Alexia se dedica a la entomología
Alguien estaba intentando matar a lady Alexia Maccon. Era un suceso de lo más inconveniente, sobre todo porque tenía muchísima prisa.
Dada su anterior familiaridad con experiencias próximas a la muerte, y la relativa frecuencia con respecto a su persona, es probable que Alexia debiera haber previsto un tiempo suplementario para tan predecible suceso. Salvo que en este caso en particular, el desagradable incidente tenía lugar a plena luz del día, mientras recorría la calle Oxford en el carruaje; como regla general, no era el momento ni el lugar esperado para semejante contratiempo.
Ni siquiera estaba en un coche alquilado. Alexia había aprendido a anticipar los ataques habituales al requerir los servicios de un transporte alquilado, pero esta vez transitaba en un vehículo privado. Había tomado prestado el coche del Escudero Loontwill. Puesto que su querido padrastro la había puesto educadamente de patitas en la calle, Alexia pensó que no le molestaría que cargara sus posesiones terrenales en su medio personal de transporte y que lo utilizara durante el día. Al final resultó que sí le incomodó, pero Alexia no estaba presente para presenciar su malestar. El Escudero Loontwill decidió tomar prestado el carricoche de su esposa, un artilugio engalanado con tul amarillo y escarapelas rosas, un medio de transporte muy poco adecuado tanto para su dignidad como para su complexión.
Sus atacantes no parecían dispuestos a seguir patrones previamente establecidos en el terreno del asesinato. En primer lugar, no eran sobrenaturales. En segundo, emitían un molesto y sonoro tictac. Y, por último, se sacudían agitadamente. Producían el tictac, por lo que Alexia pudo determinar desde una distancia segura, porque eran ingenios mecánicos, o alguna variedad de artilugio de relojería. Y no dejaban de moverse agitadamente porque eran escarabajos: grandes, de un rojo reluciente con puntitos negros, ojos de cristal multifacéticos y enojosas jeringuillas a modo de antenas.
Una horda de mariquitas estaba invadiendo su carruaje.
Cada una de ellas era del tamaño de la mano de Alexia, y se arrastraban por todo el vehículo intentando deslizarse al interior. Por desgracia, esto no requería de mucha diligencia, pues la rendija abierta en la ventanilla de la portezuela dejaba espacio suficiente para que se colara toda vieja mariquita asesina que lo deseara.
Alexia se incorporó de un salto, aplastando su pobre sombrero contra el techo de la cabina, e intentó cerrar la ventana de guillotina. Desafortunadamente, ya era demasiado tarde. Aunque rechonchas, las criaturas eran sorprendentemente rápidas. Un examen más minucioso de las antenas reveló minúsculas gotas de humedad supurando de las puntas; probablemente algún tipo de veneno. Alexia reconsideró la valoración inicial de sus atacantes: mariquitas mecánicas homicidas y supurantes… Auu.
Asió su fiel sombrilla del revés y aporreó a la que tenía más cerca con el pesado mango. El insecto rebotó contra el panel opuesto del carruaje, cayó sobre el asiento delantero y volvió a escabullirse en dirección a Alexia. Otro escarabajo mecánico trepó por la pared interior hacia ella, y un tercero saltó sobre su hombro desde la ventanilla.
Alexia chilló, tanto por el miedo como por el fastidio, y procedió a golpear a las criaturas con toda la fuerza y rapidez que le permitía la estrechez del carruaje, al tiempo que pensaba en algún dispositivo de la sombrilla que le ayudara en aquella situación en particular. Por alguna razón, madame Lefoux no había especificado ninguna medida de protección contra mariquitas en su antroscopia. La niebla tóxica no cubriría el espacio suficiente para alcanzarlas a todas, y no existía garantía alguna de que el lapis solaris o el lapis lunearis surtiera efecto en las criaturas. Aquellos fluidos estaban diseñados para eliminar organismos, no metales, y el caparazón rojo y negro parecía algún tipo de esmalte o laca protectora.
Alexia atizó y aporreó a tres insectos más que se arrastraban por el suelo de la cabina, asiendo la sombrilla por la punta y blandiéndola como si fuera un mazo de croquet. El carruaje se asemejaba a un enjambre de criaturas, todas ellas intentando clavar sus supurantes antenas en alguna parte de la anatomía de Alexia. Una de ellas se acercó peligrosamente a su brazo antes de ser vigorosamente rechazada. Otra trepó hasta su vientre y la aguijoneó, pero su ataque quedó frustrado por el cinturón de cuero de su vestido de viaje.
Alexia gritó pidiendo ayuda, con la esperanza de que el estrépito y traqueteo que estaba provocando convenciera al cochero de detener el vehículo y acudir a su rescate, pero el hombre parecía ignorante del peligro, por lo que lady Maccon continuó catalogando las opciones que le ofrecía su sombrilla. El dardo aturdidor no serviría de nada, del mismo modo que las estacas de metal y madera. Entonces recordó que la sombrilla estaba equipada con un emisor de disrupción magnética. Desesperadamente, Alexia empuñó el accesorio correctamente y recorrió el mango en busca del pétalo de loto tallado en la madera que sobresalía más que el resto. Deslizó la uña del dedo gordo por la hendidura y tiró para activar el emisor.
Resultó que las mariquitas tenían partes de hierro, ya que el campo de disrupción actuó para lo que estaba diseñado, sofocando sus componentes magnéticos. Los escarabajos, en deferencia a su naturaleza, se detuvieron en seco y quedaron patas arriba, sus patitas mecánicas plegadas sobre sus vientres como le ocurriría a cualquier escarabajo muerto. Alexia agradeció a madame Lefoux la ocurrencia de incluir el emisor y empezó a recoger y tirar por la ventanilla las mariquitas, con la precaución de no tocar directamente sus antenas, antes de que desapareciera el campo de disrupción. Sintió un desagradable estremecimiento mientras lo hacía.
El cochero, al comprender finalmente que a su pasajera le ocurría algo, detuvo el carruaje, bajó del pescante y se aproximó a la portezuela justo a tiempo para ser golpeado en la cabeza con una mariquita desechada.
—¿Todo bien, lady Maccon? —inquirió con expresión de dolor mientras se frotaba la frente.
—¡No se quede ahí sin hacer nada! —le ordenó su señora sin dejar de recorrer el interior de la cabina, deteniéndose únicamente para tirar por las ventanillas enormes insectos rojos—. ¡Arranque de nuevo, cretino! ¡Arranque!
Será mejor que vaya a un lugar público, pensó Alexia, hasta estar segura de que estoy fuera de peligro. Necesito un momento para calmar los nervios.
El cochero giró sobre sus talones para cumplir con sus órdenes pero se detuvo casi inmediatamente ante un:
—¡Espere! He cambiado de idea. Lléveme al salón de té más próximo.
El cochero regresó a su puesto con una expresión que revelaba claramente su opinión respecto al nivel que ocupaba actualmente la aristocracia. Puso los caballos al trote con un chasquido de la lengua e hizo que el carruaje se reincorporara al tráfico londinense.
Demostrando una previsión encomiable bajo circunstancias tan difíciles, Alexia atrapó uno de los escarabajos en el interior de una gran sombrerera rosa y aseguró el cordón que la cerraba. En su agitación, tiró por la ventanilla el ocupante anterior de la caja, una hermosa chistera de monta de terciopelo verde y lazos color burdeos. Sus medidas preventivas resultaron de lo más acertadas, ya que el campo de disrupción se interrumpió y la sombrerera empezó a agitarse violentamente. El insecto no era tan sofisticado como para escapar, pero continuaría recorriendo sin descanso el interior de su nueva prisión.
Para asegurarse, lady Maccon asomó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás para comprobar si el resto de las mariquitas reanudaban su persecución. Estas se dedicaban a trazar confusos círculos en mitad de la calle, como también hacía su sombrero de terciopelo, en su caso, arrastrando una cola de lazos color burdeos. Debía de haber caído encima de uno de los insectos. Con un suspiro de alivio, Alexia se recostó en su asiento con una mano firmemente apoyada en la sombrerera.
El Salón de Té Lottapiggle, en la plaza Cavendish, era un local muy popular entre las damas de alcurnia, y el mediodía era un momento muy popular para dejarse ver por el mismo. Alexia se bajó del carruaje en la esquina, le dio instrucciones al cochero de que la esperara en Chapeau de Poupe dentro de dos horas y entró en el establecimiento. Las calles aún no estaban muy transitadas, de modo que tendría que esperar durante la parte más tranquila del día a que llegara el auténtico momento de las compras.
El interior de Lottapiggle, sin embargo, estaba tan lleno como cabía esperar. Nadie se atrevería a atacarla allí.
Por desgracia, mientras que ella había olvidado momentáneamente su arruinada reputación, nadie más en Londres lo había hecho, y las mariquitas no eran los únicos insectos con tendencias maliciosas hacia su persona.
Lady Maccon fue acompañada, sentada y servida, pero el movimiento de sombreros y las animadas conversaciones de las mujeres allí reunidas se detuvieron cuando su presencia se hizo evidente. Los sombreros se estiraron con avidez y las conversaciones se transformaron en comentarios susurrados y miradas mordaces. Una o dos matronas, acompañadas de sus jóvenes hijas impresionables, se pusieron en pie y abandonaron el local con un frufrú de profunda dignidad ofendida. La mayoría, no obstante, sentía demasiada curiosidad por ver a lady Maccon y parecían bastante aturdidas al encontrarse en su deshonrosa presencia. Se deleitaron ante la exquisita conmoción del más reciente escándalo mientras ¡bebían té y comían pastas secas tranquilamente!
Por supuesto, una atención tan notable podría atribuirse al hecho de que la mencionada dama portaba una sombrerera que saltaba y se agitaba, la cual dejó con esmero en la silla contigua y procedió a atar con el cordón de su bolso de mano al respaldo de la misma para mayor seguridad. Como si la sombrerera pudiera escapar sola. Tras lo cual, las expresiones en los rostros de todas las presentes mostraron que las damas bebedoras de té estaban convencidas de que lady Maccon había perdido el juicio junto a su reputación.
Alexia las ignoró y dedicó unos momentos a poner en orden sus emociones y calmar sus nervios alterados por las mariquitas mediante la necesaria ingesta de una bebida caliente. Sintiéndose más ella misma, tomó varias decisiones inmediatas que resultaron en la petición de papel y pluma a la camarera. Garabateó tres notas rápidas y se dispuso a ver pasar la parte más aburrida de la mañana. Discurrieron varias horas agradablemente, con la única y ocasional sacudida de la sombrerera que viniera a perturbar sus ensoñaciones.
Al entrar en Chapeau de Poupe, el profesor Lyall pensó que la propietaria parecía ligeramente más cansada y substancialmente mayor que la última vez que la había visto. Se trataba de algo extraordinario, puesto que en todos sus encuentros previos la dama inventora había demostrado poseer un infatigable aire de intemporalidad muy francés. Del tipo que, naturalmente, no deriva del hecho de ser realmente intemporal. Iba vestida con su habitual y extraño atuendo, esto es, ropa masculina. La mayor parte de los hombres lo consideraban absurdamente inapropiado, pero uno esperaba aquel tipo de excentricidades en los artistas, escritores y, en aquel caso, en las sombrereras. Dicho esto, puede que madame Lefoux vistiera como un hombre, pero eso no le impedía ser elegante mediante la aplicación de cortes perfectos y sutiles grises y azules. El profesor Lyall lo aprobaba.
Madame Lefoux levantó la vista de un gorrito de seda verde esmeralda que estaba bordando con rosas de satén.
—Ah, ¿a usted también quería verle? Bien. Muy sensato por su parte.
Pese a la excelente selección de tocados, el establecimiento estaba desprovisto de clientes, probablemente porque un educado letrero colgado en la puerta indicaba que actualmente estaba cerrado a los visitantes. Los sombreros estaban hermosamente dispuestos, expuestos no en estantes sino colgados de cadenas de oro sujetas al techo abovedado. Caían a diferentes alturas, de modo que el visitante debía ir apartándolos para recorrer la tienda. Los sombreros oscilaron ligeramente cuando el profesor Lyall lo hizo, y tuvo la sensación de caminar por un agradable bosque marino.
El profesor Lyall se descubrió e hizo una reverencia.
—Me ha enviado una nota hace unas horas. Nuestra querida lady Maccon tiene sus momentos.
—¿Y se ha hecho acompañar del bibliotecario de Woolsey? —Las cejas cuidadosamente delineadas de madame Lefoux se arquearon denotando sorpresa—. Eso sí es inesperado.
Floote, que había seguido al profesor Lyall desde la calle, inclinó el sombrero en un gesto que indicaba afable censura, lo que Lyall atribuyó al hecho de que no aprobaba, y nunca lo había hecho, el atuendo de la sombrerera.
—La misiva de lady Maccon indicaba que su presencia sería aceptable. —Lyall dejó el sombrero cuidadosamente en el borde del mostrador, donde no podría confundirse con el resto del género. Era su sombrero favorito—. ¿Sabe que Floote era el ayuda de cámara del padre de lady Maccon? Si vamos a hablar de lo que imagino que vamos a hablar, su aportación puede resultar muy valiosa.
—¿Es eso cierto? Sabía, por supuesto, que era el mayordomo de los Loontwill antes de que Alexia se casara. Pero no recuerdo que comentara nada más al respecto. —Madame Lefoux miró con renovado interés a Floote, quien soportó con estoicismo su directo escrutinio.
—Todo lo que ha ocurrido, hasta cierto punto, probablemente tenga relación con Alessandro Tarabotti. —El profesor Lyall volvió a atraer la atención hacia su persona.
—¿Eso cree? ¿Incluso esta reunión improvisada y clandestina?
—¿No ocurre siempre lo mismo con los preternaturales? ¿No deberíamos hablar en algún lugar más privado? —La abierta disposición de la sombrerería, con sus amplios ventanales, hizo que el Beta se sintiera incómodamente expuesto. Se sentiría más relajado bajo la tienda, en la cámara secreta donde madame Lefoux ocultaba sus ingenios.
Madame Lefoux dejó a un lado su trabajo.
—Sí, Alexia sabrá dónde encontrarnos. Si son tan amables…
La inventora se vio interrumpida por un golpeteo en la puerta del establecimiento y el encantador repiqueteo de campanillas cuando esta se abrió. Un joven rotundo y lozano, pelirrojo, tocado con un sombrero alto, vestido con unos bombachos rojos de cuadros escoceses demasiado ajustados y polainas entró en la tienda con una amplia sonrisa que poseía el inconfundible aroma del mundo teatral.
—Ah, Tunstell, por supuesto. —El profesor Lyall no pareció sorprenderse ante su presencia en la pequeña reunión convocada por lady Maccon.
Floote saludó al exayuda de cámara de lord Maccon con un asentimiento, después pasó por su lado para cerrar la puerta de la tienda y comprobar el letrero de CERRADO. Hacía muy poco tiempo que era el secretario personal y bibliotecario de Alexia; antes de eso había sido un excelente mayordomo. A veces era difícil para un hombre deshacerse de ciertos hábitos, especialmente los relativos a las puertas.
—Vaya, profesor. La nota de lady Maccon no decía nada de su presencia. Un placer, ciertamente. ¿Cómo está el viejo lobo? —Tunstell se descubrió e hizo una exagerada reverencia a los presentes acompañada de una amplia sonrisa.
—Blando.
—¿No me diga? Creía, por lo que he leído esta mañana en la prensa, que estaría recorriendo el campo como un poseso, amenazando a los lugareños con arrancarles las extremidades. —Tunstell se estaba calentando, y caminaba por la habitación de un modo exuberante, agitando los brazos y topando con los sombreros. Se había ganado una reputación de actor desde hacía poco tiempo, pero incluso antes de que le llegara la fama, su gestualidad ya apuntaba ciertos tintes dramáticos.
Una sonrisa forzada mancilló los labios de madame Lefoux, y la inventora-sombrerera detuvo al antiguo mayordomo en mitad de su gesticulación.
—¿No se ha tomado bien el Alfa la separación marital? Me alegro de oírlo. —La interrupción no podía considerarse un acto grosero. Pese a que el pelirrojo era un alma bien intencionada, con una disposición perpetuamente jovial y una innegable estampa artística, era propenso a la hipérbole.
El profesor Lyall suspiró pesadamente.
—Se ha pasado los últimos tres días intoxicado.
—¡Por el amor del cielo! Ni siquiera sabía que los hombres lobo pudieran intoxicarse. —El interés científico de la francesa se impuso.
—Es necesario un esfuerzo considerable y una inmensa cantidad de recursos.
—¿Qué ha estado ingiriendo?
—Parece ser que formaldehído. Lo he descubierto esta mañana. Una terrible molestia. Terminó con todas mis reservas y después devastó la mitad de mi colección de especímenes antes de darme cuenta de lo que estaba pasando. Tengo un laboratorio en el castillo de Woolsey, saben, en un cobertizo de caza reconvertido.
—¿Está diciendo que es usted un auténtico profesor? —Madame Lefoux ladeó la cabeza y entornó los ojos, genuinamente sorprendida.
—Yo no diría tanto. Un rumiantólogo aficionado, para ser más precisos.
—Ah.
El profesor Lyall parecía modestamente orgulloso.
—Tengo el honor de ser considerado un experto en las prácticas reproductivas del Ovis orientalis aries.
—¿Ovejas?
—Ovejas.
—¡Ovejas! —La voz de madame Lefoux resultó súbitamente estridente, como si deseara contener una inoportuna risita.
—Sí, como en beeee. —El profesor Lyall frunció el ceño. Las ovejas eran un tema muy serio y no entendía qué le producía a madame Lefoux semejante hilaridad.
—Veamos si lo entiendo correctamente. ¿Es usted un hombre lobo con un interés entusiasta en la reproducción de las ovejas? —El regodeo hizo que las palabras de madame Lefoux se tiñeran de un ligero acento francés.
El profesor Lyall continuó valerosamente, ignorando su displicencia.
—Conservo varios embriones en formaldehído para futuros estudios. Lord Maccon se ha estado bebiendo mis muestras. Cuando se lo pregunté, admitió haber disfrutado tanto de la refrescante bebida como del «crujiente aperitivo encurtido». —Después de aquello, el profesor Lyall concluyó que la cuestión quedaba zanjada—. ¿Procedemos?
Dándose por aludida, madame Lefoux se dirigió hacia la parte posterior de la tienda. En la esquina más alejada había un estante de mármol con una atractiva exposición de guantes. Levantando una de las numerosas cajas allí dispuestas, la francesa dejó al descubierto una palanca, que tras presionar con fuerza, abrió una puerta disimulada en la pared.
—¡Qué curioso! —Tunstell parecía impresionado; era la primera vez que visitaba el laboratorio de madame Lefoux. Floote, en cambio, no se inquietó ante la aparición cuasi mágica de la puerta. Pocas cosas perturbaban la calma del inconmovible Floote.
La puerta oculta no conducía ni a una habitación ni a un pasillo, sino a un amplio artilugio en forma de caja. Todos entraron en él, Tunstell expresando en voz alta su turbación.
—No estoy muy seguro de esto, caballeros. Parece uno de esos chismes para encerrar animales que utilizaba mi amigo Yardley. ¿Conocen a Winston Yardley? Un explorador de renombre. En una ocasión, tras adentrarse por el cañón de un río, creo que era el Burhidihing, regresó con un condenado barco repleto de cajas como esta, las cuales contenían los animales más sucios que uno pueda imaginar. No estoy muy seguro de querer entrar en una.
—Es mi cámara de ascensión —le explicó madame Lefoux al inquieto pelirrojo.
Floote accionó una palanca para cerrar la puerta que comunicaba con la tienda y, a continuación, deslizó la pequeña rejilla metálica de seguridad en el lado abierto de la caja.
—Cables y raíles permiten que la cámara se mueva arriba y abajo entre niveles. Vean. —Madame Lefoux tiró de una cuerda pegada a una de las paredes de la caja y siguió dándole explicaciones a Tunstell mientras el artilugio descendía, aumentando el tono de voz para hacerse oír por encima del estruendo que acompañaba el movimiento—. Encima de nosotros hay un cabrestante a vapor. No se asusten; es perfectamente capaz de soportar nuestro peso y bajarnos a una velocidad respetable.
Y así resultó ser, con siniestras nubes de vapor flotando en la caja y algunos crujidos y gemidos que sobresaltaron a Tunstell. La definición de velocidad respetable de madame Lefoux, no obstante, resultó ser cuestionable, puesto que el artilugio pareció caer a peso, rebotando cuando alcanzó el suelo y provocando que todos los pasajeros toparan violentamente contra una de las paredes.
—Supongo que un día de estos tendré que arreglar eso. —La francesa esbozó una sonrisa de disculpa mostrando sus hoyuelos. Tras enderezarse el pañuelo del cuello y el sombrero, invitó a los tres hombres a salir. El corredor en el que se encontraron no estaba iluminado por lámparas de gas ni velas, sino por un gas de tonalidad anaranjada que brillaba débilmente al recorrer una serie de tubos instalados en un lado del techo a través de los cuales circulaba algún tipo de corriente de aire. El gas se arremolinaba constantemente, difundiendo una luz irregular y un inconstante resplandor anaranjado.
—Oooh —comentó Tunstell, para a continuación preguntar abiertamente—: ¿Qué es eso?
—Corrientes eteromagnéticas con partículas electromagnéticas gaseosas, cristalinas y resplandecientes en suspensión. Hasta hace poco, estaba interesada en idear una versión portátil, pero si el gas no se regula adecuadamente tiene tendencia a… explotar.
Tunstell la escuchó con atención.
—Ah, supongo que es mejor que algunas preguntas se queden sin respuesta. —Dirigió una mirada precavida al tubo y se encaminó hacia el otro extremo del corredor.
—Sabia decisión, probablemente —sancionó el profesor Lyall.
Madame Lefoux se encogió tímidamente de hombros.
—Usted lo ha preguntado. —La inventora los condujo a través de una puerta al final del corredor que daba paso a su cámara de ingenios.
El profesor Lyall notó algo distinto, aunque no pudo determinar exactamente de qué se trataba. Conocía bien el laboratorio puesto que lo había visitado para adquirir varios instrumentos necesarios, artilugios y dispositivos para la manada, para la Oficina del Registro de lo Antinatural (ORA), y a veces incluso para su propio uso. Madame Lefoux era considerada uno de los miembros jóvenes más aventajados del excéntrico mundo científico. Tenía una reputación de trabajo esmerado y dedicado y precios asequibles, y su única idiosincrasia importante hasta el momento era su forma de vestir. Todos los miembros de la Orden del Pulpo de Latón eran conocidos por sus excentricidades, y madame Lefoux ocupaba un escalafón comparativamente bajo en la escala de peculiaridades. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que con el tiempo desarrollara inclinaciones más ofensivas. Pese a que corrían algunos rumores, hasta la fecha Lyall no tenía motivo de queja. El laboratorio era todo lo que podía esperarse de una inventora de su carácter y reputación: muy grande, muy desordenado y muy, muy interesante.
—¿Dónde está su hijo? —inquirió el profesor Lyall educadamente mientras buscaba con la mirada el rostro jovial de Quesnel Lefoux.
—En un internado. —La inventora desestimó a su hijo con una ligera sacudida de la cabeza que denotaba decepción—. Se estaba convirtiendo en una gran responsabilidad, y el embrollo con Angelique del mes pasado hizo que el internado fuera la decisión más lógica. Anticipo su inminente expulsión.
El profesor Lyall asintió, comprensivo. Angelique, la madre biológica de Quesnel y anterior doncella de Alexia, trabajaba de forma encubierta para una colmena de vampiros cuando murió al caer por una ventana en un oscuro castillo de Escocia. La información no era de conocimiento general, y no era probable que lo fuera en el futuro, pero las colmenas eran dadas a la amonestación. Angelique había fallado a sus amos, y madame Lefoux se había involucrado innecesariamente en el altercado. Seguramente Quesnel estuviera más seguro lejos de la ciudad y la sociedad, pero el profesor Lyall sentía aprecio por el pequeño pilluelo y echaría de menos verle por el laboratorio.
—La difunta señora Lefoux debe de echarle de menos.
Madame Lefoux volvió a mostrar sus hoyuelos.
—Lo dudo mucho. Mi tía nunca ha sentido mucho aprecio por los niños, ni siquiera cuando ella también lo era.
La fantasma en cuestión, la tía fenecida de madame Lefoux y colega inventora, residía en la cámara de artilugios y había sido, hasta hacía poco, responsable de la educación de Quesnel, aunque no durante el día, naturalmente.
Floote no se movió mientras el profesor Lyall y madame Lefoux intercambiaban cortesías. No así Tunstell, quien se dedicó a recorrer el vasto desorden levantando y agitando recipientes, examinando el contenido de grandes viales de cristal y dando cuerda a diversos engranajes. Había cuerdas y rollos de alambre por fisgonear, tubos de vacío apuntalados en paragüeros con los que tropezar, así como enormes piezas de maquinaria con los que experimentar.
—¿Cree que debería alertarle? Algunas de esas cosas son volátiles. —Madame Lefoux se cruzó de brazos, no especialmente preocupada.
El profesor Lyall puso los ojos en blanco.
—Es un cachorro imposible.
Floote siguió de cerca al curioso Tunstell, redimiéndole de las distracciones más peligrosas.
—Ahora entiendo por qué lord Maccon decidió no transformarlo. —Madame Lefoux observaba divertida el intercambio.
—¿Aparte del hecho de que huyera, se casara y abandonara la manada?
—Sí, aparte de eso.
Tunstell se detuvo para coger unas optifocales y ponérselas mientras reanudaba su deambular. Desde que madame Lefoux entrara en el mercado londinense, los asistentes de visión se habían convertido en un artículo omnipresente. Aunque se llevaban como unas lentes, su aspecto se asemejaba más al vástago deformado entre unos anteojos y unos binoculares. Aunque su nombre completo era «lentes monoculares de magnificación cruzada con dispositivo modificador del espectro», Alexia las llamaba «optifocales», y el profesor Lyall sentía vergüenza al admitir que él también había acabado refiriéndose a ellas de ese modo. Tunstell parpadeó en su dirección, uno de sus ojos horriblemente magnificado por el instrumento.
—Muy elegante —comentó el profesor Lyall, quien él mismo poseía varios pares que a menudo llevaba en público.
Floote le dirigió al profesor Lyall una mirada reprobadora, le quitó a Tunstell las optifocales y regresó junto a madame Lefoux, quien estaba apoyada en una pared con los brazos y piernas cruzados. Clavados caprichosamente detrás de ella había una serie de diagramas trazados a lápiz sobre papeles amarillentos.
El profesor Lyall advirtió finalmente cuál era la diferencia fundamental en la cámara de artilugios respecto a la última vez que había estado en ella: el silencio. Normalmente, el laboratorio estaba dominado por el zumbido de la maquinaria en movimiento, los silbidos y resoplidos del vapor al brotar de diversos orificios, el sonido metálico de los engranajes, el tintineo de las cadenas metálicas y el chirrido de las válvulas. Hoy reinaba el silencio. Pese al completo desorden, era como si el laboratorio estuviera en proceso de desmantelamiento.
—¿Planea viajar a algún lugar, madame Lefoux?
La francesa miró al Beta de Woolsey.
—Eso depende del motivo por el que nos ha reunido Alexia.
—¿Pero es una posibilidad?
La mujer asintió.
—Conociendo a Alexia, una probabilidad.
—Otro motivo para enviar a Quesnel a un internado.
—Exacto.
—Parece conocer muy bien a lady Maccon a pesar de que la suya haya sido una relación muy corta.
—Usted no estaba en Escocia con nosotras, profesor. La experiencia alentó la intimidad. Además, la he convertido en una especie de investigadora adjunta.
—Oh, ¿de veras?
—Antes de que llegue Alexia, ¿entiendo que todos han leído los periódicos de la mañana? —Madame Lefoux cambió de tema, se apartó de la pared y adoptó una pose particularmente masculina, con las piernas separadas como un púgil del White esperando el primer golpe.
Los hombres que la rodeaban asintieron al unísono.
—Me temo que, por una vez, no mienten. Alexia presenta todos los síntomas de la gravidez, y debemos asumir que un médico ha corroborado mi diagnosis inicial. De no ser así, lo más probable es que lady Maccon estuviera ya de vuelta en el castillo de Woolsey arrancándole la cabeza a lord Maccon con sus propias manos.
—Yo no advertí ninguno de los síntomas mencionados —protestó Tunstell, quien también había viajado al norte con madame Lefoux y lady Maccon.
—¿Se cree capacitado para advertir normalmente dichos síntomas?
Tunstell se ruborizó.
—No. Tiene toda la razón, por supuesto. Es evidente que no.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo que el niño es de lord Maccon? —Era evidente que madame Lefoux pretendía dilucidar cuál era la opinión de los presentes respecto a la cuestión que les ocupaba.
Nadie dijo nada. La inventora miró a los tres hombres alternativamente. Primero Floote, después Tunstell y, por último, Lyall asintieron para expresar su conformidad.
—Lo que suponía. De no ser así, ninguno de ustedes hubiera asistido a una reunión clandestina como esta, por muy desesperada que fuera la situación. Aun así, es curioso que nadie cuestione la sinceridad de Alexia. —La francesa posó su mirada en el profesor Lyall—. Yo conozco mis razones, pero usted, profesor Lyall, es el Beta de lord Maccon, y aun así, ¿cree posible que un hombre lobo tenga descendencia?
El profesor Lyall estaba preparado para la encerrona.
—Desconozco cómo puede haberse producido. Pero conozco a un sujeto que cree que es posible. A varios sujetos, para ser exactos. Y en este tipo de cuestiones casi nunca se equivocan.
—¿Sujetos? ¿A quién se refiere?
—A los vampiros. —Pese a que nunca se había sentido cómodo siendo el centro de atención, el profesor Lyall intentó explayarse en la cuestión bajo la atenta mirada de los presentes—. Antes de partir hacia Escocia, dos vampiros intentaron secuestrarla. Ya a bordo del dirigible, le robaron el diario e intentaron envenenarla. Casi todos los incidentes que tuvieron lugar más al norte fueron cometidos por Angelique. —El profesor Lyall asintió en dirección a madame Lefoux—. Pero la doncella no pudo participar en esos tres episodios. Creo que la colmena de Westminster fue la responsable de la tentativa de secuestro y del robo del diario, probablemente bajo la supervisión de lord Ambrose. Tiene su firma; siempre se le ha dado muy mal el espionaje. Los secuestradores, que yo mismo me encargué de interceptar, aseguraron que tenían órdenes de no lastimar a lady Maccon; simplemente debían ponerla a prueba, probablemente en busca de señales de su embarazo. Estoy convencido de que robaron el diario con el mismo objetivo: comprobar si había escrito algo en él relativo a su estado. Por supuesto, la propia interesada aún lo desconocía, de modo que no hubieran descubierto nada. El envenenamiento, en cambio…
Lyall miró a Tunstell, quien había sido la víctima inadvertida de tan precario intento de asesinato, antes de continuar.
—Westminster optó por esperar la confirmación antes de tomar medidas tan drásticas, especialmente contra la esposa del Alfa. Pero los que no se encuentran bajo el control de la colmena no se mostrarán tan reticentes.
—Existen pocos vampiros errantes con la irreverencia social y la ceguera política necesarias para arriesgarse a asesinar a la esposa de un Alfa. —Madame Lefoux habló en voz queda, con el ceño fruncido por la preocupación.
—Uno de ellos es lord Akeldama —dijo Lyall.
—¡Imposible! Es imposible, ¿verdad? —Más que un actor, Tunstell parecía el mayordomo que había sido.
El profesor Lyall ladeó la cabeza de forma evasiva.
—¿Recuerdan que se elevaron quejas formales a la Corona cuando se publicó en los periódicos el enlace de la señorita Alexia Tarabotti con lord Maccon? En aquel momento las desestimamos al considerarlas una cuestión del protocolo vampírico, pero empiezo a pensar que algún vampiro sospechaba que algo de esto podría ocurrir.
—Y con los chismorreos que han publicado los periodicuchos… —Tunstell parecía cada vez más preocupado.
—Exacto —dijo el profesor Lyall—. Los vampiros han visto confirmadas sus peores sospechas… Lady Maccon está embarazada. Y mientras el resto del mundo lo considera una prueba de infidelidad, los chupasangres creen en su palabra.
La preocupación arrugó la frente de madame Lefoux.
—Entonces las colmenas, originalmente partidarias de la no violencia, han visto confirmadas sus peores sospechas justo cuando Alexia ha perdido la protección de la manada de Woolsey.
El rostro habitualmente impávido de Floote reveló su congoja.
El profesor Lyall asintió.
—Ahora todos los vampiros quieren verla muerta.