Bajo el nombre Tarabotti
Era primera hora de la tarde, y el sol empezaba a ocultarse, cuando tres compañeros improbables embarcaron en el último dirigible con destino a Calais, que esperaba en el embarcadero sobre los blancos acantilados de Dover. Ningún reportero logró inmortalizar la partida de la famosa lady Maccon. Puede que tuviera que ver con la prontitud con la que había reaccionado a la publicación de la supuesta indiscreción, o puede que se debiera al hecho de que la dama en cuestión viajaba de incógnito, escandalosamente pero de un modo completamente nuevo. En lugar de su atuendo moderno pero radicalmente práctico, Alexia lucía un vestido negro con volantes de chiffon, tirantes amarillos alrededor de la falda y un horrible sombrero también amarillo. Como resultado, se asemejaba ligeramente a un abejorro engreído. Era un disfraz muy ingenioso, pues hacía que la digna lady Maccon pareciera y actuara más como una cantante de ópera envejecida que como una gran dama de la sociedad. Iba acompañada de un joven caballero muy bien vestido y de su ayuda de cámara. Solo podía extraerse una conclusión de aquel grupo: se trataba de una incongruencia en acción.
Madame Lefoux se entregaba con entusiasmo al papel de amante, con profusión de actos de una obsequiosidad aduladora. Se había puesto un bigote extraordinariamente realista para la charada: una cosa larga y encerada que se enroscaba en ambos extremos, justo encima de los hoyuelos. Aunque lograba ocultar buena parte de la feminidad de su rostro gracias a su mera magnitud, la protuberancia tenía el desafortunado inconveniente de provocar risitas intermitentes en Alexia siempre que debía mirar directamente a madame Lefoux. Floote se lo ponía mucho más fácil, pues había vuelto a adoptar sin dificultad aparente su viejo papel de ayuda de cámara, acarreando las cajas de madame Lefoux y el maltrecho baúl de viaje de lady Maccon, el cual parecía tan viejo como Floote y mucho peor conservado.
Fueron recibidos con mal disimulado desprecio por la tripulación y con intencionada y sorprendida indiferencia por parte del resto de los pasajeros. ¡Imagine, semejante relación aireada abiertamente a bordo! Vergonzoso. El consecuente aislamiento complació enormemente a Alexia. A sugerencia de Floote, había adquirido los billetes con su nombre de soltera, Tarabotti, pues después de su matrimonio no había pensado en renovar sus documentos de viaje.
Al principio, madame Lefoux mostró objeciones.
—¿Estás segura de que sería sensato, teniendo en cuenta la reputación de tu padre?
—Más sensato que viajar con el nombre de lady Maccon, supongo. ¿Quién desearía verse relacionada con Conall?
En la seguridad del camarote, Alexia se quitó el sombrero de abejorro y lo lanzó a la otra punta de la habitación, como si fuera una serpiente venenosa.
Mientras Floote se ocupaba de deshacer el equipaje, madame Lefoux se acercó a Alexia y empezó a acariciarle el pelo, liberado de sus confines, como si esta fuera un animalillo asustadizo.
—El nombre Tarabotti solo tiene significado para aquellos familiarizados con lo sobrenatural. Aunque hay algunos que establecerán la conexión un momento u otro, por supuesto. Espero que podamos cruzar Francia antes que los chismorreos.
Alexia no protestó ante las caricias; resultaban reconfortantes. Supuso que madame Lefoux se limitaba a meterse más en el papel. La francesa era una mujer muy entusiasta en aquel tipo de cosas.
Rehusando unirse al resto de los pasajeros, tomaron un refrigerio en el camarote. A juzgar por la rápida aparición y la frescura de los alimentos, la tripulación aprobaba su maniobra. La mayor parte de la pitanza estaba guisada sobre el motor de vapor: un método de preparación refrescante pero básicamente insulso.
Después de cenar, dejaron el camarote y subieron a la cubierta para tomar el aire. Alexia se sorprendió al comprobar que los pasajeros que se estaban relajando a la brisa de éter de la tarde se marcharon precipitadamente al verla llegar.
—Esnobs.
Madame Lefoux sonrió ligeramente desde detrás de su ridículo bigote y se apoyó en Alexia después de que ambas apoyaran los codos en la barandilla para contemplar las oscuras aguas del canal.
Floote las observaba. Alexia se preguntó si el fiel ayuda de cámara de su padre desconfiaba de madame Lefoux porque era francesa, porque era una científica o por su inadecuada forma de vestir. Con Floote, cualquiera de las tres cualidades era una fuente de sospechas.
La propia Alexia no tenía tales reservas. El último mes Genevieve Lefoux había demostrado ser una amiga leal, tal vez un poco comedida en cuestiones del corazón, pero era una mujer que siempre tenía una palabra amable y, más importante, siempre actuaba con inteligencia.
—¿Le echas de menos? —La francesa no tuvo que especificar a quién se refería.
Alexia alargó una mano enguantada y dejó que fluyera sobre las corrientes de éter.
—Me niego a hacerlo. Estoy tan enojada con él. Me ha dejado completamente entumecida. Y me hace sentir lenta y estúpida. —Miró de reojo a la inventora. Genevieve también había experimentado la pérdida—. ¿Mejora?
Madame Lefoux cerró los ojos un instante. Probablemente recordando a Angelique.
—Cambia.
Alexia levantó la vista hacia la luna casi llena. No estaba aún lo suficientemente alta en el cielo para sobresalir por detrás del enorme globo que mantenía a flote el dirigible.
—Ya está cambiando. Esta noche… —Se encogió levemente de hombros—… duele de forma distinta. Las noches de luna llena eran las únicas que permanecíamos juntos, pegados uno al lado del otro. El resto de noches debía evitar el contacto prolongado. A él nunca le importó, pero yo creía que el riesgo no valía la pena, que fuera mortal más tiempo del necesario.
—¿Temías que envejeciera?
—Temía que un lobo errante de mirada perturbada lo despedazara antes de que pudiera soltarlo.
Permanecieron en silencio unos segundos.
Alexia se llevó la mano a la barbilla. Estaba entumecida. Una sensación familiar.
—Sí. Le echo de menos.
—¿Incluso después de lo que ha hecho?
Inconscientemente, Alexia se llevó la otra mano al estómago.
—Siempre fue un poco necio. Si fuera listo, nunca se habría casado conmigo.
—Bueno —madame Lefoux trató de animarla cambiando de tema—, al menos Italia será interesante.
Alexia le dirigió una mirada recelosa.
—¿Estás segura de que entiendes lo que significa esa palabra? Sé que el inglés no es tu lengua materna.
El bigote falso de la inventora se sacudía peligrosamente con la brisa. La francesa se llevó un dedo a la cara para mantenerlo en su sitio.
—Cabe la posibilidad de que descubramos cómo te quedaste embarazada. ¿No sería eso interesante?
Alexia abrió desmesuradamente sus ojos oscuros.
—Sé perfectamente cómo ocurrió. En realidad es una oportunidad para obligar a Conall a reconsiderar sus acusaciones. Lo que es más útil que interesante.
—Ya sabes a qué me refiero.
Alexia levantó la vista al cielo nocturno.
—Después de casarme con Conall, asumí que no tendríamos hijos. Ahora es como si tuviera una especie de enfermedad exótica. Me siento incapaz de alegrarme por ello. Necesitaría saber, científicamente, cómo es posible que esté embarazada. Pero me asusta pensar demasiado en el bebé.
—Tal vez no quieras sentir demasiado apego por él.
Alexia frunció el ceño. Tratar de comprender las emociones propias era una tarea extenuante. Genevieve Lefoux había criado al hijo de otra mujer como si fuera suyo. Debía de haber vivido con el miedo constante a que Angelique llegara un día para alejarlo de ella.
—Puede que lo haga de forma involuntaria. Se supone que los preternaturales nos sentimos repelidos mutuamente, y nuestra progenie hereda nuestra naturaleza. Por lógica, debería ser alérgica a mi propio hijo; ni siquiera podría estar en la misma habitación.
—¿Crees que lo perderás?
—Creo que, si no lo pierdo, me veré obligada a deshacerme de él o enfrentarme a la locura. Siempre y cuando, por obra de algún milagro, sea capaz de sobrevivir al parto, nunca podré compartir con él el mismo aire, no digamos ya tocarlo. Y lo que más me molesta es que el patán de mi esposo me obligue a pasar por todo esto sola. ¿No podría, digamos, haber hablado conmigo de ello? Pero, no, prefiere ir dando tumbos, hacerse el ofendido y emborracharse como una cuba. Mientras yo… —Alexia se interrumpió—. ¡Una idea fantástica! Debería hacer algo igualmente escandaloso.
Tras semejante aseveración, madame Lefoux se inclinó hacia delante y la besó, dulce y suavemente, en la boca.
Aunque no fue precisamente desagradable, tampoco era lo más adecuado en la buena sociedad, ni siquiera entre amigas. Alexia tenía la sensación de que, en ocasiones, madame Lefoux llevaba demasiado lejos aquel aspecto tan francés de su carácter.
—No era exactamente eso en lo que estaba pensando. ¿Tienes coñac?
La inventora se limitó a sonreír.
—Creo que deberíamos descansar.
Alexia se sentía exhausta y derrotada, como una vieja alfombra pisoteada.
—Hablar de los sentimientos propios es agotador. No estoy segura de aprobarlo.
—Entiendo. Pero ¿te sientes mejor?
—Aún odio a Conall y quiero demostrarle que se equivoca. De modo que no, creo que no me siento mejor.
—Pero siempre has sentido eso por tu esposo, querida.
—Cierto. Cierto. ¿Estás segura de que no tienes un poco de coñac?
Aterrizaron en Francia la mañana siguiente sin ningún incidente remarcable. El carácter de madame Lefoux mejoró considerablemente. Descendieron por la pasarela del dirigible, la inventora con paso seguro y ligero, dejando la colorida embarcación balanceándose al extremo de los amarres detrás de ellos. Los franceses, quienes, además de un destacable gusto por los bigotes ridículos, sentían una afición por los artilugios sumamente civilizados, estaban preparados para manipular enormes cantidades de equipaje. Descargaron los baúles de La Diva Tarabotti, las cajas de madame Lefoux y el maletín de Floote en una especie de plataforma que flotaba por medio de cuatro globos de éter, y un mozo indolente se encargó de dirigirla. Madame Lefoux se embarcó en prolongadas discusiones con varios miembros de la tripulación, discusiones que parecían ser más la fórmula general de la conversación que muestras genuinas de vehemencia. Por lo que Alexia pudo colegir, que no fue mucho dada la rapidez con la que se expresaban, parecían existir algunas disputas respecto al coste, la gratuidad y la complejidad de alquilar un transporte a aquellas horas de la mañana.
Madame Lefoux, pese a admitir que el momento del día era inaceptablemente intempestivo, no estaba dispuesta a tolerar ningún retraso en su viaje. Despertó a un jovencito cochero con un bigote especialmente espectacular que los recibió frotándose los ojos. Con el equipaje a bordo del carruaje y Alexia, madame Lefoux y Floote instalados en el interior, recorrieron unas diez millas hasta la estación, donde subieron al tren correo en un viaje de seis horas hasta París vía Amiens. Madame Lefoux prometió, en voz queda, que a bordo les servirían un tentempié. Por desgracia, las provisiones ferroviarias demostraron ser de escasa calidad. Alexia estaba profundamente decepcionada; había oído cosas maravillosas respecto a la cocina francesa.
Llegaron a primera hora de la tarde, y Alexia descubrió, para su fastidio, pues lo desconocía todo de los climas foráneos, que París resultaba una ciudad tan sucia y atestada como Londres; la única diferencia parecía ser que los edificios eran más elevados y que los caballeros sentían una mayor estima por los bigotes. No se dirigieron directamente a la ciudad. A pesar de la urgente necesidad de tomar un té, la posibilidad de que les siguieran ocupaba un lugar preeminente en los pensamientos de todos. Fueron a la principal estación de la ciudad, donde Floote fingió comprar tres billetes, y provocaron un tremendo alboroto mientras se disponían a coger el siguiente tren con destino a Madrid. Subieron por un lado del tren con todo su equipaje, para después salir por el otro, para irritación de un sufrido mozo que recibió una considerable propina por su paciencia. A continuación, salieron por la puerta trasera de la estación y subieron a un carruaje grande pero desastrado. Madame Lefoux le dio indicaciones al cochero para que les llevara a una pequeña y desvencijada relojería, situada junto a una panadería, en lo que parecía, lamentablemente, el barrio comercial de París.
Consciente de ser una fugitiva y de no poder mostrarse quisquillosa, Alexia siguió a madame Lefoux al interior del diminuto establecimiento. Al reconocer el pequeño pulpo de latón sobre la puerta, no pudo evitar una sacudida aprensiva. Una vez dentro, sin embargo, sus miedos se disiparon rápidamente, siendo reemplazados por la curiosidad. El interior estaba literalmente atestado de relojes y otros artilugios similares de todas las formas y tamaños. Desgraciadamente, madame Lefoux atravesó la tienda a paso ligero, se adentró en una habitación trasera y subió un tramo de escaleras, llegando, sin pompa ni ceremonia alguna, a una diminuta recepción que daba paso a una serie de apartamentos residenciales situados encima de la tienda.
Alexia se encontró rodeada y abrazada por una habitación tan acogedora y con tanta personalidad que se asemejaba más a un pudin de ciruelas que a una estancia. Todo el mobiliario tenía un aspecto cómodo y gastado, y los cuadros colgados en las paredes resultaban igualmente agradables. Al contrario que en Inglaterra, donde prevalecía la cortesía debida a los sobrenaturales y, por tanto, el interior de las casas se protegía con gruesas cortinas, aquella habitación era luminosa y estaba bien iluminada. Las ventanas, con vistas a la calle, estaban abiertas, y el sol entraba por ellas sin tapujos. Para Alexia, sin embargo, el aspecto más acogedor del lugar era la miriada de artilugios y artefactos mecánicos diseminados por doquier. En contraste con la cámara de ingenios de madame Lefoux, la cual no tenía más propósito que el de la producción, aquella casa era también un taller. Había engranajes apilados sobre labores de punto a medio terminar y mecanismos con manivelas pegados a cubos de carbón. Era un matrimonio entre la domesticidad y la tecnología que para Alexia resultaba novedoso.
Madame Lefoux exhaló un gritito extraño pero no se detuvo a admirar nada de lo anteriormente descrito. Con la seguridad del visitante habitual, se acomodó grácilmente en un suave sofá. Alexia, considerando aquel comportamiento altamente irregular, se resistió a imitarla en un primer momento, pero el cansancio del viaje prolongado la convenció finalmente de dejar de lado el ceremonial. Floote, quien no parecía cansarse nunca, entrelazó las manos a la espalda y adoptó su postura favorita de mayordomo junto a la puerta.
—¡Genevieve, querida, qué placer tan inesperado! —El caballero que entró en la habitación se ajustaba perfectamente a la casa: delicado, amistoso y plagado de artilugios. Llevaba un mandil de piel con profusión de bolsillos, unos anteojos apoyados en la nariz, unas optifocales en lo alto de la cabeza y un monóculo colgado del cuello. Hablaba en francés, pero afortunadamente bastante más despacio que las personas que Alexia había conocido hasta entonces, lo que le permitió seguir la conversación.
—¿Hay algo diferente en ti? —El hombre ajustó sus anteojos y contempló a madame Lefoux un momento a través de ellos. Aparentemente, no identificando al culpable en el enorme bigote que cubría el labio superior de la inventora, añadió—: ¿Llevas un sombrero nuevo?
—Gustave, nunca cambiarás, ¿verdad? Espero que nos disculpes por una visita tan inesperada. —Madame Lefoux se dirigió a su anfitrión en el inglés de la reina, en deferencia a Alexia y Floote.
El caballero pasó sin dificultad a expresarse en la lengua nativa de Alexia como si para él fuera tan natural como la suya propia. Al mismo tiempo, pareció reparar en la presencia de Alexia y Floote.
—En absoluto, en absoluto, te lo aseguro. Me encanta la compañía. Siempre es bienvenida. —El tono de su voz y el brillo en sus ojillos sugería una autenticidad en las sutilezas sociales—. ¡Y me has traído invitados! Maravilloso. Estoy encantado, encantado.
Madame Lefoux hizo las presentaciones.
—Monsieur Floote y madame Tarabotti, este es mi querido primo, monsieur Trouvé.
El relojero dirigió a Floote una mirada comedida e inclinó la cabeza. Floote le devolvió el gesto, tras lo cual, Alexia se convirtió en el centro del escrutinio de los anteojos.
—¿No será esa Tarabotti?
Alexia no se atrevería a decir que monsieur Trouvé se quedó estupefacto, pero era evidente que estaba más que complacido. Resultaba difícil valorar la naturaleza exacta de su expresión, puesto que, además del omnipresente bigote, el relojero también ostentaba una barba rubia de tales proporciones que empequeñecería un arbusto de moras. Era como si el bigote se hubiera vuelto demasiado entusiasta y, embargado por el espíritu aventurero, hubiese decidido conquistar los confines australes de su cara en una guerra sin cuartel.
—Su hija —confirmó madame Lefoux.
—¿Es eso cierto? —El francés miró a Floote, nada menos, en busca de confirmación.
Floote asintió de manera cortante. Una sola vez.
—¿Tan malo es ser la hija de mi padre? —preguntó Alexia.
Monsieur Trouvé enarcó sus pobladas cejas y sonrió. Fue una sonrisa tímida, diminuta, que apenas se hizo visible entre la mata de su barba.
—¿Debo asumir que nunca conoció a su padre? No, por supuesto, no pudo conocerle, ¿no es así? No si es usted su hija. —Esta vez miró a madame Lefoux—. ¿Lo es realmente?
Madame Lefoux exhibió sus hoyuelos.
—Sin duda.
El relojero se llevó el monóculo a la cara y miró con este y los anteojos a Alexia.
—Extraordinario. Una mujer preternatural. Creía que no viviría para verlo. Es todo un honor tenerla aquí, madame Tarabotti. Genevieve, siempre me traes sorpresas deliciosas. Y peligrosas, pero no hablaremos de eso ahora, ¿verdad?
—Mejor que eso, primo… Está embarazada. Y el padre es un hombre lobo. ¿Qué te parece?
Alexia miró a madame Lefoux reprobadoramente. ¡No habían discutido la posibilidad de revelarle al relojero francés los detalles de su condición!
—Tengo que sentarme. —Monsieur Trouvé avanzó a tientas hasta una silla próxima y se dejó caer en ella. Respiró hondo y después examinó a Alexia con mayor interés si cabe. Esta se preguntó si el relojero intentaría también observarla con las optifocales.
—¿Está segura?
Alexia se puso tensa. Estaba realmente harta de que la gente cuestionara su palabra.
—Completamente. Se lo aseguro.
—Asombroso —dijo el relojero, quien parecía haber recobrado parte de su ecuanimidad—. No pretendía ofenderla, disculpe. Debe comprender que usted es una maravilla de la era moderna. —Volvió a observarla a través del monóculo—. Aunque no se parece usted mucho a su querido padre.
Alexia miró de forma vacilante a Floote y después le preguntó a monsieur Trouvé:
—¿Hay alguien que no conociera a mi padre?
—Oh, mucha gente. Él prefería que las cosas fueran de ese modo. Pero se movía por mi círculo, o mejor dicho, por el de mi padre. Solo le vi una vez, cuando yo solo contaba seis años. De todos modos, le recuerdo perfectamente. —El relojero volvió a sonreír—. Debo decir que su padre tenía la costumbre de hacerse notar.
Alexia no pudo asegurar si semejante comentario tenía una vertiente desagradable o no. Entonces comprendió que sí. Dado lo poco que ella misma sabía de su padre, la pregunta debería ser: ¿a qué aspecto desagradable de su padre se refería el francés? Aun así, la curiosidad logró imponerse.
—¿Círculo?
—La Orden.
—¿Mi padre era inventor? —preguntó una sorprendida Alexia. Nunca había oído algo semejante de Alessandro Tarabotti. Todas las entradas de su diario indicaban que era más un destructor que un creador. Además, según la tradición, los preternaturales eran incapaces de inventar nada. Carecían de la necesaria imaginación y alma.
—Oh, no, no. —Monsieur Trouvé se atusó pensativamente la barba con dos dedos—. Era más bien un cliente irregular. Siempre llegaba con las peticiones más extrañas. Recuerdo una vez que mi tío comentó que su padre había pedido un… —El relojero miró en dirección a la puerta y, aparentemente, vio algo en esta que le hizo detenerse—. Ah, sí, no importa.
Alexia echó un vistazo para comprobar qué había provocado una interrupción tan súbita en un caballero tan sociable. Pero no vio nada, solo a Floote, impasible como siempre, con las manos a la espalda.
Alexia le dirigió a madame Lefoux una mirada interrogativa.
La francesa, no obstante, ni se inmutó, limitándose a excluirse de la conversación.
—Primo, ¿te parece bien que vaya a pedirle un poco de té a Cansuse?
—¿Té? —Monsieur Trouvé parecía desconcertado—. Bueno, si es lo que quieres. Me da la impresión de que has pasado demasiado tiempo en Inglaterra, querida Genevieve. Pensaba que una ocasión como esta merecía un poco de vino. O brandy tal vez. —Volvió a mirar a Alexia—. ¿Le apetece una copa de brandy? Parece necesitar algún tipo de tónico, querida.
—Oh, no, muchas gracias. El té es más que adecuado. —En realidad, Alexia pensaba que el té era una idea excelente. Habían tardado más de una hora en llevar a cabo el subterfugio ferroviario, y aunque sabía que era una medida sensata, su estómago reclamaba atención. Desde la aparición del inconveniente prenatal, la comida se había convertido, de una forma u otra, en una cuestión apremiante. Siempre le había dedicado a la comida más atención de la estrictamente necesaria para la seguridad de su figura, pero últimamente gran parte de sus pensamientos estaban ocupados en saber dónde encontrarla, cuánto tiempo tardaría en engullirla y, mucho más importante, si permanecería definitivamente en su estómago o no. Otra cosa de la que culpar a Conall. ¿Quién hubiera pensado que algo conseguiría alterar mis hábitos alimenticios?
Madame Lefoux salió de la habitación. Se produjo una incómoda pausa durante la cual el relojero siguió mirando a Alexia.
—Dígame —empezó Alexia cautelosamente—, ¿con qué parte de la familia de Genevieve está usted emparentado?
—Oh, en realidad no estamos emparentados. Genevieve y yo fuimos juntos a la escuela, a la École des Arts et Métiers. ¿Ha oído hablar de ella? Por supuesto que sí. Naturalmente, en aquel entonces ella era él… a nuestra Genevieve siempre le ha gustado hacerse pasar por hombre. —Otra pausa durante la cual las pobladas cejas del relojero adoptaron un gesto reconcentrado—. ¡Ajá, eso es lo que era distinto! Vuelve a llevar ese ridículo bigote. Hacía mucho tiempo que no lo usaba. Deben de estar viajando de incógnito. ¡Qué divertido!
Alexia se sintió invadida por el pánico. No sabía si debía hablarle a aquel hombre tan afable del peligro que les acechaba en la forma de una horda vampírica.
—No se inquiete. No me atrevería a husmear en sus asuntos. Además, le enseñé a Genevieve todo lo que sabe sobre mecanismos de relojería. Y también sobre el mantenimiento de bigotes, ahora que lo pienso. Y algunas otras cosas de importancia. —El relojero se atusó el bigote con el índice y el pulgar.
Alexia no entendió del todo el significado de sus palabras. Por suerte, el regreso de madame Lefoux le evitó tener que seguir con la conversación.
—¿Dónde está tu esposa? —le preguntó la francesa a su anfitrión.
—Ah, sí, eso. Hortense, bueno, murió el año pasado.
—Oh. —Madame Lefoux no parecía especialmente disgustada por la noticia, solo sorprendida—. Lo siento.
El relojero se encogió ligeramente de hombros.
—A Hortense nunca le gustó armar mucho alboroto. Cogió un pequeño resfriado en la Riviera y, poco después, se rindió y expiró.
Alexia no supo qué pensar de una actitud tan displicente.
—Mi esposa era como un nabo.
Alexia decidió mostrarse sutilmente divertida ante aquella muestra de falta de afecto.
—¿A qué se refiere?
El relojero volvió a sonreír. Era evidente que esperaba la pregunta.
—Insulsa, buena como acompañamiento pero solo apetecible cuando no hay nada más disponible.
—¡Gustave! —Madame Lefoux fingió sentirse escandalizada.
—Pero no hablemos más de mí. Hábleme de usted, madame Tarabotti. —Monsieur Trouvé se acercó a ella.
—¿Qué le gustaría saber? —Alexia deseaba preguntarle más cosas sobre su padre pero comprendió que el momento había pasado.
—¿Funciona igual que un hombre sin alma? Su habilidad para negar lo sobrenatural, ¿es similar?
—Nunca he conocido a ningún otro preternatural, pero siempre he asumido que sí.
—Entonces, ¿el contacto físico o la proximidad provoca una rápida reacción en la víctima?
A Alexia no le gustaba el término «víctima», pero la descripción del francés de sus habilidades era muy precisa, de modo que asintió.
—¿Se dedica usted a estudiarnos, monsieur Trouvé? —Quizá podía ayudarla en su apuro prenatal.
El hombre sacudió la cabeza y entornó los ojos, divertido. Alexia cada vez se sentía más cómoda con la copiosidad capilar del relojero, pues gran parte de su expresividad dependía de los ojos.
—Oh, no, no. Nada podría estar más alejado de mi esfera de interés.
Madame Lefoux le dirigió a su viejo compañero de estudios una mirada inquisitiva.
—No, Gustave, nunca has estado interesado en la ciencia etérica. No hay suficientes artilugios.
—¿Soy un objeto de la ciencia etérica? —Alexia estaba desconcertada. En su experiencia como dama culta, dichos estudios se centraban en las sutilezas de la aeronáutica y en los viajes supra-oxigénicos, no en los preternaturales.
Una sirvienta tímida y diminuta trajo el té, o lo que Alexia supuso que en Francia hacían pasar como tal. La sirvienta llegó acompañada de un carrito bajo con refrigerios, el cual parecía estar arrastrándola a ella por la vivienda, y que producía un familiar sonido chirriante al avanzar. Cuando la sirvienta dejó la bandeja sobre la mesa, Alexia profirió un chillido involuntario de alarma. Ignorante de sus propias habilidades atléticas, Alexia saltó por encima del sofá.
Y en el papel de lacayo en la farsa francesa de esta noche, pensó con un regusto de aterrada hilaridad, una mariquita mecánica asesina.
—Santo cielo, madame Tarabotti, ¿se encuentra usted bien?
—¡Mariquita! —logró chillar Alexia.
—Ah, sí, un prototipo de un pedido reciente.
—¿Quiere decir que no pretende matarme?
—Madame Tarabotti, le aseguro que en mi propia casa jamás cometería la grosería de matar a alguien con una mariquita.
Alexia regresó cautelosamente a su posición original mientras observaba con recelo cómo el insecto mecánico, indiferente pese a su corazón palpitante, correteaba detrás de la sirvienta en dirección al vestíbulo.
—Entiendo que es uno de sus artilugios.
—Ciertamente. —El francés le dirigió una mirada orgullosa al insecto que se alejaba.
—He tenido un encuentro previo con él.
Madame Lefoux posó sus ojos acusadores en monsieur Trouvé.
—¡Primo, creía que estabas en contra de la fabricación de armas!
—¡Lo estoy! Y debo decir que lamento mi implicación.
—Bien, pues los vampiros las han convertido en eso —dijo Alexia—. Tuve un encuentro con una horda de mariquitas asesinas, enviadas a atacarme mientras circulaba en mi carruaje. Esas mismas antenas que las suyas utilizan para transportar la bandeja han sido reemplazadas con jeringas.
—Y una explotó cuando me disponía a examinarla —añadió madame Lefoux.
—¡Qué horror! —El relojero frunció el ceño—. Muy ingenioso, por supuesto, pero les aseguro que no tengo nada que ver con las modificaciones. Debo disculparme con usted, querida. Este tipo de cosas son habituales cuando uno trata con vampiros. Aunque resulta difícil rechazar a unos clientes tan constantes y puntuales.
—¿Puedes revelar el nombre de tu cliente, primo?
El relojero frunció el ceño.
—Es un caballero americano. Un tal señor Beauregard. ¿Le conocen?
—Parece un seudónimo —dijo Alexia.
Madame Lefoux asintió.
—Me temo que en esta parte del mundo es habitual utilizar testaferros. A estas alturas la pista debe de haberse enfriado considerablemente.
Alexia suspiró pesarosa.
—Ah, mariquitas mortales. Son cosas que pasan, monsieur Trouvé. Lo entiendo perfectamente. ¿Podría subsanarlo con una taza de té, quizá?
—Por supuesto, madame Tarabotti. Por supuesto.
Ciertamente había té, de una calidad cuestionable, pero el interés de Alexia se centraba en la comida a su disposición. Había montoncitos de vegetales crudos —¡crudos!— y una especia de carne gelatinosa prensada con diminutas galletitas digestivas de insípido aspecto. No parecía haber nada dulce. Alexia se mostró profundamente recelosa de todo el surtido. No obstante, tras servirse una pequeña cantidad de bocaditos, descubrió que la calidad de la comida era más que deliciosa, con la única salvedad del té, el cual demostró poseer un gusto tan indiferente como su aspecto inicial hacía sospechar.
El relojero picoteó delicadamente algunas viandas pero se excusó de tomar ninguna libación, comentando que consideraba el té una bebida mucho más recomendable servida con hielo. En el caso de que el hielo, por supuesto, fuera un artículo menos costoso. Tras lo cual, Alexia perdió toda esperanza respecto a la integridad moral del relojero.
El francés reanudó la conversación con madame Lefoux como si no hubieran sido interrumpidos.
—Todo lo contrario, mi querida Genevieve, siento el suficiente interés por el fenómeno etérico como para estar al día de la literatura italiana sobre la materia. Al contrario que las teorías británicas y americanas sobre las naturalezas morales volátiles, enajenaciones sanguíneas y humores febriles, las sociedades científicas italianas sugieren que las almas están conectadas con determinados procesos dermatológicos relacionados con el ambiente etérico.
—Por el amor de Dios, eso es ridículo. —Alexia no estaba impresionada. Y al inconveniente prenatal tampoco parecieron impresionarle los vegetales crudos. Alexia dejó de comer y se llevó una mano al estómago. Maldita molestia. ¿No podía dejarla en paz durante al menos una comida?
Floote, ocupado con sus propios comestibles, se acercó inmediatamente a ella, el rostro mudado por la preocupación.
Alexia le hizo un gesto con la cabeza para tranquilizarlo.
—Ah, ¿es usted una lectora de literatura científica, madame Lefoux?
Alexia inclinó la cabeza.
—Bien, puede que a usted le resulte absurdo, pero yo creo que sus ideas son dignas de mención. Sobre todo teniendo en cuenta que esta teoría en particular ha servido para detener temporalmente las vivisecciones sancionadas por los Templarios de sujetos sobrenaturales.
—¿Es usted progresista? —Alexia estaba sorprendida.
—Intento mantenerme al margen de la política. No obstante, en Inglaterra las cosas no parecen ir mal después de la aceptación de lo sobrenatural. Eso no quiere decir que lo apruebe. Pero obligarles a ocultarse también tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, me encantaría tener acceso a las investigaciones científicas llevadas a cabo por los vampiros. ¡Las cosas que saben sobre relojes! Tampoco creo que los sobrenaturales deban ser perseguidos y tratados como animales, como hacen los italianos.
La pequeña habitación en la que se encontraban se iluminó con una luz dorada a medida que el sol se ponía sobre los tejados parisinos.
El relojero se interrumpió al reparar en el cambio producido.
—Bien, bien, creo que ya hemos conversado suficiente. Deben de estar exhaustas. Se quedarán esta noche conmigo, supongo.
—Si no es demasiada molestia, primo.
—En absoluto. Aunque tendrán que perdonar la estrechez de los aposentos. Me temo que las señoras deberán compartir la misma cama.
Alexia sondeó a madame Lefoux con la mirada. La francesa había dejado muy claras sus preferencias e intereses.
—Creo que mi virtud está a salvo.
Por su expresión, Floote no parecía muy convencido.
Alexia le miró burlonamente. Era imposible que el exayuda de cámara de su padre fuera un mojigato en cuestiones de la carne. ¿O sí? Floote tenía ideas extremadamente rígidas respecto a lo que se consideraba un atuendo sensato y las formas sociales, pero nunca le había visto pestañear siquiera ante los indecorosos comportamientos privados de la bulliciosa manada del castillo de Woolsey. Alexia frunció ligeramente el ceño en su dirección.
Floote siguió mirándola impertérrito.
¿Tal vez aún desconfiara de madame Lefoux por alguna razón?
Puesto que lograr entenderlo no arrojaría ningún resultado, y como hablar con Floote —o para ser más precisos, hablarle a Floote— nunca servía de nada, Alexia pasó por su lado, siguiendo a monsieur Trouvé por la escalera y hasta una diminuta habitación.
Alexia, quien se había puesto un cómodo vestido de tafetán color crema, disfrutaba de una pequeña siesta previa a la cena cuando la despertó un monumental barullo procedente de la relojería en el piso inferior.
—Oh, por el amor de Dios, ¿qué ocurre ahora?
Con la sombrilla en una mano y la bolsa en la otra, salió precipitadamente al pasillo, muy oscuro al no haber sido encendidas aún las luces. Un tenue resplandor emanaba de la tienda.
Alexia tropezó con Floote al pie de las escaleras.
—Madame Lefoux y monsieur Trouvé han estado discutiendo sobre cuestiones relativas a relojes durante su ausencia —la informó en voz queda.
—Eso no puede provocar semejante escándalo.
Algo golpeó la puerta principal. Al contrario que en Londres, las tiendas parisinas no permanecían abiertas hasta tarde para atender a los clientes licántropos o vampiros. Cerraban antes del anochecer, y quedaban atrancadas para mantener alejada a la posible clientela sobrenatural.
Alexia y Floote bajaron apresuradamente la escalera, esto es, tan deprisa como podían hacerlo un digno mayordomo y una mujer de enjundia embarazada. Al llegar al piso de abajo, Alexia pensó que la política de puertas cerradas de París estaba perfectamente justificada, pues al entrar en la relojería, cuatro vampiros corpulentos hacían lo propio por la abatida puerta principal. Tenían los colmillos al aire, y no parecían estar a favor de las presentaciones formales.