Mariquitas al rescate
Alexia puso todo su empeño. Tuvo que dedicar un tiempo considerable a la negociación para convencer al científico alemán, pero al final solo tuvo que recurrir a la lógica más elemental.
—Estoy aburrida.
—No me concierne, Espécimen Femenino.
—Es mi herencia lo que está en juego aquí, ¿se da cuenta?
—Ya, ¿y?
—Creo que soy capaz de descubrir cosas que han podido pasar inadvertidas para usted y los Templarios.
Ninguna respuesta.
—Sé latín.
El alemán presionó su vientre.
—¿De veras? Veo que ha recibido una buena educación.
—¿Para una dama?
—¿Para una sin alma? Según los registros templarios, la prole del diablo no está versada en filosofía.
—Ya ve que soy distinta. Puede que encuentre algo.
El hombrecillo alemán extrajo un estetoscopio de una caja y lo aplicó a su vientre.
—Ya le he dicho que soy una excelente investigadora.
—¿Conseguiré con eso que guarde silencio?
Alexia asintió con entusiasmo.
—Veré qué puedo hacer, ¿ya?
Más tarde aquel mismo día, dos nerviosos Templarios trajeron unos cuantos rollos de piel y una cubeta llena de tablillas de plomo de aspecto antiguo. Debían de haberles ordenado que velaran por la seguridad de las tablillas, ya que en lugar de marcharse, cerraron con llave la puerta de la celda y se sentaron —en el suelo, para sorpresa de Alexia—, se cruzaron de piernas y procedieron a bordar cruces rojas en una serie de pañuelos mientras ella leía. Alexia se preguntó si habían recibido alguna clase de castigo o si los Templarios se dedicaban al bordado en su tiempo de ocio. Aquello último explicaría la general preponderancia de cruces rojas bordadas en todas partes. Lord Akeldama, por supuesto, ya le había advertido sobre aquella cuestión. Una lástima darse cuenta de ello cuando ya era demasiado tarde.
Dejó a un lado los rollos en favor de las más prometedoras tablillas de plomo. El latín estaba grabado en su superficie y, si no se equivocaba, eran tablillas de maldiciones. Su latín estaba un poco oxidado, y no le hubiera venido mal un vocabulario de referencia, pero logró descifrar la primera tablilla con no poco esfuerzo y después las otras le resultaron bastante más fáciles. La mayoría de ellas se referían a fantasmas y pretendían ser maldiciones para la otra vida o métodos para exorcizar poltergeists residentes. Alexia concluyó que las tablillas, fuera cual fuese su función, eran completamente ineficaces a pesar de su gran número.
Levantó la cabeza cuando el señor Lange-Wilsdorf entró en la celda dispuesto a una nueva batería de pruebas.
—Ah —dijo—, buenas tardes. Gracias por permitirme analizar esta extraordinaria colección. No sabía que las tablillas de maldiciones estaban tan centradas en lo sobrenatural. Había leído que recurrían a la ira de demonios y dioses imaginarios, pero no a los auténticos sobrenaturales. Muy interesante.
—¿Algo de utilidad, Espécimen Femenino?
—¡Au! —El alemán le clavó con una jeringa—. Hasta ahora todas se refieren a embrujos. Los romanos parecían muy preocupados por los fantasmas.
—Mmm. Ya. También las leí durante mi investigación.
Alexia continúo traduciendo la siguiente tablilla.
Tras extraerle una muestra de sangre, el alemán volvió a abandonarla a la clemencia de los Templarios bordadores.
En cuanto empezó a leer la siguiente tablilla, Alexia supo que no iba a decirle nada al señor Lange-Wilsdorf sobre aquella. Era más pequeña que las otras, y las letras latinas eran excepcionalmente diminutas y nítidas, ocupando ambas caras de la misma. Mientras que las otras tablillas hablaban de demonios o espíritus del mundo de las tinieblas, el contenido de aquella era completamente distinto:
«Recurro a ti, Acechador de Pieles y Ladrón de Almas, hijo de un Asolador de Maldiciones, seas quien seas, para pedirte que desde esta hora, desde esta noche, desde este instante, robes y debilites al vampiro Primulus de Carisius. Te hago entrega, si dispones de algún poder, de este Consumidor de Sangre, porque solo tú puedes arrebatarle lo que más estima. Ladrón de Almas, te consagro a ti su complexión, su fuerza, su curación, su velocidad, su aliento, sus colmillos, sus garras, su poder, su alma. Ladrón de Almas, si vuelve a ser mortal, durmiendo cuando debería despertar, consumiéndose en su piel humana, te prometo un sacrificio cada año».
Alexia conjeturó que el término Asolador de Maldiciones debía de guardar correlación con el sobrenombre que los licántropos aplicaban a los preternaturales, «rompe-maldiciones», lo que significaba que la tablilla pedía ayuda al hijo de un preternatural. Por insignificante que esta fuera, era la primera mención que encontraba tanto de un sin alma como del hijo de este. Se llevó una mano al vientre y bajó la mirada.
—¿Qué tal, pequeño Acechador de Pieles? —Alexia sintió una suave sacudida—. ¿Te gusta más Ladrón de Almas? —La sacudida cesó—. Ya veo. Más digno, ¿verdad?
Volvió a concentrarse en la tablilla, leyéndola de nuevo, deseando extraer de ella más información respecto a lo que una criatura como aquella podía hacer, sobre los misterios de su creación. Supuso que aquel ser podía ser tan imaginario como los dioses del mundo de las tinieblas a los que recurrían las otras tablillas. Pero también podía ser tan real como los fantasmas o vampiros a los que debían enfrentarse. Debió de ser una época muy extraña en la que vivir, tan llena de supersticiones y mitología, gobernados por las colmenas imperiales del César y una conflictiva estirpe de vampiros incestuosos.
Alexia miró por debajo de sus pestañas a los dos bordadores y, con un movimiento no demasiado sutil, se guardó la tablilla bajo el vestido. Por suerte para ella, los Templarios parecían considerar el bordado una actividad absorbente.
Continuó analizando las tablillas, en busca de los dos términos clave: «Acechador de Pieles» y «Ladrón de Almas», pero no encontró ninguna otra mención al respecto. Valoró sus opciones, preguntándose si sería sensato comentárselo al señor Lange-Wilsdorf. Al final resultó que fue el prefecto quien le trajo la cena aquella tarde, de modo que Alexia imaginó que no perdía nada recurriendo directamente a la fuente.
Se tomó su tiempo preparando el terreno. En primer lugar se interesó educadamente por cómo había pasado el día, atendiendo a la recitación de su rutina —¿quién podía asistir seis veces a maitines?— mientras comía la pasta con la obligatoria salsa verde. El prefecto había llamado a la larga y delgada pasta «spa-giggle-tee» o una tontería similar. Alexia no sentía un especial interés por el nombre, siempre y cuando estuviera acompañada de pesto.
Finalmente, dijo:
—Hoy he encontrado una curiosidad en sus registros.
—¿De veras? He oído que el señor Lange-Wilsdorf se los había bajado. ¿En cuál?
Alexia hizo un gesto vago con una mano.
—Oh, ya sabe, en uno de los rollos. Se mencionaba algo relativo a un roba-almas.
Aquello atrajo su atención. El prefecto se puso en pie tan rápido que volcó el pequeño taburete en el que había estado sentado.
—¿Qué decía exactamente?
—Creo recordar que el otro término que aparecía en el documento era «arranca-pieles». Entiendo que no es la primera vez que oye hablar de estas criaturas. ¿Podría decirme dónde lo ha hecho?
El prefecto, visiblemente conmocionado, habló como si su boca se moviera sola mientras su mente aún se esforzara por procesar la revelación.
—Los roba-almas son criaturas legendarias, más peligrosas incluso que los sin alma. Son temidos por los sobrenaturales por su habilidad de ser a un tiempo mortales e inmortales. La hermandad debe mantenerse vigilante para detectar su presencia, aunque durante la historia conocida aún no hemos tropezado con ninguno. ¿Cree que su hijo podría ser uno de ellos?
—¿Qué haría con él si atrapara a uno?
—Eso dependería de si podemos llegar a controlarlo. No podemos permitir que vaguen a sus anchas; son demasiados poderosos.
—¿Qué clase de poder poseen? —Alexia trató de parecer inocente. Al mismo tiempo, deslizó su mano libre por el lateral de su taburete, preparándose para levantarlo en el caso de necesitar un arma.
—Solo sé lo que se dice de ellos en nuestras Normas Mejoradas.
—Ah, ¿sí?
El Templario empezó a recitar:
—«Por la presente, a quienquiera que sea hermano, por uno mismo, por su profesión y por su fe, deberá llevar la muerte en nombre de la justicia sagrada a las criaturas que se oponen a Dios y conducen a los hombres al fuego del infierno, el vampiro y el hombre lobo. Pues aquellos que no caminan bajo el sol y aquellos que se arrastran bajo la luna han vendido sus almas a cambio de saborear la sangre y la carne. Además, no debe permitirse que otro hermano se desvíe de su sagrada misión de observancia constante y firme perseverancia contra los infortunados nacidos en el pecado y la condenación, la prole demoníaca de los sin alma. Y, finalmente, se ordena por tanto a los hermanos que confraternicen solo con los impolutos y que den caza a los enfermos de espíritu de entre aquellos que tanto pueden caminar como arrastrarse, y que cabalgan el alma como los caballeros cabalgan en sus corceles».
A medida que recitaba, el prefecto se iba alejando de Alexia y acercándose a la puerta de la cela. Alexia reparó en su expresión cuasi hipnotizada. Como ocurriera durante el combate en el carruaje, sus ojos ya no parecían muertos.
Alexia Tarabotti, lady Maccon, había incitado muchas emociones a lo largo de los años —principalmente exasperación, admitió con pesar— pero nunca antes había sido la causa de tan abyecta repugnancia. Bajó la cabeza, avergonzada. Pequeño, supongo que ser un roba-almas no es tan bueno como pensaba. Pero no te inquietes. Los Templarios no parecen sentir mucho aprecio por nadie.
Cuando apartó la mirada, percibió un destello rojo en el corredor que desembocaba en la celda, algo que se movía pegado al suelo. Los dos jóvenes Templarios también repararon en aquella presencia, pues observaron fascinados el objeto que avanzaba lentamente hacia ellos.
Se oyó un tictac y el casi imperceptible sonido de múltiples patitas metálicas arañando la piedra.
—¿Qué está ocurriendo? —exigió saber el prefecto, dándole la espalda a Alexia.
Esta aprovechó la oportunidad: poniéndose de pie, levantó el taburete y golpeó con él al prefecto en la parte posterior de la cabeza.
Se produjo un espantoso crujido y Alexia esbozó una mueca.
—Le pido disculpas —dijo someramente mientras pasaba por encima del cuerpo inerte—. La necesidad obliga y todo eso.
Los dos guardias bordadores se pusieron en pie de un salto, pero antes de que pudieran cerrar con llave la puerta de la celda, un reluciente y diminuto insecto, lacado en rojo y con puntitos negros, se escabulló directamente hacia ellos.
Alexia, aferrando aún el taburete con una mano, se dispuso a huir.
La reina Victoria no se mostró tan impresionada ni tan sorprendida como cabría esperar ante la gratuita mención por parte de lord Akeldama del término «roba-almas». «Oh, ¿eso es todo?», pareció ser su única reacción, y su solución se ajustó a los estándares de todos los monarcas conocidos: tomó una decisión y le pasó el problema a otra persona. En este caso, sin embargo, el profesor Lyall se alegró al comprobar que no era el receptor del mismo.
En su lugar, la reina frunció los labios y puso en las elegantes manos de alabastro de lord Akeldama un desagradable fardo verbal.
—¿Un roba-almas, lord Akeldama? Eso parece de lo más desagradable. E inconveniente, sobre todo ahora que lady Maccon volverá al servicio activo como muhjah en cuanto regrese a casa. Confiamos en que lord Maccon se esté ocupando adecuadamente de ello. Huelga decir que la Corona no tolerará que los vampiros intenten asesinar a su muhjah, por muy embarazada que esta esté o sea cual sea la naturaleza del bebé. Confío en usted para detenerlo.
—Sí, Su Majestad. —Lord Akeldama parecía nervioso ante una orden tan directa.
—Por supuesto, necesitamos un nuevo potentado. Usted ocupará su puesto. Posee las capacidades necesarias, al ser tanto un vampiro como un errante.
—Lamento discrepar, Su Majestad. Cualquier candidato al puesto de potentado primero debe pasar el escrutinio de la colmena.
—¿Cree que impugnarán su nombramiento?
—Tengo muchos enemigos, Su Majestad. Incluso entre los de mi especie.
—Entonces estará en buena compañía, potentado: lady Maccon también los tiene y Walsingham los tenía. Le esperamos el próximo jueves en la reunión semanal del Consejo en la Sombra.
Tras lo cual, la reina Victoria abandonó la oficina con aire de superioridad moral.
Lord Akeldama se irguió de la reverencia con semblante atónito.
—Enhorabuena, señor —dijo Biffy tímidamente mientras trataba de levantarse tembloroso del sofá y acercarse a su maestro.
El profesor Lyall acudió rápidamente a su auxilio.
—Aún no, cachorro. Las piernas no te sostendrán hasta dentro de unas horas. —El profesor no se equivocaba. Aunque Biffy tenía la obvia intención de caminar sobre dos piernas, su cerebro aún parecía programado para hacerlo sobre cuatro, de modo que el joven cayó hacia delante con un gritito sorprendido.
Lyall le ayudó a levantarse y volvió a acomodarlo en el sofá.
—Tu mente tardará un tiempo en adaptarse a la metamorfosis.
—Ah. —A Biffy se le atragantaron las palabras—. Tendría que haberlo supuesto.
Lord Akeldama también se acercó, observando con ojos entelados cómo Lyall arropaba al joven con la manta.
—La reina me ha colocado en una incómoda situación.
—Ahora entiende cómo me siento la mayor parte del tiempo —dijo el profesor Lyall en voz queda.
—Está perfectamente capacitado para el puesto, señor. —Biffy miraba a su exmaestro con ojos relucientes y mirada confiada.
Maravilloso, pensó Lyall, un hombre lobo bisoño enamorado de un vampiro, y más propenso a satisfacer sus deseos que los de la manada. ¿Sería capaz lord Maccon de romper semejante conexión?
—Yo más bien creo que es la reina la que ha salido más beneficiada —añadió el profesor Lyall, sugiriendo sin mencionarlo directamente el elegante pero eficaz régimen de espionaje de lord Akeldama.
No era la mejor noche del pobre lord Akeldama. De un solo plumazo había perdido a su amante y su supuesto anonimato.
—La triste realidad, queridos míos, es que no estoy convencido de que el hijo de una preternatural y un hombre lobo tenga que ser necesariamente un roba-almas. Y sí lo es, ¿será el mismo tipo de roba-almas que cuando el progenitor era un vampiro?
—¿Es por eso por lo que parece tan poco preocupado por esta criatura?
—Como he dicho antes, lady Maccon es mi amiga. Un hijo suyo se mostrará tan poco hostil hacia los vampiros como ella. Aunque el modo en que la estamos tratando puede enviciar su natural predisposición. Independientemente de eso, no me convencen los ataques violentos preventivos; antes prefiero conocer todos los hechos relevantes. Postergaré mi evaluación hasta después de haber conocido a la criatura. Es lo más sensato.
—¿Y su otro motivo? —El vampiro ocultaba algo, le dijo a Lyall su afilado instinto tras muchos años de experiencia en las filas del ORA.
—¿Es necesario que lo acose, profesor Lyall? —Biffy miró con preocupación a su antiguo maestro y a su nuevo Beta.
—Creo que es lo mejor. Al fin y al cabo, es mi naturaleza.
—Touché. —El vampiro volvió a sentarse al lado de Biffy y, como si fuera una costumbre, posó una mano en la pierna del joven.
Lyall se puso en pie y miró a los dos hombres desde arriba y a través de sus lentes. Ya había tenido suficientes misterios para una sola noche.
—¿Y bien?
—La roba-almas, esa contra la que nos advierten los Guardas de los Edictos, la razón de todo este embrollo, se llamaba Al-Zabba, y era una suerte de pariente. —Lord Akeldama ladeó la cabeza de un lado y del otro con indiferencia.
—¿Una pariente suya?
—Puede que la conozca mejor por el nombre de Zenobia.
Los conocimientos del profesor Lyall sobre el Imperio romano eran equiparables a los de cualquier otro hombre educado, pero no había leído en ninguna parte que la Reina de Palmira tuviera una cantidad de alma mayor o menor a la habitual. Lo que llevaba a otra pregunta.
—¿Cómo se manifiesta exactamente dicha condición?
—Lo desconozco.
—Y eso le provoca cierta desazón, ¿no es así, lord Akeldama?
Biffy tocó la mano de su antiguo maestro, que seguía apoyada sobre su pierna cubierta por la manta, y la apretó ligeramente para reconfortarle.
Definitivamente habrá problemas.
—En aquel entonces, la gente corriente, los que la temían, la bautizaron con el nombre de roba-pieles.
Mientras que el término roba-almas no le decía nada al profesor Lyall, no ocurría lo mismo con aquel. Despertó en él recuerdos largamente olvidados. Leyendas acerca de una criatura que no solo era capaz de robar los poderes de los licántropos, sino convertirse también en uno durante el lapso de una noche.
—¿Está sugiriendo que nos enfrentamos a un despellejador?
—¡Exacto! ¿Entiende ahora las dificultades de evitar que todo el mundo intente matarla?
—Respecto a eso —el profesor Lyall esbozó una sonrisa repentina—, puede que tenga una solución. Es probable que a lord y lady Maccon no les guste, pero creo que ustedes, lord Akeldama y joven Biffy, la encontraran aceptable.
Lord Akeldama le devolvió la sonrisa, exhibiendo sus mortíferos colmillos. El profesor Lyall consideró que tenían el tamaño adecuado para resultar amenazadores sin resultar ostentosos, como la perfecta espada de gala. Eran unos colmillos muy sutiles para un hombre de la reputación de lord Akeldama.
—Continúe, querido Dolly. Tiene toda mi atención.
Supuestamente, los Templarios estaban menos preparados si cabe para hacer frente a las mariquitas mecánicas de lo que lo había estado Alexia al ser acosada por ellas en un carruaje unos días atrás. Sorprendidos ante la aparición de tan inesperados visitantes, los guardias dudaron entre aplastarlos o reducir a Alexia. Hasta que una de las mariquitas clavó una de sus antenas en forma de jeringa en uno de los jóvenes Templarios, quien procedió a desplomarse, los hermanos no decidieron atacarlas violentamente. Una vez tomado el curso de la acción, no obstante, su venganza fue rápida y efectiva.
El Templario que seguía en pie desenvainó la espada y despachó a los valientes defensores mecánicos de Alexia con extraordinaria eficiencia. Consumada la tarea, se volvió hacia Alexia.
Esta levantó el taburete.
A su espalda, el prefecto gruñó.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
Puesto que las mariquitas podían haber sido enviadas tanto por los vampiros, con la intención de matarla, como por monsieur Trouvé, con la intención de rescatarla, Alexia no estaba en disposición de ofrecer una respuesta satisfactoria.
—Al parecer está siendo atacado por mariquitas, señor Templario. Es todo lo que puedo decir.
En aquel momento todos oyeron el rugido. Y fue un rugido que a Alexia le resultó intensamente familiar: grave, enérgico e intencionado. El tipo de rugido que anunciaba claramente a cualquiera que tuviera la mala fortuna de escucharlo: «Sois comida».
—Y ahora sospecho que también por hombres lobo.
Lady Maccon no se equivocaba.
Por supuesto, su pequeño y traicionero corazón ansiaba un pelaje en particular, uno de color chocolate con retazos negros y dorados. Estiró el cuello por encima del taburete para comprobar si la bestia ruidosa y babeante que embestía por el corredor de piedra tenía los ojos amarillo pálido y la familiar jovialidad que los iluminaba.
Sin embargo, la criatura que apareció ante ella era completamente blanca, y en su rostro lupino no había lugar para la jovialidad. Se abalanzó sobre el joven Templario, sin aparente preocupación por la espada desenvainada, probablemente de plata. Era un hermoso espécimen de Homo lupis, o lo hubiera sido de no estar desfigurado por la lucha y las ansias de mutilar. Alexia supo que sus ojos eran azules sin necesidad de mirarlos. De todos modos no pudo hacerlo, pues hombre y lobo se embistieron mutuamente en mitad del corredor. Profiriendo un sonoro grito de guerra, el prefecto salió de la celda y se unió a la refriega.
Alexia, quien nunca había sido proclive a titubear, agarró con fuerza el taburete y, cuando el joven Templario cayó de espaldas en su área de influencia, le golpeó en la parte superior de la cabeza con todas las fuerzas que pudo reunir. Últimamente, aporrear cabezas se estaba convirtiendo en una de sus aficiones favoritas; un comportamiento de lo más indecoroso.
El muchacho se desplomó.
Ahora era una cuestión entre el hombre lobo y el prefecto.
Alexia imaginó que Channing podía ocuparse de él y que lo mejor era huir ahora que el prefecto estaba ocupado con otros menesteres. De modo que dejó caer el taburete, se recogió la falda y trotó por el pasadizo que le pareció más prometedor. Se topó de frente con madame Lefoux, Floote y monsieur Trouvé.
¡Ah, pasadizo correcto!
—Vaya, hola a todos. ¿Cómo están?
—No hay tiempo para la cortesía, querida Alexia. Qué propio de ti, haber escapado ya cuando nos dirigíamos a hacer precisamente eso. —Madame Lefoux hizo alarde de sus hoyuelos.
—Oh. Bueno, digamos que soy emprendedora.
Madame Lefoux le lanzó algo y Alexia lo atrapó en el aire con la mano que no tenía ocupada recogiéndose la falda.
—¡Mi sombrilla! ¡Maravilloso!
Se dio cuenta de que Floote llevaba su bolsa de viaje en una mano y una de las diminutas pistolas en la otra.
Monsieur Trouvé le ofreció su brazo.
—¿Señora?
—Gracias, monsieur, muy cortés. —Alexia logró rodear su brazo, sujetar la sombrilla y levantar la falda sin demasiadas dificultades.
—Le agradezco lo de las mariquitas, por cierto. Muy considerado por su parte el enviarlas.
El relojero la apremió a seguir caminando por el pasadizo. Hasta aquel momento no se percató de la dimensión real de las catacumbas, especialmente de su profundidad.
—Ah, sí, tomé prestados los ajustes de los vampiros. Les puse un agente aturdidor en lugar de veneno. Resulta igualmente efectivo.
—No me cabe duda. Hasta que aparecen las espadas, por supuesto. Me temo que ha perdido a sus tres adláteres.
—Ah, pobrecillos. No son muy resistentes.
Ascendieron un tramo de escaleras y después recorrieron otro largo pasadizo que parecía ir en la dirección opuesta al que acababan de dejar atrás.
—Si no lo considera impertinente —jadeó Alexia—, podría decirme qué hace aquí, monsieur.
El francés respondió entre resuellos.
—Ah, vine con su equipaje. Dispuse una señal para que Genevieve supiera dónde estaba. No quería perderme la diversión.
—Usted y yo tenemos dos conceptos muy distintos de ese término.
El francés la miró de arriba abajo, parpadeando.
—Oh, venga, señora, no se engañe.
Alexia esbozó una sonrisa que, debía reconocerse, resultaba más cruel que discreta.
—¡Cuidado! —grito Floote de repente, quien encabezaba la marcha, seguido de cerca por madame Lefoux. Se había detenido unos pasos por delante de ellos, y tras apuntar cuidadosamente, disparó una de sus diminutas pistolas.
Un grupo compuesto por una docena de Templarios apareció por el otro extremo del pasadizo, precedidos por la menuda figura enfundada en tweed de cierto científico alemán. Poche lideraba la carga, colaborando al alboroto general con sus ladridos y cabriolas como una pelusa de diente de león sobreexcitada y tocada con un lazo amarillo.
Floote sacó su otra pistola y disparó de nuevo, pero no tenía tiempo de recargar la primera antes de que los Templarios se les echaran encima. De todos modos, Floote había errado los disparos, y el enemigo siguió avanzando impertérrito. El único miembro del grupo atribulado por los disparos pareció ser el perro, los histrionismos vocales del cual alcanzaron cotas inexploradas.
—Si estuviera en su lugar, Espécimen Femenino, me rendiría ahora, ¿ya?
Alexia le dirigió una inocente mirada al señor Lange-Wilsdorf desde la parte posterior de su pequeño grupo de defensores; al fin y al cabo, el rescate no había sido idea suya. También alzó su sombrilla. Alexia había derrotado a vampiros. En comparación, un puñado de mortales bien entrenados sería una tarea relativamente sencilla. O eso esperaba.
El pequeño alemán miró deliberadamente a madame Lefoux y monsieur Trouvé.
—Me sorprende encontrarlos aquí. Miembros destacados de la Orden del Pulpo de Latón reducidos a correr y luchar. ¿Y para qué? ¿Para proteger a una sin alma? Ni siquiera pretenden estudiarla.
—¿Y es eso lo único que le mueve a usted?
—Por supuesto.
Madame Lefoux no estaba dispuesta a ser superada por un alemán.
—Olvida, señor Lange-Wilsdorf, que he leído sus investigaciones. Todas sus investigaciones, incluso las vivisecciones. Siempre ha sentido predilección por una metodología cuestionable.
—¿Y usted no tiene ninguna otra motivación, madame Lefoux? He oído que ha recibido instrucciones de las altas esferas de la Orden para seguir y descubrir todo lo que pueda de lady Maccon y su criatura.
—Me siento atraída por Alexia en muchos sentidos —respondió la francesa.
Alexia concluyó que, en aquella coyuntura, era necesaria una protesta simbólica.
—Creo estar desarrollando una suerte de neurosis. ¿Hay alguien que no desee matarme o estudiarme?
Floote levantó una mano titubeante.
—Sí, Floote, muchas gracias.
—También está la señora Tunstell, señora —añadió Floote, como si Ivy fuera una suerte de premio de consolación.
—Veo que no has mencionado a mi vacilante esposo.
—Sospecho, señora, que en estos momentos su esposo desea matarla.
Alexia sonrió sin poder evitarlo.
—Buena apreciación.
Durante la conversación, los Templarios se habían mantenido inmóviles y, como cabía esperar, en silenciosa vigilia. Sorprendentemente, uno de los situados en la parte posterior del grupo dio un gritito, seguido por el inconfundible sonido de la lucha. Poche empezó a ladrar aún más ruidosa y vigorosamente que antes. En apariencia, menos dispuesto a atacar enfrentado a la violencia real, el perro se refugió detrás de las piernas enfundadas en tweed de su amo.
A una señal del Templario al mando —la cruz de mayor tamaño en su camisón así parecía indicarlo—, la mayor parte de los hermanos se dieron la vuelta para hacer frente a la nueva amenaza que se había presentado en su retaguardia. Aquello dejó solo a tres Templarios y al científico alemán contra Alexia y su reducido grupo. Las probabilidades mejoraban.
Floote procedió a recargar precipitadamente sus dos pequeñas pistolas.
—¿Qué…? —El desconcierto hizo que Alexia no pudiera articular palabra.
—Vampiros —le explicó madame Lefoux—. Sabíamos que vendrían. Llevan pisándonos los talones los últimos días.
—¿Por eso has esperado hasta el anochecer para rescatarme?
—Exacto. —Monsieur Trouvé le guiñó un ojo.
—No queríamos ser groseros —añadió madame Lefoux— y presentarnos inesperadamente sin un buen regalo. De modo que hemos traído unos cuantos.
—Muy considerado por tu parte.
Alexia estiró el cuello para intentar descubrir qué ocurría. Las catacumbas, como cabía esperar, eran oscuras y lúgubres, tanto que le resultaba difícil incluso ver a aquellos que tenía a su alrededor, pero le pareció distinguir a seis vampiros. ¡Dios mío, seis es casi una colmena al completo! No cabía duda de que la querían ver muerta.
Los Templarios, pese a ir armados con afilados cuchillos de madera, parecían estar llevándose la peor parte. La fuerza y velocidad sobrenatural resultaba de lo más útil en los combates en espacios reducidos. Los tres Templarios que seguían frente a ellos se dieron finalmente la vuelta, dispuestos a unirse a la lucha. Aquello mejoró aún más sus opciones, situando la proporción en dos a uno. La batalla se desarrollaba en relativo silencio. Los Templarios se limitaban al ocasional gemido de dolor o exclamación de sorpresa. Los vampiros, como era habitual en ellos, se movían silenciosa, rápida y eficazmente.
Por desgracia, el violento galimatías de colmillos y puños seguía bloqueándoles la única salida.
—¿Creen que podemos abrirnos paso?
Madame Lefoux ladeó la cabeza pensativamente.
Alexia soltó su falda y levantó la mano libre de forma insinuante.
—Con el conjunto de mis habilidades, la tentativa puede resultar fascinante. Monsieur Trouvé, déjeme explicarle cómo funciona esta sombrilla. Creo que voy a necesitar ambas manos libres.
Alexia pasó a referirle al relojero unos cuantos consejos sobre el tipo de armamento más adecuado para las presentes circunstancias.
—Un hermoso trabajo, Genevieve. —Monsieur Trouvé parecía realmente impresionado.
Madame Lefoux se sonrojó y se entretuvo extrayendo sus alfileres del pañuelo: el de madera para los vampiros y el de plata, a falta de algo mejor, para los Templarios. Floote amartilló su pistola. Alexia se quitó los guantes.
Todos se habían olvidado del señor Lange-Wilsdorf; un logro sorprendente teniendo en cuenta que su absurdo perro seguía vociferando a pleno pulmón.
—¡No puede marcharse, Espécimen Femenino! No he completado mis pruebas. Necesito diseccionar al niño para determinar su naturaleza. Podría… —Se vio interrumpido por un terrible gruñido.
Channing apareció a la carrera. El licántropo tenía un aspecto lamentable. Su bello pelaje blanco estaba manchado de sangre. La mayoría de las heridas seguían abiertas, ya que tardaban mucho más en curarse cuando eran producidas por una hoja de plata. Por suerte, ninguna de ellas parecía grave. Alexia decidió no imaginar qué aspecto tendría el prefecto en aquel momento, aunque lo más probable es que, en su caso, más de una herida fuera grave.
Channing sacó la lengua y ladeó la cabeza en la dirección de la batalla que tenía lugar delante de ellos.
—Lo sé —dijo Alexia—, has traído la caballería. De verdad, no era necesario.
El hombre lobo ladró, como si quisiera decirle: No es momento de frivolidades.
—Muy bien. Después de usted.
Channing trotó con determinación hacia la multitud de vampiros y Templarios.
El científico alemán, encogiéndose ante el hombre lobo, les gritó desde su posición, pegado a una de las paredes del pasadizo:
—¡No, Espécimen Femenino, no puede marcharse!
Cuando Alexia miró en su dirección, vio que estaba en posesión de un arma extraordinaria. Tenía el aspecto de una serie de tubos de gaita de piel tachonada unidos a un trabuco. Aunque les estaba apuntando con ella, la mano del señor Lange-Wilsdorf no era precisamente estable en el gatillo. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Poche, poseído de un súbito arresto de valentía, cargó contra Channing.
Sin alterar el ritmo de su avance, el licántropo hizo un movimiento circular con la cabeza, abrió sus prodigiosas fauces y se tragó entero al perrito.
—¡No! —gritó el científico, modificando inmediatamente el objetivo y disparando el trabuco-gaita contra el hombre lobo en lugar de Alexia. El arma emitió un sonido gaseoso y eyectó una bola del tamaño de un puño compuesta por una especie de materia orgánica roja de textura gelatinosa que alcanzó al hombre lobo con una salpicadura. Fuera lo que fuese, no parecía estar diseñado para lastimar a licántropos, ya que Channing se limitó a desprenderse de la sustancia como suelen hacerlo los perros mientras le dirigía al hombre una mirada asqueada.
Floote disparó en aquel momento, alcanzando al alemán en un hombro y guardando después la pistola en un bolsillo al quedarse esta sin más munición. Alexia pensó que debería conseguirle a Floote un arma mejor, tal vez uno de esos revólveres modernos.
El señor Lange-Wilsdorf gritó de dolor, se llevó ambas manos al hombro y cayó de espaldas.
Madame Lefoux se acercó rápidamente a él y le arrebató de entre las manos tan peculiar arma.
—¿Sabe cuál es la verdad, señor? Puede que tenga excelentes ideas, pero sus métodos y su código moral dejan mucho que desear. ¡Usted, señor, es un pésimo científico! —Tras lo cual, le golpeó en la sien con la culata del arma-gaita. El alemán se desplomó como un saco.
—Pero bueno, Channing —le amonestó Alexia—, ¿tenía que comerse al pobre perro? Le advierto que sufrirá una terrible indigestión.
El hombre lobo la ignoró y continuó avanzando hacia la pelea que tenía lugar en el atestado pasadizo, la cual no tenía visos de decidirse de ninguno de los dos lados. Dos contra uno era una apuesta segura en un combate entre monjes guerreros bien entrenados contra vampiros.
Alexia corrió en pos de Channing para compensar un poco las cosas.
Mientras el hombre lobo procedía a abrirles una vía de escape mediante la sencilla táctica de devorar a los combatientes, Alexia, con las manos desnudas, intentó tocar a todo aquel que se le ponía a su alcance. Los vampiros se transformaron y los Templarios sintieron repulsión; de cualquiera de los dos modos, Alexia contaba con la ventaja.
Los vampiros soltaron a sus oponentes al perder súbitamente sus poderes sobrenaturales o descubrirse mordisqueando brutalmente un cuello ajeno sin colmillos. Los Templarios trataron de aprovechar la ventaja, pero se distrajeron por la presencia de un nuevo enemigo igualmente temible: un hombre lobo. También se sorprendieron al descubrir a su presa, aparentemente una inglesa de escasos recursos y limitada inteligencia, practicando su arte y tocándolos. El instinto se impuso, pues habían sido adiestrados durante generaciones para evitar a los preternaturales como si se tratara del mismísimo diablo: un grave riesgo para sus almas sagradas. Se estremecieron y se alejaron de ella.
Monsieur Trouvé seguía a Alexia de cerca. Tras haber utilizado una parte del armamento de la sombrilla, el relojero sostenía ahora el complemento como si fuera un garrote, aporreando a todo aquel que se interpusiera en su camino. Alexia se mostró comprensiva con su método; también era el preferido de ella. ¿Podría bautizarse aquella técnica como el «sombrillazo»?, se preguntó. Detrás del relojero venía madame Lefoux, con el trabuco-gaita en una mano y la aguja en la otra, acuchillando y aporreando a diestro y siniestro. Detrás de esta, y cerrando con elegancia la comitiva, Floote utilizaba la bolsa de viaje a modo de escudo mientras arremetía con el otro alfiler de madame Lefoux, prestado para la ocasión.
De este modo, Alexia y su pequeño grupo de galantes defensores se abrió paso subrepticiamente a través de un alboroto poco común, dejando atrás la violenta batalla. Después solo les quedó correr, ensangrentados y magullados como estaban. Channing encabezó la marcha, primero a través de las catacumbas romanas, y más tarde por los largos túneles modernos que daban cobijo, a juzgar por los raíles metálicos en el suelo, a una suerte de pequeño vagón. Finalmente, tras subir unas mohosas escaleras de madera, salieron a la amplia ribera del Arno. La ciudad debía de respetar algún tipo de toque de queda sobrenatural, ya que no había absolutamente nadie para presenciar su jadeante salida de los túneles.
Llegaron al nivel de la calle y se internaron en la ciudad. Alexia sintió una punzada en un costado y llegó a la conclusión de que, si el futuro se lo permitía, pasaría el resto de su vida sentada en la butaca de alguna biblioteca. La aventura estaba sobrevalorada.
Al llegar a uno de los puentes sobre el Arno, Alexia detuvo a su grupo en la mitad del mismo.
—¿Nos siguen?
Channing levantó el hocico y olisqueó el aire, tras lo cual agitó su peluda cabeza.
—No puedo creer que hayamos escapado tan fácilmente.
Alexia miró a sus compañeros, pasando revista a su estado. Channing había recibido unas cuantas heridas más, pero todas parecían estar curándose rápidamente. Respecto a los demás, madame Lefoux tenía un corte profundo en la muñeca, que Floote estaba vendando con un pañuelo, y monsieur Trouvé se estaba frotando un bulto en la frente. A ella misma le dolía terriblemente un hombro, pero por el momento prefirió no examinarlo. A pesar de eso, el ánimo y el estado físico parecían óptimos. Channing pareció llegar a la misma conclusión y decidió transformarse.
Su cuerpo empezó a retorcerse de aquel modo extraño y desagradable, y el sonido de la carne y los huesos readaptándose llenó la noche. Al cabo de unos momentos, se enderezó delante de ellos. Alexia soltó un gritito y se dio la vuelta precipitadamente para evitar contemplar sus atributos, los cuales eran amplios y bien proporcionados.
Monsieur Trouvé se quitó su levita. Aunque era demasiado ancha para el hombre lobo, se la entregó de todos modos por el bien de la decencia. Con un asentimiento, Channing se la puso. Cubría lo necesario, pero era demasiado corta, lo que unido a su largo y lacio cabello, le asemejaba alarmantemente a una desproporcionada colegiala francesa.
Alexia era perfectamente consciente de lo que debía hacer a continuación. La cortesía exigía una declaración de gratitud, pero le hubiera gustado que el destinatario de la misma fuera otro y no Channing Channing de los Chesterfield Channing.
—Bien, mayor Channing, supongo que debo agradecerle su oportuna intervención. Sin embargo, estoy confundida. ¿No debería estar en alguna otra parte matando cosas?
—Señora, creo que eso es exactamente lo que acabo de hacer.
—Quiero decir oficialmente, en nombre de la reina y de su país, con el regimiento y todo eso.
—Ah, no, el despliegue se canceló después de su marcha. Dificultades técnicas.
—¿Cómo?
—Sí, era técnicamente complicado abandonar a un Alfa con el corazón roto. Debe alegrarse de que no me encontrara en el extranjero. Alguien debía rescatarla de los Templarios. —Channing ignoró completamente al resto de sus rescatadores.
—Me las habría arreglado perfectamente sola. Pero gracias de todos modos. Dígame, ¿siempre tiene un concepto tan alto de sí mismo?
Channing la miró lascivamente.
—¿Usted no lo tiene?
—Dígame, ¿por qué me ha estado siguiendo todo este tiempo?
—Ah, ¿sabía que era yo?
—No hay muchos lobos blancos protegiendo mis intereses. Supuse que era usted después del incidente en el carruaje. ¿Por qué?
Una nueva voz, grave y profunda, intervino a su espalda.
—Porque yo le envié.
Floote dejó de atender a madame Lefoux y se dio la vuelta para hacer frente a la nueva amenaza, la francesa volvió a echar mano de sus fieles alfileres y monsieur Trouvé levantó el trabuco-gaita, que había estado examinando con interés científico. Solo el mayor Channing permaneció imperturbable.
Lord Conall Maccon, conde de Woolsey, salió de la sombra que proyectaba la torre del puente.
—¡Tú! Llegas tarde —señaló su errabunda esposa con extrema irritación.