En el que Ivy Hisselpenny y el profesor Lyall asumen demasiada responsabilidad

—¿Italia?

—El semillero del sentimiento antisobrenatural —dijo el profesor Lyall con desdén.

—El pozo del fanatismo religioso —añadió Tunstell.

—Los Templarios. —Aquello último lo dijo Floote, casi en un susurro.

—Creo que es una idea perfectamente lógica —dijo Alexia, inexpresiva.

Madame Lefoux examinó el rostro de Alexia comprensivamente.

—¿Cree que los Templarios pueden explicar cómo consiguió fecundarla lord Maccon?

—¿Por qué no me lo cuentas tú? Una vez me dijiste que habías leído un fragmento de las Normas Mejoradas de los Templarios.

—¿Que hizo qué? —El profesor Lyall parecía impresionado.

Floote miró a la francesa con renovada desconfianza.

—Tienen que saber algo sobre esto. —Alexia se señaló su plano estómago con un dedo acusador.

Aunque madame Lefoux parecía meditabunda, al parecer no quería tentar a Alexia con la falsa esperanza.

—Creo que se mostrarán tan intrigados de conocer a una mujer preternatural que se acercarán a usted imprudentemente. Sobre todo si descubren que está embarazada. Son guerreros, sin embargo, no intelectuales. No estoy segura de que puedan proporcionarle lo que realmente desea.

—Oh, ¿y qué es lo que deseo?

—Recuperar el respeto de su esposo.

Alexia le dirigió una mirada asesina a la francesa. ¡Cómo se atreve! No deseaba recuperar el amor de esa bola de pelo desleal. Solo deseaba demostrarle que estaba equivocado.

—Creo —dijo el profesor Lyall antes de que Alexia emprendiera su diatriba— que está a punto de adentrarse en una colmena de abejas.

—Mientras no sea una colmena de mariquitas, estaré bien.

—Creo —dijo Floote— que debería acompañarlas, señoras.

Ninguna de las damas en cuestión puso objeción alguna.

Alexia levantó un dedo.

—Profesor Lyall, ¿puedo recomendar el establecimiento de una fecha para una transmisión eterográfica normal? Aunque eso presuponga que seremos capaces de encontrar un transmisor público.

—Últimamente se han hecho mucho más populares. —Era evidente que madame Lefoux aprobaba la idea.

El Beta asintió.

—Es una excelente idea mantener un intervalo de tiempo abierto en el cuartel general del ORA. Le proporcionaré una lista con los nombres y ubicación de los transmisores para los cuales disponemos de válvulas cristalinas de frecuencia, y con los cuales, por tanto, podemos transmitir. Si no recuerdo mal, en Florencia hay uno excelente. Debe entender que nuestro aparato no es tan sofisticado como el de lord Akeldama.

Alexia asintió. Lord Akeldama había adquirido recientemente el mejor y más moderno transmisor eterográfico, pero el del ORA era anticuado y voluminoso.

—También necesitaré una válvula para el transmisor italiano.

—Por supuesto. Le enviaré a un agente inmediatamente. ¿Acordamos el momento justo antes del atardecer? Ordenaré a mis hombres que preparen el nuestro para recibir desde Florencia y esperaremos que nos llegue algo de usted en algún momento en esa frecuencia. Aunque solo sea para saber que sigue viva.

—Oh, eso es muy optimista por su parte —dijo Alexia fingiéndose ofendida.

El profesor Lyall no se disculpó.

—Entonces, Italia, ¿no es así? —Madame Lefoux se frotó las manos como si se dispusiera a embarcarse en una aventura.

Lady Maccon observó a los cuatro reunidos a su alrededor.

—Una vez en la vida debería visitarse la tierra donde uno tiene las raíces, ¿no creen? Supongo que el coche con mis pertenencias ya habrá llegado. —Se dio la vuelta para marcharse. Los otros la siguieron—. Tendré que rehacer el equipaje. Mejor hacerlo rápidamente, antes de que ocurra otra contrariedad.

Madame Lefoux le tocó un brazo antes de que pudiera salir.

—¿Qué más le ha ocurrido esta mañana?

—¿Aparte del anuncio en la prensa sobre mi vergonzosa condición y el ataque de violentas mariquitas? Bueno, la reina Victoria me ha destituido del Consejo en la Sombra, mi familia me ha echado de casa y lord Akeldama ha desaparecido dejando únicamente un lacónico mensaje en el cuello de un gato. Lo que me recuerda… —Lady Maccon extrajo el misterioso collar metálico de su tocado y lo agitó delante de madame Lefoux—. ¿Qué opinas de esto?

—Una cinta magnética de resonancia auditiva.

—Lo que imaginaba.

El profesor Lyall lo observó con interés.

—¿Tiene una cavidad de resonancia decodificadora?

Madame Lefoux asintió.

—Por supuesto. Tiene que estar por aquí.

La francesa desapareció detrás de un enorme montón de piezas que parecían los componentes desmembrados de un motor a vapor de dirigible combinados con media docena de formidables cucharas. Regresó con un objeto que se asemejaba mucho a un sombrero en forma de conducto de estufa, sin ala, montado sobre la base de una tetera con una manivela y una trompeta brotando de la parte inferior.

Lady Maccon no hizo ningún comentario al ver tan extraño ingenio, sino que se limitó a entregarle la cinta metálica.

La inventora introdujo la cinta por una ranura del sombrero y giró la manivela para deslizarla a través del dispositivo. Como resultado de ello, se produjo un sonido metálico parecido al que produciría un piano después de inhalar helio. La francesa accionó la manivela cada vez más rápido. Las ranuras encajaron y una voz estridente cobró vida.

—Abandona Inglaterra —dijo en un menudo tono metálico—. Y ten cuidado con los italianos que hacen bordados.

—Muy útil —fue el comentario de madame Lefoux.

—¿Cómo diablos sabía que elegiría Italia? —A veces lord Akeldama aún lograba sorprenderla. Se mordió el labio—. ¿Bordados? —Lord Akeldama no solía priorizar un factor vital como el asesinato por otro como la moda—. Estoy preocupada por él. ¿Es seguro que abandone su domicilio? Es decir, comprendo que al ser un errante no pueda recurrir a la colmena, pero tenía entendido que los errantes estaban vinculados a un lugar. Amarrados, un poco como los fantasmas.

El profesor Lyall se tiró del lóbulo de la oreja pensativamente.

—Yo que usted no me preocuparía en exceso, señora. Los errantes tienen una capacidad itinerante mucho más desarrollada que los vampiros dependientes de una colmena. Para empezar, hace falta una considerable cantidad de alma para romper la dependencia de una reina, y cuanto mayor es el errante, más móviles son. Es precisamente su capacidad de movimiento lo que les permite mantener el favor de la colmena local. Son poco fiables pero muy útiles. Y como el errante necesita a la reina para convertir a sus zánganos, dependen mutuamente para su supervivencia. ¿Ha visto el informe del ORA sobre lord Akeldama?

Lady Maccon se encogió de hombros evasivamente. Aunque había husmeado en más de una ocasión en los asuntos de su esposo, no creía que Lyall necesitara conocer aquel tipo de información.

—Bueno, pues es muy interesante. No tenemos registrada ninguna colmena a la que haya pertenecido, lo que indica que es un errante desde hace mucho tiempo. Me inclino a pensar que puede alejarse bastante de los límites de la ciudad, quizá incluso hasta Oxford, sin ninguna consecuencia física o psicológica. Probablemente no sea tan móvil como para viajar por el éter ni cruzar el estrecho, pero no me cabe duda de que tiene la capacidad de desaparecer fácilmente.

—¿Desparecer fácilmente? ¿Estamos hablando del mismo lord Akeldama? —El vampiro en cuestión poseía excelentes cualidades, entre ellas, un gusto admirable por los chalecos y un ingenio mordaz, pero la sutileza no era una de ellas.

El profesor Lyall sonrió.

—Si fuera usted, dormiría plácidamente, lady Maccon. Lord Akeldama es perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

—De algún modo, no encuentro muy sincera la llamada a la calma de un hombre lobo respecto a un vampiro.

—¿No debería estar más preocupada por sí misma?

—¿Qué placer encontraría en eso? Los problemas de los demás siempre son mucho más divertidos.

Tras aquello, lady Maccon encabezó la marcha hacia el corredor, la cámara de ascenso, la sombrerería y, finalmente, la calle, donde supervisó la descarga de su equipaje y despidió al cochero. El hombre pareció agradecer el hecho de poder regresar a la relativa cordura del domicilio de los Loontwill, donde excitables miembros de la aristocracia no le agredían con mariquitas mecánicas.

El profesor Lyall detuvo un cabriolé para dirigirse al cuartel general del ORA y continuar allí lo que prometía ser un día de lo más ajetreado. Floote aprovechó el carruaje de Woolsey y regresó al castillo para recoger sus escasas pertenencias. Convino reunirse con las dos damas en el Chapeau de Poupe en el plazo de cuatro horas. Se acordó que debían emprender el viaje lo antes posible, y hacerlo bajo la relativa protección de la luz del día. Madame Lefoux, por supuesto, ya tenía preparado su equipaje.

Lady Maccon emprendió inmediatamente la tarea de abrir sus numerosos fardos, con la ayuda de Tunstell, entre el bosque de sombreros. Las bolsas habían sido preparadas con ofensiva precipitación por parte del petulante Swilkins, y Alexia tuvo muchas dificultades para encontrar lo necesario para emprender un viaje a Italia. Con el mensaje de lord Akeldama en mente, Alexia eliminó todos los artículos aquejados por la presencia de bordados.

Madame Lefoux se entretuvo trabajando con sus sombreros, ordenándolos en previsión de su inminente abandono. Por tanto, todos estaban agradablemente ocupados cuando un entusiasta repiqueteo en la puerta los interrumpió. Alexia levantó la vista y reparó en la presencia de Ivy Hisselpenny, con sus negros tirabuzones rebotando producto de la impaciencia, al otro lado del cristal.

Madame Lefoux fue a abrir la puerta.

Ivy se había tomado tanto su vida conyugal como el considerable retroceso de su preeminencia social con considerable estilo. Parecía estar disfrutando sinceramente de su nuevo papel como esposa de un actor de mediocre reputación y como moradora de —jadeo— un apartamento alquilado en el Soho. Hablaba con orgullo y asiduidad de amenos poetas. ¡Poetas, nada menos! Incluso murmuraba la posibilidad de subirse a un escenario, lo que Alexia veía con buenos ojos, puesto que Ivy poseía tanto el rostro adecuado, agradable y vivaz, como el temperamento, desmesuradamente melodramático, necesarios para la vida entre bambalinas. Evidentemente necesitaría un poco de ayuda en el terreno de la moda. Si en su estado prematrimonial se había caracterizado por la escandalosa elección de sombreros, ahora su gusto se extendía a todo su atuendo. Hoy presentaba un vestido de calle de rayas color verde manzana, rosa y blanco, y un sombrero a juego con plumas de tan épicas proporciones que la obligaron a encoger ligeramente la cabeza para entrar por la puerta de la sombrerería.

—Aquí estás, hombre horrible —le dijo con afecto a su esposo.

—Hola, pastelito —fue la respuesta igualmente vehemente de Tunstell.

—En mi sombrerería favorita. —Ivy le dio unos afectuosos golpecitos en el brazo con su abanico—. Me pregunto qué te habrá traído hasta aquí.

Tunstell miró a lady Maccon en busca de ayuda, pero esta se limitó a devolverle una flemática sonrisa.

—Bueno —dijo aclarándose la garganta—, pensé que querrías elegir alguna fruslería —discurrió precipitadamente— para nuestro aniversario del mes. —Alexia le hizo un pequeño gesto con la cabeza y el hombre suspiró aliviado.

Ivy, absorta con los sombreros, no reparó en la presencia del copioso equipaje de lady Maccon desplegado por toda la tienda, y por unos instantes, ni siquiera en la presencia de la misma lady Maccon. Cuando finalmente lo hizo, se mostró directa en su interrogatorio.

—¡Alexia, por el amor del cielo! ¿Qué estás haciendo aquí?

Alexia levantó la cabeza.

—Ah, hola, Ivy. ¿Cómo estás? Muchísimas gracias por el sombrero que me has enviado esta mañana. Ha sido muy, mmm, edificante.

—Sí, bueno, no hay de qué. Pero ahora dime, ¿qué te trae por aquí?

—Pensaba que era perfectamente obvio, incluso para ti. Estoy haciendo el equipaje.

Ivy sacudió la cabeza, y el plumaje se zarandeó peligrosamente.

—¿En una sombrerería? Hay algo que no encaja en esta situación.

—La necesidad aprieta, Ivy.

—Sí, eso ya lo veo. Pero lo que necesito saber en esta coyuntura, sin parecer grosera, es por qué.

—También pensaba que eso era perfectamente obvio. Me encuentro en inminente peligro de viajar.

—¿No será por culpa de ese ofensivo artículo aparecido en los periódicos de la mañana?

—Exactamente por eso. —Alexia imaginó que era tan buena excusa como cualquier otra. Iba en contra de su naturaleza que la vieran abandonando Londres porque la creyeran culpable de adulterio, pero prefería aquello a que la auténtica razón llegara a los tabloides. Podía imaginar lo que dirían los chismosos si descubrieran que los vampiros pretendían asesinarla. Muy embarazoso. Miradla, dirían. ¡Oh, cielos, múltiples intentos de asesinato! ¿Quién se cree que es? ¿La reina de Saba?

Y, además, ¿huir a Europa no era lo que hacían al final todas las damas de mala reputación?

Ivy desconocía la privación de alma de Alexia. Ni siquiera conocía el significado de la palabra preternatural. Pese a que la aflicción de lady Maccon no era un secreto muy bien guardado, sobre todo por la intervención del ORA y todos los hombres lobo, fantasmas y vampiros locales, la mayor parte de la gente corriente desconocía la existencia de un preternatural residiendo en Londres. El consenso general, sentido tanto por Alexia como por su círculo íntimo, era que si Ivy lo descubría, todos los esfuerzos por mantener el anonimato serían inútiles en un plazo de varias horas. Ivy era una amiga muy querida, leal y divertida, pero la circunspección no era una de sus mejores cualidades. Incluso Tunstell reconocía aquel defecto en su esposa, y por eso había evitado mencionarle a la flamante señora Tunstell la auténtica excentricidad de su vieja amiga.

—Sí, bueno, supongo que puedo entender la necesidad de ausentarse de la ciudad. Pero ¿adónde irás, Alexia? ¿Al campo?

—Madame Lefoux y yo viajaremos a Italia. Para levantar el ánimo, ¿comprendes?

—Oh, querida Alexia, ¿te das cuenta, —Ivy habló casi en un susurro—, que Italia está llena de italianos? ¿Estás segura de estar adecuadamente preparada para sobrellevarlo?

Lady Maccon contuvo una sonrisa.

—Creo que lograré salir del paso.

—Estoy segura de haber oído recientemente las cosas más horribles sobre Italia. Ahora mismo soy incapaz de recordarlas, pero no puede ser el país más recomendable que visitar, Alexia. Si no recuerdo mal, Italia es el lugar del que vienen los vegetales, y el tiempo es horrible. Los vegetales son nefastos para la digestión.

Lady Maccon no supo qué responder a aquello, de modo que decidió seguir preparando su equipaje.

Ivy volvió a entretenerse con los sombreros. Finalmente se decidió por uno con forma de florero forrado de tweed a rayas violetas y negras, con profusión de escarapelas violetas, plumas de avestruz grises y una pequeña protuberancia emplumada en el extremo de un largo alambre que sobresalía directamente de la corona. Cuando se probó el mencionado sombrero, Ivy parecía haber sido gravemente acosada por una embelesada medusa.

—Necesitaré un nuevo vestido de paseo a juego —anunció con orgullo mientras el pobre Tunstell cumplimentaba el pago de la atrocidad.

Lady Maccon comentó en voz baja:

—¿No sería más sensato, digamos, lanzarte simplemente desde un dirigible?

Ivy fingió que no la había oído, pero Tunstell le dirigió una sonrisa complacida.

Madame Lefoux se aclaró la garganta una vez terminada la transacción.

—Me preguntaba, señora Tunstell, si sería tan amable de hacerme un gran favor.

Ivy era reconocida por acudir siempre al auxilio de una amiga necesitada.

—Encantada, madame Lefoux. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Bueno, como debe usted de suponer —una asunción siempre controvertida cuando Ivy estaba implicada—, acompañaré a lady Maccon a Italia.

—Oh, ¿de veras? Qué noble por su parte. Pero, puesto que es usted francesa, no debe de ser muy distinto a ser italiano.

Madame Lefoux guardó un aturdido silencio antes de recuperar la capacidad del habla. Volvió a aclararse la garganta.

—Sí, bueno, me preguntaba si aceptaría encargarse de la supervisión diaria de la sombrerería en mi ausencia.

¿Yo? ¿Relacionada con el comercio? Bueno, no lo sé. —Ivy recorrió con la mirada los sombreros colgantes, los cuales resultaban de lo más tentadores en su gloria emplumada y floreada. Aun así, no había sido educada para la compraventa.

—Todas las existencias, por supuesto, estarían a su entera disposición.

Los ojos de la señora Tunstell brillaron de codicia.

—Bueno, si lo plantea de ese modo, madame Lefoux, ¿cómo podría negarme? Estaría encantada de desempeñar semejante tarea. ¿Qué he de saber? Oh, espere un momento antes de empezar, si no le molesta. Ormond. —Ivy reclamó la presencia de su esposo con un pequeño movimiento de la mano.

Diligentemente, Tunstell se acercó a su esposa, y esta le susurró una serie de complejas instrucciones. En un abrir y cerrar de ojos, el hombre saludó a las damas con su sombrero, se dirigió a la puerta y desapareció para cumplir con algún recado a instancias de su mujer.

Alexia lo aprobó. Al menos lo tenía bien entrenado.

Madame Lefoux condujo a la señora Tunstell detrás del pequeño mostrador y dedicó la siguiente hora a mostrarle cómo debía amañar las cuentas.

—No será necesario que haga nuevos pedidos, ni que abra la tienda tan a menudo mientras estoy fuera. Aquí he anotado las citas más importantes. Entiendo que es usted una mujer muy ocupada.

Ivy demostró una sorprendente aptitud en la contabilidad. Siempre se le habían dado bien las sumas y los números, y obviamente tenía la capacidad de mostrarse seria, al menos por lo que se refería a los sombreros. Justo cuando estaban terminando, reapareció Tunstell con un pequeño paquete envuelto en papel marrón.

Alexia se unió a ellos para el momento de las despedidas. Cuando se disponían a salir del establecimiento, Ivy le entregó a Alexia el paquete que Tunstell acababa de adquirir.

—Para ti, mi querida Alexia.

Lady Maccon lo hizo girar entre sus manos con curiosidad antes de abrirlo cuidadosamente. Resultó ser una pequeña caja de madera muy bien decorada con una libra de té en su interior.

—De repente he recordado qué era eso tan horrible sobre Italia. —Ivy aplicó su pañuelo a la comisura de uno de sus ojos para sobrellevar el exceso de sentimiento—. Lo que he oído… Oh, no me atrevo a decirlo abiertamente… He oído que en Italia beben —una pausa— café. —Se estremeció delicadamente—. Es tan horriblemente pernicioso para el estómago. —Oprimió tenazmente la mano de Alexia con sus dos manos y el húmedo pañolito—. Buena suerte.

—Bueno, os lo agradezco, Ivy, Tunstell, es todo un detalle.

Se trataba de un té de gran calidad, Assam de hoja ancha, uno de los favoritos de Alexia. Lo guardó celosamente en la bolsa de piel que pretendía llevar con ella a bordo del dirigible con el que cruzarían el canal. Dado que ya no era la muhjah y la bolsa de piel no podía seguir cumpliendo su cometido original de contener documentos secretos de gran importancia y artilugios propiedad de la reina y la nación, al menos serviría para transportar algo de igual valor e importancia.

Puede que Ivy fuera a veces un poco absurda, pero también era una amiga buena y atenta. Para sorpresa de ambas, Alexia besó a Ivy en la mejilla para demostrarle su gratitud. Los ojos de Ivy se llenaron de lágrimas.

Tunstell las favoreció con una nueva sonrisa alentadora y guio a su aún emocionada esposa al exterior de la tienda. Madame Lefoux tuvo que salir precipitadamente para hacerle entrega a Ivy de una llave y darle unas últimas instrucciones.

El profesor Lyall había tenido un día largo y pesado. Habitualmente estaba bien preparado para sobrellevar aquel tipo de tribulaciones, al ser un caballero seguro de sí mismo, poseedor tanto de perspicacia mental como de destreza física, así como de la economía de pensamiento necesaria para elegir rápidamente la mejor opción en cada momento. Aquella tarde, sin embargo, con la luna llena cada vez más cerca, un Alfa fuera de juego y lady Maccon preparándose para partir hacia Italia, debía admitir que, en dos ocasiones, había estado a punto de perder los nervios. Los zánganos de los vampiros se mostraban poco comunicativos, admitiendo únicamente que sus respectivos amos «puede que no estuvieran disponibles» aquella noche para las tareas del ORA. Solo había tres vampiros en activo, y el ORA no estaba diseñado para soportar la repentina pérdida de tantos agentes sobrenaturales al mismo tiempo. Sobre todo cuando los cuatro hombres lobo afiliados al ORA eran tan jóvenes que ya estaban fuera de servicio al acercarse su rompe-huesos mensual. Para exacerbar los problemas de personal, algunos suministros no habían llegado como estaba previsto, dos sospechosos accidentes de dirigible debían ser investigados y debía participar en un exorcismo poco después del atardecer. Mientras deliberaba sobre todo esto, el profesor Lyall tuvo que frustrar los planes de al menos ocho reporteros que pretendían entrevistar a lord Maccon, aparentemente sobre los dirigibles pero más probablemente sobre lady Maccon. Huelga decir que Lyall no estaba preparado para encontrarse, al regresar a casa antes del atardecer, a su Alfa cantando ópera —o lo que consideraría ópera una tribu de orangutanes con problemas de oído— en la bañera.

—Ha logrado volver a desvalijar mi colección de especímenes, ¿verdad? Le aseguro, mi señor, que eran las últimas muestras que tenía.

—Buen material, el formaldehído.

—Pensaba que había dejado al mayor Channing a su cargo. No se habrá ido a acostar, ¿verdad? Debería poder aguantar un día entero. Soporta la luz directa, yo mismo le he visto hacerlo, y usted no es tan difícil de rastrear, al menos en su actual estado. —El profesor Lyall miró acusadoramente en derredor, como si la rubia cabeza del Gamma de Woolsey fuera a asomar por detrás del perchero.

—Ez incapaz de hacer ezo.

—Ah, sí, y ¿por qué? —El profesor Lyall metió una mano en el agua en la que lord Maccon retozaba y chapoteaba como un búfalo desconcertado. Estaba bastante fría. Con un suspiro, el Beta cogió la bata de su Alfa—. Vamos, mi señor. Ya es hora de salir de ahí.

Lord Maccon cogió una toallita y empezó a dirigir la apertura de La gran duquesa de Gerolstein, salpicando toda la habitación en el proceso.

—Las sirvientas no nos prestan atención —cantaba el conde—, siempre girando sin parar.

—¿Dónde está el mayor Channing, entonces? —El profesor Lyall empezaba a irritarse, pero no dejó que su voz le traicionara. Tenía la sensación de haber estado toda una vida irritado con Channing, aunque teniendo en cuenta cómo había sido el resto del día, aquello era más que previsible—. Le di una orden directa. Nada debería pasar por encima de eso. Sigo siendo el Beta de esta manada, y el mayor Channing está bajo mi mando.

—Antes lo está bajo el mío —objetó lord Maccon tímidamente. Y, a continuación, continuó con la tonada—: Pues tú te quedarás atrás, sano y salvo.

El profesor Lyall trató de sacar a su Alfa de la bañera tirando de él y levantándolo. Pero perdió el agarre y lord Maccon resbaló y volvió a hundirse en el agua con un tremendo chapuzón. La enorme bañera, con su pequeño calentador a vapor adherido a ella, estaba extremadamente bien construida y había sido importada de las Américas pese al gasto que suponía porque allí sí sabían fabricar cosas de acero. Pese a todo, se bamboleó peligrosamente sobre sus cuatro patas rematadas por garras bajo el peso de lord Maccon.

—Si la bala en el barracón, tu fin está cerca —cantó el empapado hombre lobo, saltándose varias palabras.

—¿Le dio a Channing una orden directa? ¿En este estado? —El profesor Lyall trató nuevamente de sacar al conde de la bañera—. ¿Y él le obedeció?

Durante un breve segundo, la mirada de lord Maccon se tornó afilada y pareció casi sobrio.

—Sigo siendo su Alfa. Por supuesto que debe obedecerme.

El profesor Lyall consiguió por fin sacar del agua a su Alfa y envolverlo en la bata de un modo poco metódico. La delgada tela de la bata se adhería indecentemente en algunas partes de su anatomía, pero el conde, quien bajo ninguna circunstancia actuaba bajo el imperio de la modestia, no pareció otorgarle demasiada importancia.

El profesor Lyall estaba habituado a ello.

Lord Maccon empezó a bambolearse al ritmo de su canto.

—¡Coge tu vaso y llénalo, ríe y bebe con nosotros!

—¿Adónde le ha enviado? —El profesor Lyall, soportando casi todo el peso de su Alfa, bendijo su propia fuerza sobrenatural, la cual convertía la maniobra de traslado del voluminoso hombre en extraña y no en imposible. La constitución de Lord Maccon era semejante a la de un cobertizo de ladrillo, sus opiniones eran doblemente inconmovibles y, a veces, con idéntica porquería adherida a sus paredes.

—Ah, te gustaría saberlo, ¿verdad? —Al Alfa no se le daban bien las evasivas. El profesor Lyall no se sorprendió al no obtener una respuesta directa.

—¿Lo ha enviado en busca de lord Akeldama?

Lord Maccon volvió a serenarse una vez más.

—Ese mariquita. Ha desaparecido, ¿eh? Bien. Me recuerda a la salsa inglesa, todo crema y ni rastro de corteza. Nunca he entendido qué veía Alexia en ese bobo de dientes puntiagudos. ¡Mi esposa! Retozando con un vampiro sin corteza. A menos que él no sea el padre. —El Alfa entornó los ojos, como si intentara no pensar en aquella posibilidad.

De repente, se desplomó hacia delante con todo su peso, al profesor Lyall se le escurrió de entre los dedos, y cayó con las piernas cruzadas en mitad del suelo. Sus ojos empezaron a adoptar una tonalidad amarillenta y su cuerpo se llenó de demasiado pelo para el gusto del profesor. Aún faltaban un par de noches para la luna llena, y lord Maccon, gracias a la fuerza y resistencia propias de un Alfa, tendría que ser capaz de resistir la transformación sin dificultad. Aparentemente, ni siquiera lo estaba intentando.

El conde continuó cantando incluso cuando el balbuceo producido por la bebida dio paso a otro tipo de balbuceo: el producido por la rotura y reconstitución de su mandíbula y la aparición de un hocico.

—¡Bebe y canta una cancioncilla, adiós al pasado, sería una lástima si esta copa fuera la última!

El profesor Lyall era Beta de la manada de Woolsey por muchas razones, y una de ellas era que sabía cuándo debía pedir ayuda. Con una rápida excursión a la puerta y un sonoro grito consiguió que cuatro de los guardianes más fuertes de Woolsey acudieran en su auxilio para ayudarle a trasladar a su señoría, en aquel momento un lobo muy borracho, hasta el calabozo de la bodega. Cuatro piernas no ofrecieron mejora alguna en lo relativo al bamboleo del conde, y en lugar de cantar, se conformó con proferir uno o dos afligidos aullidos. Un día enervante amenazaba con convertirse en una noche igualmente enervante. Con el mayor Channing en paradero desconocido, al profesor Lyall solo le quedaba una solución: convocar una reunión de la manada.