Juicio por rapé, quinoto y exorcismo
Alexia tenía las piernas entumecidas por el frío, pero al menos volvían a estar decentemente cubiertas por la falda, una falda que, por otro lado, estaba recubierta de mugre y chamuscada por efecto del ácido. Suspiró. Con la bolsa salpicada y el pelo revuelto debía de parecer una auténtica gitana. El aspecto de madame Lefoux era igualmente nefasto, moteada de lodo y con las gafas colgándole del cuello. Aún llevaba su alto sombrero asegurado a la cabeza por la larga bufanda, pero el bigote estaba definitivamente torcido. Solo Floote parecía tener un aspecto incólume mientras merodeaban —realmente no había un término más apropiado— por los callejones de Niza en las primeras horas de la mañana.
Niza demostró ser una ciudad mucho más pequeña que París, y caracterizada por una informal actitud marinera. Madame Lefoux, no obstante, insinuó misteriosamente que los «problemas italianos» de la ciudad acaecidos diez años atrás perduraban, ocultos pero incólumes, y que aquella terrible situación dotaba a Niza de un trasfondo agitado no siempre percibido por sus visitantes ocasionales.
—¡Imagina! Sostener que Niza es realmente italiana. Uff. —Madame Lefoux hizo un gesto desdeñoso con una mano y después miró a Alexia, como si esta pudiera ponerse del lado de los italianos en aquella cuestión.
Alexia se devanó los sesos intentando pensar algo reconfortante que decir.
—Estoy segura de que no encontraremos ni rastro de pasta en toda la ciudad —fue la única réplica que se le ocurrió en tan poco tiempo.
Madame Lefoux aumentó el ritmo de su merodeo, encaminándolos alrededor de un montón de harapos descartados en un estrecho y sucio callejón.
—Espero que el ornitóptero esté seguro donde lo hemos dejado. —Alexia intentó cambiar el rumbo de la conversación mientras seguía a su amiga, alejando la falda del montón de harapos. A aquellas alturas el gesto carecía de sentido, pero el instinto dictaba sus sentencias.
—Debería estarlo. Las cargas de pólvora se han agotado, y son pocos, aparte de Gustave y yo misma, los que saben cómo pilotarlo. Le enviaré una nota a Gustave para indicarle su ubicación. Disculpad el desafortunado aterrizaje.
—Querrás decir el desafortunado accidente.
—Al menos he elegido una superficie suave.
—Los estanques de patos suelen serlo. ¿Te das cuenta de que ornitóptero es solo un nombre? No tienes que tratarlo como tal.
—Al menos no ha explotado.
Alexia detuvo su deambular.
—Ah, ¿crees que es lo que debería haber pasado?
Madame Lefoux se encogió de hombros, uno de sus gestos más irritantemente franceses.
—Bueno, creo que tu ornitóptero se ha ganado un nombre.
—¿De verdad? —La inventora pareció resignarse.
—Sí. El Pato Embarrado.
—¿Le Canard Boueux? Muy gracioso.
Floote emitió un pequeño resoplido de regocijo.
Alexia se fijó en él. ¿Cómo había evitado acabar salpicado de barro?
Madame Lefoux les condujo hasta una pequeña puerta que en algún momento debía de haber estado pintada de azul, después de amarillo y, por último, de verde, una trayectoria desplegada con orgullo mediante desconchones de pintura en toda su superficie. La francesa llamó tímidamente con los nudillos, y después aumentó la fuerza de sus porrazos, hasta acabar golpeando la pobre madera de una forma rayana en la violencia.
La única respuesta a semejante escándalo fue el inmediato comienzo de un interminable recital de ladridos histéricos por parte de alguna especie de canino diminuto desde el otro lado de la puerta.
Floote señaló con la cabeza el pomo. Alexia lo miró detenidamente bajo la luz parpadeante de una antorcha; Niza no parecía ser lo suficientemente sofisticada para disponer de lámparas de gas. El pomo era de latón, sin pretensiones, con un tenue símbolo grabado en su superficie, pulido hasta casi su desaparición por el roce de miles de manos: un pulpo pequeño y regordete.
El concierto de ladridos se prolongó unos segundos más, y a continuación la puerta se abrió tímidamente para revelar un voluble hombrecillo, vestido con un camisón a rayas rojas y blancas y un gorro de dormir, y expresión entre asustada y adormilada. Un sucio plumero de cuatro patas se movía frenéticamente entre sus piernas desnudas. Para sorpresa de Alexia, dada su reciente experiencia con los franceses, el hombre no llevaba bigote. El plumero sí. ¿Tal vez en Niza el bigote era más propio de los caninos?
Su sorpresa se aplacó, sin embargo, cuando el hombrecillo habló, no en francés, sino en alemán.
Cuando su frase entrecortada encontró tres rostros de expresión incierta, el hombre evaluó los modales y vestimenta de los recién llegados y decidió pasar a un inglés con un fuerte acento.
—¿Ya?
El plumero se abalanzó a través del resquicio de la puerta y atacó a madame Lefoux, mordiendo el dobladillo de su pantalón. Alexia no pudo imaginar qué habían hecho unos pantalones de lana de excelente calidad para insultar a la criatura.
—¿Monsieur Lange-Wilsdorf? —Madame Lefoux trató de alejar al animal discretamente con un pie.
—¿Quién desea saberlo?
—Soy Lefoux. Hemos mantenido correspondencia estos últimos meses. El señor Algonquin Shrimpdittle tuvo a bien presentarnos.
—Creía que usted tenía propensión a lo, mmm, femenino. —El caballero observó a madame Lefoux con desconfianza.
—Y así es.
—¡Adentro, Poche! —ladró el alemán al perro.
—Monsieur Lange-Wilsdorf —les explicó madame Lefoux a Alexia y Floote— es un reputado biólogo analítico. Tiene una pericia en particular que encontrarás de lo más interesante, Alexia.
El alemán abrió un poco más la puerta y estiró el cuello para observar más allá de madame Lefoux, concretamente a una temblorosa Alexia.
—¿Alexia? —Evaluó su rostro a la tenue luz de la antorcha—. ¿No será usted esa Alexia Tarabotti, el Espécimen Femenino?
—¿Sería una buena o una mala noticia? —La dama en cuestión se sentía ligeramente consternada al tener que mantener una prolongada conversación en el umbral de una puerta a aquellas frías horas del día con un hombre enfundado en un camisón de franela a rayas rojas y blancas.
Madame Lefoux dijo con una floritura:
—Sí, esa Alexia Tarabotti.
—¡No puedo creerlo! ¿El Espécimen Femenino, en mi puerta? ¿De veras? —El hombrecillo abrió la puerta completamente para coger la mano de Alexia calurosamente y sacudirla con entusiasmo en el estilo de saludo típico de los americanos. El perro, percibiendo una nueva amenaza, soltó la pernera de madame Lefoux y reanudó sus ladridos dirigiéndolos en este caso a Alexia.
Alexia no estaba segura de si le gustaba que se refiriesen a ella como espécimen. Y el modo en que la miraba el alemán era de lo más incómodo.
Alexia se acomodó la sombrilla en su mano libre.
—Si fuera usted, jovencito, no lo haría —le dijo al perro—. Mi falda ya ha sufrido bastante para una sola tarde. —El perro pareció reconsiderar su ataque y empezó a saltar sin moverse del sitio, con las piernas extrañamente rectas.
—¡Entren, entren! La maravilla del siglo en la puerta de mi casa. Es… ¿cómo lo llaman?… ah, sí, fantástico. ¡Fantástico! —El hombrecillo refrenó su entusiasmo al reparar por primera vez en Floote, inmóvil y en silencio a un lado de la puerta.
—¿Y quién es este?
—Mmm, este es el señor Floote, mi secretario personal. —Alexia dejó de mirar ominosamente al perro para responder por Floote.
El señor Lange-Wilsdorf soltó la mano de Alexia y dio una pequeña vuelta alrededor de Floote. El caballero alemán aún iba en camisón, en mitad de la calle, pero no parecía haber reparado en el paso en falso. Alexia supuso que, después de haber enseñado sus bombachos a media Francia, no tenía derecho a escandalizarse por el comportamiento del hombrecillo.
—¿De verdad lo es? ¿No es alguien más siniestro? ¿No? ¿Está segura? —El señor Lange-Wilsdorf alargó un dedo torcido y tiró del pañuelo y del cuello de la camisa de Floote, comprobando la zona en busca de marcas de mordeduras.
Gruñendo, el perro desaguó sobre las botas de Floote.
—¿Le importa, señor? —Floote parecía inconfundiblemente molesto. Alexia no supo si le irritaba más el hombre o su perro; Floote no toleraba los cuellos arrugados ni los pies mojados.
No encontrando nada incriminador, el alemán dejó de torturar a Floote con su comportamiento vulgar. De nuevo cogió la mano de Alexia y la arrastró hacia el interior de su diminuta casa. Les hizo un gesto a los otros dos para que le siguieran, aprovechando la oportunidad para dirigirle a Floote otra mirada recelosa. El perro los escoltó al interior.
—Bien, comprenderán que, en circunstancias normales, no lo hubiera hecho. No a un hombre, y a estas horas de la noche. Con los ingleses nunca sé a qué atenerme. Pero supongo que por una vez no pasa nada. A pesar de todo, he oído rumores terribles, terribles, acerca de usted, joven dama. —El alemán alzó la barbilla e intentó mirar a Alexia de arriba abajo, como si fuera una estricta tía solterona. Resultó ser una mirada particularmente infructuosa, pues, aparte de no ser su tía, el hombrecillo era una cabeza más bajo que Alexia.
—He oído que se ha casado con un hombre lobo. ¿Ya? Vaya cosa que hacer para una preternatural. Una elección lamentable para el Espécimen Femenino.
—¿De veras? —Alexia logró pronunciar aquellas dos palabras antes de que el señor Lange-Wilsdorf continuara sin la aparente necesidad de hacer una pausa ni coger aire mientras los acompañaba a un desordenado salón.
—Sí, bueno, todos cometemos errores.
—No sabe hasta qué punto —murmuró Alexia, sintiendo una extraña punzada de pérdida.
Madame Lefoux husmeó la habitación con interés. Floote ocupó su puesto habitual junto a la puerta.
El perro, exhausto tras tanta actividad, se acurrucó frente a la fría chimenea, una postura que lo asemejó aún más, si era posible, a un artefacto de limpieza doméstico.
Había una pequeña cuerda al lado de la puerta que accionaba una campanilla; el hombrecillo empezó a tirar de ella, al principio suavemente y después con tal entusiasmo que acabó prácticamente colgado de ella.
—Estoy seguro que querrán un poco de té. Los ingleses siempre lo quieren. Siéntense, siéntense.
Madame Lefoux y Alexia siguieron su consejo. Floote no.
Su huésped se acercó a una mesita y sacó una cajita de uno de los cajones.
—¿Rapé? —El alemán abrió la tapa y ofreció las hojas a sus invitados.
Todo el mundo declinó la oferta. Sin embargo, el alemán no parecía dispuesto a aceptar la negativa de Floote.
—No, no, insisto.
—No suelo consumir, señor —objetó Floote.
—De verdad, insisto. —Los ojos del señor Lange-Wilsdorf se endurecieron.
Floote se encogió de hombros, cogió un pellizquito y lo inhaló directamente.
El alemán no se perdió ni un detalle. Al ver que Floote no mostraba ninguna reacción anómala, el hombrecillo asintió y se guardó la cajita.
Un sirviente despeinado entró en el salón.
El perro se despertó y, a pesar de una evidente y larga asociación con el miembro del personal doméstico, se abalanzó sobre el muchacho como si este constituyera una grave amenaza para la seguridad del mundo.
—Mignon, tenemos invitados. Trae una tetera de Earl Grey y unos cuantos cruasanes de inmediato. Earl Grey, por favor, y aquella cesta de quinotos. Gracias a Dios por los quinotos. —Entornó los ojos y le dirigió a Floote una nueva mirada que parecía decir: «Aún no he terminado contigo, jovencito».
Floote, quien era unos cuantos años mayor que el caballero alemán, continuó impertérrito.
—Bueno, esto es fascinante, fascinante. Alexia Tarabotti en mi propia casa. —Se quitó el gorro de dormir para realizar una reverencia dirigida a Alexia. La acción dejó al descubierto unas orejas exageradamente grandes, como si le pertenecieran a otra persona.
—No conocí a su padre, pero he dedicado muchos años a estudiar su especie. Hay quien sugiere que el Espécimen Femenino es un milagro. —Asintió gravemente—. Yo tengo la teoría, por supuesto, que tiene que ver con la fecundación fuera de Italia. Una brillante elección la de su padre, ¿ya? Un poco de sangre fresca inglesa.
Alexia se mostró indignada por el comentario. Como si ella fuera el resultado de una suerte de programa de cría de caballos.
—¡Bien, esto es…!
Madame Lefoux intervino en esta coyuntura.
—El señor Lange-Wilsdorf lleva varios años estudiando el estado preternatural.
—Ha sido difícil, muy difícil, en realidad, encontrar un espécimen con vida. Mi pequeño problema con la iglesia, ¿sabe?
—¿Cómo? —La curiosidad de Alexia ganó la batalla a su ira. Tenía ante ella a un científico que tal vez supiera algo.
El alemán se sonrojó y estrujó el gorro de dormir entre las manos.
—Un pequeño… ¿cómo lo llaman?… conato de preocupación. Tuve que marcharme de Francia y abandonar gran parte de mi investigación. Una farsa.
Alexia miró a Madame Lefoux en busca de una explicación.
—Fue excomulgado —dijo la inventora en un murmullo grave.
El hombrecillo se sonrojó aún más.
—Ah, ¿usted lo sabía?
Madame Lefoux se encogió de hombros.
—Ya sabe cómo circulan las habladurías en la Orden.
El alemán respondió con un suspiro.
—Bueno, a pesar de todo me ha traído a este elegante visitante. Un preternatural femenino vivito y coleando. Me permitirá que le haga unas preguntas, ¿ya? ¿Tal vez una o dos pruebas?
Un solo golpe en la puerta y el sirviente entró en el salón con la bandeja del té.
El señor Lange-Wilsdorf aceptó la bandeja y despachó al joven con un gesto de la mano, tras lo cual, sirvió el brebaje, fuerte y con una intensa fragancia a bergamota. Alexia no era especialmente partidaria del Earl Grey; hacía tiempo que ya no estaba de moda en Londres y nunca se servía en los establecimientos que ella frecuentaba. Los vampiros sentían aversión por los cítricos. Esa debía de ser la razón, comprendió súbitamente, por la que el alemán insistía en que el austero Floote aceptara una taza y un platito de quinotos.
—¡El rapé!
Todos la miraron.
—Ah, ¿ha decidido tomar un poco, ya, Espécimen Femenino?
—Oh, no. Es que acabo de darme cuenta de algo. Ha insistido en que Floote tomara rapé para comprobar si era un hombre lobo. Los licántropos sienten aversión por el rapé. Y ahora se sirve del Earl Grey y de los quinotos para comprobar si es un vampiro.
Floote enarcó una ceja, cogió un quinoto y se lo introdujo entero en la boca, masticándolo metódicamente.
—¿Se da cuenta, señor Lange-Wilsdorf, que los vampiros son perfectamente capaces de ingerir cítricos? Simplemente no les gusta hacerlo.
—Sí, por supuesto, soy perfectamente consciente. Pero es un buen… ¿cómo lo llaman?… indicador preliminar, hasta que salga el sol.
Floote suspiró.
—Le aseguro, señor, que no tengo tendencias sobrenaturales.
Alexia se rio inadvertidamente. Pobre Floote, parecía realmente irritado.
Las meras garantías verbales no parecieron convencer al pequeño alemán. Siguió mirando con recelo a Floote mientras mantenía el control monopolista del plato de quinotos. ¿Para su posible utilización como proyectiles, tal vez?
—Por supuesto, aún puede ser un guardián o un zángano.
Floote soltó el aire, enojado.
—Ya ha comprobado su cuello en busca de marcas de mordeduras —señaló Alexia.
—La ausencia de marcas no es prueba suficiente, especialmente si se trata de un guardián. Usted se casó con un hombre lobo, después de todo.
La expresión de Floote sugería que en toda su vida jamás había sido insultado de semejante modo. Alexia, a quien aún le escocía el mote de «Espécimen Femenino», simpatizó con él.
En un cambio de actitud que parecía caracterizar la paranoia del hombrecillo, el alemán le dirigió a Alexia una mirada recelosa.
—La verificación —murmuró para sí mismo—. Lo comprende, ¿ya? Por supuesto que sí. Debo verificar también su naturaleza. Ah, si dispusiera de mis instrumentos. Últimamente he tenido un pequeño incidente con un poltergeist. Tal vez podría ejecutar un exorcismo. Para el Espécimen Femenino no sería mucha molestia. —Echó un rápido vistazo a la pequeña ventana situada en un lado de la habitación; las cortinas descorridas dejaban entrar la primera luz del día—. ¿Antes de que amanezca?
Alexia suspiró.
—¿No podríamos dejarlo para mañana por la tarde?
He estado viajando la mayor parte de la noche. Si se le puede llamar viajar a eso.
El hombrecillo esbozó una sonrisa pero no se dio por aludido, como hubiera hecho cualquier anfitrión digno de su nombre.
—Es cierto, señor Lange-Wilsdorf, acabamos de llegar —protestó madame Lefoux.
—Oh, como quiera. —Alexia apuró su té, el cual tampoco era nada del otro mundo, y la mitad de un cruasán, crujiente y delicioso. Si era necesario que aquel hombrecillo confiara en ellos para arrancarle unas cuantas respuestas, lo mejor era ponerse manos a la obra. Alexia suspiró, nuevamente exasperada por el rechazo de su esposo. Aún no sabía muy bien cómo, pero pretendía culpar a lord Conall Maccon por aquella nueva molestia como había hecho con todas las demás.
El perro, Poche, abrió el camino por un tramo de escaleras que conducía a una diminuta bodega, ladrando todo el tiempo con injustificado entusiasmo. El señor Lange-Wilsdorf se mostró indiferente al barullo. Alexia se resignó ante lo que parecía el modus operandi habitual de la criatura: cuando abría los ojos, no podía evitar abrir también la boca.
—Debe de creer que soy un anfitrión horrible, ya. —El alemán dijo aquello como alguien que cumple con los requisitos sociales más que como alguien que siente auténtico remordimiento.
Alexia no supo qué responder, básicamente porque su afirmación se acercaba mucho a la verdad. Por entonces, cualquier anfitrión merecedor de tal nombre les hubiera acompañado a sus habitaciones, fueran o no sobrenaturales. Ningún caballero hubiera insistido en que su huésped llevara a cabo un exorcismo sin proveerle primero de las más básicas comodidades, por no hablar de una comida decente. Por tanto, Alexia se limitó a agarrar su sombrilla y seguir al alemán y a su frenético canino a las entrañas de su saturada y sucia casa. Madame Lefoux y Floote, sintiendo que su presencia no era necesaria en aquella excursión, se quedaron en el piso de arriba, bebiendo el vomitivo té y, muy probablemente, consumiendo los excelentes cruasanes. Traidores.
El sótano era lúgubre como debían serlo los sótanos, y en él había, efectivamente, un fantasma en la última fase de poltergeist.
Por encima de los continuos ladridos del perro se hacían patentes los intermitentes gemidos propios de la segunda muerte. Como si aquello no fuera suficiente, el poltergeist estaba hecho trizas. Alexia no toleraba el desorden, y habiendo perdido toda su capacidad de cohesión, aquel fantasma era el epítome de la anarquía. Revoloteaba en el mohoso y oscuro subterráneo como si las partes de su cuerpo fueran pálidas espirales, completamente desmembrado: un codo aquí, una ceja allá. Alexia soltó un gritito al descubrir un ojo, toda inteligencia desvanecida de sus profundidades, que la observaba fijamente desde la parte superior de un botellero. El sótano también desprendía un fuerte olor a formaldehído y a carne putrefacta.
—En serio, señor Lange-Wilsdorf. —La voz de Alexia rezumaba desaprobación—. Debería haberse ocupado de esta alma desafortunada hace semanas y no permitir que acabara en este estado.
El hombre puso los ojos en blanco de un modo displicente.
—Todo lo contrario, Espécimen Femenino, arrendé esta casa precisamente por el fantasma. Llevo tiempo interesado en registrar las fases exactas de la desanimación del homo animus. Y desde mis problemas con el Vaticano, dirigí mi campo de estudio a los fantasmas. Llevo escritas tres disertaciones sobre este. Aunque debo admitir que se ha deteriorado considerablemente. La servidumbre se niega a bajar aquí, por lo que me veo obligado a coger el vino yo mismo.
Alexia evitó por un escaso margen atravesar una oreja flotante.
—Debe de ser una actividad vejadora.
—Pero útil, se lo aseguro. Mi teoría es que los retazos de alma fluyen en los remolinos de éter cuando se debilitan las ataduras físicas. Creo que mi trabajo ha demostrado mi hipótesis.
—¿Quiere decir que el alma recorre el aire etérico, y que cuando el cuerpo se descompone, se desintegra el vínculo con el alma? ¿Como un azucarillo en el té?
—Ya. ¿Qué otra cosa podría explicar que las partes no-corpóreas del cuerpo floten al azar? He desenterrado el cadáver, justo ahí.
Efectivamente, un agujero había sido excavado en un rincón de la bodega, en el interior del cual yacía el esqueleto descompuesto de una niña.
—¿Qué le ocurrió a la desventurada?
—Nada significativo. Logré extraerle casi toda la información relevante antes de que se volviera loca. Sus padres no podían permitirse una tumba. —El alemán hizo chasquear la lengua y sacudió la cabeza ante lo deshonroso de la situación—. Cuando demostró poseer un exceso de alma y se convirtió en un fantasma, la familia se alegró de poder seguir disfrutando de su compañía. Lamentablemente, poco después todos ellos murieron de cólera y la dejaron aquí sola para que disfrutaran de ella los siguientes ocupantes de la casa. Y así continuó hasta que llegué yo.
Alexia observó las briznas flotantes. Una uña del dedo gordo del pie se meció en su dirección. De hecho, todas las partes del cuerpo restantes estaban flotando suavemente hacia ella, como agua fluyendo por un sumidero. Resultaba aterrador y perturbador al mismo tiempo. Aun así, Alexia vaciló. Su estómago, y su problemático compañero, objetaron tanto por el hedor de muerte como por la certidumbre de lo que debía hacer a continuación. Conteniendo el aliento, Alexia se agachó junto al sepulcro. El hoyo había sido excavado directamente en la tierra de la bodega, sin esfuerzo alguno por conservar el cuerpo para la longevidad sobrenatural hasta la llegada del alemán. La niña no había dispuesto de mucho tiempo para convertirse en un fantasma propiamente dicho antes de que la locura asociada a la descomposición de la carne la dominara. Un asunto de una enorme crueldad.
Lo que quedaba era un pequeño esqueleto arrugado y prácticamente sin carne por la acción de los gusanos y el moho. Alexia se quitó un guante cuidadosamente y alargó la mano. Escogió lo que parecía la parte menos descompuesta de la cabeza de la criatura y la tocó con la punta de los dedos. La carne estaba muy blanda, y se condensó rápidamente, como un bizcocho empapado en alcohol.
—Ajjj. —Alexia retiró la mano con un gesto de repulsión.
El contacto preternatural segó la última ligadura entre el cuerpo y el alma. Las briznas débilmente luminiscentes de las partes del cuerpo que flotaban por la bodega se desvanecieron instantáneamente, dispersándose en el aire mohoso.
El alemán miró en derredor con la boca ligeramente abierta. El perrito dejó de ladrar por primera vez.
—¿Eso es todo?
Alexia asintió, mientras frotaba la punta de sus dedos en la tela de su camisa, y se puso en pie.
—¡Pero si ni siquiera he podido sacar mi libreta! Qué oportunidad… ¿cómo lo llaman?… desperdiciada.
—Ya está.
—Extraordinario. Nunca había visto a un preternatural eliminando a un fantasma. Realmente extraordinario. Bien, esto confirma que usted es quién dice ser. El Espécimen Femenino. Enhorabuena.
Como si hubiera ganado una suerte de trofeo. Alexia enarcó las cejas, pero el hombrecillo no pareció reparar en ello. De modo que se encaminó decidida de vuelta a la escalera.
El alemán trotó tras ella.
—Indudablemente extraordinario. Un exorcismo perfecto. Solo un preternatural es capaz de lograr algo así con un mero contacto. He leído sobre ello, por supuesto, pero jamás lo había presenciado, justo delante de mí. ¿Considera que sus efectos son más rápidos que los de los miembros masculinos de su especie?
—No puedo saberlo, pues nunca he conocido a uno.
—Por supuesto, por supuesto. Ya. Los preternaturales no pueden respirar el mismo aire.
Alexia regresó al salón, donde madame Lefoux y Floote le habían dejado un único cruasán. Gracias a Dios.
—¿Cómo ha ido? —preguntó la francesa educadamente, aunque Alexia percibió cierto rastro de frialdad en su voz. El último fantasma que había exorcizado Alexia había sido una querida amiga de madame Lefoux.
—Blanduzco.
Madame Lefoux arrugó su nariz respingona.
—Lo que uno supondría.
El alemán fue a mirar por la ventana, evidentemente en espera del amanecer. El sol empezaba a asomar por encima de los tejados, y Alexia comprobó satisfecha que Niza parecía, por el momento, una ciudad ligeramente menos sucia que París. El perro correteó por la habitación lamiendo a todos los visitantes por turnos como si no recordara su presencia, lo que podría ser perfectamente lógico teniendo en cuenta su aparente falta de cerebro, antes de derrumbarse exhausto bajo el tresillo.
Alexia se terminó el cruasán utilizando únicamente su mano no contaminada y después se dispuso a esperar pacientemente a que su anfitrión les mostrara un lugar donde poder descansar. Tenía la sensación de no haber dormido en mucho tiempo, y empezaba a sentirse adormecida por el cansancio. Madame Lefoux parecía sentirse del mismo modo, pues se había quedado dormida, la barbilla apoyada en el nudo de su pañuelo, el sombrero alto, aún parcialmente envuelto con la bufanda de monsieur Trouvé, inclinado hacia delante. Incluso los hombros de Floote flaqueaban ligeramente.
Los primeros rayos de sol treparon por el alféizar de la ventana y se extendieron por toda la habitación. El señor Lange-Wilsdorf observó con avidez cómo la luz tocaba la pernera de Floote. Cuando este no estalló inmediatamente en llamas, ni salió gritando del salón, el pequeño alemán se relajó, Alexia supuso, por primera vez desde que habían llamado a su puerta.
Al no recibir ninguna oferta de descanso, Alexia enfrentó a su anfitrión directamente.
—Señor Lange-Wilsdorf, ¿por qué tanto recelo y tantas pruebas? ¿Es usted un creyente devoto? Me parecería extraño en un miembro de la Orden del Pulpo de Latón.
Madame Lefoux parpadeó ante tan directo discurso por parte de su amiga y enderezó su sombrero con un elegante movimiento de su dedo. Tras lo cual, se quedó mirando a su anfitrión con interés.
—Tal vez, tal vez. Mi investigación es delicada, incluso peligrosa. Si debo confiar en usted, o ayudarla, es importante, vital, que ninguno de ustedes sea un… ¿cómo lo llaman?… no-muerto.
Alexia se estremeció. Madame Lefoux despertó de su ensimismamiento, de repente mucho menos adormilada. La utilización del término «no-muerto» era inapropiada en los círculos distinguidos. Los hombres lobo, vampiros e incluso los fantasmas de nuevo cuño consideraban de un mal gusto imperdonable que se refirieran a ellos de aquel modo. Alexia sentía las mismas objeciones cuando los vampiros se referían a ella como chupa-almas. Era, sencillamente, vulgar.
—Esa es una palabra bastante ordinaria, ¿no cree, señor Lange-Wilsdorf?
—¿Lo es? Ah, los ingleses y su semántica.
—Pero «no-muerto» es ciertamente intolerable.
La mirada del hombre se endureció.
—Supongo que eso depende de cómo defina uno lo que está vivo. ¿Ya? Dada mi reciente investigación, el término «no-muerto» es perfectamente aplicable.
La inventora francesa sonrió mostrando sus hoyuelos. Alexia no estaba segura de cómo lo conseguían, pero esos hoyuelos resultaban muy arteros.
—No por mucho tiempo.
Intrigado, el señor Lange-Wilsdorf ladeó la cabeza.
—¿Sabe algo importante relacionado con mi investigación, madame Lefoux?
—¿Está informado que lady Maccon, aquí presente, contrajo matrimonio con un hombre lobo?
Un asentimiento.
—Creo que debería contarle lo ocurrido, Alexia.
Alexia hizo una mueca.
—¿Resultaría de utilidad?
—El señor Lange-Wilsdorf es lo más parecido a un experto de lo preternatural en la Orden del Pulpo de Latón. Puede que los Templarios sepan más cosas, pero es difícil de asegurar.
Alexia asintió. Evaluó sus opciones y, finalmente, decidió que el riesgo merecía la pena.
—Estoy embarazada, señor Lange-Wilsdorf.
El alemán miró a Alexia con semblante codicioso.
—Mi enhorabuena y mis condolencias. Por supuesto, no será capaz de… ¿cómo lo llaman?… llevarlo a término. Ninguna preternatural lo ha logrado en la historia documentada. Para desconsuelo de los Templarios y su programa de fecundación, por supuesto, pero… —Se interrumpió al reparar en la sonrisa perpetua de madame Lefoux—. ¿Sugiere que…? No, es imposible. ¿Está embarazada del hombre lobo?
Alexia y madame Lefoux asintieron al unísono.
El alemán se apartó de la ventana y fue a sentarse al lado de Alexia. Demasiado cerca. Sus ojos recorrían su rostro con dureza y codicia.
—No estará usted huyendo de… ¿cómo lo llaman los ingleses?… una pequeña indiscreción, ¿verdad?
Alexia estaba cansada de tanto juego. Le dirigió una mirada al hombre que sugería que la próxima persona en insinuar que le había sido infiel a su esposo recibiría la peor ira de su sombrilla. Había confiado en que el alemán supiera algo que condujera a una reacción muy distinta a aquella.
—¿Qué le parece —propuso en tono cortante— si asume que lo que le he dicho es verdad y le dejamos teorizar sobre el asunto mientras nosotros disfrutamos de un merecido descanso?
—¡Por supuesto, por supuesto! Está usted encinta; debe descansar. Imagine algo así: una preternatural embarazada de un sobrenatural. Debo investigar. ¿Alguna vez se ha intentado? A los Templarios no se les ocurriría unir un hombre lobo con una sin alma. La mera idea. Ya, asombroso. Ustedes dos son, después de todo, opuestos científicos, lo contrario el uno del otro. Ambas especies disponen de pocas hembras; auguro escasez en la base documental. Pero si dice la verdad, ¡semejante milagro!, ¡semejante abominación!
Alexia se aclaró la garganta sonoramente, se llevó una mano a su vientre mientras posaba la otra sobre la sombrilla. Puede que ella considerara aquel bebé un inconveniente, puede que incluso lo odiara de vez en cuando, pero que un diminuto alemán con un gusto pésimo por los animales domésticos se refiriera a él como una abominación era intolerable.
—¡Disculpe!
Madame Lefoux reconoció el tono de voz de Alexia y se puso en pie de un salto. Cogiéndola de la mano, intentó sacar a rastras a su amiga del salón.
El señor Lange-Wilsdorf había hecho aparecer un bloc de notas y, ajeno al estallido de ira de Alexia, se dispuso a escribir en él mientras murmuraba para sí.
—Encontraremos habitaciones a nuestra disposición, ¿verdad? —sugirió la francesa por encima de las airadas cacofonías de Alexia.
El señor Lange-Wilsdorf ejecutó un movimiento displicente con su estilográfica sin levantar la mirada de sus cavilaciones.
Alexia pudo finalmente verbalizar su enfado.
—¿No podría aporrearle una vez? Uno pequeño, en la cabeza. No se daría ni cuenta.
Floote enarcó una ceja y cogió a Alexia por el codo, ayudando a madame Lefoux a sacarla a la fuerza de la habitación.
—Creo que será mejor que se acueste, señora.
—Oh, está bien —concedió Alexia—. Si insistes. —Y dirigiéndose a madame Lefoux, añadió—: Pero será mejor que no te equivoques respecto al carácter de ese personaje.
—Oh —respondió la francesa con una nueva exhibición de hoyuelos—, creo que le sorprenderá.
—¿Cómo? ¿Sirviendo sapos sobre la tostada?
—Puede demostrar que tienes razón. Que lord Maccon es el padre de tu hijo.
—Eso sería lo único que compensaría todo esto. ¡«Espécimen Femenino»! Parece como si planeara diseccionarme con una tajadera oxidada.
Cuando Alexia bajó a desayunar la mañana siguiente, de hecho, ya no era la mañana sino las primeras horas de la tarde. Madame Lefoux y Floote ya estaban sentados a la mesa del comedor, así como el pequeño científico alemán. Mientras comía se mantuvo absorto en algún detalle de su investigación, ¡un comportamiento deplorable!, y parecía notablemente excitado, como el plumero de su perro.
Dado que ya era una hora avanzada del día, el atuendo tanto del alemán como de su perro era un poco más formal. Alexia se mostró ligeramente sorprendida. Había esperado que el señor Lange-Wilsdorf siguiera llevando el camisón a rayas. No obstante, la chaqueta de tweed y los pantalones marrones le daban un aspecto perfectamente respetable. Para consternación de Floote, no llevaba pañuelo. Alexia se mostró menos sorprendida por la ausencia de pañuelo de lo que debería. Después de todo, la excentricidad en el vestir era algo lógico entre los extranjeros, quienes observaban con recelo los cuellos y pañuelos por la dificultad que planteaban a la hora de identificar a posibles zánganos. Poche también vestía tweed: un retal atado al cuello y que le caía sobre el lomo. ¡Ajá, pensó Alexia, el pañuelo desaparecido! La criatura la recibió con la habitual salva de ladridos histéricos.
Alexia se instaló a la mesa sin indicación alguna por parte del anfitrión y, dado que no parecía muy interesado en su bienestar, se dispuso a servirse el desayuno. Hoy el inconveniente prenatal no mostró ninguna objeción a la comida. El pobrecillo no terminaba de decidirse. Madame Lefoux la saludó con una sonrisa sincera y Floote con un asentimiento.
—Señor —le dijo Alexia a su anfitrión.
—Buenas tardes, Espécimen Femenino. —El señor Lange-Wilsdorf no levantó la cabeza del libro y el bloc abiertos delante de él y siguió tomando notas.
Alexia frunció el ceño.
Independientemente de lo que pudiera decirse del señor Lange-Wilsdorf —y después del uso del término «abominación», a Alexia se le ocurrían muchas cosas que decirle—, la selección de alimentos era decente. La comida desplegada era ligera pero sabrosa: verduras invernales al horno, aves frías, pan que conseguía ser a un tiempo crujiente y esponjoso y una selección de pastelitos de hojaldre. Alexia había rescatado del fondo de su bolsa unas valiosísimas bolsitas de té que le había regalado Ivy. Habían sobrevivido al viaje mucho mejor que otras cosas. También había, después de considerarlo un instante, transferido una pequeña cantidad de emergencia a uno de los bolsillos de su sombrilla, por si acaso. Por fortuna, la leche demostró ser un universal más allá de las fronteras nacionales, y el té resultó tan delicioso como lo podría haber sido en Inglaterra. Aquello le provocó un ataque de nostalgia tan acentuado que los primeros segundos después del primer sorbo fue incapaz de pronunciar palabra.
Madame Lefoux percibió su poco característico silencio.
—¿Te encuentras bien, querida? —La inventora posó una tierna mano sobre el antebrazo de Alexia.
Esta se sobresaltó ligeramente y experimentó un inaceptable acceso de lágrimas. ¡A su edad! Debía de hacer mucho tiempo desde que alguien la tocara con genuino afecto. Los besos a distancia y las palmaditas de tres dedos en la espalda eran las únicas muestras de cariño que se expedían en la casa de los Loontwill, y las cosas habían sido así desde que Alexia era una niña. No fue hasta la aparición de Conall en su vida que Alexia se acostumbró a la intimidad física. La disfrutaba enormemente y la había practicado siempre que había tenido oportunidad. Puede que madame Lefoux no fuera tan agresiva, pero era francesa y, por tanto, consideraba que toda muestra de consuelo debía ir acompañada de una caricia balsámica. Alexia se dejó abrazar por su amiga. La mano alrededor de su hombro no era ni grande ni callosa, y madame Lefoux olía a vainilla y a aceite de motor, no a campo abierto, pero a veces no se está en condición de exigir nada más.
—Oh, no es nada. Por un momento he recordado el hogar. —Alexia dio otro sorbo a su té.
El alemán levantó la vista de la mesa con curiosidad.
—¿No la trata bien? ¿Su esposo licántropo?
—No demasiado, al final —mintió Alexia, no muy dada a tratar cuestiones personales con pequeños alemanes desconocidos.
—Hombres lobo, ya. Unas criaturas difíciles. Lo que les queda de alma es todo violencia y emoción. Es un milagro que ustedes, los ingleses, hayan logrado integrarlos en la sociedad.
Alexia se encogió de hombros.
—Tengo la sensación de que los vampiros son más difíciles de manejar.
—¿Eso cree?
Alexia, comprendiendo que había sido traicioneramente indiscreta, hizo un esfuerzo por expresarlo correctamente.
—¿Ya sabe cómo son, siempre alardeando, demostrando que son más viejos que nosotros? —Hizo una pausa—. No, supongo que no lo sabe, ¿verdad?
—Mmm. Siempre he pensado que los licántropos eran más problemáticos. Sobre todo por esa tendencia suya a moverse en ejércitos y casarse con humanos.
—Bueno, mi hombre lobo acabó siendo un poco difícil. Pero, para ser justa, debo decir que fue perfectamente apropiado durante casi todo el tiempo. —Alexia fue dolorosamente consciente de que la expresión «perfectamente apropiado» no le hacía justicia. Conall había sido un esposo modélico pese a su tendencia al exceso y al malhumor: tierno excepto cuando no era necesario, y rudo hasta que la ternura volvía a hacerse inexcusable. Alexia se estremeció ligeramente al recordarlo. También había sido ruidoso, brusco y sobreprotector, pero la adoraba infinitamente. Alexia había tardado bastante tiempo en creerse merecedora de todo el feroz afecto que Conall le prodigaba. Que le arrebataran injustamente todo aquello es lo que lo convertía en la mayor de las crueldades.
—¿No es el final lo más importante? —Madame Lefoux ladeó la cabeza. La francesa se había posicionado claramente en contra de Conall cuando este despachó a Alexia.
Alexia hizo una mueca.
—Así habla un auténtico científico.
—¿No puedes perdonarle lo que te ha hecho? —Madame Lefoux parecía dispuesta a reprenderla.
El señor Lange-Wilsdorf levantó la vista de su plato.
—La echó de casa, ¿verdad? ¿Cree que el hijo no es suyo?
—Los aulladores nunca han mencionado que los licántropos puedan tener descendencia. —Aunque le costara creerlo, estaba defendiendo a su esposo—. Y parece ser que el amor que sentía por mí no le convenció de lo contrario. Ni siquiera me dio una oportunidad.
El alemán sacudió la cabeza.
—Hombres lobo. Emoción y violencia, ¿ya? —A continuación, dejó con decisión sobre la mesa la estilográfica y se inclinó sobre el libro y el bloc de notas—. Me he pasado la mañana investigando, y mis fuentes parecen corroborar su punto de vista. No obstante, la inexistencia de casos que lo confirmen u otra información no es prueba suficiente. Existen fuentes más antiguas.
—¿Que están en posesión de los vampiros? —teorizó Alexia con los Edictos Vampíricos en mente.
—En posesión de los Templarios.
Floote esbozó una mueca casi imperceptible que atrajo la atención de Alexia. El hombre continuó masticando impasible.
—Entonces ¿cree que los Templarios pueden saber algo sobre esto? —Alexia señaló delicadamente su vientre.
—Ya. Si ha ocurrido antes, lo tendrán documentado.
Alexia tuvo una grandilocuente visión romántica en la que entraba en la oficina de Conall y dejaba caer sobre su escritorio las pruebas de su inocencia… o le obligaba a comerse sus palabras.
—¿Y qué hay de sus teorías, monsieur Lange-Wilsdorf? —preguntó madame Lefoux.
—Soy de la opinión, si abandono el concepto de no-muerto pero conservo mi análisis etérico de la composición del alma, que seré capaz de dar explicación a este embarazo.
—¿Y podrá mantener los principios del contacto epidérmico?
El alemán parecía impresionado.
—Madame, está realmente familiarizada con mis investigaciones. Pensaba que era usted una ingeniera.
Madame Lefoux exhibió sus hoyuelos.
—Mi tía es un fantasma, y también lo fue mi abuela. Tengo un interés sincero en comprender el exceso de alma.
El horrible perrito se acercó para lamer la pierna de Alexia, y a continuación, para añadir más afrenta a la injuria, empezó a mordisquear uno de los cordones de sus botas. Alexia cogió la servilleta de su regazo y la dejó caer sobre la cabeza del perro. El animal intentó deshacerse de ella sin mucho éxito.
—¿Cree que puede tener un exceso de alma? —El alemán parecía ignorante de los apuros por los que estaba pasando su perro.
La francesa asintió.
—Es posible.
Alexia se preguntó qué se sentiría al saber que una acabaría su vida siendo un poltergeist. En su caso, moriría sin posibilidad alguna de salvación o inmortalidad. Los preternaturales carecían de un alma que pudiera ser salvada bien por Dios o por un fantasma.
—Entonces, ¿por qué no aspira a la inmortalidad, ahora que en Inglaterra tales atrocidades se alientan abiertamente? —El señor Lange-Wilsdorf frunció el labio.
Madame Lefoux se encogió de hombros.
—A pesar de mi atuendo, sigo siendo una mujer, y sé que las probabilidades de sobrevivir a la mordedura de un licántropo, por no mencionar la sangría a manos de un vampiro, son extremadamente limitadas. Además, no deseo perder las pocas habilidades que tengo como inventora a cambio de la mayor parte de mi alma. ¿Convertirme en alguien dependiente de la buena voluntad de una manada o colmena? No, gracias. Y solo porque cuente con algunos fantasmas entre mis familiares no significa necesariamente que yo también tenga un exceso de alma. Por lo demás, no me considero una persona audaz.
El perrito había logrado circunnavegar la mesa sin deshacerse de la molesta servilleta. Alexia tosió e hizo repiquetear la cubertería para ocultar el sonido que producía el animal al topar con varios objetos de la habitación. Floote, quien ahora lo tenía al alcance de su mano, se agachó para liberar la cabeza del perro, dirigiéndole a Alexia una mirada reprobadora.
Alexia nunca se lo había planteado, pero ahora que pensaba en ello, resultaba realmente extraño que una inventora con la capacidad creativa de madame Lefoux no tuviera un patrón sobrenatural. La francesa mantenía excelentes relaciones profesionales con la Colmena de Westminster y la Manada de Woolsey, pero también trataba con errantes, zánganos y gente corriente. Alexia estaba convencida de que la resistencia a la metamorfosis y el patronazgo sobrenatural respondía a objeciones personales, no de índole práctica. Ahora se vio obligada a considerar si, de haber nacido con las mismas opciones que madame Lefoux, ¿habría elegido el mismo camino?
El alemán no parecía impresionado.
—Preferiría que fuera usted una reformadora religiosa en lugar de una objetora ética, madame Lefoux.
En consecuencia, monsieur Lange-Wilsdorf, debemos alegrarnos de que actúe en mi beneficio y no en el suyo, ¿no cree?
—Efectivamente, sobre todo si al final contamos con un sobrenatural menos.
—Oh, ¿es necesario que hablemos de política durante la comida? —intervino Alexia en esta coyuntura.
—Por supuesto, Espécimen Femenino, retomemos la conversación sobre su persona. —Los ojos del hombrecillo la escrutaban con dureza, y Alexia se sintió súbitamente alarmada—. Su embarazo, entenderá, es un hecho extraordinario. Hasta ayer por la noche hubiera jurado que tanto licántropos como vampiros solo se reproducían mediante la metamorfosis. ¿Ya? Sus capacidades preternaturales no invalidan el hecho de que el sujeto sobrenatural está, básicamente, muerto. Usted los convierte en mortales, ya, pero no en humanos, o al menos no lo suficiente para permitirles procrear de forma natural.
Alexia mordisqueó una pieza de fruta.
—Obviamente su afirmación se ha demostrado incorrecta, señor.
—Obviamente, Espécimen Femenino. Por tanto, he tenido que… ¿cómo lo llaman?… repensar la situación. Existe una línea de análisis científico que apoyaría su alegato: la circunstancia de que tanto licántropos como vampiros continúan dedicándose —el hombrecillo se detuvo, sus pálidas mejillas visiblemente sonrojadas— a actividades de alcoba.
—De un modo intensivo y altamente experimental, si hemos de creer los rumores. —Madame Lefoux batió las cejas sugestivamente. La francesa, obviamente, era la única persona en la habitación que se sentía cómoda con el curso que había tomado la conversación. Alexia, Floote y el señor Lange-Wilsdorf parecían dolorosamente incómodos y compartieron un instante de inverosímil solidaridad. Hasta que el menudo alemán decidió perseverar valerosamente.
—Tiene que haber alguna explicación para que las urgencias reproductivas no sucumban después de la metamorfosis. Aun así, ninguno de mis libros responde adecuadamente a esta cuestión. Si realmente fueran no-muertos, los licántropos no tendrían necesidad de dicha función biológica.
—Pero ¿cómo afecta esto exactamente a mi actual situación? —Alexia dejó de comer para escuchar con renovado interés.
—Parece claro que la capacidad de su esposo para continuar, mmm, funcionando, incluso como hombre lobo, debe de estar relacionada con una necesidad instintiva de producir descendencia mediante procedimientos naturales. La ciencia moderna nos dice que, por tanto, existe la posibilidad, aunque infinitesimal, de producirla. Usted, según parece, es esa posibilidad infinitesimal. El problema es, por supuesto, el inevitable aborto.
Alexia empalideció.
—Siento decirle que no hay forma de evitarlo. Si el programa de fecundación de los Templarios no has enseñado algo es que los preternaturales siempre heredan las características genéticas de su predecesor y, consecuentemente, ambos no pueden ocupar el mismo espacio. Esencialmente, Espécimen Femenino, tiene intolerancia a su propio hijo.
Alexia había compartido habitación una vez con una momia preternatural; conocía la sensación de incomodidad y repulsión que sentiría irremediablemente al encontrarse con otro preternatural. Aun así, todavía no había sentido aquello del embrión que crecía dentro de ella.
—El niño y yo compartimos el mismo aire —objetó Alexia.
—Somos conscientes de que las habilidades preternaturales se basan en el contacto físico. En esto, los registros de los Templarios son claros, y los recuerdo perfectamente. Todos los Especímenes Femeninos estudiados a lo largo de los siglos eran estériles o incapaces de gestar. No es una cuestión de si usted perderá el embrión, sino de cuándo lo hará.
Alexia respiró profundamente. Para su sorpresa, sentía un dolor muy profundo. Aparte de la pérdida de su hijo, significaría que había sufrido el rechazo y abuso a manos de Conall por nada. Era estúpido, inútil y…
Madame Lefoux acudió a su rescate.
—Salvo que cabe la posibilidad de que este no sea un niño preternatural cualquiera. Usted mismo lo ha dicho: normalmente son el resultado de la mezcla entre una persona normal y un preternatural. El niño de Alexia tiene un padre licántropo, y por muy mortal que fuera durante el momento de la concepción, seguía siendo no humano. No del todo, pues ya había perdido gran parte de su alma. Este niño es algo distinto. Tiene que serlo. —Se dio la vuelta para mirar a su amiga—. No es probable que los vampiros quieran matarte cuando saben que al final perderás la criatura. Especialmente los vampiros ingleses.
Alexia suspiró.
—En momentos como estos me gustaría poder hablar con mi madre.
—Santo cielo, ¿qué conseguiría con ello, madame? —Floote se vio impelido a intervenir ante la atrocidad del comentario de Alexia.
—Bueno, dijera lo que dijese, siempre podría tomar la decisión contraria.
El señor Lange-Wilsdorf no se dejó distraer por conflictos familiares.
—¿Ha sentido náuseas o repugnancia hacia el espécimen en su interior?
Alexia negó con la cabeza.
El alemán empezó a murmurar para sí mismo.
—Debo de haber olvidado algo en mis cálculos. Tal vez el conducto de intercambio etérico entre la madre y el niño esté limitado por la retención parcial del alma. Pero, entonces, ¿el niño no conservaría parte del alma del padre ordinario? ¿Un alma distinta, tal vez? —Tachó las anotaciones que había tomado hasta el momento con un movimiento brusco de su estilográfica, pasó la página y empezó a escribir de nuevo.
Los demás le observaron en silencio —Alexia había perdido gran parte de su apetito— hasta que volvió a detenerse.
Levantó la cabeza, sus ojos desorbitados a medida que la segunda parte del comentario de madame Lefoux calaba finalmente en su cerebro.
—¿Los vampiros intentan matarla? ¿Ha dicho que intentaban matarla? ¡Esa cosa, sentada aquí en mi mesa, en mi casa!
Madame Lefoux se encogió de hombros.
—Sí. ¿A quién más desearían matar?
—Pero eso significa que vendrán aquí. Seguirán su rastro. ¡Aquí! Vampiros. ¡Odio a los vampiros! —El señor Lange-Wilsdorf escupió ruidosamente en el suelo—. Instrumentos repulsivos y sangrientos del diablo. Deben marcharse. ¡Deben marcharse ahora mismo! Lo lamento muchísimo, pero no puedo permitir que se queden en estas circunstancias. Ni siquiera por el bien de la ciencia.
—Pero, señor Lange-Wilsdorf, esta no es forma de tratar a un miembro de la Orden del Pulpo de Latón. Sea razonable. ¡Estamos en mitad del día!
—¡Ni siquiera en nombre de la Orden! —El hombrecillo se puso en pie. Parecía dispuesto a actuar de una forma tan histérica como su perro—. ¡Deben marcharse! Les daré provisiones, dinero, contactos en Italia, pero deben abandonar mi casa de inmediato. Vayan a ver a los Templarios. Ellos se ocuparán de ustedes, aunque solo sea porque los vampiros los quieren ver muertos. No estoy preparado. No puedo hacer frente a esta situación.
Cuando Alexia se puso en pie descubrió que Floote, como no podía ser de otro modo, había previsto la inminente fatalidad y se había retirado a sus habitaciones. Allí, obviamente, había preparado su bolsa de viaje y las esperaba pacientemente en la puerta de la casa. Él al menos no parecía demasiado reacio a marcharse.