Té e insultos
Lady Maccon se encontraba en su tercera tostada y su cuarta taza de té mientras se entretenía observando a una joven dama u otra con la simple intención de evaluar el sonrojo de sus mejillas. No había conseguido avanzar en la identidad de su supuesto asesino —las opciones eran demasiado numerosas— pero había tomado algunas decisiones concretas sobre su más inmediato futuro. Una de las más importantes, al no contar con la ayuda de lord Akeldama, consistía en abandonar Londres en beneficio de su seguridad. La cuestión era a dónde podía ir y si disponía de los suficientes recursos financieros para hacerlo.
—¿Lady Maccon?
Alexia parpadeó. ¿Alguien se dirigía a ella? Levantó la vista.
Y se encontró con la reprobadora mirada de lady Blingchester, una matrona de facciones hombrunas, robusta y corpulenta, con un cabello canoso y rizado y unos dientes demasiado grandes. Estaba acompañada de su hija, quien compartía con ella la misma expresión e idénticos dientes. Ambas eran conocidas por sus opiniones decididas en cuestiones de moralidad.
—Lady Maccon, ¿cómo osa presentarse aquí? A tomar el té de una forma tan ostentosa —se detuvo brevemente— y en compañía de una agitada sombrerera. En un establecimiento respetable, frecuentado por mujeres honestas y decentes de buen carácter y preeminencia social. ¡Debería estar avergonzada! Avergonzada incluso de caminar entre nosotras.
Alexia bajó la vista.
—Creo que más bien estoy sentada entre ustedes.
—Debería quedarse en casa, postrada a los pies de su esposo, rogándole que la perdone.
—Vaya, lady Blingchester, ¿desde cuándo siente interés por los pies de mi esposo?
Lady Blingchester no se dejó intimidar.
—O debería haber ocultado su vergüenza al mundo. Imagine, arrastrar en su infamia a su pobre familia. Esas encantadoras señoritas Loontwill. Tan sensatas, tan prometedoras y con tantas expectativas. ¡Su comportamiento las ha arruinado tanto como a usted!
—No es posible que se refiera a mis hermanas. Han sido acusadas de muchas cosas, pero nunca de ser sensatas. Creo que lo encontrarían terriblemente ofensivo.
Lady Blingchester acercó aún más su cabeza y convirtió su voz en un mero silbido.
—Lo mejor que podría hacer por ellas es tirarse al Támesis.
Alexia le contestó también en un susurro, como si se tratara de un inconfesable secreto:
—Sé nadar, lady Blingchester. Bastante bien, de hecho.
Ante aquella última revelación, aparentemente demasiado espantosa para ser tolerada, lady Blingchester empezó a chisporrotear profundamente indignada.
Alexia mordisqueó su tostada.
—Oh, desaparezca, lady Blingchester. Antes de que apareciera, estaba pensando en cosas muy importantes.
La sombrerera, la cual no había dejado de sacudirse ligeramente entre los cordones que la refrenaban, dio un brinco súbito y entusiasta. Lady Blingchester chilló alarmada y pareció considerarlo la gota que colmaba el vaso. Se marchó indignada, seguida de sus hijas, pero se detuvo a intercambiar unas acaloradas palabras con la camarera antes de abandonar el establecimiento.
—¡Al diablo! —le dijo Alexia a la sombrerera cuando la propietaria del local se acercó a ella con paso decidido.
La sombrerera le respondió con un inútil tictac.
—¿Lady Maccon?
Alexia suspiró.
—¿Entiende que debo pedirle que se marche?
—Sí. Pero dígame una cosa antes, ¿hay alguna tienda de empeños cerca?
La mujer se sonrojó.
—Sí, señora, al otro lado de Oxford Circus, en Marlborough Bank.
—Oh, bien.
Lady Maccon se puso en pie, desató la sombrerera y la cogió junto a su tocado y su sombrilla. Todas las conversaciones se interrumpieron al atraer de nuevo todas las miradas.
—Señoras —dijo Alexia a tan atento público. A continuación, se encaminó al mostrador con toda la gravedad posible para una dama que llevaba una sombrerera epiléptica rosa pegada al busto, donde pagó la cuenta. La puerta no se cerró con la suficiente prontitud a su espalda para silenciar los grititos y murmullos excitados que anunciaron su marcha.
Aunque la calle estaba ahora mucho más transitada para sentirse segura, lady Maccon recorrió la calle Regent a un paso indecoroso hasta entrar en la pequeña tienda de empeños, donde vendió todas las joyas que llevaba puestas en aquel momento a un precio ofensivamente bajo. Pese a todo, la cantidad resultante era obscenamente elevada. Puede que Conall fuera un cabeza de chorlito desconfiado, escocés y un hombre lobo, pero estaba versado en las fruslerías femeninas. Sabiéndose sola en la ciudad, Alexia ocultó la compensación pecuniaria en los numerosos bolsillos secretos de su sombrilla y se alejó de allí furtivamente.
El profesor Lyall miró a la inventora francesa de forma mordaz.
—¿Por qué lady Maccon la involucra en esta cuestión, madame Lefoux?
—Alexia es mi amiga.
—Eso no explica su afán por mostrarse de utilidad.
—No ha tenido muchos amigos, ¿verdad, profesor Lyall?
El labio superior del hombre lobo se arqueó.
—¿Está segura que la amistad es lo único que espera de ella?
Madame Lefoux se encrespó ligeramente.
—Eso es un golpe bajo, profesor. No creo que le corresponda a usted cuestionar mis motivos.
El profesor Lyall hizo algo muy poco habitual en él: se sonrojó ligeramente.
—No pretendía sugerir… quiero decir que no pretendía insinuar… —Lo dejó estar y se aclaró la garganta—. Intentaba entender su implicación con la Orden del Pulpo de Latón.
Madame Lefoux se frotó la nuca en un gesto instintivo. Bajo su oscuro y corto cabello se ocultaba el tatuaje de un pequeño pulpo.
—Ah. Hasta donde yo sé, la orden no está directamente implicada.
Al profesor Lyall no le pasó por alto lo que ocultaban sus palabras. Puede que madame Lefoux fuera incapaz de revelar los intereses de la OPL si había sido instruida con ese propósito.
—¿Pero sin duda tiene un interés científico en lady Maccon? —perseveró.
—¡Por supuesto! Alexia es la única hembra preternatural que ha aparecido desde la implantación de la Orden.
—Pero el Club Hypocras…
—El Club Hypocras solo era una pequeña rama, y sus acciones se hicieron tristemente públicas. Al final fue muy embarazoso.
—Entonces ¿por qué es usted una amiga tan entusiasta?
—Debo reconocer que siento una cierta fascinación por Alexia producto de mi curiosidad científica, pero mi campo de investigación, como bien sabe, tiende a ser más teórico que biológico.
—Entonces ¿al principio estaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba? —El profesor Lyall dirigió a madame Lefoux una mirada de comprensión.
Madame Lefoux se mordió el labio pero no negó la insinuación romántica.
—¿Acepta que mis motivos, aunque no puros, al menos sí resultan en el mejor interés de Alexia? Ciertamente, me preocupa más su bienestar que al mentecato de su esposo.
El profesor Lyall asintió.
—Por ahora. —Hizo una pausa antes de añadir—: Debemos convencerla de que abandone Londres.
Momento que aprovechó lady Alexia Maccon para irrumpir en el laboratorio.
—Oh, les aseguro, queridos, que eso no será necesario. Las mariquitas han sido de lo más convincentes. De hecho, ese es el motivo por el que les he reunido. Bueno, no por las mariquitas, sino por mi partida. —Pese a estar ligeramente aturullada, se quitó los guantes con vigor y los dejó caer, junto al tocado, la sombrilla y una sombrerera rosa giratoria, sobre una mesa de trabajo próxima—. Ya es hora de que visite el continente, ¿no creen? He pensado que tal vez a uno o dos de ustedes les gustaría acompañarme. —Les dirigió a todos ellos una tímida sonrisa antes de recordar que debía mantener las formas—. ¿Cómo está, Tunstell? Buenos días, Genevieve. Floote. Profesor Lyall. Gracias a todos por venir. Les pido disculpas por el retraso. Primero fueron las mariquitas y, después, naturalmente, tenía que tomar el té.
—Alexia. —Madame Lefoux parecía sinceramente preocupada. Lady Maccon estaba despeinada, y parecía tener uno o dos descosidos en el dobladillo de su vestido. La inventora cogió una de las manos de Alexia entre las suyas—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?
Al mismo tiempo, el profesor Lyall dijo:
—¿Mariquitas? ¿A qué se refiere con eso?
—Mmm, hola, lady Maccon. —Tunstell sonrió e hizo una reverencia—. ¿Realmente pretende marcharse? Qué inoportuno. Mi esposa quedará desolada.
Floote no dijo nada.
El profesor Lyall observó el íntimo gesto que la francesa le dedicó a lady Maccon.
—¿Pretende presentarse voluntaria como acompañante, madame Lefoux? —Estaba pensando en el hecho de que todas las máquinas de la cámara de ingenios estuvieran apagadas y recogidas.
Lady Maccon dio su aprobación.
—Excelente. Esperaba que aceptaras acompañarme, Genevieve. Tienes los contactos necesarios en Europa, ¿me equivoco?
La inventora asintió.
—He estado valorando posibles rutas de huida. —La francesa se dirigió a Lyall—. ¿Cree que puede abandonar tanto tiempo la manada de Woolsey?
—Estamos habituados a separarnos. Somos una de las pocas manadas que lo hacen regularmente, para satisfacer tanto las obligaciones militares como las del ORA. Pero, no, tiene razón. No puedo ausentarme en esta coyuntura. La situación es extremadamente delicada.
Madame Lefoux se llevó una mano al rostro precipitadamente y fingió estornudar, pero no pudo ocultar una risita.
—Obviamente, no puede abandonar a lord Maccon en su actual… estado.
—¿Estado? ¿Mi repulsivo esposo está en un «estado»? ¡Me alegro! Se lo merece.
El profesor Lyall tuvo la sensación de estar traicionando a su Alfa, pero de algún modo no pudo evitar reconocerlo.
—Se dedica a inhalar formaldehído en un intento por estar continuamente ebrio.
La petulante expresión de lady Maccon se tornó repentinamente en una de alarma.
—No se preocupe —la tranquilizó rápidamente Lyall—. No puede hacerle ningún daño, al menos de forma permanente, pero no cabe duda de que mientras tanto lo mantiene en un estado de completa incapacidad.
—Preocuparme. —Lady Maccon volvió a centrar su atención en la sombrerera, la cual se había ido deslizando hacia el borde de la mesa—. ¿Quién está preocupado?
El profesor Lyall respondió rápidamente.
—En pocas palabras, Conall no está actuando como un Alfa. La manada de Woolsey es difícil de controlar en la mejor de las situaciones, sus miembros son impacientes, y un exceso de influencia política podría resultar demasiado tentadora para errantes oportunistas. Debo quedarme aquí para salvaguardar los intereses del conde.
Lady Maccon asintió.
—Por supuesto que debe quedarse. Estoy segura de que Genevieve y yo nos las arreglaremos solas.
La inventora miró esperanzada al profesor Lyall.
—Le estaría muy agradecida si pudiera cuidar de mi laboratorio mientras estoy fuera.
El Beta pareció agradecer la petición.
—Sería un honor.
—Si pudiera pasarse por aquí alguna tarde para comprobar que no hay intrusos y que un par de delicadas máquinas están engrasadas y en perfecto estado. Le haré una lista.
En este punto de la conversación, Tunstell se animó a participar:
—Estoy convencido de que mi esposa se mostrará encantada de supervisar las operaciones cotidianas de la sombrerería, si lo considera adecuado, madame Lefoux.
La francesa parecía totalmente aterrada ante la mera idea.
El profesor Lyall trató de imaginárselo: Ivy, a cargo de una sala llena de sombreros. Solo podía resultar en caos y desastre, como poner a un gato a cargo de una caja llena de palomas, un gato acicalado con brocados color turquesa e ideas poco comunes respecto a la coloración y disposición de las plumas de una paloma.
Lady Maccon se frotó las manos.
—Esa es una de las razones por las que le he invitado a venir, Tunstell.
Madame Lefoux le dirigió a Alexia una mirada inquisitiva.
—Supongo que sería adecuado mantener una imagen de continuidad mientras estoy fuera. Sería deseable que los vampiros no conocieran la identidad de sus amigos. —Se volvió a Tunstell—. ¿Cree que su esposa es apta para la tarea?
—Se mostrará incondicionalmente emocionada. —La sonrisa del pelirrojo regresó a su rostro.
—Temía que diría eso. —Madame Lefoux sonrió compungidamente.
Pobre madame Lefoux, pensó el profesor Lyall. Cabía la posibilidad de que a su regreso no quedara nada de su sombrerería.
—¿Vampiros? ¿Has dicho vampiros? —El cerebro de lady Maccon finalmente procesó la segunda parte de la frase.
Lyall asintió.
—Creemos que, ahora que su delicada condición es de conocimiento público, los vampiros intentarán… no hay una forma delicada de decirlo… matarla.
Lady Maccon arqueó las cejas.
—¿Mediante la juiciosa aplicación de mariquitas asesinas, tal vez?
—¿Disculpe?
—¿Mariquitas? —Tunstell volvió a reaccionar—. Siento un aprecio especial por las mariquitas. Son tan deliciosamente hemisféricas.
—No lo sentiría por estas. —Lady Maccon pasó a detallar su reciente encuentro y el hecho de haber escapado por poco de ser aguijoneada por sus antenas—. Hasta el momento no ha sido un día precisamente agradable —concluyó—. En ningún sentido.
—¿Has podido capturar alguna para un examen detallado? —preguntó madame Lefoux.
—¿Qué crees que hay en la sombrerera?
Los ojos de madame Lefoux se iluminaron.
—Fantastique! —Desapareció momentáneamente en algún lugar de su cámara de ingenios, para reaparecer poco después con unas optifocales y un par de guantes de cuero revestidos con una cota de mallas.
El profesor Lyall, al ser el único inmortal presente, asumió la tarea de abrir la sombrerera.
La francesa introdujo las manos en ella, extrayendo el grueso insecto mecánico, sus patitas meneándose en protesta, y lo examinó con interés a través de las lentes de aumento.
—¡Un trabajo excelente! Realmente excelente. Me pregunto si llevará la marca de su creador. —Le dio la vuelta al mecanismo.
La criatura emitió un estridente zumbido.
—Merde! —exclamó madame Lefoux lanzando con fuerza la mariquita al aire.
La cual estalló con un sonoro estrépito, rociando a todos los presentes con trocitos de laca roja y partes mecánicas.
Alexia dio un pequeño brinco, pero se recuperó inmediatamente. Después de la mañana que había tenido, ¿qué importancia tenía una pequeña explosión? Observó desdeñosamente el caos resultante.
Floote empezó a recoger el desaliño.
—Una lástima —dijo madame Lefoux.
El profesor Lyall dirigió a la francesa una mirada suspicaz.
La inventora alzó las manos en un gesto defensivo.
—No era de mi cosecha, se lo aseguro. No trato con —una súbita sonrisa con hoyuelos se extendió por su rostro— coccinélidos.
—Creo que será mejor que nos explique por qué culpa a los vampiros, profesor. —Alexia retomó el hilo de la conversación dirigiendo al Beta de su esposo una dura mirada.
El profesor Lyall emprendió la explicación, empezando por sus deducciones respecto al envenenamiento, el diario desaparecido y el intento de secuestro, y pasando después al convencimiento de que, ahora que el embarazo de lady Maccon había aparecido en la prensa, y al encontrarse sin la protección oficial de la manada de Woolsey, tales incidentes solo podían aumentar tanto en frecuencia como en intensidad.
Encantador. ¿Qué he de esperar a continuación? ¿Hordas de fieros abejorros de latón?
—¿Por qué desean verme muerta? Esto es, aparte de los motivos habituales.
—Creemos que está relacionado con el niño. —Madame Lefoux cogió a Alexia suavemente por el hombro e intentó conducirla en dirección al tonel volcado.
Alexia se resistió, volviéndose en su lugar hacia el profesor Lyall con la garganta tensa por la emoción.
—Entonces ¿me cree? ¿Cree que el inconveniente prenatal es de Conall?
El profesor asintió.
—¿Inconveniente prenatal? —le susurró Tunstell a Floote.
Floote continuó impertérrito.
—¿Sabe algo que Conall desconoce? —El corazón de Alexia dio un vuelco ante la posibilidad de quedar exonerada.
Por desgracia, el Beta negó con la cabeza.
La esperanza se disipó.
—Es curioso que usted confíe más en mí que mi propio esposo. —Alexia se sentó pesadamente en el tonel y se frotó los ojos con los nudillos.
—Lord Maccon nunca ha actuado de un modo racional cuando usted está implicada.
Alexia asintió, los labios fruncidos.
—Eso no exculpa su comportamiento. —Sentía el rostro tenso, como si estuviera hecho de cera. Una imagen que trajo consigo un recuerdo muy desagradable.
—Ciertamente no —ratificó el profesor Lyall.
Alexia deseó que no se mostrara tan comprensivo; la acercaba patéticamente a un estado de autocompasión.
—Y el único vampiro que probablemente se pondría de mi lado es lord Akeldama. Y ahora ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —Madame Lefoux y el profesor Lyall hablaron al unísono.
Alexia asintió.
—Esta mañana he visitado su casa y la he encontrado abandonada. Y poco después de que me invitara a quedarme con él.
—¿Coincidencia? —Tunstell lo dijo como si ya conociera la respuesta a la pregunta.
—Eso me recuerda un viejo dicho del señor Tarabotti —intervino Floote por primera vez—. «Floote», solía decir, «el destino no existe; solo existen los hombres lobo. Y las coincidencias no existen; solo existen los vampiros. Todo lo demás puede interpretarse como se quiera».
Alexia le dirigió una mirada dura.
—Hablando de mi padre…
Floote sacudió la cabeza, miró a Lyall y después dijo:
—Información clasificada, señora. Mis disculpas.
—No sabía que era un agente, señor Floote. —Madame Lefoux se mostró intrigada.
Floote apartó la mirada.
—No exactamente, madame.
Alexia conocía a Floote desde hacía mucho tiempo, por tanto, sabía que no cambiaría de opinión en el tema de su padre. Era un comportamiento exasperante por parte del, por otro lado, ejemplar criado de la familia.
—Al Continente, entonces.
Alexia lo había pensado detenidamente mientras tomaba el té. América quedaba descartada, y los vampiros eran mucho más vulnerables en Europa, donde pocos países habían seguido el ejemplo del rey Enrique, integrando a los sobrenaturales en sus sociedades. Tal vez no fueran tan peligrosos. O, al menos, tuvieran acceso a menos mariquitas.
—No pretendo ser grosero —dijo el profesor Lyall, como suelen decir aquellos que a menudo lo son—, pero el viaje debería iniciarse inmediatamente. Sería recomendable que abandonara Londres antes de la próxima luna llena, lady Maccon.
Madame Lefoux consultó un calendario lunar clavado en la pared junto a varios diagramas.
—¿Dentro de tres noches?
El profesor Lyall asintió.
—Preferiblemente antes. Puedo disponer de algunos agentes del ORA para que la protejan, lady Maccon, pero durante la luna llena todos mis hombres estarán fuera de servicio y mis recursos secundarios no están disponibles, puesto que no puedo confiar en los agentes vampiros. Si están bajo la influencia de una reina, contravendrán las órdenes del ORA.
—Puede dejar aquí sus posesiones mientras esté fuera —ofreció madame Lefoux.
—Bien, algo es algo. Al menos mi ropa estará a salvo. —Alexia levantó las manos, exasperada—. Sabía que no era buena idea levantarse esta mañana de la cama.
—Y estoy seguro de que Ivy estará encantada de escribirle regularmente con las últimas noticias de Londres. —Tunstell trató de infundirle ánimos con la habitual exposición de sus blancos dientes. Alexia consideró una buena idea que su esposo no le hubiera transformado en hombre lobo. El pelirrojo sonreía demasiado. Los hombres lobo no eran muy dados a las sonrisas; resultaban demasiado siniestras.
Ni lady Maccon ni madame Lefoux consideraron adecuado comentar las pocas probabilidades que existían de que una misiva llegara a sus manos.
—¿Adónde vamos, entonces? —Madame Lefoux miró a su amiga con interés.
Alexia también había evaluado considerablemente aquella cuestión frente al té y las tostadas. Si debía partir, lo mejor es que se dirigiera al lugar donde tendría más opciones de demostrar su inocencia. Solo había un país que poseyera información substancial sobre los preternaturales.
—He oído que Italia es un lugar adorable en esta época del año.