En el que lord Maccon es comparado con un pequeño pepino
La casa de lord Akeldama estaba situada en una de las zonas más de moda de todo Londres. Una zona que probablemente estaba de moda al tener la fortuna de acoger la mencionada residencia. Lord Akeldama lo hacía todo siguiendo la moda, a veces hasta la exclusión de todo lo demás, incluyendo el sentido común. Si lord Akeldama decidía practicar lucha grecorromana en cubas llenas de resbaladizas anguilas, lo más probable es que se convirtiera en una actividad en boga de la noche a la mañana. La fachada de su casa había sido recientemente redecorada según los parámetros del gusto moderno y la entusiasta aprobación de la mayoría. Estaba pintada de color lavanda, con adornos dorados arremolinándose en todas las ventanas y aperturas. Como complemento, una cenefa herbácea de lilas, girasoles y pensamientos creaba un agradable efecto de tres niveles, visible incluso en invierno, para los visitantes que se acercaban a los escalones de entrada. La casa se erigía en un original bastión de la alegría que contrastaba valerosamente con el cielo londinense, el cual presentaba su habitual aspecto a medio camino entre un gris indiferente y un pardo desnutrido. Nadie respondió al golpeteo de nudillos de lady Maccon, ni tampoco al repiqueteo de la campanilla, pero la puerta principal no había sido adecuadamente cerrada. Tras indicarle con un gesto de la mano al cochero que la esperara, Alexia se adentró cautelosamente en la casa con la sombrilla en ristre. Las habitaciones presentaban un esplendor inmutable: afelpadas alfombras representando a pastores inclinados y techos abovedados que acogían a apasionados querubines pintados a la Roma.
—Hooola. ¿Hay alguien en casa?
En obvio contraste a su estado habitual, el lugar estaba completa y absolutamente desierto. Alexia no echó en falta únicamente la presencia de lord Akeldama, sino también la de Biffy y el resto de sus zánganos. Normalmente, la residencia de lord Akeldama era un carnaval para los sentidos: sombreros desatendidos y montones de programas teatrales, aroma de cigarros caros y de colonia francesa, el perpetuo murmullo de conversaciones e hilaridad. En comparación, el silencio y la tranquilidad resultaban aún más destacables.
Alexia recorrió sin prisas las habitaciones vacías como si fuera una arqueóloga adentrándose en una tumba abandonada. Sin embargo, solo encontró indicios de un traslado y ciertos objetos de importancia retirados de sus lugares de honor. Encontró a faltar el tubo de oro, el que normalmente estaba sobre la repisa de la chimenea del salón y que parecía erigirse en una especie de reverenciado objeto de fontanería pero que —Alexia lo sabía por experiencia— ocultaba dos afiladas espadas curvas. El hecho de que lord Akeldama hubiese considerado necesario llevarse con él aquel objeto en particular no auguraba nada bueno sobre el motivo de su partida.
El único ser vivo en la casa, aparte de Alexia, parecía ser el gato residente. El felino en cuestión era un gordo calicó con una tendencia a la plácida narcolepsia y que solo despertaba ocasionalmente para dirigir su cruda y fiera venganza contra el cojín con borlas más próximo.
En aquel momento, el animal yacía espatarrado encima de un hinchado escabel con los restos de tres borlas decapitadas en las proximidades de su barbilla. Los gatos, por regla general, eran los únicos animales que toleraban a los vampiros. El resto del reino animal tenía lo que los científicos denominaban un desarrollado patrón de respuesta típico de las presas. Los felinos, aparentemente, no se consideraban a sí mismos como una presa de los vampiros. Aquel, sin embargo, mostraba tal desinterés por toda criatura que no fuera una borla que probablemente podría haber convivido con una manada de hombres lobo.
—¿Adónde se ha marchado tu amo, Fatty? —le inquirió a la criatura.
Pese a que el gato no ofreció respuesta definitiva alguna, se dejó acariciar bajo el mentón. Llevaba un curioso collar metálico, y cuando lady Maccon se agachó para un examen más detallado, oyó el sonido de pasos procedente del pasillo.
Lord Conall estaba borracho.
Y no lo estaba del modo poco entusiasta en que solían emborracharse las criaturas sobrenaturales, para las cuales doce pintas de cerveza hacían del mundo un lugar ligeramente borroso. No, lord Maccon estaba ebrio, intoxicado sin remedio, encurtido sin pepinillos.
Hacía falta una cantidad formidable de alcohol para que un hombre lobo terminara con semejante embriaguez. Y, concluyó el profesor Lyall mientras guiaba a su Alfa en torno a un inoportuno cobertizo, conseguir tales cantidades de destilado resultaba una proeza tan milagrosa como ingerirlas. ¿Cómo se las había arreglado lord Maccon para procurarse el suministro? Y no solo eso, ¿cómo lo había logrado durante tres días consecutivos sin visitar Londres ni hacer una incursión en la surtida bodega del castillo de Woolsey? Ciertamente, pensó el Beta, molesto, tales poderes de ingesta podían considerarse sobrenaturales.
Lord Maccon se apoyó pesadamente en una de las paredes del cobertizo. La carne de su hombro izquierdo y de su brazo golpeó el tablón de roble, haciendo que el edificio se sacudiera desde sus cimientos.
—Perdón —se disculpó el conde con un corto hipo—, no le había visto.
—Por el amor de Dios, Conall —dijo su Beta profundamente contrariado—, ¿cómo ha conseguido acabar tan ebrio?
—No stoy borraxo —insistió su señoría rodeando los hombros de su Beta con un sólido brazo y apoyando todo su peso en él—. Solo un poquitito ligeramente achispado. —El acento de su señoría se tornaba sustancialmente más escocés en situaciones de gran tensión, emotividad o, al parecer, bajo la influencia de enormes cantidades de bebidas embriagadoras.
Abandonaron la seguridad del cobertizo.
El conde cayó hacia delante repentinamente, y lo único que lo mantuvo en pie fue el auxilio de su Beta.
—¡Vaya! Cuidado con ese trozo de suelo, ¿quieres? Peligroso, peligroso, te salta directamente a la cara.
—¿De dónde ha sacado el alcohol? —El profesor Lyall volvió a preguntárselo mientras trataba valerosamente de conducir a su Alfa a través del amplio parterre de césped en los amplios terrenos del castillo de Woolsey en dirección al castillo en sí. Fue como intentar gobernar un barco de vapor a través de una cuba llena de melaza turbulenta. Un humano normal hubiera desfallecido por el esfuerzo, pero afortunadamente Lyall disponía de una fuerza sobrenatural a la que podía recurrir en momentos de gran dificultad. Lord Maccon no era simplemente grande; era tremendamente sólido, como una fortificación romana que hablara y caminara.
—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? Recuerdo claramente que anoche le dejé acostado antes de salir de su habitación. —El profesor Lyall hablaba con precisión y claridad, aunque desconocía hasta qué punto sus palabras penetraban el grueso cráneo de su Alfa.
La cabeza de lord Maccon se ladeó ligeramente mientras trataba de seguir las palabras del profesor Lyall.
—Salí a dar un pequeño paseo nocturno. Necesitaba paz y tranquilidad. Aire en mi pelaje. Tierra bajo mis zarpas. Necesitaba… oh, no puedo —hip— explicarlo… necesitaba la compañía de los erizos.
—¿Y la encontró?
—¿El qué? No, no había erizos. Estúpidos erizos. —Lord Maccon tropezó en un arbusto de lilas, uno de los muchos que bordeaban el sendero que llevaba a la entrada lateral de la casa—. ¿Quién demonios ha puesto esto aquí?
—Paz, ¿encontró la paz?
Lord Maccon se detuvo y se enderezó estirando la espalda y llevándose los brazos a la espalda. Un ejercicio inconsciente de sus días en el ejército que hizo que descollara sobre su segundo. Pese a tener la espalda recta, el Alfa consiguió oscilar de un lado y del otro, como si el anteriormente mencionado barco de vapor que navegaba por un mar de melaza estuviera capeando un violento temporal.
—¿Doy la impresión —enunció cuidadosamente— de haber encontrado la paz?
El profesor Lyall no tenía ninguna respuesta a aquella pregunta.
—¡Exacto! —Lord Maccon hizo oscilar los brazos como dos aspas de molino—. No me la puedo sacar —se apuntó la cabeza con dos dedos en imitación de una pistola— de aquí. —A continuación, movió los dedos a su pecho—. Y de aquí. No puedo arrancarla. Está más pegada… —su capacidad para las metáforas le falló—… más pegada… que un estofado frío apelmazado en el fondo de un cuenco —terminó de forma triunfal.
El profesor Lyall se preguntó qué diría lady Alexia Maccon si descubriera que había sido comparada con un plato tan pedestre. Probablemente compararía a su marido con algo aún menos agradable, como, por ejemplo, una morcilla.
Lord Maccon observó a su Beta con ojos enternecedores, el color de los cuales cambiaba según fuera su disposición. En aquel momento eran de un color caramelo diluido y estaban considerablemente desenfocados.
—¿Por qué tuvo que hacer algo así?
—No creo que lo hiciera. —El profesor Lyall llevaba tiempo deseando mantener aquella conversación con su Alfa, aunque confiaba en que tuviera lugar durante los escasos momentos de sobriedad de su señor.
—Bueno, entonces ¿por qué mintió?
—No. Lo que quería decir es que no creo que mintiera. —Lyall se mostró inflexible. La función principal de un Beta en el seno de una manada de hombres lobo consistía en respaldar a su Alfa en todas las cuestiones… en público. En privado debía cuestionarle tanto como fuera posible.
Lord Maccon se aclaró la garganta y miró a su Beta con una seriedad miope medio oculta bajo sus feroces cejas.
—Randolph, sé que puede resultar sorprendente, pero soy un hombre lobo.
—Sí, mi señor.
—De doscientos y un años.
—Sí, mi señor.
—Debes comprender que el embarazo, dadas las circunstancias, es inviable.
—No cabe duda de que lo es para usted, mi señor.
—Muchas gracias, Randolph, eso ha sido de gran ayuda.
El profesor Lyall lo hubiera encontrado bastante gracioso de no tener tan poca predisposición hacia el humor.
—Sin embargo, señor, conocemos tan poco del estado preternatural. Y los vampiros no se alegraron precisamente cuando descubrieron que se habían casado. Podrían saber algo.
—Los vampiros siempre saben algo.
—Sobre lo que podría haber ocurrido. Sobre la posibilidad de un embarazo, quiero decir.
—¡Paparruchas! Los aulladores me lo habrían dicho desde el principio.
—Los aulladores no siempre lo recuerdan todo, ¿me equivoco? No recuerdan lo que ocurrió en Egipto, por ejemplo.
—¿La Plaga de los Dioses? ¿Sugieres que Alexia está embarazada de la Plaga de los Dioses?
Lyall ni siquiera se molestó en contestar. La Plaga de los Dioses era la explicación que daban los licántropos al hecho de que en Egipto las habilidades sobrenaturales fueran prácticamente inexistentes. La plaga, sin embargo, no podía actuar de ningún modo de agente patógeno.
Finalmente llegaron al castillo, donde lord Maccon se distrajo momentáneamente con la tarea hercúlea de intentar subir los escalones.
—Sabes —continuó el conde con indignada aflicción en cuanto hubo alcanzado el pequeño descansillo—, me he humillado ante esa mujer. ¡Yo! —Miró fijamente al profesor Lyall—. ¡Y fuiste tú quién me obligó a hacerlo!
El profesor Lyall soltó el aire, exasperado. Era como tratar de mantener una conversación con un bollo borracho y muy distraído. Cada vez que le presionaba, el conde rezumaba o se desmenuzaba. Si pudiera apartar a lord Maccon de la salsa, tal vez fuera capaz de hacerle entrar en razón. El Alfa era notoriamente emotivo y testarudo en cuestiones de aquella índole, con una tendencia a descarrilar, pero normalmente su Beta conseguía que regresara al terreno de la cordura tarde o temprano. Lord Maccon no tenía tan pocas luces.
El profesor Lyall conocía el carácter de lady Maccon; era muy capaz de traicionar a su esposo, pero de haberlo hecho, lo hubiese admitido abiertamente. Por tanto, la lógica dictaba que estaba diciendo la verdad. La vertiente científica de Lyall le llevaba a concluir de esto que la verdad sagrada actualmente aceptada, esto es, que las criaturas sobrenaturales no podían fecundar a mujeres mortales, era como mínimo cuestionable. Incluso lord Maccon, pese a su terquedad e indignación, acabaría convenciéndose de ello un momento u otro. Después de todo, el conde no podía seguir creyendo que Alexia era capaz de una infidelidad. En aquel momento, simplemente se estaba regodeando.
—¿No cree que ya va siendo hora de despejarse?
—Espera, déjame considerarlo un momento. —Lord Maccon se detuvo y fingió que reflexionaba profundamente—. No.
Entraron en el castillo de Woolsey, el cual no era un castillo propiamente dicho sino más bien una casa solariega con ínfulas de dignidad. Circulaban historias respecto a su anterior propietario que nadie creía al pie de la letra, pero una cosa era cierta: el hombre había sentido una pasión desmedida por los arbotantes.
Lyall agradeció el refugio de la sombra. Tenía la edad y fortaleza necesarias para sobrellevar sin problemas el influjo del sol durante cortos periodos de tiempo, lo que no significaba que disfrutara de la experiencia. Era como un cosquilleo bajo la piel, profundamente desagradable. Lord Maccon, por supuesto, jamás parecía notarlo, ni siquiera cuando estaba sobrio… ¡Alfas!
—Dígame, señor, ¿de dónde está sacando el alcohol?
—No he bebido —hip—, ni una gota de alcohol. —Lord Maccon le guiñó un ojo a su Beta y le dio una palmadita afectuosa en el hombro, como si estuvieran compartiendo un gran secreto.
Lyall no se dejó engañar.
—Bueno, señor, pensaba que tal vez lo había hecho.
—No.
Un joven alto y llamativo, con el labio fruncido perennemente y el cabello rubio con una cola de estilo militar, apareció por una esquina del pasillo y se detuvo al reparar en su presencia.
—¿Vuelve a estar macerado?
—Si se refiere a si sigue borracho, así es.
—En nombre de todo lo sagrado, ¿de dónde saca el vinacho?
—¿Cree que no he intentado descubrirlo? No se quede ahí con la boca abierta. Haga algo de utilidad.
El mayor Channing Channing de los Channing de Chesterfield avanzó de mala gana para coger al líder de la manada por el otro brazo. Juntos, el Beta y el Gamma, condujeron a su Alfa por el pasillo hasta la escalera central, subieron varios pisos, recorrieron otro corredor para finalmente subir los últimos escalones antes de llegar al dormitorio del conde, ubicado en una torre. Lograron semejante hazaña con solo tres bajas: la dignidad de lord Maccon (la cual tampoco se encontraba en su mejor momento), el codo del mayor Channing (al topar con un canto de caoba) y un inocente jarrón etrusco (que entregó su vida para que lord Maccon pudiera tambalearse exageradamente).
Durante el curso de los procedimientos, a lord Maccon le dio por cantar. Se trataba de una oscura balada escocesa, o tal vez una pieza más moderna sobre gatos moribundos; con lord Maccon siempre era difícil de precisar. Con anterioridad a su metamorfosis había sido un reconocido cantante de ópera, o eso aseguraban los rumores, pero todas sus habilidades en dicha materia perecieron irremediablemente durante su transformación al estado sobrenatural. Su pericia para el canto desapareció con la mayor parte de su alma, dejando un hombre capaz de infligir un dolor insoportable mientras tarareaba una cancioncilla. La metamorfosis, reflexionó Lyall, era más benigna para unos que para otros.
—No quiero —objetó su señoría en la entrada de su dormitorio—. Me trae recuerdos.
No quedaba rastro de Alexia en la habitación, pues ella misma se había encargado de recoger todas sus posesiones en cuanto regresó de Escocia. No obstante, los tres hombres en el umbral de la puerta eran hombres lobo, de modo que solo con olisquear el aire eran capaces de detectar su aroma: a vainilla, con un rastro de canela.
—Esta va a ser una semana muy larga —dijo Channing exasperado.
—Solo ayúdeme a meterlo en la cama.
Los dos hombres lobo consiguieron, mediante zalamerías y la aplicación de la fuerza bruta, encamar a lord Maccon en el enorme mueble con dosel. Una vez en la cama, el conde se tumbó boca abajo y empezó a roncar casi inmediatamente.
—Obviamente debemos ayudarlo de algún modo. —El acento de Channing era el de la élite privilegiada, y al profesor Lyall le irritaba que el Gamma nunca se hubiese molestado en modificarlo. En la era moderna, solo las damas ancianas con demasiados dientes seguían hablando de aquel modo.
Lyall evitó hacer ningún comentario.
—¿Y si hemos de enfrentarnos a un rival o a una petición de metamorfosis? Deberíamos esperar un aumento de ambas cosas después de que Conall haya transformado con éxito a una mujer. No puede ocultar a lady Kingair en Escocia para siempre. —El tono de Channing destilaba tanto orgullo como enojo—. Las solicitudes de ayudas de cámara empiezan a acumularse; nuestro Alfa debería estar ocupándose de ellas, no pasando sus días en estado de embriaguez. Su comportamiento está debilitando la manada.
—Soy capaz de contener a los rivales —dijo el profesor Lyall sin asomo de vergüenza, modestia o jactancia. Puede que Randolph Lyall no fuera tan corpulento ni masculino como la mayoría de los hombres lobo, pero se había ganado el derecho a ser el Beta de la manada más poderosa de Londres. De hecho, se lo había ganado de tantas formas distintas en el pasado que ya nadie osaba cuestionar su derecho.
—Pero usted no tiene la Forma de Anubis. No puede reemplazar a nuestro Alfa en todos los sentidos.
—Usted ocúpese de las responsabilidades del Gamma, Channing, y déjame a mí el resto.
El mayor Channing dirigió una mirada de indignación tanto al profesor Lyall como a lord Maccon y salió de la habitación a grandes zancadas, la larga cola de caballo balanceándose airadamente.
El profesor Lyall pretendía hacer lo mismo, menos por lo de la larga cola de caballo, pero entonces oyó un susurro, «Randolph», procedente de la cama. Recorrió el lateral del gran colchón de plumas hasta situarse frente a los ojos leonados del conde, los cuales volvían a estar abiertos y desenfocados.
—¿Sí, mi señor?
—Si… —el conde tragó saliva nerviosamente—… si estuviera equivocado, y no digo que lo esté, pero si lo estuviera, tendré que humillarme de nuevo, ¿verdad?
El profesor Lyall había visto el rostro de lady Maccon cuando esta regresó a su casa para empaquetar sus pertenencias y marcharse del castillo de Woolsey. Aunque no era una mujer con tendencia al llanto —práctica, dura y poco emotiva incluso en la peor de las situaciones, como la mayoría de los preternaturales—, eso no significaba que no estuviera completamente destrozada por el rechazo de su esposo. El profesor Lyall había sido testigo de una serie de cosas en su vida que esperaba no volver a ver nunca más; la mirada de desesperanza en los oscuros ojos de Alexia era una de ellas.
—Me temo que en este caso la postración no será suficiente, mi señor. —No estaba dispuesto a darle cuartel a su Alfa.
—Ah. Mierda —dijo elocuentemente su señoría.
—Ese es solo el menor de los problemas. Si mis deducciones son correctas, la vida de lady Maccon se encuentra en grave peligro, mi señor. Muy grave.
Lord Maccon, sin embargo, había vuelto a quedarse dormido.
El profesor Lyall se marchó con la intención de descubrir la fuente de embriaguez del conde. Para su aflicción, acabó descubriéndola. Lord Maccon no había mentido; ciertamente no era alcohol lo que había estado ingiriendo.
La sombrilla de Alexia Maccon había sido diseñada sin reparar en costes, con considerable imaginación y mucha atención por los detalles. Podía emitir un dardo equipado con un agente aturdidor, una pica de madera contra vampiros, otra de plata contra hombres lobo, un campo magnético de disrupción y dos clases distintas de niebla tóxica y, por supuesto, estaba equipada con una plétora de bolsillos secretos. Recientemente había sido totalmente renovada y perfeccionada con nueva munición, la cual, desdichadamente, no contribuía a mejorar su apariencia. No era un accesorio muy cautivador, pese a su utilidad, pues su diseño resultaba extravagante y su forma, indiferente. Era de un color gris apagado con adornos fruncidos de color crema, y tenía un mango al nuevo estilo del antiguo Egipto que parecía más una piña alargada.
A pesar de sus avanzados atributos, lady Maccon solía emplear su sombrilla como transmisora de la fuerza bruta dirigida al cráneo de su oponente. Ciertamente se trataba de un modus operandi rudo e indigno, pero había demostrado ser tan útil en el pasado que no le apetecía confiar demasiado en ninguna de las flamantes utilidades de su sombrilla.
Por tanto, Alexia se alejó del regordete calicó, el cual continuó tumbado indolentemente, y se ocultó detrás de la puerta con la sombrilla en ristre. Puede que fuera producto de la casualidad, pero cada vez que visitaba el salón de lord Akeldama sucedía algo indecoroso. Tal vez aquello no resultara tan sorprendente para alguien que conociera íntimamente al propietario de la casa.
Un sombrero alto, con una cabeza pegada a él, se asomó por la puerta, rápidamente seguido por una gallarda figura enfundada en una levita verde de terciopelo y polainas de piel. Alexia estuvo a punto de contener su brazo al creer que el intruso era Biffy. Biffy era el favorito de lord Akeldama, alguien propenso a vestirse con una levita verde de terciopelo. Pero entonces, el joven dirigió la vista hacia su escondrijo y Alexia pudo verle la cara: un rostro con anchas patillas y una expresión sorprendida. No era Biffy, pues este aborrecía las patillas. La sombrilla se precipitó hacia el infortunado caballero.
¡Chac!
El joven se cubrió la cabeza con el antebrazo, el cual se llevó la peor parte del golpe, y a continuación giró sobre sí mismo para alejarse de su alcance.
—¡Válgame Dios! —exclamó mientras retrocedía frotándose el brazo—. ¡Refrénese un poco! Una muestra muy pobre de educación, golpear a un caballero sin siquiera darle los buenos días.
Alexia no se dejó engañar.
—¿Quién es usted? —exigió saber, cambiando de táctica y pulsando uno de los pétalos de loto en el mango de la sombrilla, de cuyo extremo brotó un dardo aturdidor. La nueva postura no resultaba tan amenazadora, pues daba la impresión de que se disponía a propinarle un pinchazo en lugar de un porrazo.
El joven caballero, no obstante, permaneció respetuosamente cauteloso y se aclaró la garganta.
—Boots, lady Maccon. Emmet Wilberforce Bootbottle-Fipps, pero todo el mundo me llama Boots. ¿Qué tal está?
Bueno, no había motivo para mostrarse descortés.
—¿Qué tal está usted, señor Bootbottle-Fipps?
El autoproclamado Boots continuó:
—Mis disculpas por no ser alguien de mayor categoría, pero no es necesario mostrarse tan vigorosa. —El joven le dirigió a la sombrilla una mirada recelosa.
Alexia dejó de apuntarle con ella.
—¿Quién es usted, entonces?
—Oh, nadie importante, mi lady. Solo uno de los… —sacudió una mano para indicar el esplendor general de la casa—… nuevos chicos de lord Akeldama. —El joven caballero se detuvo, frunció el ceño y sé atusó una de sus patillas—. Me dejó aquí para que le entregara un mensaje. Algo así como un mensaje secreto. —Guiñó un ojo como si estuvieran confabulados pero renunció rápidamente al flirteo cuando la sombrilla de Alexia volvió a apuntarle—. Creo que está en código. —Entrelazó las manos a la espalda y se enderezó como si se dispusiera a declamar un largo poema de Byron—. ¿Cómo era? La esperaba antes, y mi memoria no es… Ah, sí, registra al gato.
—¿Eso es todo?
Unos hombros forrados de verde se encogieron.
—Eso me temo.
Se miraron fijamente el uno a la otra durante largo rato.
Finalmente, Boots se aclaró la garganta delicadamente.
—Muy bien, lady Maccon. Si no requiere nada más de mí. —Y sin esperar respuesta, se dio la vuelta para abandonar la habitación—. Pip pip. Comprenderá que tengo otras ocupaciones. Le deseo muy buenos días.
Alexia le siguió hasta el pasillo.
—Pero ¿dónde está todo el mundo?
—Me temo que no puedo decírselo, lady Maccon. Creo entender que no es seguro. No lo es en absoluto.
La confusión de Alexia se tornó en preocupación.
—¿No es seguro para quién? ¿Para usted, para mí, para lord Akeldama? —Se dio cuenta de que el joven no había admitido conocer la nueva ubicación de su maestro.
Boots se detuvo en la puerta y miró hacia atrás.
—No se preocupe, lady Maccon. Todo se solucionará. Lord Akeldama se encargará de ello. Siempre lo hace.
—¿Dónde está?
—Con los demás, por supuesto. ¿Dónde si no? Aquí y allá, ya sabe cómo son estas cosas. Una considerable partida de caza tuvo que salir, ya sabe, para rastrear. Deben encontrar… —El joven se detuvo—. Uups. No importa, lady Maccon. Usted solo preocúpese de lo que su señoría dijo acerca del gato. ¡Hasta luego! —Y, tras eso, hizo una reverencia truncada y salió de la casa.
Alexia, perpleja, regresó al salón, donde encontró al calicó donde lo había dejado. La única cosa extraña en el animal, aparte de sus tendencias asesinas hacia las borlas, era un collar metálico alrededor de su cuello. Alexia se apoderó de él y se acercó a la ventana para examinarlo a la luz del sol. Era muy fino, y al desplegarlo, vio que era una cinta lisa con una serie de puntos trazados aparentemente al azar. A Alexia le sonaba de algo. Recorrió las hendiduras con la punta enguantada del dedo mientras trataba de recordar.
Por supuesto. Se parecía mucho a los circuitos que alimentaban las cajas de música y que producían aquellas pequeñas tonadas repetitivas tan apreciadas por los niños y tan molestas para las adultos. Si aquella cinta también emitía algún tipo de sonido, necesitaba un ingenio para escucharlo. En lugar de registrar toda la casa de lord Akeldama sin saber con exactitud qué artefacto estaba buscando, e imaginando que el vampiro en cuestión no sería tan irresponsable como para dejarlo a la vista de todo el mundo, Alexia solo pudo pensar en una persona que pudiera ayudarla en aquella disyuntiva: madame Lefoux. Se encaminó de nuevo a su carruaje.