En un puente sobre el Arno y otras cuestiones románticas poco apropiadas
—¡Tarde! Por supuesto que llego tarde. ¿Te das cuenta, esposa, que te he estado buscando por toda Italia? No has sido precisamente fácil de encontrar.
—Por supuesto que no podías encontrarme con semejante táctica. No he estado por toda Italia, sino atrapada en Florencia todo el tiempo. Gracias a ti, he estado incluso encerrada en una horrible catacumba romana.
—¿Gracias a mí? ¿Qué responsabilidad puedo tener en eso, mujer? —Lord Maccon avanzó unos pasos, alzándose amenazadoramente sobre su esposa. Ambos se habían olvidado completamente de sus acompañantes, quienes formaban un semicírculo de embelesado interés por la escena. Sus voces viajaban por encima del agua y las calles de Florencia, sin duda brindando entretenimiento a muchos.
—¡Me rechazaste! —Al decir aquello, Alexia sintió una vez más una agradable sensación de profundo alivio. Aunque en aquella ocasión, afortunadamente, no vino acompañada de la necesidad de echarse a llorar. ¡Conall había venido a buscarla! Por supuesto, seguía loca por él.
Floote se atrevió a interrumpirlos.
—Por favor, señora, modere la voz. Aún no estamos fuera de peligro.
—¡Me echaste! —susurró Alexia, furiosa.
—No es verdad… o no del todo. Al menos no lo pretendía. Deberías haber sabido que no lo pretendía y que necesitaba un poco de tiempo para recuperarme y dejar de ser un idiota.
—¿De veras? ¿Y cómo se supone que iba a saber que era solo una condición temporal, especialmente en tu caso? ¡Nunca lo ha sido! Además, los vampiros intentaban matarme.
—¿Y no lo intentaron también aquí y en casa? Agradece que estuviera lo suficientemente sobrio como para enviar a Channing.
—Oh, qué bien… Espera un momento, ¿qué has dicho? ¿Sobrio? ¿Quieres decir que mientras yo estaba recorriendo media Europa embarazada, huyendo de mariquitas, volando en ornitópteros, aterrizando sobre lodo y bebiendo café, tú has estado ebrio?
—Estaba deprimido.
—¿Deprimido? ¡Tú! —La rabia hizo que Alexia empezara a tartamudear. Levantó la vista para mirar a su esposo, lo que siempre era una experiencia extraña, ya que gracias a su altura siempre debía bajarla para mirar a los demás. Lord Maccon podía elevarse sobre ella todo lo que quisiera; no se sentía impresionada en lo más mínimo.
Alexia le golpeó en el centro del pecho con dos dedos para acentuar sus palabras.
—¡Eres un bobo —golpecito— insensible —golpecito—, traicionero —golpecito—, desconfiado —golpecito— y grosero! —Aunque cada golpecito lo hacía mortal, lord Maccon no pareció importunarle lo más mínimo.
Agarró la mano agresora y se la llevó a los labios.
—No podrías haberlo expresado mejor, mi amor.
—Oh, no me adules, esposo. Aún no he terminado contigo. —Alexia siguió golpeándole en el pecho con la otra mano. Lord Maccon sonrió abiertamente, muy probablemente, pensó Alexia, porque había cometido el desliz de llamarlo «esposo»—. Me echaste de casa sin un juicio justo. Deja de besarme. Y ni siquiera consideraste la posibilidad de que el niño fuera tuyo. ¡Déjalo ya! Oh, no, tenías que llegar a la conclusión más nefasta. Sabes cómo soy. Jamás podría traicionarte de ese modo. Solo porque la historia diga que es imposible no significa que no haya excepciones. Mira si no a lord Akeldama; es una excepción prácticamente de todo. Ah, y solo he necesitado investigar un poco en los registros de los Templarios para descubrirlo. Deja de besarme el cuello, Conall. Hablo muy en serio. Los Templarios deberían haber ejercitado más el arte de la erudición en lugar de ir dando porrazos a diestro y siniestro. —Introdujo una mano por su escote y extrajo la pequeña tablilla de maldiciones, que ahora apestaba a ajo, y la agitó delante de las narices de su marido—. ¡Mira esto! Pruebas. Pero tú no, por supuesto. Tú tenías que actuar primero. Y yo deambulando sin una manada.
En aquel punto, lord Maccon logró participar en la conversación, pero solo porque Alexia se había quedado sin aliento.
—A mí me parece que has formado tu propia manada, querida. Un protectorado de la sombrilla, podríamos llamarlo.
—Oh, ja, ja, muy gracioso.
Lord Maccon se inclinó hacia delante y, antes de que ella pudiera continuar con su diatriba, la besó en los labios. Uno de sus besos profundos y posesivos. El tipo de abrazo que le hacía creer a Alexia que, pese a que su contacto le arrebataba todo el poder de los licántropos, aún sentía el deseo de devorarla. Siguió dándole golpecitos de forma ausente mientras se dejaba envolver por sus brazos.
Entonces, con la misma prontitud con la que había empezado, se detuvo.
—¡Ajjj!
—¿Ajjj? Me besas cuando aún no había terminado de gritarte y ahora me vienes con esas. —Alexia se alejó de los brazos de su esposo.
Conall la detuvo con una pregunta:
—¿Has estado comiendo pesto? —Y empezó a rascarse la nariz como si el picor fuera insoportable. Sus ojos se humedecieron.
Alexia rio.
—Es verdad. Los hombres lobo sois alérgicos a la albahaca. ¿Ahora entiendes cuál es mi auténtica venganza? —Podría haberle tocado para hacer desaparecer la reacción alérgica, pero se quedó donde estaba, observando su sufrimiento. Qué curioso que incluso siendo mortal reaccionara de aquel modo ante su cena. Alexia se resignó a una vida sin pesto, y aquel pensamiento le hizo comprender que perdonaría a su esposo.
Pero aún no.
El licántropo en cuestión volvió a acercarse a ella cautelosamente, como si temiera que, si lo hacía rápidamente, ella se asustaría y se cerraría en banda.
—Hace mucho tiempo desde la última vez que lo probé, y nunca me gustó, ni siquiera cuando era humano. Pero si a ti te gusta, intentaré soportarlo.
—¿También soportarás a tu hijo?
Conall volvió a envolverla con sus brazos.
—Si a ti te gusta.
—No seas imposible. A ti también tendrá que gustarte, lo sabes, ¿verdad?
Con la cara pegada a su cuello, Conall dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—Mía —dijo alegremente.
Alexia se resignó a su sino.
—Por desgracia, ambos lo somos.
—De acuerdo, ¿eso es todo?
—No tan deprisa. —Alexia se separó de él y le golpeó el brazo para dejar clara su postura—. ¡La realidad es que tú también me perteneces! Y cometiste la temeridad de comportarte como si no fuera de ese modo.
Lord Maccon asintió. Era la verdad.
—Te lo compensaré. —Y, en un momento de descuido, añadió—: ¿Qué puedo hacer por ti?
Alexia se lo pensó un instante.
—Quiero mi propio eterógrafo. Uno de esos nuevos que no requieren válvulas cristalinas.
Él asintió.
—Y un conjunto de mariquitas de monsieur Trouvé.
—¿Un qué?
Alexia le clavó la mirada.
Lord Maccon volvió a asentir. Dócilmente.
—Y una nueva arma para Floote. Un revólver de buena calidad o algo que dispare más de una bala.
—¿Para Floote? ¿Por qué?
Su esposa se cruzó de brazos.
—Lo que tú digas, querida.
Alexia contempló la posibilidad de pedirle un Nordenfelt pero decidió que sería abusivo y rebajó sus pretensiones.
—Y quiero que me enseñes a disparar.
—Alexia, ¿crees que eso es lo más sensato para una mujer en tu estado?
Alexia volvió a mirarle amenazadoramente.
Conall suspiró.
—Muy bien. ¿Algo más?
Alexia frunció el ceño, pensativa.
—Por el momento no, pero puede que se me ocurra algo más en el futuro.
Lord Maccon volvió a abrazarla de nuevo, recorriéndole la espalda con movimientos circulares y enterrando la nariz en su cabello.
—¿Qué piensas, querida? ¿Será un niño o una niña?
—Me temo que será un roba-almas.
—¡Qué! —El conde se separó de su esposa y bajó la vista con recelo.
Channing les interrumpió.
—Será mejor que nos movamos. —Tenía la cabeza ladeada, como si aún estuviera en forma de lobo, las orejas prestas a la menor señal de peligro.
Lord Maccon pasó de marido indulgente a hombre lobo Alfa en un abrir y cerrar de ojos.
—Nos separaremos. Channing, usted, madame Lefoux y Floote harán de señuelo. Madame, me temo que tendrá que vestirse como una dama.
—A veces no queda más remedio.
Alexia sonrió, tanto por el malestar de madame Lefoux como por la idea de que alguien pudiera confundirlas.
—Te recomiendo que utilices relleno —le sugirió, hinchando ligeramente el pecho—, y una peluca.
La inventora le dirigió una mirada severa.
—Soy consciente de nuestras diferencias de aspecto, te lo aseguro.
Alexia ocultó una nueva sonrisa y se volvió a su marido.
—¿Los enviarás por tierra?
Lord Maccon asintió y, después, miró al relojero.
—¿Monsieur?
—Trouvé —ofreció su servicial esposa.
El relojero les miró a ambos mientras parpadeaba.
—Creo que volveré a casa. Tal vez los otros quieran acompañarme.
Channing y madame Lefoux asintieron. Floote, como era habitual en él, no mostró reacción alguna ante el curso de los acontecimientos. No obstante, a Alexia le pareció distinguir en su mirada un brillo de satisfacción.
Monsieur Trouvé cogió la mano de Alexia entre las suyas y la besó galantemente. Su bigote se agitó.
—Ha sido un placer conocerla, lady Maccon. Una experiencia muy agradable.
Lord Maccon parecía desconcertado.
—Se refiere a mi esposa, ¿verdad?
El francés le ignoró, granjeándose aún más el afecto de Alexia.
—Lo mismo digo, monsieur Trouvé. Debemos encontrarnos de nuevo en un futuro próximo.
—Completamente de acuerdo.
Alexia volvió a mirar a su esposo, que parecía a punto de estallar en carcajadas.
—¿Y nosotros iremos por mar?
El conde volvió a asentir.
—Bien. —Alexia sonrió—. Te tendré a mi entera disposición. Aún me quedan muchas cosas por las que gritarte.
—Y yo que creía que íbamos a disfrutar de nuestra luna de miel.
—¿Tiene el mismo significado para los hombres lobo que para los mortales?
—Muy graciosa, esposa querida.
No fue hasta mucho más tarde que lord y lady Maccon reanudaron el tema de cierto inconveniente prenatal. Primero tuvieron que despedirse adecuadamente y huir de Florencia. La mañana los encontró recogidos en la seguridad de un viejo establo de grandes proporciones y profusión de corrientes de aire. Las cosas se habían asentado lo suficiente como para mantener lo que lord y lady Maccon consideraban una conversación seria.
Conall, dada su naturaleza sobrenatural e inmunidad al frío, extendió su capa galantemente sobre un montón de paja húmeda y se tumbó en ella completamente desnudo y mirando a su esposa con expectación.
—Muy romántico, querido —fue el sagaz comentario de Alexia.
El semblante de su esposo se ensombreció ligeramente, pero lady Maccon no era tan inmune a los encantos de su esposo como para resistir la tentadora combinación de musculosa desnudez y expresión avergonzada.
Alexia se despojó del corpiño y de la falda.
Lord Maccon dejó escapar un delicioso murmullo cuando ella se tumbó sobre él como un cisne. Bueno, tal vez más como un mamífero marino que un cisne, pero tuvo el resultado deseado de extender toda la superficie de su cuerpo sobre la de él. El conde tardó unos segundos en recuperarse después de que el considerable peso de su esposa se asentara sobre él, para a continuación llevar a cabo una diligente búsqueda para despojarla de las restantes capas de ropa en el menor tiempo posible. Incluso desató la parte posterior y abrió la parte frontal del corsé, quitándole la camisa con la consumada habilidad de una doncella.
—¡Con calma ahí! —protestó Alexia suavemente pese a sentirse adulada por su diligencia.
Como si reaccionara ante su comentario, aunque Alexia albergaba serias dudas, Conall cambió de táctica y la atrajo hacia él con ímpetu. Enterrando la cara en su cuello, respiró profunda, agitadamente. El movimiento hizo que ella se elevara con su amplio pecho en expansión. Alexia tuvo la sensación de estar flotando.
Entonces el conde hizo que se deslizara lentamente hacia un lado y, con gran ternura, le apartó los calzones y empezó a acariciarle el vientre levemente hinchado.
—De modo que un roba-almas, ¿eh?
Alexia rio por lo bajo mientras procuraba que su esposo recuperara su habitual procedimiento más enérgico. Jamás lo admitiría en público, por supuesto, pero cuando más disfrutaba era cuando se comportaba con rudeza.
—Una de las tablillas romanas lo llamaba Acechador de Pieles.
Conall se detuvo y frunció el ceño pensativamente.
—No, tampoco me suena de nada. Aunque tampoco soy tan viejo.
—Pues los vampiros parecen bastante nerviosos.
—El cachorrillo ya sigue los pasos de su madre. Encantador. —Sus grandes manos empezaron a moverse con optimismo en dirección norte.
—¿Qué pretendes ahora? —le preguntó su esposa.
—He de ponerme al día. Debo evaluar ciertas diferencias de tamaño —insistió.
—No sé cómo podrías hacerlo —señaló su esposa—, teniendo en cuenta su naturaleza más que considerable.
—Oh, creo estar convenientemente preparado para la tarea.
—Todos debemos tener un objetivo en la vida —convino su esposa con un ligero temblor en la voz.
—Y para determinar las nuevas especificidades, debo aplicar todos los recursos de mi repertorio. —Aquel comentario parecía indicar que Conall pretendía pasar a utilizar la boca en lugar de la mano.
Alexia, debe admitirse, estaba agotando las recriminaciones y perdiendo la capacidad para respirar con normalidad. Y dado que la boca de su esposo estaba ocupada, y ni siquiera un hombre lobo debe hablar con la boca llena, llegó a la conclusión de que la conversación había terminado.
Alexia no se equivocó. Al menos por el momento.
Fin