Ha asegurado que nos llevaría hasta la frontera —gritó madame Lefoux con el viento en contra—. Me ha costado un hermoso penique, pero lleva un buen ritmo.

—¡No me cabe duda! ¿Crees que llegaremos a Italia antes de que anochezca? —Alexia aseguró la bolsa de viaje firmemente entre sus piernas y la falda, y dejó la sombrilla sobre su regazo, en un intento por encontrar cierta comodidad encajonada entre madame Lefoux y Floote. El asiento en realidad estaba concebido para dos personas, y aunque ninguno de ellos era excesivamente corpulento, Alexia tenía motivos para agradecer que hoy no llevara el omnipresente polisón. Las condiciones de viaje estaban lejos de ser ideales.

El cochero aminoró la marcha.

Sirviéndose del ritmo más pausado, Alexia se puso en pie y se dio la vuelta precariamente para poder echar un vistazo a la carretera por encima del techo y más allá de la caja del cochero. Cuando volvió a sentarse, lo hizo con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre? —quiso saber madame Lefoux.

—No pretendo asustarte, pero creo que nos siguen.

Madame Lefoux se puso en pie, sujetándose el alto sombrero con una mano y agarrándose con la otra al techo del carruaje. Cuando regresó a su asiento, ella también mostraba una expresión acentuada por unas cejas arqueadas.

Alexia miró a su ayuda de cámara.

—Floote, ¿con cuántos proyectiles cuenta?

Floote introdujo una mano en el bolsillo interior de su abrigo y extrajo de él dos armas diminutas, que a continuación amartilló. Las dos estaban cargadas. Obviamente, se había entretenido en recargar los cartuchos únicos después de su encuentro con los vampiros. Rebuscó un poco más en su abrigo hasta encontrar una pequeña cantidad de pólvora envuelta en un trocito de papel y ocho balas más.

Madame Lefoux alargó un brazo por encima de Alexia y cogió una de las balas, que pasó a examinar con interés. Alexia siguió su ejemplo. Estaban hechas de una suerte de madera dura, con punta de plata y rellenas de plomo.

—Balas de nocturnos de la vieja escuela. A estas horas del día no es probable que las necesitemos. Nuestros perseguidores tienen que ser zánganos. Aun así, señor Floote, ¿qué hace con algo así? No es posible que goce de inmunidad para aniquilar sobrenaturales.

—Ah. —Floote se guardó las balas en el bolsillo de su abrigo—. Digamos que las heredé, señora.

—¿El señor Tarabotti? —Madame Lefoux asintió—. Eso explicaría la antigüedad de las armas. Yo que usted, me haría con uno de esos nuevos revólveres Colt, señor Floote, son mucho más efectivos.

Floote contempló las dos diminutas armas con cierto cariño antes de guardarlas.

—Tal vez.

Alexia sentía curiosidad.

—Mi padre era un nocturno oficial, ¿verdad?

—No exactamente, señora. —Aunque Floote siempre había sido muy reservado, parecía alcanzar nuevas cotas de circunspección siempre que surgía el tema de Alessandro Tarabotti. La mayor parte de las veces Alexia estaba convencida de que lo hacía impelido por la obstinación; el resto de ocasiones, sospechaba que la estaba protegiendo de algo. Aunque con zánganos vampíricos pisándoles los talones, Alexia no podía imaginar de qué sentiría necesidad de protegerla.

Madame Lefoux se arremangó la manga de su chaqueta para comprobar el emisor de muñeca.

—Solo me quedan tres descargas. ¿Alexia?

Esta negó con la cabeza.

—Usé todos mis dardos en la relojería, ¿recuerdas? Y no me queda nada más en la sombrilla, salvo el lapis lunearis para hombres lobo y el emisor de distorsión magnética.

Madame Lefoux mostró los dientes, frustrada.

—Sabía que debería haberle dado más capacidad.

—No podías hacer mucho más —la consoló Alexia—. Esta endiablada cosa ya pesa el doble que una sombrilla normal.

Floote se puso en pie para comprobar el avance de sus perseguidores.

—¿Nos atraparán antes de llegar a la frontera? —Alexia no tenía la menor idea de la distancia que separaba Niza de la frontera italiana.

—Es probable. —Aparentemente, madame Lefoux sí.

Floote volvió a sentarse con semblante preocupado.

Atravesaron repiqueteando un pueblecito marinero, y cuando lo dejaron atrás, el pavimento de la carretera mejoró y pudieron avanzar con brío renovado.

—Tendremos que intentar despistarlos en Mónaco. —Madame Lefoux se puso en pie, se inclinó sobre el techo y entabló una prolongada conversación con el cochero. El viento dispersó las revolucionadas frases en francés.

Intuyendo la mayor parte de su contenido, Alexia se quitó el broche de oro y rubí que llevaba alrededor del cuello de su vestido y lo plantó en la menuda mano de la inventora.

—A ver si eso ayuda a convencerlo.

El broche desapareció más allá del techo del coche. La fusta restalló. El caballo avanzó con fuerzas renovadas. El chantaje, aparentemente, funcionaba en todas las lenguas.

Mantuvieron un buen ritmo y distancia constante respecto a sus perseguidores hasta llegar a la ciudad de Mónaco, un decente destino vacacional de reputación cuestionable.

El cochero llevó a cabo una serie de maniobras portentosas, abandonando la carretera principal y adentrándose en estrechos callejones. Atravesaron sin orden ni concierto tendederos dispuestos a lo ancho de la calle, llevándose con ellos los pantalones y la pechera de algún caballero, acompañado de una retahíla de insultos en francés. Finalizaron tan obstaculizado trayecto circulando a toda velocidad por la parte alta de la ciudad más alejada de la costa, encaminándose hacia la cordillera alpina. El caballo se deshizo de las orejeras color escarlata con un relincho indignado.

—¿Podremos cruzar las montañas en esta época del año? —Alexia tenía serias dudas al respecto. Era pleno invierno, y aunque los Alpes italianos no gozaban de la reputación de sus homólogos centroeuropeos, seguían siendo unas montañas respetables, llenas de altos picos nevados.

—Creo que sí. Aun así, es mejor mantenerse alejado de la carretera de montaña.

La carretera se estrechó considerablemente a medida que aumentaba la altura. El caballo ralentizó su marcha y empezó a respirar dificultosamente. Fue una buena noticia, pues la carretera no tardó en quedar engullida por árboles a un lado y un traicionero barranco por el otro. Pasaron traqueteando frente a un impertérrito rebaño de cabras marrones, con grandes campanas colgando de sus cuellos y una furiosa cabrera haciéndoles compañía, y todos creyeron haberse deshecho de sus perseguidores.

Por la ventanilla izquierda del cabriolé, Alexia distinguió un artefacto de lo más peculiar asomando por encima de la línea de los árboles. Tiró del brazo de madame Lefoux.

—¿Qué es eso, Genevieve?

La inventora inclinó la cabeza.

—Ah, bien. El ferrocarril aéreo. Confiaba en que estuviera operativo.

—¿Y?

—Oh, sí. Se trata de un novedoso transporte de mercancías y pasajeros. Tuve una pequeña participación en el diseño del mecanismo de control. Ahora tendremos la oportunidad de verlo en toda su gloria.

Tomaron una curva cerrada del camino y continuaron escalando por la abrupta carretera. Ante ellos apareció el artefacto, muy por encima de sus cabezas. A Alexia le recordó a dos colosales cuerdas de tendedero extendidas en la parte superior de torres. Pronto se hizo evidente, sin embargo, que las cuerdas eran más bien vías férreas construidas a gran altura. Montadas sobre estas, deslizándose rítmicamente, a sacudidas, como si se tratara de insectos, sobre unas enormes ruedas ensartadas en escalones móviles, avanzaban una serie de cabinas parecidas, tanto en tamaño como en forma, a diligencias. Cada cabina exhalaba abultadas nubes de vapor por la parte inferior. Colgadas de las cabinas, y por debajo de los cables, cada una de ellas sostenía en el extremo de una cuerda una red metálica bamboleante llena de madera. Como una araña con un saco lleno de huevos o un tranvía suspendido de un trapecio.

—¡Santo cielo! —Alexia estaba impresionada—. ¿Son unidireccionales?

—Bueno, la mayoría circulan colina abajo con carga, pero también están diseñados para subir. Al contrario que los trenes, no necesitan cambiar de vía. Pueden pasar uno por encima del otro, siempre y cuando no lleven ninguna red, por supuesto. ¿Ves cómo el cable atraviesa los dos extremos del techo?

Alexia estaba lo suficientemente impresionada con el invento para olvidar temporalmente su delicada situación. Nunca había visto ni oído algo tan extraordinario: ¡una vía férrea aérea!

Floote siguió echando un vistazo por encima del techo del cabriolé como el muñeco en el interior de una caja sorpresa. Alexia, quien se había vuelto muy receptiva respecto a las pautas de movimiento de Floote, percibía por la tensión de sus piernas cuándo había pasado demasiado tiempo de pie. Madame Lefoux le imitó, bamboleándose para situarse a su lado, para irritación del cochero. Temerosa de desestabilizar el centro de gravedad del cabriolé, Alexia permaneció sentada, su visión obstaculizada por cuatro perneras de pantalón.

Oyó un débil grito detrás de ellos e imaginó que los zánganos seguían persiguiéndoles. En la siguiente curva del camino logró atisbar a su enemigo. Por la ventanilla izquierda del vehículo distinguió un coche tirado por cuatro caballos cargado de hombres jóvenes de intensa mirada. Montado en el techo del coche, vislumbró una suerte de dispositivo para emisión de proyectiles.

Maravilloso, pensó Alexia. Disponen de un endiablado cañón.

Oyó el restallido de la diminuta derringer de Floote y el agudo silbido de uno de los dardos de madame Lefoux.

Floote regresó al interior de la caja para cambiar de arma y recargar.

—Señora, lamento informarla que tienen una Nordenfelt.

—¿Una qué?

Madame Lefoux se sentó para recargar mientras Floote se ponía en pie para volver a disparar.

—No me cabe duda de que no tardaremos en verla en acción.

Alcanzaron la línea de nieve.

Una andanada de balas de un tamaño ridículamente grande pasó silbando junto al cabriolé y fue a estamparse en un árbol desprevenido. Un arma capaz de disparar múltiples balas al mismo tiempo, ¡quién podía imaginarlo!

Floote regresó rápidamente a la seguridad de la caja.

—La Nordenfelt, señora.

El caballo relinchó, aterrorizado, el cochero perjuró y el coche se detuvo súbitamente.

Madame Lefoux ni siquiera hizo ademán de discutir el caso. Bajó del cabriolé de un salto, seguida por Floote y Alexia. Floote cogió la bolsa de viaje y Alexia, su sombrilla. Sin asegurarse de si les seguían o no, Alexia empezó a subir por la pendiente, manteniendo el equilibrio con ayuda de la sombrilla, avanzando penosamente a través de la nieve en dirección a la línea de cables.

Otra andanada de balas mancilló la nieve detrás de ellos. Alexia profirió un gritito muy poco digno. ¿Qué haría Conall? Ella no era una experta en aquel tipo de situación. Su esposo era el soldado entrenado, no ella. A pesar de todo, se recuperó lo suficiente para gritar:

—Tal vez deberíamos separarnos y dirigirnos a ese poste.

—Estoy de acuerdo —dijo madame Lefoux.

La siguiente andanada no cayó ni mucho menos tan cerca.

Pronto alcanzaron la altura suficiente para no ser vistos desde la carretera, ni siquiera por aquella mortal arma giratoria. Además, el coche de cuatro caballos de tiro era mucho menos apto que el cabriolé para avanzar por terreno montañoso. Llegó a sus oídos una considerable retahíla de gritos —probablemente los zánganos y el cochero increpándose mutuamente—, pero Alexia sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que los jóvenes abandonaran su preciada Nordenfelt y reemprendieran la persecución a pie. Ante lo cual, estaba en clara desventaja al tener que cargar por la nieve con sus pesadas faldas sin polisón.

Cuando se acercaron a la vía aérea, uno de vagones de carga apareció en la trayectoria contraria a la suya. Evidentemente, el endiablado artefacto iba en la dirección equivocada, puesto que se dirigía hacia Francia, pero, aun así, les proporcionaría un refugio limitado. Los tres alcanzaron finalmente el poste, el cual tenía unos escalones metálicos de aspecto endeble con el propósito de ser utilizados en caso de evacuación o avería.

Floote se hizo cargo de la situación como sí se tratara de un general romano extremadamente elegante.

—El emisor de dardos de madame Lefoux es el arma más rápida que tenemos, señora.

—Bien pensado, Floote. Genevieve, por favor, protege la base del poste mientras Floote y yo subimos.

La francesa asintió con semblante decidido.

Alexia odiaba dejarla sola, pero no había otra opción. Se recogió la falda y se la colocó por encima de un brazo. Bueno, París ya los había visto; ahora toda Francia tendría la oportunidad de contemplar sus bombachos.

Floote y Alexia treparon por el poste.

Floote se detuvo en una pequeña plataforma en la parte superior del mismo, dejó en el suelo la bolsa de viaje y se agachó para abrir fuego con una de las derringer, recargando y disparando ambas armas hasta quedarse sin municiones, mientras madame Lefoux subía detrás de ellos. Mientras tanto, Alexia apuntó la sombrilla a la cabina que se aproximaba, en el interior de la cual distinguió el rostro estupefacto del conductor. Se solidarizó con su confusión. Debía de representar una imagen de lo más lunática: una escultural mujer italiana enfundada en un más que mugriento vestido a la moda inglesa, el cabello desgreñado y el sombrero torcido, apuntando hacia su enorme transporte mecánico con una sombrilla horrenda y actitud amenazadora.

Justo cuando la parte frontal de la cabina alcanzó la altura de la plataforma, Alexia accionó el pétalo de loto tallado en relieve en el mango de la sombrilla. El emisor de disrupción magnética envió su silenciosa pero mortal señal y el vagón se detuvo en seco.

Dentro del compartimento, Alexia vio al ingeniero gritándole confusamente. Por debajo de la plataforma, oyó a madame Lefoux gritando obscenidades en francés, y los zánganos, quienes ya estaban trepando por el poste, colaboraron también con sus gritos.

Alexia se dio la vuelta para comprobar si podía ayudar a sus compañeros de algún modo. El inconveniente prenatal dio una patada para protestar por sus últimos esfuerzos, pero Alexia lo ignoró con un silencioso: Déjalo ya, proto-molestia. Ya tendremos tiempo de esto más tarde.

Uno de los zánganos tenía cogida ahora a madame Lefoux por una bota. La francesa se dedicaba a soltarle patadas al mismo tiempo que intentaba escalar los últimos escalones previos a la plataforma. Floote, quien finalmente se había quedado sin balas, tiraba de los hombros de la francesa para izarla.

Alexia, pensando con rapidez, abrió y giró su sombrilla. Con premura, invirtió la esfera situada en la punta de la sombrilla a su posición alternativa. Sujetando el complemento más allá del borde de la plataforma, Alexia derramó una mezcla de lapis lunearis y agua sobre los jóvenes zánganos que trepaban por el poste.

El nitrato de plata diluido estaba diseñado para afectar a los hombres lobo, no a los humanos, y normalmente no ocasionaba otro efecto en la gente ordinaria que una decoloración de la epidermis. Pero dado que los caballeros en cuestión estaban mirando hacia arriba, el líquido vertido tuvo el efecto añadido de penetrar en sus cuencas oculares, y el desconcierto hizo que se soltaran de los peldaños. Los gritos subsiguientes puede que fueran el resultado de la caída o al escozor producido por los agentes químicos, pero como todo terminó con los zánganos retorciéndose sobre la nieve, Alexia consideró que la maniobra había sido un éxito sin precedentes. Entre los jóvenes que se retorcían estaba el que había agarrado la bota de madame Lefoux. Aún tenía la bota en su mano, pero madame Lefoux logró alcanzar la plataforma con una expresión de alivio en su hermoso rostro.

Los tres se dirigieron sin perder un segundo hacia la cabina. Floote canceló las objeciones del conductor a su presencia haciendo añicos la ventanilla frontal de la cabina con la bolsa de viaje de Alexia, saltando al interior y golpeando al hombre con el puño en la mandíbula. El conductor se desplomó como un saco, y su fogonero, un joven delgado y larguirucho con unos ojos grandes y ansiosos, se avino dócilmente a sus demandas.

No había nadie más a bordo.

Alexia se arrancó el miriñaque y lo desgarró en tiras que entregó a Floote. Este demostró ser poseedor de una considerable destreza y maestría en el arte de los nudos, atando con facilidad al joven y a su inconsciente supervisor.

—No le creía en posesión de semejantes habilidades, Floote —comentó Alexia.

—Verá, señora, haber sido el ayuda de cámara del señor Tarabotti tiene sus ventajas.

—Genevieve, ¿sabes cómo conducir este artefacto? —preguntó Alexia.

—Solo trabajé en las primeras fases del proyecto, pero si mantienes la caldera en funcionamiento, puedo averiguarlo.

—¡Hecho! —Alexia supuso que no sería una tarea muy difícil.

Pronto los efectos del emisor de disrupción magnética se desvanecieron y el colosal motor a vapor situado en el centro de la cabina volvió a la vida con un estruendo. La cabina disponía de dos timones, uno a cada extremo del vehículo, para que este pudiera funcionar ininterrumpidamente en ambos sentidos de la marcha. Por tanto, solo debía permutarse la dirección del motor para que circulara en sentido contrario.

Madame Lefoux, tras una breve inspección de los controles, accionó una enorme palanca en un extremo de la tambaleante cabina y después corrió hacia el otro extremo para accionar otra palanca de aspecto similar.

Se oyó una bocina alarmantemente ruidosa y el dispositivo, la cabina y la voluminosa red cargada de madera que colgaba de esta se pusieron en movimiento en la dirección original, esto es, hacia la cumbre de la montaña.

Alexia profirió un grito de aliento.

Floote terminó de inmovilizar a sus dos prisioneros.

—Lo lamento, caballeros —les dijo en inglés, lo que, evidentemente, no comprendieron.

Alexia sonrió para sí y continuó atendiendo la caldera. Pobre Floote, todo aquel asunto de la huida estaba más allá de su dignidad.

Atender la caldera era una tarea ardua, y Alexia empezaba a sentir el cansancio acumulado después de haber tenido que avanzar por terreno montañoso y escalar un poste. Aunque, como una vez señaló desdeñosamente Ivy, era una joven atlética, para sobrevivir a aquellos tres días sin menoscabo físico tendría que haber dispuesto de una fortaleza cuasi olímpica. Alexia suponía que el inconveniente prenatal tenía algo que ver con su agotamiento. Pero como nunca antes había corrido estando embarazada, no sabía muy bien a quién debía culpar, si al embrión o a los vampiros.

Madame Lefoux se movía frenéticamente por un extremo de la cabina aérea, accionando palancas y girando diales, y el artefacto ferroviario inició la marcha en respuesta a sus ministraciones, pasando de un desplazamiento parsimonioso o una suerte de deslizamiento oscilante.

—¿Estás segura de que esta cosa puede alcanzar esta velocidad con carga? —gritó Alexia desde su puesto autoimpuesto frente a la caldera.

—¡No! —respondió madame Lefoux con un chillido alborozado—. Estoy intentando averiguar cómo soltar las cuerdas y la red, pero parece haber un control manual para evitar que la carga caiga mientras el vagón está en marcha. Dame un momento.

Floote señaló más allá de la ventanilla frontal.

—Creo que no tenemos mucho tiempo, señora.

Alexia y madame Lefoux dejaron lo que estaban haciendo para mirar por la ventanilla.

Alexia perjuró.

Otro vagón de carga se dirigía desde la cima de la montaña directamente hacia ellos. Pese a avanzar a una velocidad moderada, parecía cernirse sobre ellos rápidamente. Aunque, teóricamente, una cabina podía pasar por encima de la otra, no estaban diseñadas para hacerlo mientras colgaba de ellas una red llena de madera.

—Ahora sería un momento ideal para averiguar cómo soltar la carga —sugirió Alexia.

Madame Lefoux miró frenéticamente bajo el panel de control.

Alexia concibió una táctica alternativa. Corrió hasta el otro extremo de la cabina.

—¿Cómo nos deshacemos de la carga? —Habló en francés, inclinándose amenazadoramente sobre el asustado calderero—. ¡Rápido!

El chico señaló en temeroso silencio una palanca situada a un lado del motor, y por tanto separada del resto de controles de dirección.

—¡Creo que ya lo tengo! —Alexia se lanzó sobre la palanca.

Al mismo tiempo, madame Lefoux inició una danza aún más frenética por la zona de dirección, empleando una serie de complejas palancas y diales que Alexia supuso que servían para que su vagón pasara por encima del que se aproximaba a ellos en sentido contrario.

Estaban tan cerca el uno del otro que distinguió las aterradas gesticulaciones del conductor a través de la ventanilla de la otra cabina.

Alexia accionó la palanca para liberar la carga con todas sus fuerzas.

El control manual protestó con un chirrido.

Floote acudió para ayudarla y juntos lograron dominarlo.

Su vagón se estremeció con una sacudida, y unos segundos después oyeron un estrépito y varios ruidos sordos cuando la carga de madera cayó a peso sobre la pared montañosa. Poco después se produjo una sacudida cuando su vagón trepó como un insecto por encima del vagón que circulaba en sentido contrario, balanceándose de forma alarmante durante el proceso, y terminando la maniobra con una nueva sacudida cuando el vagón volvió a posarse sobre los raíles.

No dispusieron de mucho tiempo para disfrutar de su victoria, pues el sonido metálico de varias balas contra la superficie del vagón anunció el regreso de sus perseguidores.

Floote echó un vistazo por la ventanilla.

—Revólveres, señora. Nos siguen a pie.

—¿No puede ir más rápido esta cosa? —le preguntó Alexia a madame Lefoux.

—Me temo que no. —La francesa exhibió sus hoyuelos en una sonrisa maníaca—. Tendremos que recorrer toda la distancia del cable y esperar que nos deje cerca de la frontera.

—Haces que parezca tan fácil.

La sonrisa de madame Lefoux se amplió. Alexia empezaba a sospechar que la francesa era una joven de lo más imprudente.

—Italia resulta un refugio bastante extraño, señora —comentó Floote casi filosóficamente. Emprendió un majestuoso recorrido por el interior de la cabina en busca de objetos contundentes que pudiera utilizar como proyectiles.

—¿No te gusta Italia, Floote?

—Un país muy hermoso, señora.

—¿Cómo?

—Al señor Tarabotti le costó más de un disgusto huir de él. Al final tuvo que casarse con una inglesa para lograrlo.

—¿Mi madre? No se me ocurre un destino peor.

—Exacto, señora. —Floote se sirvió de una gran llave inglesa para romper el cristal de la ventanilla lateral y asomar la cabeza por ella. Sus esfuerzos se vieron recompensados con un balazo que pasó a escasos centímetros de su cabeza.

—¿De qué huía exactamente mi padre, Floote?

—Del pasado. —Enarbolando una herramienta metálica de gran tamaño, Floote la arrojó con optimismo por la ventanilla. Se produjo un grito de alarma procedente de la montaña y los jóvenes perseguidores retrocedieron ligeramente para quedar fuera del alcance de los detritos.

—Una lástima que no elimináramos a ninguno cuando soltamos la carga.

—Ciertamente, señora.

—¿Qué pasado, Floote? —le presionó Alexia.

—Uno no demasiado bueno, señora.

Alexia dejó escapar el aire, frustrada.

—¿Te han dicho alguna vez que eres completamente insufrible? —Alexia fue a alimentar la caldera con más carbón.

—Con frecuencia, señora. —Floote esperó a que los hombres volvieran a armarse de valor y se acercaran para arrojarles unos cuantos objetos más por la ventanilla. Floote y los zánganos se entretuvieron de este modo una media hora, durante la cual el sol fue ocultándose lentamente, transformando los árboles en largas sombras y la nieve en una superficie grisácea. La luna llena asomó por encima de los picos nevados.

—Ya se ve el final del cable. —Madame Lefoux gesticuló brevemente con una mano y volvió a posarla en los controles.

Alexia dejó de alimentar la caldera y fue a la parte frontal del vagón para comprobar cómo era el apeadero.

La terminal estaba formada por una serie de plataformas en forma de U situada en la parte superior de múltiples postes, con cables amarrados al suelo que presumiblemente se utilizaban para izar la madera. También había una suerte de dispositivo para la descarga de pasajeros, construido con la esperanza de cobijar a futuros turistas. Se trataba de un sencillo sistema de poleas y un par de máquinas con cabrestantes.

—¿Crees que podremos bajar por ahí?

Madame Lefoux echó un vistazo.

—Eso espero.

Alexia asintió y se dispuso a concebir un modo de amarrar la bolsa de viaje y la sombrilla a su cuerpo, pues iba a necesitar las dos manos libres.

La cabina se detuvo en seco, y Alexia, Floote y madame Lefoux salieron por la ventanilla rota tan rápido como pudieron. Madame Lefoux fue la primera, agarrando una de las correas de la polea y deslizándose por el borde de la plataforma sin pensárselo dos veces. Definitivamente era una mujer imprudente.

Con un suspiro de resignación, Alexia siguió su ejemplo. Agarró la pesada correa de piel con ambas manos y saltó por el borde de la plataforma, deslizándose a lo largo de la línea mucho más rápido que la francesa. Se posó en el suelo con una tremenda sacudida, las piernas separadas, desplomándose desgarbadamente y golpeándose el hombro con el canto de la bolsa de viaje. Rodó hacia un lado y miró colina abajo; la sombrilla parecía haber sobrevivido mejor que ella misma.

Madame Lefoux la ayudó a levantarse y salir del medio justo cuando Floote aterrizaba con elegancia, deteniendo el impulso de su propio cuerpo plantando una rodilla en la nieve y convirtiendo la acción de apearse en una suerte de reverencia. El muy fanfarrón.

Oyeron gritos a su espalda: sus perseguidores zánganos.

Aunque estaba anocheciendo rápidamente, pudieron vislumbrar un sendero que se adentraba aún más en la montaña hacia lo que esperaban fuera un puesto fronterizo y la propia frontera italiana.

Reemprendieron la marcha a paso ligero.

Alexia supuso que en una sola tarde estaba realizando todo el ejercicio físico que iba a necesitar el resto de su vida. De hecho, se dio cuenta de que estaba sudando. Completamente inapropiado.

Algo pasó silbando por encima de su hombro. Los zánganos volvían a dispararles con sus armas de fuego. Su puntería, por supuesto, se veía comprometida por el ritmo de su avance y el terreno ascendente, pero cada vez estaban más cerca.

Delante de ella, Alexia distinguió una estructura cuadrangular entre los oscuros árboles situada a un lado de la carretera —un cobertizo, en realidad— pero también vio un letrero al otro lado del camino donde parecía haber algo amenazador escrito en italiano. No había ninguna puerta ni barrera, nada en el sendero que anunciara que estaban a punto de cruzar de un país a otro, solo un pequeño montículo de tierra.

Y de este modo cruzaron la frontera italiana.

Los zánganos seguían su pista.

—Maravilloso. ¿Y ahora qué hacemos? —dijo Alexia entre jadeos. De algún modo, se había convencido a sí misma que, una vez estuvieran en Italia, todo sería distinto.

—Sigue corriendo —fue la poco servicial recomendación de madame Lefoux.

Como si se tratara de una respuesta a su pregunta, el desierto paso, que ahora descendía por la vertiente opuesta de la montaña, pasó súbitamente a no estar tan desierto como parecía en un principio.

De entre las sombras de los árboles a ambos lados se materializó una horda de hombres. Alexia solo tuvo tiempo de registrar la completa absurdidad de su vestimenta antes de que ella, madame Lefoux y Floote quedaran rodeados. Una única aseveración lírica fue suficiente para revelar que aquellos hombres eran, efectivamente, italianos.

Todos ellos iban vestidos con un atuendo específicamente campestre —bombín, chaqueta y pantalones bombachos— pero, encima de este, habían añadido lo que se antojaba un atavío femenino de cama con una enorme cruz roja bordada en la parte delantera. Se parecía extraordinariamente a un camisón de seda que Conall le había regalado poco después de casarse. El efecto cómico de semejante indumentaria se atenuaba por el hecho de que cada hombre lucía un cinturón que daba cabida a una gran espada de aspecto medieval y un revólver rollizo. No era la primera vez que Alexia veía aquel tipo de arma —una Galand Tue Tue—, probablemente un modelo de los nocturnos. Un mundo extraño, reflexionó, aquel donde puedes verte rodeada por un grupo de italianos en camisón con pistolas francesas modificadas por los ingleses para matar sobrenaturales.

El grupo vestido tan estrambóticamente no pareció ponerse nervioso ante la presencia de Alexia y sus acompañantes, cerrando el cerco a su alrededor de un modo que resultaba al mismo tiempo reconfortante y amenazador. Entonces, se dieron la vuelta para enfrentarse a la pandilla de jadeantes zánganos, quienes se detuvieron sorprendidos al otro lado de la frontera.

Uno de los hombres vestidos de blanco habló en francés.

—Yo en su lugar no cruzaría a nuestro territorio. En Italia, los zánganos son considerados vampiros por elección y son tratados como tales.

—¿Y cómo demostrará que somos zánganos? —gritó uno de los jóvenes perseguidores.

—¿Quién ha dicho que necesitemos pruebas? —Varias espadas abandonaron sus vainas con un sonido sibilante.

Alexia se asomó por un costado de uno de los corpulentos italianos. Los zánganos, silueteados contra la luna llena, parecían paralizados por la confusión. Finalmente, dieron media vuelta, convencidos tal vez de dejar para otra ocasión el debate sobre la valentía, y empezaron a alejarse con los hombros encogidos por la ladera francesa de la montaña.

El líder de los encamisados giró sobre sus talones para encarar a los tres refugiados. Desestimando a madame Lefoux y Floote tras una mirada desdeñosa, dirigió su nariz ganchuda hacia Alexia. Quien tuvo una visión excesiva e insatisfactoria de sus fosas nasales.

Alexia frunció brevemente las cejas al reparar en la expresión de Floote. Tenía el rostro demudado y los labios pálidos, y parecía más preocupado por su actual situación de lo que lo había estado cuando huían del fuego enemigo.

—¿Qué ocurre, Floote? —susurró.

Floote sacudió la cabeza levemente.

Alexia suspiró y miró a los italianos con ojos inocentes.

El líder volvió a hablar, en esta ocasión en un inglés improbablemente perfecto.

—Alexia Maccon, hija de Alessandro Tarabotti, qué sorpresa más inesperada. Llevamos esperando mucho tiempo su regreso. —Y tras aquello, asintió brevemente y Alexia notó un pinchazo en su cuello.

¿Regreso?

Oyó a Floote gritar algo, pero lo hacía desde un lugar muy, muy lejano, y entonces la luna y los árboles en sombra se arremolinaron a su alrededor y se desplomó de espaldas en los brazos de la élite antisobrenatural más sagrada del Papa: los Caballeros Templarios.

Habitualmente, el horario nocturno del profesor Randolph Lyall era muy estricto, pero hoy había pasado la tarde anterior a la luna llena despierto para poder llevar a cabo una investigación prioritaria. Por desgracia, la revelación de Ivy Tunstell solo había servido para complicar aún más las cosas. La preponderancia de los misterios empezaba a resultar exasperante. A pesar de todo un día explorando sus variadas fuentes e investigando todo los documentos relacionados del ORA, lord Akeldama y sus zánganos seguían desaparecidos, la gravidez de Alexia continuaba siendo teóricamente imposible y lord Conall Maccon aún estaba fuera de servicio. Era probable que el Alfa ya no estuviera ebrio, pero, dada la inminencia de la luna llena, el profesor Lyall lo había puesto tras la seguridad de los barrotes con estrictas instrucciones de no dejarlo salir a menos que el responsable deseara sufrir incómodas consecuencias.

Él mismo había estado tan absorto en sus disquisiciones que había tenido que retrasar su confinamiento lunar. Sus sirvientes personales —su ayuda de cámara y uno de los lacayos— le esperaban en el vestíbulo de Woolsey con expresiones de pánico mal disimulado. Estaban habituados a que el Beta de Woolsey, el más dócil y educado de los miembros de la manada, llegara varias horas antes de la salida de la luna.

—Mis disculpas, chicos.

—No pasa nada, señor, pero entenderá que debemos tomar medidas extraordinarias.

El profesor Lyall, que ya sentía el influjo de la luna pese a que esta aún no había asomado la nariz por el horizonte, alargó los brazos obedientemente, ofreciéndoles las muñecas.

El ayuda de cámara le puso los grilletes de plata con cierto bochorno. En todos sus años de servicio, nunca había tenido que maniatar al profesor Lyall.

El Beta le ofreció el consuelo de una tímida sonrisa.

—No te preocupes, muchacho. También les ocurre a los mejores. —A continuación, siguió a los dos jóvenes dócilmente hasta la escalera que llevaba a los calabozos de la manada, donde los otros licántropos ya estaban detrás de los barrotes. No mostró ni un ápice de la disciplina que debía aplicarse para mantener la calma. Combatió la transformación con las únicas armas de la obstinación y el orgullo. Mucho después de que los dos sirvientes hubieran atravesado los barrotes y le hubieran liberado de los grilletes, y después de quitarse toda su vestimenta hecha a medida, continuó combatiendo la transformación. Lo hizo por el bien de los dos muchachos, puesto que ambos debían permanecer en los calabozos para cumplir con el primer turno de vigilancia. Pobrecillos, obligados a contemplar cómo hombres poderosos se convertían en esclavos de los impulsos bestiales, forzados a ser testigos de lo que su deseo de inmortalidad exigía de ellos. Lyall nunca había logrado decidir a quién compadecía más en aquel momento del mes, si a ellos o a él mismo. Era una pregunta muy antigua: ¿quién sufre más, el caballero que lleva el pañuelo mal anudado o aquellos que tienen que contemplarlo?

Aquel fue el último pensamiento del profesor Lyall antes de que el dolor, el ruido y la locura de la luna llena se lo llevaran.

Despertó con los gritos de lord Maccon. Para el profesor Lyall aquello era tan habitual que casi resultaba relajante. Tenía el agradable sonsonete de la regularidad y la costumbre.

—¿Y quién, me pregunto, es el Alfa de esta maldita manada? —El rugido atravesó incluso la gruesa piedra de los muros del calabozo.

—Usted, señor —respondió una tímida voz.

—¿Y quién le está dando una orden directa para que le saquen de esta maldita celda?

—Me temo que usted, señor.

—Y, aun así, ¿quién continúa encerrado?

—Me temo que usted, señor.

—Y, a pesar de eso, es incapaz de ver que estoy en apuros.

—El profesor Lyall dijo…

—¡El profesor Lyall puede irse al infierno!

—Como diga, señor.

Lyall bostezó y se desperezó. La luna llena siempre le dejaba ligeramente entumecido; demasiadas carreras, golpes y aullidos en el interior de la celda. Ningún daño de importancia, por supuesto, pero había un cierto recuerdo muscular de las hazañas y los actos humillantes realizados que ni siquiera un día completo de sueño podía borrar. No era muy distinto a despertarse después de una larga noche de borrachera.

Sus sirvientes vieron que estaba despierto y se apresuraron a abrir la celda y entrar en ella, el lacayo con una humeante taza de té y un plato con pescado crudo espolvoreado con yerbabuena picada. El profesor Lyall era ciertamente excéntrico en sus gustos culinarios, pero su servicio personal se había adaptado rápidamente a ellos. La yerbabuena, por supuesto, servía para compensar el recalcitrante aliento lobuno. Lyall dio buena cuenta del desayuno mientras su ayuda de cámara le vestía: elegantes pantalones de tweed, sorbo de té, camisa blanca recién planchada, bocado de pescado, pañuelo color chocolate con brocado, más té, etcétera.

Para cuando Lyall terminaba sus abluciones, lord Maccon estaba a punto de convencer a sus sirvientes de que le dejaran salir. Estos parecían estar más tensos de lo habitual, y al parecer, habían considerado oportuno proporcionar a su señor algo de ropa a través de los barrotes. Lo que el Alfa había hecho con la mencionada ropa recordaba solo vagamente a un atuendo, pero al menos ya no recorría desnudo la celda mientras gritaba a pleno pulmón.

Ajustando los puños de su camisa, el profesor Lyall caminó tranquilamente hasta la celda de su señor con semblante sereno.

—Randolph —bramó el conde—, sácame de aquí ahora mismo.

El profesor Lyall le ignoró. Cogió la llave y envió a los sirvientes a atender al resto de miembros de la manada, quienes empezaban ahora a despertar.

—Mi señor, ¿recuerda cómo era la manada de Woolsey cuando llegó aquí por primera vez?

Lord Maccon dejó de deambular y gritar para mirar a su Beta con expresión confundida.

—Por supuesto que lo recuerdo. No ha pasado tanto tiempo.

—El anterior conde de Woolsey no era precisamente un dechado de virtudes, ¿no es cierto? Un combatiente excelente, por supuesto, pero había perdido un poco la cabeza… Demasiados refrigerios vivos. «Chiflado», solían llamarle. —El profesor Lyall sacudió la cabeza. Detestaba hablar de su anterior Alfa—. Una situación embarazosa que comparen a un carnívoro con una galleta[1], ¿no cree, mi señor?

—Al grano, Randolph. —Lord Maccon solo podía ser sorprendido como resultado de su impaciencia durante un corto periodo de tiempo.

—Últimamente, mi señor, detecto en usted una cierta inclinación por las galletas.

Lord Maccon respiró hondo y dejó escapar el aire violentamente.

—Estoy perdiendo la cabeza, ¿no es eso?

—Yo no diría tanto. Quizá esté un poco desequilibrado.

Lord Maccon bajó la cabeza, abochornado, y clavó la vista en el suelo de la celda.

—Es hora de que haga frente a sus responsabilidades, mi señor. Tres semanas es tiempo más que suficiente para revolcarse en un colosal error.

—¿Perdón?

El profesor Lyall estaba más que harto del absurdo comportamiento de su Alfa, y era un maestro en el arte de elegir el momento adecuado para cada situación. A menos que estuviera equivocado, y el profesor Lyall casi nunca se equivocaba con un Alfa, lord Maccon estaba preparado para aceptar la verdad. E incluso si Lyall, por alguna razón incomprensible, se equivocaba en su valoración, era intolerable que el conde continuara poniéndose en ridículo por mera testarudez.

—No engaña a nadie, señor.

Pese a partirse como la metafórica galleta, lord Maccon se resistió a admitir su culpabilidad.

—Pero la eché del castillo.

—Sí, lo hizo, ¿y no fue acaso un acto de absoluta estupidez?

—Posiblemente.

—¿Porque…? —El profesor Lyall se cruzó de brazos e hizo oscilar la llave de la celda en la punta de un dedo.

—Porque es imposible que mi Alexia haya copulado con otro hombre.

—¿Y?

—Y el niño tiene que ser mío. —El conde se detuvo brevemente—. Santo cielo, ¿te lo puedes imaginar? Ser padre a mi edad. —Tras lo cual hizo otra pausa, en este caso mucho más larga—. Nunca llegará a perdonarme por esto, ¿verdad?

El profesor Lyall no tuvo clemencia.

—Yo no le perdonaría. Aunque yo nunca me he encontrado en su situación.

—Espero que no, porque entonces habría unas cuantas cosas acerca de su personalidad que me han pasado inadvertidas.

—No es el momento más adecuado para mostrarse jocoso, mi señor.

Lord Maccon volvió a ponerse serio.

—Mujer insufrible. ¿No podría al menos haberse quedado por aquí y discutir la cuestión conmigo? ¿Tenía que interrumpirme y marcharse de ese modo?

—¿Recuerda lo que le dijo? ¿Lo que la llamó?

El rostro amplio y agradable de lord Maccon empalideció rápidamente al tiempo que rememoraba cierto castillo en Escocia.

—Prefiero no recordarlo, gracias.

—¿Va a comportarse a partir de ahora? —El profesor Lyall siguió haciendo oscilar la llave—. ¿Y dejar el formaldehído?

—Supongo que es lo que debo hacer. De todos modos, me lo he bebido todo.

El profesor Lyall sacó a su Alfa de la celda y después dedicó unos minutos a colocarle bien la camisa y el pañuelo, en un intento por arreglar el desaguisado que lord Maccon se había infligido a sí mismo.

El conde soportó el acicalamiento con valentía, tomándolo por lo que era: la tácita compasión de Lyall. Cuando terminó, apartó a su Beta sin miramientos. Lord Maccon era, después de todo, un lobo de acción.

—Dígame, ¿qué hemos de hacer para recuperarla? ¿Cómo la convenzo de que regrese a casa?

—Olvida que, dado el tratamiento que recibió por su parte, puede que no desee regresar a casa.

—¡Entonces la obligaré a perdonarme! —La voz de lord Maccon, aunque autoritaria, también revelaba cierta angustia.

—Me temo que esa no es la estrategia adecuada del perdón, mi señor.

—¿Y bien?

—¿Recuerda aquella cuestión sobre la postración que discutimos durante el cortejo de su esposa?

—Otra vez no.

—Oh, no, no me refería exactamente a eso. Estaba pensando más bien en que, dados los calumniosos chismorreos que han permeado las secciones de sociedad de los periódicos desde el incidente, sería aconsejable una postración pública.

—¿Qué? No, me niego categóricamente.

—Oh, me temo que no tiene otra opción, señor. Una carta dirigida al Morning Post sería lo más adecuado, una rectificación sincera. En ella debería manifestar que todo este asunto no ha sido más que un terrible malentendido. Declarar al niño un milagro moderno. Afirmar que contó con la asistencia de un científico para su concepción. Puede que deba recurrir a la figura de MacDougall. ¿No le debe un favor desde el incidente con el autómata? Y además es americano; no le molestará la consiguiente atención hacia su persona.

—Has pensado en todo, ¿verdad, Randolph?

—Alguien tenía que hacerlo. Las últimas semanas usted no parecía tener entre sus prioridades el pensamiento racional.

—Suficiente. Aún tengo un rango superior.

El profesor Lyall consideró que, tal vez, se había excedido con aquel último comentario. No obstante, decidió mantenerse firme.

—¿Dónde está mi sobretodo? ¿Y dónde está Rumpet? —Lord Maccon giró la cabeza—: ¡Rumpet! —gritó mientras subía la escalera a grandes zancadas.

—¿Señor? —El mayordomo se unió a él al final de la escalera—. ¿Me llamaba?

—Envíe a un hombre a la ciudad para que reserve pasaje para el primer dirigible que cruce el canal. Probablemente para primera hora de la mañana. Y desde allí, el ferrocarril hasta la frontera italiana. —Giró sobre sus talones para mirar a Lyall, quien subía desde el calabozo a un paso mucho más reposado—. Es allí a donde ha ido, ¿verdad?

—Sí, pero ¿cómo…?

—Porque yo hubiera hecho lo mismo. —Volvió a mirar al mayordomo—. Tardaré algo más de un día en cruzar Francia. Atravesaré la frontera mañana por la noche en forma de lobo y me atendré a las consecuencias. Oh, y…

Esta vez fue el profesor Lyall quien le interrumpió.

—Suspenda la orden, Rumpet.

Lord Maccon se dio la vuelta para gruñirle a su Beta:

—¿Y ahora qué? Pasaré por el Post antes de abandonar la ciudad y les haré imprimir la disculpa pública. Es muy probable que corra peligro, Randolph, por no mencionar su estado de ingravidez. Nunca podré recuperarla si me quedo en Londres cruzado de brazos.

El profesor Lyall respiró hondo. Debería haber previsto que cuando lord Maccon recuperara sus facultades se embarcaría en una acción imprudente.

—La prensa ordinaria es el menor de los problemas. Los vampiros han estado divulgando difamaciones sobre la persona de su esposa, acusándola de todo tipo de indiscreciones, y a menos que me equivoque, todo está relacionado con su embarazo. Los vampiros no están contentos, mi señor, no lo están en absoluto.

—Malditos chupasangres. Me encargaré de ponerlos en vereda. ¿Por qué lord Akeldama y sus muchachos no han neutralizado los chismorreos? ¿Y por qué lord Akeldama no ha desmentido los rumores acerca del embarazo? Es evidente que está informado. Ese hombre siempre lo sabe todo. Incluso podría ser el Guarda de los Edictos.

—Ese es el otro problema: lord Akeldama y todos sus zánganos han desaparecido. Parece ser que andan tras la pista de algo que les robó el potentado. He estado intentando descubrir los pormenores, pero últimamente he estado muy ocupado. Tanto el ORA como la manada no dejan de interferir. Por no mencionar el hecho de que los vampiros se niegan a decir nada interesante. Si no fuera por la señora Tunstell y la pequeña sombrerería ni siquiera sabría lo poco que sé.

—¿Sombrerería? ¿La señora Tunstell? —Lord Maccon parpadeó ante la diatriba de su normalmente sosegado Beta—. ¿Te refieres a Ivy Hisselpenny? ¿Esa señora Tunstell? ¿Y qué sombrerería es esa?

Sin embargo, la vorágine verbal de su Beta le impidió atender a sus demandas:

—Y con usted constantemente ebrio y sin la asistencia de Channing, mi cerebro no da para más. No puede marcharse a Italia así como así, señor. Tiene responsabilidades aquí.

Lord Maccon frunció el ceño.

—Ah, sí. Channing. Me había olvidado de él.

—¿Ah, sí? No creía que eso fuera posible. Es evidente que algunas personas son más afortunadas que otras.

Lord Maccon cedió. La verdad sea dicha, le inquietaba ver a su imperturbable Randolph, esto, perturbado.

—Está bien. Te daré tres días para ayudarte a solucionar el desaguisado en el que nos has metido. Después me marcharé.

El profesor Lyall dejó escapar un suspiro exasperado, pero era consciente de que no obtendría nada más de lord Maccon y dio su aprobación. A continuación, discretamente pero con firmeza, puso a trabajar a su Alfa.

—Rumpet —se dirigió al mayordomo, quien parecía paralizado por la confusión—, prepare el carruaje. Pasaremos la noche en la ciudad.

Lord Maccon miró al profesor Lyall mientras recorrían el pasillo y recogían sus sobretodos.

—¿Alguna noticia más que deba saber, Randolph?

El profesor Lyall frunció el ceño.

—Solo que la señorita Wibbley se ha comprometido.

—¿Debería decirme algo esa noticia?

—Entiendo que no hace mucho tiempo sentía cierto afecto por la señorita Wibbley, señor.

—¿De veras? —Otro fruncimiento de cejas—. Asombroso. Ah, sí, ¿una muchacha flacucha? Pero te equivocas… solo la utilicé para espolear a Alexia. ¿Comprometida, has dicho? ¿Quién es el desafortunado caballero?

—El capitán Featherstonehaugh.

—Ah, ese nombre sí me resulta familiar. ¿No servimos al lado del capitán Featherstonehaugh en nuestra última misión en la India?

—Oh, no, señor. Me temo que ese era su abuelo.

—¿De veras? Cómo pasa el tiempo. Pobre hombre. No tendrá mucho a lo que agarrarse. Eso es lo que me gusta de mi mujercita… que tiene carne en los huesos.

El profesor Lyall solo podía decir una cosa: «Sí, mi señor». Aunque sacudió la cabeza ante la estupidez de su Alfa. El cual, habiendo decidido que todo volvería a ser maravilloso en su matrimonio, de nuevo hablaba de Alexia como si fuera suya. A menos que Lyall se equivocara, y las circunstancias ya habían demostrado cuán improbable era, costaba creer que lady Maccon viera la situación de la misma forma.

Subieron grácilmente al gran carruaje con emblema tirado por cuatro caballos, el medio de transporte habitual de la manada cuando los lobos decidían no correr.

—Dime, ¿qué era eso sobre la señora Tunstell y la sombrerería? —se interesó lord Maccon, añadiendo antes de que el profesor Lyall pudiera responder—: Por cierto, Randolph, lamento haberme bebido tu colección de especímenes. No era yo mismo.

Lyall gruñó suavemente.

—La próxima vez la esconderé mejor.

—Será lo más prudente.