El problema de los vampiros

El problema de los vampiros, pensó el profesor Lyall mientras limpiaba sus optifocales con el pañuelo, era su obsesión por los detalles. Tenían una tendencia a manipular las cosas, pero cuando estas se torcían, perdían toda capacidad de refinamiento en el caos resultante. Como consecuencia, les entraba el pánico y recurrían a un curso de acción que nunca terminaba de un modo tan elegante como habían planeado.

—¿Dónde está nuestro ilustre Alfa? —preguntó Hemming mientras se sentaba a la mesa y se servía varias lonchas de jamón y un arenque ahumado. Para el resto del mundo era la hora del almuerzo, pero para los hombres lobo aquello era el desayuno. Y puesto que los caballeros nunca esperaban que les sirvieran el desayuno, el personal del castillo se limitaba a proporcionar la comida y dejaba que la manada y los guardianes se sirvieran a su gusto.

—En la celda, recuperándose de la borrachera. Anoche lo estaba tanto que se transformó. El calabozo parecía el lugar más apropiado dadas las circunstancias.

—¡Caramba!

—Las mujeres suelen tener ese efecto. Lo mejor es evitarlas, si me lo preguntas. —Adelphus Bluebutton hizo su aparición en la sala, seguido de cerca por Rafe y Phelan, dos de los miembros más jóvenes de la manada.

Ulric, masticando en silencio una chuleta en el otro extremo de la mesa, levantó la mirada.

—Nadie te lo ha preguntado. Nadie ha tenido jamás ninguna duda sobre tus preferencias.

—Algunos somos menos intolerantes que otros.

—Más oportunistas, querrás decir.

—Me aburro con facilidad.

Todo el mundo estaba malhumorado; era aquel momento del mes.

El profesor Lyall, tras gran deliberación, terminó de limpiar sus optifocales y se las puso. Miró en derredor a través de las lentes de aumento.

—Caballeros, permítanme sugerirles que un debate sobre preferencias es más adecuado para sus respectivos clubes. Ciertamente no es la razón por la que los he convocado esta tarde.

—Sí, señor.

—Advertirán que no he invitado a los guardianes.

A su alrededor, todos los caballeros inmortales asintieron. Sabían que aquello significaba que Lyall quería deliberar sobre una cuestión de importancia solo con la manada. Normalmente, los guardianes estaban al tanto de las ocupaciones de todos ellos. Es lo que suele ocurrir cuando se convive con varias decenas de actores desocupados: la vida privada de un hombre se convierte en algo considerablemente menos privado.

Todos los hombres lobo sentados alrededor de la gran mesa inclinaron la cabeza para exponer sus cuellos a la vista del Beta.

El profesor Lyall, consciente de que contaba con la atención de los presentes, dio comienzo a la reunión.

—Dado que nuestro Alfa parece decidido a proseguir una nueva y gloriosa carrera como necio imbécil, debemos prepararnos para lo peor. Necesitaré que dos de ustedes abandonen sus ocupaciones militares para colaborar en las tareas del ORA.

Nadie cuestionó el derecho del profesor Lyall a hacer cambios en el estatus quo. En un momento u otro, todos los miembros de la manada de Woolsey se habían puesto a prueba frente al profesor Lyall, y todos ellos habían descubierto el perjuicio inherente a semejante empresa. Como resultado de ello, todos habían llegado a la conclusión de que un buen Beta era algo tan valioso como un buen Alfa, y que lo mejor era mostrarse agradecidos al poder disponer de ambos. Salvo, naturalmente, que ahora su Alfa había perdido completamente el juicio. Y tanto su reputación como el rango de la manada más importante de Inglaterra debían de defenderse continuamente.

El profesor Lyall continuó.

—Ulric y Phelan, lo mejor es que seáis vosotros dos. Ya conocéis por experiencia tanto la burocracia como los procedimientos del ORA. Adelphus, tú te encargarás de las negociaciones militares y tomarás las medidas necesarias para compensar la ausencia de Channing.

—¿También está borracho? —quiso saber uno de los jovencitos.

—Mmm. No. Desaparecido. ¿Supongo que no le dijo a nadie adónde iba?

La pregunta solo encontró silencio, punteado únicamente por el sonido de diversas masticaciones.

Lyall se recolocó las optifocales sobre el puente de la nariz y miró su taza de té a través de ellas.

—¿No? Lo que sospechaba. Bien. Adelphus, tendrás que actuar de enlace con el regimiento y persuadirles para que asignen el rango de Channing de forma transitoria al siguiente oficial elegible. Seguramente tendrá que ser un mortal. —Miró a Adelphus, quien tenía rango de teniente, un alto concepto de sus propias habilidades y un pobre concepto de las ajenas. En honor a la verdad, contaba con cincuenta años más de experiencia que la mayoría, pero debían seguir el protocolo militar—. Continuarás obedeciendo sus órdenes como harías con cualquier otro oficial al mando. ¿Queda claro? Si se produce algún incidente relativo al uso inapropiado de las habilidades de la manada, o un riesgo excesivo producto del prejuicio hacia los inmortales, ven a hablar directamente conmigo. Quedan prohibidos los duelos, Adelphus, bajo cualquier circunstancia. Esto último va para todos.

El profesor Lyall se quitó las optifocales y dirigió una mirada afilada a todos los presentes.

Todos bajaron la cabeza y se concentraron en la comida.

—Demasiados duelos afectan a la reputación de la manada. ¿Alguna pregunta?

Nadie tenía ninguna. El propio profesor Lyall ostentaba el rango de teniente coronel de la Guardia Coldstream, aunque en los últimos cincuenta años apenas había tenido que servir. Empezaba a lamentar no haber mantenido una presencia más constante en el seno del regimiento, pero había dejado que las tareas del ORA tomaran preeminencia sobre sus obligaciones militares. Pero ni siquiera él, un hombre de considerable prudencia, no había previsto la contingencia de que el regimiento estuviera en residencia y que tanto lord Maccon como el mayor Channing no lo estuvieran.

Permitió que la manada terminara el desayuno sin más interrupciones. Estaban tensos y un poco inquietos. Con su mera presencia, lord Maccon conseguía mantenerlos a raya. El profesor Lyall podía luchar contra ellos individualmente, pero carecía del carisma necesario para controlarlos en masa, y si lord Maccon perseveraba en su nueva rutina dipsómana, los problemas aparecerían tanto en el seno de la manada como desde fuera. O eso o Inglaterra se quedaría sin reservas de formaldehído.

Justo cuando los caballeros terminaban el desayuno, se oyó un tímido golpeteo en la puerta. El profesor Lyall frunció el ceño; había dado órdenes tajantes de no ser interrumpidos.

—¿Sí?

La puerta se abrió con un chirrido y por ella entró Rumpet, visiblemente nervioso, portando una bandeja de latón en la que descansaba una única tarjeta.

—Le ruego me disculpe, profesor Lyall —dijo el mayordomo—. Sé que dijo solo en casos de emergencia, pero los guardianes no saben qué hacer, y la servidumbre está muy inquieta.

El profesor Lyall cogió la tarjeta y la leyó.

Sandalius Ulf, Barrister, Messrs. Ulf, Ulf, Wrendofflip & Ulf. Topsham, Devonshire. Debajo de esto, escrito en letra muy pequeña, una sola palabra: Errante.

El Beta dio vuelta a la tarjeta. En la parte posterior estaba escrita, con el procedimiento habitual (sangre), la frase: Designe a su segundo.

—Vaya, maravilloso. —El profesor Lyall puso los ojos en blanco. Había elegido con tanto esmero el atuendo de la tarde—. Qué fastidio.

Lyall había dedicado buena parte de su existencia como hombre lobo a evitar convertirse en un Alfa. No solo su temperamento era incompatible con la tarea, además no deseaba aquel tipo de responsabilidad física y tampoco era capaz de dominar la Forma de Anubis. A lo largo de los siglos había podido comprobar que los Alfas tienen una esperanza de vida considerablemente menor que el resto de los inmortales. Su cauta actitud para con las peleas le había dado buenos rendimientos. La contrariedad de la presente situación radicaba en el hecho de que, a pesar de sí mismo, el profesor Lyall sentía un aprecio sincero por su actual Alfa y no estaba dispuesto a favorecer un cambio de régimen. Lo que significaba que cuando algún lobo errante llegaba a Woolsey con la intención de luchar para obtener el derecho a liderar la manada más poderosa de Inglaterra porque se rumoreaba que su Alfa estaba incapacitado, el pobre Lyall solo podía hacer una cosa: ocupar el lugar de lord Maccon.

—Teniente Bluebutton, ¿cuento con su asistencia?

Uno de los miembros más fuertes y veteranos puso objeciones:

—¿No debería ser yo el Gamma en ausencia de Channing?

—Dado que el regimiento sigue aquí, será mejor que sea un oficial de rango.

El profesor Lyall debía mantener el apoyo del ejército y, con el Gamma desaparecido, aquello sería mucho más difícil. Puede que el mayor Channing fuera un grano en el trasero proverbial en tanto miembro de la manada, pero era un excelente oficial tanto para los soldados como para sus compañeros de rango. Sin él actuando como su segundo, Lyall precisaba a otro oficial en el papel para dar una impresión de unidad entre la manada y el regimiento en el caso de que necesitara soldados para defender Woolsey como último recurso. Ciertamente era una idea horripilante, utilizar al ejército de Su Majestad para evitar un golpe de estado contra el Alfa. Los hombres lobo habían servido en el ejército con dedicación desde que la reina Isabel los integrara, pero siempre se habían esforzado por mantener separado el protocolo de la manada. A pesar de todo, Lyall era un hombre ingenuo, y no dudaría un segundo en llamar a la Guardia Coldstream si se veía en la necesidad.

Hemming no era un Beta, de modo que siguió protestando.

—Sí, pero…

—Mi decisión es definitiva. —El profesor Lyall se terminó el té de un solo trago, se puso en pie, le indicó a Adelphus que lo siguiera y se dirigió al guardarropa.

Una vez allí, los dos hombres se desprendieron de toda su ropa y se cubrieron con largas capas de lana antes de salir al exterior por la puerta principal del castillo, donde una masa excitada de guardianes y sirvientes de Woolsey les esperaban en el frío aire de la tarde.

El profesor Lyall olió al errante antes de verlo. Su olor era muy distinto al de la manada de Woolsey, y al de cualquier otra asociación distante. Su parentesco resultaba inidentificable, lo que le provocó a Lyall un ligero escozor en la nariz.

El profesor Lyall fue directamente a su encuentro.

—¿Señor Ulf? ¿Cómo está?

El hombre lobo le miró recelosamente.

—¿Lord Maccon?

—Profesor Lyall —dijo el profesor, y para dejar las cosas claras desde un buen principio, añadió—: Y este es mi segundo, el teniente Bluebutton.

El errante pareció ofendido, aunque Lyall percibió por el olor que era solo afectación. No estaba ofendido ni nervioso por la presencia de Lyall en lugar de lord Maccon. No esperaba que el conde se presentara al desafío. Había oído los rumores.

El profesor Lyall arrugó el labio. Detestaba a los abogados.

—¿El Alfa ni siquiera se digna a reconocer mi desafío? —La pregunta del señor Ulf era ladina—. Conozco su reputación, profesor, pero ¿por qué no me recibe el propio lord Maccon en persona?

El profesor Lyall no se dignó responder.

—¿Procedemos?

Condujo al aspirante a la parte de atrás del castillo, hasta el amplio porche de piedra donde la manada realizaba la mayor parte de las prácticas de combate. A lo largo y ancho del inclinado y bien cuidado prado de Woolsey se levantaban un gran número de tiendas militares de lona blanca, perfectamente visibles bajo la luna casi llena. Inicialmente el regimiento había acampado delante del castillo, pero a Alexia casi le había dado un ataque al reparar en su presencia y había insistido en trasladarlas a la parte posterior. Estaba previsto que partieran a sus cuarteles de invierno en el plazo aproximado de una semana, y el encuentro en Woolsey solo pretendía unir los lazos de la manada. Tras cumplir con las sutilezas sociales, todo el mundo parecía deseoso de retomar sus ocupaciones.

El resto de la manada de Woolsey llegó tranquilamente detrás de los tres hombres, seguidos de un puñado de guardianes. Rafe y Phelan parecían demacrados. Lyall sospechaba que dentro de poco debería insistir que se confinaran en los calabozos, antes de que les afectara la maldición de la luna llena. Curiosamente, algunos oficiales se alejaron de las fogatas, cogieron linternas y se encaminaron plácidamente a ver qué se traía entre manos la manada.

Lyall y el señor Ulf se despojaron de la ropa, quedando completamente desnudos ante los asistentes. No hubo ningún comentario, aparte de una o dos exclamaciones y silbidos. Los militares estaban habituados a presenciar transformaciones, y la indecencia que las precedía.

El profesor Lyall era mayor de lo que estaba dispuesto a admitir y había aprendido, tal vez no a sentirse a gusto con la transformación, pero sí a controlar sus más íntimos sentimientos para evitar mostrar en público el dolor que provocaba. Y siempre resultaba doloroso. El sonido que anunciaba el paso de hombre a lobo era el de la fractura de huesos, la dilatación de los músculos y el rezumar de la carne, y por desgracia, eso también era lo que se sentía. Los licántropos consideraban que su tipo característico de inmortalidad era una maldición. Cada vez que se transformaba, Lyall veía confirmada aquella apreciación y se preguntaba si los vampiros no habrían tomado una mejor decisión. Ciertamente, morían al entrar en contacto con la luz del sol, y debían merodear continuamente en busca de sangre fresca, pero podían hacer ambas cosas con estilo y cómodamente. Esencialmente, ser un hombre lobo, con la desnudez y la tiranía de la luna, era muy poco digno. Y el profesor Lyall apreciaba mucho su dignidad.

En el caso de ser preguntados, todos los hombres presentes hubieran admitido que si alguien era capaz de transformarse con dignidad, ese era el profesor Lyall. Era el orgullo del regimiento y todos eran conscientes de ello. Habían presenciado a no pocos licántropos transformarse en el campo de batalla, y ninguno de ellos podía hacerlo tan rápida y silenciosamente como Lyall. Cuando terminó, le premiaron de forma espontánea con una ronda de aplausos.

El pequeño lobo rojizo, con aspecto casi de zorro, que se mantenía erguido en el lugar previamente ocupado por el profesor Lyall inclinó ligeramente la cabeza para agradecer, avergonzado, el homenaje.

La transformación del aspirante no fue ni mucho menos tan elegante. Se llevó a cabo con profusión de gemidos y muestras de dolor, pero cuando estuvo completa, el lobo negro resultante resultó ser bastante más grande que el profesor Lyall. El Beta de la manada de Woolsey no pareció inquietarse por esta discrepancia de tamaño. La mayoría de los hombres lobo eran más corpulentos que él.

El aspirante atacó, pero Lyall ya había iniciado el movimiento, esquivando a su oponente y lanzando una dentellada a su cuello. Había mucho trabajo pendiente en el ORA y quería acabar con aquello cuanto antes.

Pero el lobo errante era un luchador experimentado, ágil y habilidoso. Sorteó el contraataque de Lyall y los dos trazaron círculos alrededor del otro cautelosamente. Al parecer, ambos empezaban a entender que habían subestimado a su oponente.

Los hombres que les rodeaban cerraron el círculo de cuerpos para marcar el perímetro. Los soldados insultaron al aspirante, los oficiales abuchearon y los miembros de la manada permanecieron en un silencio respetuoso.

El lobo errante cargó contra el profesor Lyall dando dentelladas. Lyall lo esquivó. El aspirante resbaló ligeramente sobre el pulido pavimento de piedra y sus uñas arañaron el suelo en busca de un apoyo. Aprovechando la oportunidad, Lyall arremetió contra él y le golpeó en un costado con la fuerza suficiente como para derribarlo. Los dos lobos rodaron juntos, deteniéndose al topar con las espinillas de aquellos que los incitaban a seguir luchando. El profesor Lyall notó las zarpas de su oponente en su vientre mientras mordía brutalmente su cuello.

Esto es lo que más le molestaba de luchar. Era tan vergonzosamente desaliñado. No le importaba el dolor, y se curaba con la suficiente rapidez. Pero estaba sangrando por todo su prístino pelaje, y la sangre del aspirante le goteaba en el hocico, manchando el pelo de su blanco collar. Incluso en forma de lobo, al profesor Lyall no le gustaba estar desarreglado.

La sangre siguió fluyendo, trozos de pelo volaron sobre las patas negras del porfiado aspirante en forma de mechones blancos y el sonido de los gruñidos llenaba el aire. El húmedo e intenso olor de la sangre provocó que el resto de los miembros de la manada arrugaran la nariz con interés. Al profesor Lyall no le gustaba jugar sucio, pero tal y como estaban las cosas, pensó que había llegado el momento de ir a por un ojo. Entonces comprendió que algo estaba distrayendo a la multitud.

El compacto círculo de cuerpos empezó a abrirse y, a continuación, uno o dos miembros de la manada fueron apartados de en medio violentamente y lord Maccon entró en el anillo.

Estaba desnudo, de hecho lo había estado todo el día, pero bajo la luz de la luna, volvía a tener un aspecto desaliñado y asilvestrado. A juzgar por sus pasos zigzagueantes, o bien una noche entera en el muelle seco no había sido suficiente para eliminar todo rastro de formaldehído de su organismo o bien había conseguido más. El profesor Lyall mantendría una conversación privada con el guardián que había dejado salir a lord Maccon de la mazmorra.

A pesar de la presencia de su señor y maestro, Lyall estaba en mitad de una pelea y, por tanto, no se permitió la menor distracción.

—¡Randolph! —rugió el Alfa—. ¿En qué andas metido? Tú odias las peleas. Déjalo inmediatamente.

El profesor Lyall le ignoró.

Hasta que lord Maccon se transformó.

Si el conde era de por sí un hombre corpulento, en su forma de lobo era grande incluso para un licántropo, y sus transformaciones no eran precisamente silenciosas. No porque diera rienda suelta a las indicaciones de dolor —era demasiado orgulloso para eso— sino simplemente porque sus huesos eran tan descomunales que, cuando se rompían, lo hacían acompañados de un portentoso crujido. Emergió de la transformación en la forma de un enorme lobo jaspeado, marrón oscuro con marcas doradas, negras y color crema y unos ojos amarillo pálido. Avanzó pesadamente hasta donde Lyall aún seguía contendiendo con el aspirante, rodeó el cuello de su Beta con sus grandes mandíbulas, tirando de él y lanzándolo a un lado con un movimiento desdeñoso de su cabeza.

El profesor Lyall sabía cuándo debía dar un paso atrás. Retrocedió hasta la línea de los espectadores y se tumbó en el suelo sobre su sangriento vientre, la lengua fuera mientras recuperaba el aliento. Si su Alfa quería ponerse en ridículo, llegaba un momento en que incluso el mejor Beta no podía hacer nada por evitarlo. No obstante, permaneció en su forma de lobo, por si acaso. A escondidas, se lamió su blanco cuello como un gato para eliminar la sangre.

Lord Maccon arremetió contra el aspirante, sus enormes mandíbulas abiertas.

El errante le movió a un lado, un brillo de pánico en su mirada ambarina. Lo había apostado todo a no tener que enfrentarse al Alfa; aquello no estaba en sus planes.

Lyall olió su miedo.

Lord Maccon giró sobre sí mismo y volvió a cargar contra él, pero tropezó con sus propias patas, se inclinó hacia un lado y cayó al suelo sobre un hombro.

Definitivamente sigue borracho, pensó el profesor Lyall, resignado.

El aspirante aprovechó la oportunidad y saltó sobre el cuello de lord Maccon. Al mismo tiempo, el conde sacudió la cabeza con energía, aparentemente para aclarársela. Los cráneos de dos lobos de grandes dimensiones toparon violentamente.

El aspirante cayó hacia atrás, conmocionado.

Lord Maccon, ya de por sí en estado de confusión, no registró el topetazo, abalanzándose sobre su enemigo con fuerzas renovadas. El conde era normalmente un luchador rápido y eficiente, pero en este caso se quedó mirando a su presa durante un largo segundo, como si no pudiera recordar qué estaba ocurriendo allí. Entonces continuó avanzando y soltó una dentellada que fue a clavarse en el hocico del aspirante.

El lobo caído chilló de dolor.

Desconcertado, lord Maccon le soltó, como si le sorprendiera que la comida le respondiera. El aspirante se puso en pie de un salto.

El conde movió la cabeza hacia un lado y el otro, una acción que a su oponente le resultó desconcertante. El lobo errante volvió a tumbarse en el suelo, las patas delanteras separadas delante de la cabeza. Lyall no estaba seguro de si pretendía rendirse o se preparaba para salir corriendo. No tuvo tiempo de hacer ninguna de las dos cosas, pues lord Maccon, para asombro del propio profesor Lyall, volvió a tambalearse y, en un intento por recuperar la verticalidad, saltó hacia delante, cayendo sólidamente sobre el lobo errante con un golpe sordo.

Casi como si fuera una idea de último momento, el conde torció el cuello y clavó sus largos y mortíferos dientes en la parte superior de la cabeza del otro lobo, evitando convenientemente un ojo y ambas orejas.

Puesto que los hombres lobo eran inmortales y muy difíciles de matar, las luchas de desafío podían durar varios días. Sin embargo, las mordeduras en los ojos solían considerarse victorias inmediatas. Tardaban unas cuarenta y ocho horas en curarse adecuadamente, y un lobo ciego, por muy inmortal que fuera, podía morir durante el ínterin simplemente como consecuencia de una desventaja tan notoria.

En cuanto los dientes encontraron su objetivo, el aspirante, gimoteando agónicamente, se retorció sobre sí mismo, ofreciendo su vientre a lord Maccon como muestra de su rendición. El conde, quien aún seguía medio tumbado encima del infortunado aspirante, se alejó de él mientras escupía y resoplaba para deshacerse del sabor a fluido ocular y cera de oreja. A los licántropos les encantaba la sangre fresca —la necesitaban, de hecho, para sobrevivir— pero la carne de los otros lobos no resultaba muy fresca al paladar. Puede que su sabor no fuera tan putrefacto como el de los vampiros, pero aun así tenía un regusto a viejo y ligeramente estropeado.

El profesor Lyall se puso en pie y se desperezó, la punta del rabo agitándose. Tal vez, pensó mientras se dirigía al guardarropa, aquella pelea tuviera algo positivo: difundir públicamente que lord Maccon aún podía defender un desafío, incluso cuando estaba borracho. El resto de la manada se encargaría de los desperfectos. Ahora que la cuestión se había resuelto, el profesor Lyall debía ocuparse de ciertas cuestiones. Se detuvo en el guardarropa. Sería mejor que viajara a Londres en su forma de lobo; no tendría que volver a transformarse y su atuendo de la tarde estaba irreparablemente arrugado. Era preciso que volviera a situar a su Alfa en el camino recto; el comportamiento de su señor estaba empezando a afectar su forma de vestir. Lyall podía llegar a entender un corazón roto, pero arrugar una camisa de calidad resultaba intolerable.

El problema de los vampiros, pensó Alexia Tarabotti, residía en el hecho de que eran rápidos a la vez que fuertes. No tan fuertes como los hombres lobo, por supuesto, pero en aquella circunstancia en particular, Alexia no contaba con la presencia de ningún hombre lobo de su lado —Maldito Conall, que lo propulsaran a las tres atmósferas—, de modo que los vampiros contaban con una estimable ventaja.

—Porque —refunfuñó— mi marido es un imbécil de primer orden. No estaría en esta situación de no ser por él.

Floote le dirigió una mirada de disgusto que indicaba claramente que ahora mismo no era el momento de recriminaciones connubiales.

Alexia entendió perfectamente su significado.

Monsieur Trouvé y madame Lefoux, tras ver interrumpida su detallada conversación sobre la naturaleza de los relojes de cuco con resorte, estaban dando la vuelta a una pequeña mesa de trabajo. Madame Lefoux extrajo del pañuelo que llevaba al cuello una aguja de madera que parecía muy afilada mientras apuntaba a los intrusos con la muñeca de su otra mano. Alrededor de esta llevaba un gran reloj que probablemente no lo era. El relojero, a falta de un arma mejor, cogió la caja de caoba y nácar de un reloj de cuco, blandiéndola de forma amenazadora.

—¿Cucooo? —dijo el reloj. Alexia se sorprendió al descubrir que incluso un ingenio mecánico podía resultar inexplicablemente francés en aquel país.

Alexia presionó la conveniente hoja de loto y la punta de su sombrilla se abrió para revelar un emisor de dardos.

Por desgracia, madame Lefoux había diseñado el emisor para que disparara únicamente tres proyectiles, y en la tienda había cuatro vampiros. Además, Alexia no podía recordar si el agente aturdidor era efectivo o no contra seres sobrenaturales. No obstante, era el único proyectil en su arsenal, y supuso que todas las grandes batallas se iniciaban con una ofensiva aérea.

Madame Lefoux y monsieur Trouvé se unieron a Alexia y Floote al pie de las escaleras para hacer frente a los vampiros, quienes habían detenido su frenética carga y avanzaban ahora amenazadoramente, como gatos acechando un ovillo.

—¿Cómo me han encontrado tan pronto? —dijo Alexia mientras apuntaba.

—Entonces la persiguen a usted. Bueno, supongo que no debería sorprenderme. —El relojero miró en la dirección de Alexia.

—Sí. Una molestia intolerable.

Monsieur Trouvé soltó una carcajada atronadora.

—Siempre he dicho que me traes sorpresas encantadoras, Genevieve, y una buena dosis de problemas. ¿De qué se trata esta vez?

Madame Lefoux se lo explicó.

—Lo siento, Gustave. Deberíamos habértelo contado antes. Los vampiros de Londres la prefieren muerta, y parece ser que han contagiado su deseo a las colmenas parisinas.

—Obviamente. Qué encantador. —El relojero no parecía molesto, sino que se comportaba más bien como si todo aquello no fuera más que una gran farsa.

Los vampiros siguieron avanzando.

—Veamos, ¿no podríamos discutir esto como seres civilizados? —Alexia, una amante de las formas y la cortesía, se mostraba a favor de la negociación siempre que fuera posible.

Ni uno solo de los vampiros respondió a su petición.

Madame Lefoux lo intentó en francés.

Con idéntico resultado.

Alexia lo consideró una imperdonable grosería. Lo menos que podían hacer era responder con un «No, por el momento solo nos interesa matarles, pero agradecemos sinceramente la oferta». Alexia compensaba en parte su falta de alma con una liberal aplicación de modales, y aunque aquello era como engalanarse con un atuendo compuesto enteramente de complementos, siempre había mantenido que una conducta apropiada nunca estaba de más. Aquellos vampiros se comportaban de un modo completamente inapropiado.

Había una gran cantidad de mesas y vitrinas entre los vampiros y el pequeño grupo de defensores. La mayor parte de las superficies estaban repletas de relojes destripados de variados estilos. No resultó inesperado, por tanto, que uno de los vampiros, probablemente de forma no intencionada —dada la natural gracia y elegancia de su especie—, volcara un montón de piezas mecánicas, que cayeron al suelo.

Lo que resultó inesperado fue la reacción de monsieur Trouvé ante tal eventualidad.

Gruñó airado y le arrojó al vampiro el reloj de cuco que sostenía.

—¿Cucooo? —preguntó el reloj en su tránsito.

Entonces el relojero empezó a gritar.

—¡Eso era un prototipo atmos con un conductor regulado de éter dual! Un invento revolucionario completamente irreemplazable.

El reloj de cuco golpeó al vampiro de lleno, sobresaltándolo considerablemente. Causó un daño mínimo y aterrizó con un triste e insignificante «¿Cucooo?».

Alexia decidió que era el momento de empezar a disparar. Y así lo hizo.

El dardo envenenado silbó suavemente en el aire y fue a clavarse en el centro del pecho de uno de los vampiros.

La víctima bajó la vista, volvió a mirar a Alexia con expresión ofendida y, a continuación, se desplomó fláccidamente como un fideo recocido.

—Buen disparo, pero no lo contendrá mucho tiempo —dijo madame Lefoux, la parte mejor informada—. Los sobrenaturales procesan el agente aturdidor más rápido que la gente corriente.

Alexia recargó su sombrilla y disparó un segundo dardo. Otro vampiro se desplomó, pero el primero ya empezaba a ponerse en pie con ciertas dificultades.

Y entonces los dos restantes se abalanzaron sobre ellos.

Madame Lefoux le disparó a uno de ellos con un dardo de madera que salió propulsado desde su reloj de muñeca. El dardo no alcanzó su objetivo prioritario —el pecho— y fue a clavarse en la zona más carnosa de su brazo izquierdo. ¡Ajá!, pensó Alexia, sabía que no era un reloj ordinario. A continuación, la francesa apuñaló al mismo vampiro con la aguja de madera que había extraído de su pañuelo. El vampiro empezó a sangrar por dos puntos, brazo y mejilla, y retrocedió cautelosamente.

—No estamos interesados en usted, pequeña científica. Entréguenos a la chupa-almas y nos marcharemos.

¿Ahora desean conversar? —Alexia estaba furiosa.

El último vampiro arremetió contra ella con la intención evidente de sacarla a rastras de la tienda. Le rodeó la muñeca con una mano e inmediatamente comprendió su error de cálculo.

Al entrar en contacto con Alexia, sus colmillos desaparecieron, junto con su extraordinaria fuerza. Su pálida y delicada piel se tornó rolliza, sonrosada y plagada de pecas. ¡Pecas! El vampiro ya no era capaz de tirar de ella, pero por mucho que Alexia se resistió, le resultó imposible liberarse de su mano. Debía de haber sido un hombre muy fuerte antes de transformarse. Alexia decidió aporrearle con su sombrilla, pero la criatura que había dejado de ser sobrenatural no cedió pese al daño que debía de estar padeciendo. El hombre, que parecía recuperar lentamente su capacidad deductiva, comprendió que debía modificar su estrategia. Giró sobre sus talones y se preparó para voltear a Alexia por encima de su hombro.

Un disparo de arma de fuego resonó por toda la estancia, y antes de poder hacer nada más, el vampiro se desplomó de espaldas, soltando la muñeca de Alexia para poder oprimirse el costado. Alexia miró hacia su izquierda y se sorprendió al ver al imperturbable Floote guardándose en uno de sus bolsillos una Derringer de un único cartucho y empuñadura de marfil aún humeante. Era indudablemente la pistola más pequeña que Alexia había visto nunca. Del mismo bolsillo, Floote extrajo una segunda pistola, esta ligeramente mayor. Ambas eran horriblemente anticuadas, debían de llevar más de treinta años pasadas de moda, pero aun así efectivas. El vampiro que había recibido el disparo seguía en el suelo. Alexia supuso que la bala estaría hecha de algún tipo de madera reforzada, pues parecía seguir provocándole daño. Era altamente probable, comprendió Alexia con una extraña punzada de temor, que un vampiro pudiera morir como consecuencia de un disparo como aquel. La idea de matar a un inmortal le resultaba casi inaceptable. Todo aquel conocimiento perdido en un abrir y cerrar de ojos.

Monsieur Trouvé pareció momentáneamente fascinado.

—Esa es un arma de los nocturnos, ¿me equivoco, señor Floote?

Floote no respondió. Había una acusación inherente en el término, ya que «nocturnos» implicaba una sanción oficial del gobierno de Su Majestad para eliminar a los sobrenaturales. Ningún caballero británico sin autorización podía llevar aquel tipo de arma.

—¿Desde cuándo eres un experto en municiones, Gustave? —Madame Lefoux le dirigió a su amigo una mirada insidiosa.

—Últimamente he desarrollado un interés sincero por la pólvora. Una sustancia muy traicionera, pero enormemente efectiva contra aparatos mecánicos.

—Eso parece —dijo Alexia, reajustando su sombrilla y disparando el último dardo.

—Ya no te queda ninguno —la acusó madame Lefoux, soltando su más efectivo dardo de madera en dirección al aturdido vampiro después de que el proyectil de Alexia diera en su objetivo. Se le clavó en el ojo, del que rezumó una sangre negruzca y espesa. Alexia sintió náuseas.

—En serio, Genevieve, ¿es necesario que apuntes al ojo? Es tan antiestético. —Monsieur Trouvé parecía compartir la repugnancia que sentía Alexia.

—Solo si prometes no volver a utilizar ese juego de palabras.

Por tanto, dos vampiros estaban ahora incapacitados. Los otros dos habían retrocedido hasta quedar fuera del alcance de los dardos, donde se reagruparon. Era evidente que no habían esperado encontrar semejante resistencia.

Madame Lefoux miró a Alexia.

—No te quedes ahí parada y usa el lapis solaris.

—¿Crees que es estrictamente necesario, Genevieve? Parece tan descortés. Podría matar a uno de ellos sin pretenderlo con esa sustancia. Ya hemos tenido suficientes bufonadas por un día. —Señaló con el mentón al vampiro abatido por Floote, el cual seguía ominosamente inmóvil. La raza vampírica era escasa, y la mayoría de sus miembros considerablemente viejos. Asesinar a uno de ellos, aunque fuera en defensa propia, era como destruir intencionadamente un raro queso curado. Ciertamente, un raro queso curado con colmillos y peligroso, pero…

La inventora le dirigió a la preternatural una mirada incrédula.

—Si, cuando lo diseñé pretendía que la muerte fuera definitiva.

Uno de los vampiros volvió a arremeter contra Alexia armado de un cuchillo de perverso aspecto. Era evidente que se estaba adaptando mejor a las habilidades preternaturales de Alexia que su cohorte ahora inerte.

Floote disparó su otra arma.

Esta vez la bala alcanzó al hombre en el pecho. El vampiro cayó hacia atrás, se precipitó sobre una vitrina y se desplomó en el suelo, produciendo el mismo sonido que una alfombra al ser aporreada para desempolvarla.

Alexia no supo si el vampiro que aún quedaba en pie parecía más molesto que sorprendido. No había traído con él ningún arma de proyectiles. El vampiro al que madame Lefoux le había clavado la aguja en el ojo se arrancó el incomodo impedimento óptico y se puso en pie de un salto; la cuenca ocular seguía supurando una sangre negruzca y espesa. Ambos unieron sus fuerzas para una nueva carga.

Madame Lefoux apuñaló y monsieur Trouvé, comprendiendo finalmente la gravedad de la situación, alargó el brazo y cogió de la pared un largo ajustador de resortes de aspecto intimidante. Era de latón, de modo que no era probable que provocara muchos daños, pero serviría para retrasar incluso a un vampiro si se aplicaba correctamente. Un afilado cuchillo de madera apareció ahora en la mano de Floote; dado que las dos pistolas eran de un solo cartucho, eran inservibles. Un hombre muy competente, Floote, pensó Alexia con orgullo.

—De acuerdo, si debo hacerlo, lo haré. Protegeré la retaguardia —dijo Alexia—. Ganaré algo de tiempo.

—¿Cómo? ¿En una relojería? —Madame Lefoux no pudo resistirse.

Alexia le dirigió una mirada fulminante. Entonces abrió y le dio la vuelta a la sombrilla con un movimiento experto para sostenerla por la punta en lugar de por el mango. En una especie de nódulo encima del emisor de disrupción magnética había una pequeña clavija. Dio un pequeño paso al frente, consciente de que podía herir tanto a sus amigos como a los vampiros con aquella arma. Entonces giró la clavija dos veces. Tres varillas de la sombrilla empezaron a escupir una fina lluvia de lapis solaris diluido en ácido sulfúrico.

Al principio los vampiros en desbandada no entendieron qué estaba ocurriendo, pero cuando la mezcla empezó a quemarlos gravemente, retrocedieron para situarse fuera de su alcance.

—¡Por la escalera! —gritó Alexia.

Todos retrocedieron por la estrecha escalera, Alexia en la retaguardia, blandiendo la sombrilla rociadora. El olor del ácido sulfúrico quemando la alfombra y la madera llenó el aire. Unas cuantas gotas salpicaron la falda color burdeos de Alexia. Bueno, pensó resignada, otro vestido que no podré volver a ponerme.

Los vampiros permanecieron alejados del radio de acción de la sombrilla. Para cuando Alexia llegó a la parte superior de las escaleras —subirlas de espaldas y con las manos ocupadas no era una hazaña despreciable vestida con falda larga y polisón—, los otros habían reunido una cantidad considerable de objetos pesados con los que erigir una barricada. La sombrilla de Alexia chisporroteó, después emitió un triste sonido sibilante y dejó de esparcir líquido al agotarse la reserva de lapis solaris.

Los vampiros reanudaron su ataque. Alexia estaba sola en la escalera. Pero madame Lefoux estaba preparada y empezó a lanzarles varios artilugios de aspecto interesante hasta que, en el último instante, Alexia consiguió deslizarse por entre el creciente montón de muebles y baúles que Floote y monsieur Trouvé habían apilado al final de la escalera.

Mientras Alexia recuperaba el aliento y la ecuanimidad, los dos hombres levantaron el improvisado baluarte, izando y dejando caer una montaña de muebles, confiando en que la ley de la gravedad hiciera el resto.

—¿Alguien tiene un plan? —Alexia miró en derredor, esperanzada.

La francesa la miró con una sonrisa maliciosa.

—Gustave y yo estábamos hablando de ello hace un rato. Asegura que aún conserva el ornitóptero que diseñamos en la universidad.

Monsieur Trouvé frunció el ceño.

—Bueno, sí, pero no está certificado por el Ministerio de Eteronáutica para volar en el eterospacio parisino. No esperaba que pretendieras usarlo realmente. No estoy seguro de que los estabilizadores funcionen como es debido.

—No te preocupes por eso. ¿Está en el tejado?

—Por supuesto, pero…

Madame Lefoux cogió a Alexia del brazo y tiró de ella por el pasillo en dirección a la parte posterior del apartamento.

Alexia hizo una mueca pero se dejó arrastrar.

—¡De acuerdo, todos al tejado! Ah, espera un momento, mi bolsa.

Floote desapareció por una puerta para rescatar su precioso equipaje.

—¡No hay tiempo! —insistió madame Lefoux al tiempo que los vampiros, habiendo alcanzado la parte superior de las escaleras, parecían dispuestos a abrirse paso hasta el corredor mediante la aplicación estricta de la fuerza física. ¡Qué vulgar!

—Hay té en ella —manifestó una agradecida Alexia cuando Floote reapareció con la bolsa en una mano.

Entonces oyeron un sonido horripilante: un ruido sordo, un gruñido y el crujido de la carne entre unas mandíbulas enormes e implacables. El estrépito en la barricada se detuvo cuando algo despiadado y de dientes afilados atrajo la atención de los vampiros. Se inició entonces una nueva algarabía: los sonidos propios de la lucha cuando los vampiros trabaron combate con la criatura que les estaba dando caza.

El pequeño grupo de refugiados alcanzó el final del corredor. Madame Lefoux dio un salto y agarró lo que parecía una lámpara de gas pero que resultó ser una palanca que activaba una pequeña bomba hidráulica. Una sección del techo se deslizó hacia abajo, arrastrando con ella una escalerilla desvencijada, obviamente dotada de un sistema de muelles, que golpeó el suelo con un ruido sordo.

Madame Lefoux trepó por ella. Con considerable dificultad, entorpecida por el vestido y la sombrilla, Alexia siguió sus pasos, emergiendo a un atestado tejado cubierto de polvo y arañas muertas. Los caballeros subieron a continuación, y Floote ayudó a monsieur Trouvé a colocar en su sitio la escalerilla para ocultar su retirada. Con un poco de suerte, los vampiros perderían un preciado tiempo intentando descubrir cómo había alcanzado el tejado su presa.

Alexia se preguntó por la identidad de la criatura que había atacado a los vampiros: ¿un salvador, un protector o alguna nueva clase de monstruo que la quería para él solo? No era el momento para una reflexión en profundidad. Los dos inventores estaban ocupados con una máquina peculiar, soltando sogas, comprobando dispositivos de seguridad, asegurando hélices y lubricando piñones. Aquello parecía requerir una cantidad considerable de golpes y maldiciones.

El ornitóptero, pues no podía ser otra cosa, tenía el aspecto de ser un medio de transporte de lo más incómodo. Los pasajeros —había espacio para tres aparte del piloto— iban suspendidos en asientos de piel semejantes a pañales, la parte superior de los cuales se aseguraba alrededor de la cintura mediante correas.

Alexia avanzó decidida, tropezando inapropiadamente con una gárgola.

Monsieur Trouvé encendió un pequeño motor a vapor. La nave se elevó del suelo y se inclinó hacia un lado mientras petardeaba y carraspeaba.

—¡Ya te lo he advertido! ¡Los estabilizadores! —le dijo el relojero a madame Lefoux.

—No puedo creer que no tengas a mano alambre reforzado, Gustave. ¿Qué clase de inventor eres?

—¿No has visto el letrero de la entrada, querida? ¡Relojes! Mi especialidad son los relojes. Y para fabricar relojes no necesito estabilizadores.

Alexia intervino:

—Alambre, ¿es eso todo lo que necesitas?

Madame Lefoux mostró con dos dedos un grosor aproximado.

—Sí, más o menos de este tamaño.

Alexia, antes de sentirse horrorizada por su propia audacia, se levantó la sobrefalda y desabrochó las cintas del polisón. La ropa interior cayó al suelo y Alexia la deslizó en dirección a madame Lefoux de una patada.

—¿Eso servirá?

—¡Perfecto! —exclamó la francesa, quien inmediatamente rasgó la tela y extrajo el bastidor, que entregó a monsieur Trouvé.

Mientras el relojero se afanaba enhebrando el alambre a través de una especie de tubería situada en el morro del artilugio, Alexia subió a bordo, donde descubrió, para su abyecto bochorno, que el diseño de los asientos provocaba que la falda del vestido quedara a la altura de sus axilas y que sus piernas colgaran justo por encima de las enormes alas de la nave, mostrando los bombachos a todo aquel que levantara la vista al cielo. Eran sus mejores bombachos, gracias a Dios, de franela roja y con tres capas de encaje en el dobladillo, pero aun así era una prenda que una dama solo podía mostrar a su doncella o a su marido. Por cierto, que la gripe se llevase al suyo.

Floote se acomodó detrás de ella y madame Lefoux se deslizó en el asiento-pañal del piloto. Monsieur Trouvé regresó junto al motor, situado detrás de Floote y bajo la cola de la nave, y volvió a ponerlo en marcha. El ornitóptero osciló, pero finalmente recuperó la estabilidad. Larga vida al polisón, pensó Alexia.

El relojero reculó con semblante satisfecho.

—¿No viene con nosotros? —Alexia sintió una extraña punzada de pánico.

Gustave Trouvé sacudió la cabeza.

—Planea todo lo que puedas, Genevieve, y podréis llegar a Niza. —Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estrépito del motor. Le entregó a madame Lefoux unas gafas de aumento y una larga bufanda que la inventora utilizó para envolverse la cara, el cuello y el alto sombrero.

Alexia, sujetando contra su amplio pecho la sombrilla y la bolsa, se preparó para lo peor.

—¿Tan lejos? —Madame Lefoux no levantó la cabeza, puesto que estaba muy ocupada comprobando una serie de diales y válvulas bamboleantes—. ¿Has hecho modificaciones, Gustave?

El relojero le guiñó un ojo.

Madame Lefoux le dirigió una mirada recelosa y después asintió brevemente.

Monsieur Trouvé regresó a la cola del ornitóptero e invirtió una hélice de propulsión incrustada al motor de vapor.

Madame Lefoux presionó un botón y, acompañado de un zumbido colosal, las alas de la nave empezaron a batir a una velocidad sorprendente.

—¡Has hecho modificaciones!

El ornitóptero se elevó con un poderoso estallido.

—¿No te lo había dicho? —Monsieur Trouvé sonreía como un niño. A juzgar por el nivel de su tono de voz, su amplio pecho cobijaba unos pulmones prodigiosos—. Reemplacé nuestro modelo original por uno de Eugéne Bourdon, activado mediante cargas de pólvora. Ya te he dicho que últimamente he sentido un interés sincero por ella.

—¿Qué? ¡Pólvora!

El relojero agitó la mano alegremente mientas la nave se elevaba y se alejaba del tejado. Alexia distinguió gran parte de la ciudad de París bajo sus zarandeadas botas.

Monsieur Trouvé se llevó las manos a ambos lados de la boca para hacerse oír.

—Enviaré vuestras cosas a la estación de dirigibles de Florencia.

Se oyó un terrible estruendo y los dos vampiros irrumpieron en el tejado.

La sonrisa de monsieur Trouvé se desvaneció en las profundidades de su impresionante barba y dio media vuelta para hacer frente a la amenaza sobrenatural.

Uno de los vampiros saltó para alcanzar la nave, las manos extendidas por encima de su cabeza. Se acercó lo suficiente para que Alexia pudiera comprobar que tenía una impresionante colección de marcas de dentelladas en el cuello y la cabeza. Su mano pasó a pocos centímetros de la bota de Alexia. Una enorme bestia blanca apareció detrás de él. Cojeando y sangrando, la criatura cargó contra el vampiro aéreo, aterrándolo y arrastrándolo de nuevo al tejado con un terrible golpetazo.

El relojero gritó aterrorizado.

Madame Lefoux hizo algo con los controles y el ornitóptero dio dos poderosas brazadas y se elevó de golpe. Entonces se vio empujado súbitamente por una corriente de aire que lo hizo ladearse peligrosamente. Alexia perdió de vista el tejado, y la acción que se desarrollaba en este, pues el ornitóptero alcanzó una mayor altura y París quedó cubierto por una capa de nubes.

Magnifique! —exclamó madame Lefoux.

Mucho antes de lo que Alexia consideraba posible, la nave alcanzó la primera atmósfera etérica; la brisa que soplaba allí era fresca y le produjo un ligero hormigueo en sus inexcusablemente indecentes piernas. El ornitóptero alcanzó una de las corrientes sudorientales y empezó a deslizarse por ella. Afortunadamente, a partir de aquel momento la nave pudo planear y ya no fue tan necesario el aleteo.

El profesor Lyall debería estar ocupándose de muchas cosas aquella noche: investigaciones del ORA, asuntos de la manada y la vigilancia de la cámara de artilugios de madame Lefoux. Naturalmente, terminó por no hacer ninguna de aquellas cosas. Porque lo que realmente deseaba descubrir era la ubicación actual de lord Akeldama, vampiro, icono de la moda y una horma muy elegante del zapato de mucha gente.

El problema de lord Akeldama —y, según la experiencia de Lyall, siempre había algún problema— era que, mientras él mismo no era una presencia constante en sociedad, sus zánganos sí lo eran. A pesar de una velocidad sobrenatural y un gusto intachable por los cuellos de las camisas, lord Akeldama no podía asistir a todos los actos sociales de importancia que se celebraban a diario. Pero parecía disponer de un ejército de zánganos y asociados que podían y, de hecho, lo hacían. El problema que inquietaba al profesor Lyall actualmente era que no estaban presentes. No solo había desaparecido el vampiro, sino también sus zánganos, sicofantes de diversa índole y farsantes arribistas. Habitualmente, cualquier evento social destacado celebrado en Londres requería de la presencia transitoria de algún joven dandi con los botones del cuello demasiado altos, un amaneramiento demasiado elegante y un interés demasiado sincero para complementar adecuadamente su, por otro lado, frívola apariencia. Estos ubicuos jóvenes, independientemente de lo necio que fuera su comportamiento, el tiempo que dedicaran al juego o la cantidad de champán de calidad que ingirieran, se presentaban ante su maestro con una cantidad tal de información pertinente capaz de poner en ridículo las operaciones de espionaje de Su Majestad.

Y ahora se habían esfumado.

El profesor Lyall no podía identificarlos a todos físicamente ni tampoco por su nombre, pero mientras hacía la ronda de los diversos encuentros, reuniones y clubes de caballeros de Londres aquella tarde, fue dolorosamente consciente de su ausencia colectiva. Aunque él mismo era bien recibido en los mencionados establecimientos, no solían invitarlo, pues su timidez era bien conocida. A pesar de todo, estaba lo suficientemente familiarizado con la alta sociedad como para darse cuenta de las consecuencias que había provocado la desaparición del vampiro en cuestión. Sus celosas y educadas indagaciones no dieron fruto alguno respecto a su paradero ni al motivo que había provocado su desaparición. Por tanto, finalmente no le quedó más remedio que abandonar los refinados salones y dirigirse a los muelles y los burdeles de sangre.

—¿Es nuevo, verdad? ¿Quiere un traguito? Solo cuesta un penique. —El joven instalado en las sombras de una pared de ladrillo estaba pálido y consumido. La sucia bufanda que llevaba al cuello debía de cubrir un considerable número de marcas de mordiscos.

—Parece que ya has tenido suficiente.

—Ni hablar. —En el rostro sucio del chapero de sangre apareció una súbita sonrisa de dientes podridos. Los vampiros solían referirse a aquel tipo de personas como refrigerios.

El profesor Lyall le mostró al chico sus dientes para aclarar que no disponía de los requisitos para aquella tarea.

—Oh, muy bien. No quería ofenderle.

—No lo has hecho. Tengo un penique para ti, de todos modos. Si me facilitas la información adecuada.

El pálido rostro del joven adoptó un semblante impávido y contenido.

—No soy un soplón.

—No necesito los nombres de tu clientela. Estoy buscando a un hombre. Un vampiro. Responde al nombre de Akeldama.

El chapero de sangre se enderezó y se apartó de la pared.

—No le encontrará aquí. Le sobra con los suyos.

—Sí, estoy al corriente de eso. Pero me preguntaba si no conocerías su actual paradero.

El hombre se mordió el labio.

El profesor Lyall le entregó un penique. No había muchos vampiros en Londres, y los chaperos de sangre, que se ganaban la vida a su servicio, solían conocer las actividades de las colmenas locales y los vampiros errantes para poder sobrevivir.

El joven se mordió el labio con más fuerza.

El profesor Lyall le entregó otro penique.

—Se comenta en la calle que se ha ido de la ciudad.

—Continúa.

—¿Cómo? Un maestro como él no puede ser tan móvil.

El profesor Lyall frunció el ceño.

—¿Alguna idea de dónde puede haber ido?

El joven se limitó a sacudir la cabeza.

—¿O por qué?

Otra sacudida.

—Otro penique si puedes indicarme alguien que lo sepa.

—No le va a gustar mi respuesta, señor.

El profesor Lyall le dio otra moneda.

El chapero de sangre se encogió de hombros.

—Vaya a ver a la otra reina, entonces.

El profesor Lyall dejó escapar un gruñido silencioso. Por supuesto, tenía que ser una cuestión de política interna vampírica.

—¿La condesa Nadasdy?

El joven asintió.

El profesor Lyall agradeció la ayuda al joven y detuvo un cabriolé de aspecto sórdido, dándole indicaciones al cochero para que se dirigiera a Westminster. Aproximadamente a mitad de camino cambió de idea. No sería cauto que los vampiros supieran tan pronto que el ORA y la manada de Woolsey estaban tan interesados en la desaparición de lord Akeldama. Tras golpear el techo del coche con el puño, le indicó al cochero que le dejara en el Soho con la intención de visitar a cierta pelirroja.

El profesor Lyall bajó del cabriolé en Picadilly Circus, pagó al cochero y caminó una calle hacia el norte. Incluso a medianoche, resultaba un agradable rincón de la ciudad, repleto de jóvenes con tendencias artísticas, aunque tal vez un poco sucio y descuidado. El profesor Lyall tenía una memoria prodigiosa, y recordaba el brote de cólera de veinte años atrás como si hubiese sido ayer. A veces le parecía oler aún la enfermedad en el aire. Como resultado de ello, el Soho siempre le hacía estornudar.

El apartamento, cuando llamó a la puerta y fue invitado a entrar por una joven doncella, demostró estar recogido y limpio aunque con una decoración demasiado alegre. Ivy Tunstell salió al pasillo para recibirle, sus oscuros rizos balanceándose bajo un gorro de puntilla. El gorro tenía un racimo de rosas azules de seda encima de la oreja izquierda, lo que dotaba a la joven de una apariencia desenfadada. Llevaba puesto un vestido rosa de paseo, y Lyall se alegró al descubrir que no había interrumpido su descanso.

—Señora Tunstell, ¿cómo está usted? Le pido disculpas por molestarla a estas horas de la noche.

—Profesor Lyall, sea bienvenido. Me alegro mucho de verlo. En absoluto. Mantenemos un horario solar. Después de abandonar su servicio, mi querido Tunstell no pudo deshacerse del hábito, y además le viene bien en su nueva profesión.

—Oh, claro, ¿cómo está Tunstell?

—En una audición, ahora mismo. —Ivy condujo a su invitado hasta una diminuta sala de estar, la cual contaba con el espacio estrictamente necesario para dar cabida a un tresillo, dos sillas y una mesita de té. La decoración parecía haber sido elegida con solo una cosa en mente: los tonos pastel. Era una resplandeciente colección de rosas, amarillos pálidos, azules cielo y lilas.

El profesor Lyall colgó su sombrero en un larguirucho y atestado perchero detrás de la puerta y se sentó en una de las sillas. Fue como sentarse dentro de un cuenco lleno de huevos de Pascua. Ivy se instaló en el tresillo. La joven doncella, que les había seguido hasta el salón, le dirigió a la señora de la casa una mirada inquisitiva.

—¿Té, profesor Lyall, o prefiere algo más, mmm, sangriento?

—El té es perfecto, señora Tunstell.

—¿Está usted seguro? Tengo un delicioso riñón para hacer un pastel mañana, y la luna llena se acerca.

El profesor Lyall sonrió.

—Su marido le ha contado cosas sobre los hombres lobo, ¿me equivoco?

Ivy se sonrojó levemente.

—Unas cuantas. Me temo que he sido demasiado curiosa. Su cultura me resulta fascinante. Confío en que no me considere impertinente.

—En absoluto. Pero, de verdad, el té es suficiente.

Ivy asintió a la doncella y la joven salió de la habitación, visiblemente excitada.

El profesor Lyall era un caballero y, como tal, evitó comentar que la fuga de la señorita Hisselpenny, y la consecuente pérdida del escaso estatus que tenía, la convertía en una relación poco deseable para la mayoría. Solo una persona de rango superior, como había sido lady Maccon, podía permitirse el lujo de mantener semejante asociación. Ahora que la propia Alexia había caído en desgracia, Ivy debía de haberse convertido en una auténtica paria social.

—¿Cómo va la sombrerería?

Los ojos color avellana de la señora Tunstell se iluminaron de placer.

—Bien, debo decir que solo ha estado bajo mi tutela un día. Por supuesto, esta tarde también la he mantenido abierta. Soy consciente de que madame Lefoux atiende a la clientela sobrenatural, pero jamás creería las cosas que pueden oírse en una sombrerería. Esta tarde, sin ir más lejos, he descubierto que la señorita Wibbley se ha comprometido.

El profesor Lyall sabía que, con anterioridad a su matrimonio, Ivy había confiado a Alexia, quien en el peor de los casos sentía un profundo desinterés y en el mejor se mostraba más que obtusa, sus chismorreos sociales. Como resultado de ello, Ivy había estado en un constante estado de frustración.

—Entonces, ¿está usted disfrutando?

—Inmensamente. Nunca pensé que el comercio pudiera ser tan divertido. Esta tarde, por ejemplo, nos ha visitado la señorita Mabel. La actriz, no sé si ha oído hablar de ella. —Ivy miró al profesor Lyall inquisitivamente.

El hombre lobo asintió.

—Bien, vino a recoger un encargo especial de la mismísima condesa Nadasdy. Ni siquiera sabía que la condesa llevara sombreros. Quiero decir que, —Ivy miró a Lyall desconcertada—, nunca sale de su casa, ¿verdad?

El profesor Lyall tenía serias dudas que un encargo especial de una reina vampira a madame Lefoux guardara algún parecido con un sombrero, aparte del hecho de que fuera transportado en el interior de una sombrerera. Sin embargo, aquello despertó su interés. Tenía intención de sonsacarle a Tunstell algún tipo de información acerca de la desaparición de lord Akeldama, dado el interés del vampiro por el mundo del teatro y la capacitación de Tunstell en cuestiones investigadoras bajo el tutelaje de Lyall, pero tal vez Ivy tuviera, sin saberlo, alguna información que compartir. Mabel Dair, después de todo, era el zángano favorito de la condesa Nadasdy.

—¿Y qué tal estaba la señorita Dair? —preguntó Lyall con pies de plomo.

La doncella regresó al salón y la señora Tunstell manipuló el carrito del té.

—Oh, no del todo bien. La querida señorita Dair y yo nos hemos hecho casi amigas desde que me casé. Ella y Tunny han aparecido juntos en algunas representaciones. Era evidente que estaba preocupada por algo. Y yo le dije, sí, lo hice, le dije: «¡no tienes buen aspecto! ¿Quieres sentarte y tomar una taza de té?». Y creo que lo hubiera hecho. —Ivy se detuvo un instante para estudiar el rostro impasible del profesor Lyall—. Ya sabrá que ella es, bueno, no me gusta hablar de estas cosas con un caballero de alcurnia, pero ella es, mmm, un zángano. —Ivy susurró aquello último como si le sorprendiera su propio atrevimiento al mantener una estrecha relación con semejante persona.

El profesor Lyall sonrió levemente.

—Señora Tunstell, ¿olvida que trabajo para la Oficina del Registro de lo Antinatural? Conozco perfectamente su estatus.

—Oh, por supuesto. Qué estúpida. —Ivy se recuperó de su bochorno sirviendo una taza de té—. ¿Leche?

—Por favor. Y continúe. ¿La señorita Dair le confío la fuente de su aflicción?

—Bueno, creo que no pretendía que yo lo oyera. Estaba hablando de algo con su acompañante. Ese caballero alto y apuesto que conocí en la boda de Alexia, creo que su nombre era lord Ambrittle.

—¿Lord Ambrose?

—¡Sí, ese! Un hombre muy cortés.

El profesor Lyall evitó comentar que lord Ambrose era, de hecho, un vampiro no demasiado cortés.

—Bien. Parece ser que la señorita Dair sorprendió a la condesa discutiendo con cierto caballero. Un caballero poderoso, aunque no sé muy bien qué significa eso. Y también dijo que la condesa acusaba al mencionado caballero de haberle robado algo a lord Akeldama. Asombroso. ¿Por qué querría un hombre poderoso robarle algo a lord Akeldama?

—Señora Tunstell —dijo el profesor Lyall muy lentamente—, ¿lord Ambrose se dio cuenta de que estaba escuchando la conversación?

—¿Por qué? ¿Es una cuestión significativa? —Ivy se metió en la boca un pétalo de rosa azucarado y parpadeó a su invitado.

—Es ciertamente intrigante. —Lyall dio un sorbo cauteloso a su té. Estaba excelente.

—Odio hablar mal de un hombre tan cortés, pero creo no equivocarme al asegurar que no me reconoció. Puede que pensara que solo era una dependienta. Sorprendente, lo sé, pero en aquel momento estaba detrás del mostrador. —Se detuvo para beber un poco de té—. Pensaba que la información le resultaría de utilidad.

El profesor Lyall miró con detenimiento a la señora Tunstell y se preguntó por primera vez si aquellos rizos oscuros, ojos grandes y ridículos sombreros no serían más que una fachada.

Ivy respondió a tan directa mirada con una sonrisa inocente.

—La gran ventaja —dijo Ivy— de parecer tonta es que la gente se olvida y empieza a creer que también soy estúpida. Profesor Lyall, puede que sea demasiado entusiasta en mi comportamiento y forma de vestir, pero le aseguro que no soy estúpida.

—No, señora Tunstell, me doy perfecta cuenta. —Y lady Maccon, pensó Lyall, no se mostraría tan amigable con usted si lo fuera.

—Creo que la señorita Dair estaba desbordada, de otro modo no se hubiera mostrado tan indiscreta en público.

—Ah, ¿y cuál es su excusa?

Ivy se puso a reír.

—Sé perfectamente, profesor, que mi queridísima Alexia me oculta algunos aspectos de su vida. Su amistad con lord Akeldama, por ejemplo, siempre ha sido un misterio para mí. Es decir, se trata de un hombre demasiado escandaloso. Pero confío en su juicio. De haber estado en la ciudad, le hubiera contado lo que oí. Pero, tal y como están las cosas, supongo que usted es un sustituto adecuado. Mi marido le tiene en gran consideración. Además, creo que algo no termina de encajar. Un poderoso caballero no debería ir por ahí robando las pertenencias de lord Akeldama.

El profesor Lyall conocía perfectamente la identidad del «poderoso caballero» al que se refería Ivy. Lo que significaba que todo aquello se estaba convirtiendo rápidamente en un acertijo cada vez más serio y vampírico. El potentado era el vampiro errante más destacado de Inglaterra, el estratega en jefe de la reina Victoria y su consejero sobrenatural más preciado. Ocupaba un puesto en el Consejo en la Sombra junto al deán, hombre lobo errante y comandante en jefe de la Real Guardia Lupina. Hasta hacía poco, Alexia había sido el tercer miembro. El potentado era uno de los más antiguos vampiros de la isla. Y le había robado algo a lord Akeldama. El profesor Lyall hubiera apostado fuerte a que iba tras el mismo objeto que había provocado que lord Akeldama, y todos sus zánganos, abandonaran Londres.

En menuda caldera de colmillos se está convirtiendo todo esto, pensó.

Aparentemente ajena al explosivo artefacto de vapor sobre el que acababa de posar a su invitado, Ivy Tunstell balanceó sus rizos hacia el profesor Lyall y le ofreció otra taza de té. Lyall decidió que lo mejor que podía hacer en aquel momento era regresar al castillo de Woolsey y dormir un poco. A menudo las intenciones de los vampiros se entendían mejor después de un buen descanso.

Por tanto, declinó el té.