En el que el inconveniente prenatal se vuelve aún más inconveniente

Por fin Biffy se quedó dormido, y el profesor Lyall pudo hacer lo mismo. Estaban a salvo bajo la atenta mirada de Tunstell, y después de la señora Tunstell, si algo así era imaginable. Los dos licántropos durmieron durante toda la mañana y buena parte de la tarde. Cuando Ivy se marchó a la sombrerería, Tunstell, quien debía asistir a un ensayo, decidió que había llegado el momento de despertar a Lyall.

—He ido al carnicero a buscar más provisiones —le explicó mientras el Beta cortaba un trozo de filete crudo y se lo metía en la boca.

El profesor Lyall masticó.

—Ya veo. ¿Qué se comenta en las calles?

—Para decirlo llanamente, todo el mundo habla de ello. Y cuando digo todo el mundo, quiero decir todo el mundo.

—Siga.

—El potentado está muerto. Usted y el viejo lobo tuvieron una noche movidita, ¿verdad, profesor?

Lyall dejó los cubiertos y se frotó los ojos.

—Oh, madre mía. En menudo entuerto me ha dejado.

—Uno de los aspectos más característicos de lord Maccon, si no recuerdo mal: su tendencia a provocar entuertos.

—¿Están muy enfadados los vampiros?

—Vaya, profesor, ¿pretende mostrarse sarcástico? Muy considerado por su parte.

—Responda a la pregunta, Tunstell.

—Todavía no ha aparecido ninguno. Ni tampoco los zánganos. Pero, según los rumores, no están muy satisfechos con la situación. No lo están en absoluto.

El profesor Lyall estiró el cuello ladeando la cabeza a ambos lados.

—Bien, supongo que me he ocultado aquí demasiado tiempo. Es hora de enfrentarse a los colmillos.

Tunstell adoptó una pose shakesperiana.

—¡Colmillos y caninos de infausta fortuna!

El profesor Lyall le lanzó una mirada agria.

—Algo así.

El Beta se puso en pie y se desperezó mientras observaba a Biffy. El descanso le estaba sentando bien. Aún no tenía un aspecto saludable, pero sí menos consumido. Tenía el pelo enmarañado y manchado con suciedad del Támesis, pero, aun así, conservaba un aire de la elegancia propia de los dandis. Lyall respetaba aquello en un hombre. Lord Akeldama había hecho bien su trabajo. Lyall también respetaba aquello.

Sin más dilación, levantó en volandas el cuerpo cubierto con la manta y se encaminó a las atestadas calles de Londres.

Floote aún no había regresado cuando Alexia detuvo los jadeantes caballos delante de la puerta del templo. Madame Lefoux fue llevada inmediatamente a la enfermería, por lo que Alexia tuvo que recorrer sola el lujoso edificio. Y, dado que era Alexia, se encaminó a la tranquila santidad de la biblioteca. Solo en una biblioteca se sentía completamente capaz de recobrar la calma y recuperarse de un día agitado. Era también la única habitación del templo que recordaba cómo llegar.

En un intento desesperado por superar la violencia del ataque, el descubrimiento de la presencia de Channing en Italia y su inesperado afecto por el inconveniente prenatal, Alexia recurrió al té de Ivy. Haciendo gala de un ingenio considerable, logró hervir agua en la estufa usando una caja vacía de rapé. Tuvo que renunciar a la leche, pero era un pequeño precio a pagar en aquellas circunstancias. No tenía la menor idea de si el prefecto había regresado ya, ni siquiera si había sobrevivido, pues, como era habitual, nadie le había informado. Sin nada más que hacer por el momento, Alexia se sentó en la biblioteca a disfrutar del té.

Fue una simpleza por su parte no darse cuenta de que el silencio reinante no era producto de las plegarias sino de un inminente desastre. La primera señal adoptó la forma de un volátil plumero de cuatro patas que irrumpió precipitadamente en la biblioteca, quebrantando el silencio con una serie de ladridos histéricos que hubieran hecho enfermar a un perro con una salud menos robusta.

—¿Poche? ¿Qué estás haciendo aquí, infame animal? —exclamó Alexia mientras trampeaba con la cajita de rapé.

Al parecer, el único deseo en la vida de Poche era atacar salvajemente la pata de la silla donde estaba sentada Alexia, la cual había atrapado con los dientes y mordisqueaba apasionadamente.

Alexia barajó la posibilidad de intentar alejarlo, darle un puntapié con la bota o simplemente ignorarlo completamente.

—Buenas tardes, Espécimen Femenino.

—Vaya, señor Espécimen Alemán, qué sorpresa más inesperada. Creía que había sido excomulgado. ¿Le han vuelto a aceptar en Italia?

El señor Lange-Wilsdorf entró en la sala mientras se rascaba el mentón con el talante de alguien que, repentinamente, tiene la mano más alta y se deleita con el estado de las cosas.

—Descubrí que estaba en posesión de un… ¿cómo lo llaman?… recurso negociador, ¿ya?

—¿Ya? —Alexia estaba suficientemente irritada como para imitarle.

El señor Lange-Wilsdorf se quedó de pie junto a ella y la miró desde arriba. Lo que debió de ser una experiencia inusual para él dada su corta estatura, pensó Alexia maliciosamente.

—Con la información que les he proporcionado, los Templarios podrán convencer a Su Bienaventurada Santidad el Papa Pío IX que revoque mi excomulgación y vuelva a aceptarme en su rebaño.

—¿De veras? Desconocía que los Templarios estuvieran en posesión de semejante influencia.

—Los Templarios poseen muchas cosas, Espécimen Femenino, muchas cosas.

—Bien, —Alexia sintió un súbito nerviosismo—, le doy la enhorabuena por su reintegración.

—He recuperado mi laboratorio —comentó orgulloso el alemán.

—Bien, quizá ahora pueda descubrir cómo…

El prefecto hizo acto de presencia en la biblioteca. Alexia dejó la frase a medias para observarlo. Llevaba un vendaje alrededor de las costillas y exhibía varios cortes en la cara. No tenía muy buen aspecto después del encuentro con el vampiro y su subsiguiente caída del carruaje.

—Ah, ¿cómo se siente, señor Templario?

El prefecto, sin molestarse en contestar, se acercó, se cruzó de brazos y también la miró desde las alturas. Tras unos segundos, se dirigió a Alexia como si fuera un recalcitrante mocoso.

—Estoy confundido, mi Espécimen sin alma.

—¿De veras?

—Si. ¿Cómo es que decidió no informarnos sobre su delicada condición? De haberlo sabido, habríamos actuado con mayor precaución para con su persona.

Oh, qué suerte la mía. Alexia cambió de posición con cautela. Dejó la cajita de té y cogió su sombrilla.

—¿Lo habrían hecho? ¿Significa eso que no me hubieran utilizado, por ejemplo, de cebo para los vampiros?

El prefecto ignoró la pulla.

—El señor Lange-Wilsdorf nos ha informado de que, no solo está usted embarazada, sino que además el padre es un licántropo. ¿Es eso…?

Alexia hizo un gesto imperioso con una mano.

—Le recomiendo que no siga por ahí. Mi esposo es un hombre lobo, y a pesar de todas las acusaciones vertidas en mi contra, no hay ninguna duda de que es el padre. No discutiré ni toleraré ninguna insinuación que ponga en duda mi integridad. Puede que sea una mujer sin alma, pero le aseguro que no soy una mujer infiel. Incluso Conall, el condenado, ha terminado por admitirlo.

El Templario cerró la boca y asintió. Alexia no estaba segura de haberle convencido, pero, francamente, le traía sin cuidado.

El señor Lange-Wilsdorf se frotó las manos.

—Como resultado a su insistencia, he desarrollado una nueva teoría relativa a la naturaleza del alma que estoy convencido que no solo confirma sino que observa su declaración sobre la paternidad del niño.

—¿Está sugiriendo que el único modo de demostrar que sigo embarazada es confirmar que digo la verdad? —Alexia notó cómo se le aceleraba la respiración ante la expectativa. ¡Por fin vindicada!

—Ya, Espécimen Femenino, exactamente.

—¿Le importaría ser más preciso?

El pequeño alemán pareció un poco decepcionado por su tímida reacción. No se percató que una de las manos de Alexia se dedicaba ahora a manipular delicadamente el mango de su sombrilla, y que vigilaba al Templario con la misma atención que le observaba a él.

—¿No está enfadada conmigo por haber informado a los Templarios de su pequeño secreto?

Alexia lo estaba, pero optó por mostrarse displicente.

—Bueno, de todos modos ya lo habían publicado los periódicos londinenses. Supongo que lo hubieran descubierto tarde o temprano. Aun así, es usted una comadreja repulsiva.

—Tal vez. Pero si mi teoría es correcta, también seré una comadreja célebre.

El Templario parecía sentir un fascinante interés por la cajita de rapé llena de té y procedió a examinarla. Alexia le dirigió una mirada afilada, desafiándole a hacer algún comentario sobre su solución idiosincrásica ante la evidencia de que ningún sirviente del templo se dignaba a satisfacer sus peticiones. El Templario guardó silencio.

—Bien, hábleme de su teoría. Ah, ¿y le importaría desalojar a su perro de mi silla?

El señor Lange-Wilsdorf se agachó y recogió del suelo a su enérgico animalillo. La criatura se relajó inmediatamente y entró en un estado alicaído, cuasi comatoso, entre los brazos de su amo. Colocándose el perro sobre un brazo como un lacayo haría con un trapo de cocina, el señor Lange-Wilsdorf procedió a usar la bestia para ilustrar sus explicaciones.

—Supongamos que existen una serie de partículas en el cuerpo humano que establecen vínculos con el éter ambiental. —Aguijoneó el cuerpo del perro con la punta de un dedo—. A estas partículas las denomino «pneuma». —Levantó el dedo aguijoneador de forma triunfante—. Los sobrenaturales carecen de ese vínculo y, por tanto, pierden la mayor parte de su pneuma. Se transforman en inmortales mediante la reconfiguración de los restos de pneuma en un vínculo flexible con partículas etéricas ambientales.

—¿Está diciendo que el alma no es una sustancia mesurable sino que depende de la forma y rigidez de ese vínculo? —Alexia sentía curiosidad a pesar de todo, y dirigió toda su atención al alemán.

Entusiasmado, el señor Lange-Wilsdorf zarandeó a Poche en dirección a Alexia.

—¡Ya! Es una teoría genial, ¿ya? Explica por qué aún no hemos podido medir el alma. No hay nada qué medir; solo hay forma y fuerza del vínculo. —Simuló que el perro volaba por la habitación—. Usted, Espécimen Femenino, en tanto preternatural, ha nacido con el pneuma pero sin el vínculo etérico, por eso siempre está succionando partículas etéricas del aire. Cuando entra en contacto con una criatura sobrenatural, lo que ocurre es que rompe su vínculo flexible y les extrae todo el éter de sus cuerpos, convirtiéndolos en seres mortales. —Hizo un gesto con la mano sobre la cabeza del perro, como si estuviera arrancándole los sesos.

—Entonces, cuando los vampiros me llamaban chupa-almas, no estaban tan desencaminados. Pero ¿cómo explica la teoría el embarazo? —Alexia trató de reconducir al hombrecillo a la parte más importante de la disquisición.

—Bueno, el problema con dos preternaturales es que ambos intentan succionar partículas etéricas al mismo tiempo. Por tanto, no pueden compartir el mismo aire. Pero —y en un crescendo triunfal, el señor Lange-Wilsdorf sostuvo su perrito por encima de la cabeza— si el otro progenitor es un sobrenatural, el niño puede heredar el vínculo flexible, o dicho de otro modo, una parte del exceso de alma.

Poche dio un extraño ladrido, como si pretendiera puntuar la afirmación final de su amo. Comprendiendo que estaba zarandeando a su perro de un modo indiscriminado, el alemán volvió a posarlo en el suelo. Inmediatamente, Poche empezó a ladrar y girar sobre sí mismo, y finalmente decidió emprender un ataque sobre un pequeño cojín dorado ante el que se abría un funesto futuro.

Alexia odiaba admitirlo, pero la teoría del señor Lange-Wilsdorf parecía sólida. Explicaba muchas cosas, entre ellas, por qué eran tan inusuales los embarazos como los del inconveniente prenatal. Para empezar, requerían de la unión entre un sobrenatural y un preternatural, y las dos especies se habían dado caza mutuamente durante la mayor parte de la historia conocida. En segundo lugar, requerían una sin alma hembra, una vampiro hembra o una licántropo hembra. A los preternaturales se les solía negar el acceso a las colmenas, y los licántropos hembra eran casi tan insólitos como los preternaturales hembra. Simplemente no había habido muchas oportunidades para la reproducción cruzada.

—De modo que la pregunta es: ¿qué clase de niño voy a gestar, dado el… mmm… vínculo flexible de Conall? —Al decirlo seguido del nombre de su esposo, y teniendo en cuenta las preferencias carnales de este, Alexia encontró la terminología obscena. Se aclaró la garganta, avergonzada—. Lo que quiero decir es si será preternatural o sobrenatural.

—Ah, ya. Bueno, resulta difícil de predecir. Pero creo que tal vez, según mi teoría, no será nada de las dos cosas. El niño podría ser perfectamente normal. Tal vez con un poco menos de alma que la mayoría.

—Entonces ¿no lo perderé, como pensaba antes?

—No, no, en absoluto. Siempre y cuando se comporte con sensatez.

Alexia sonrió.

Sí, aún no se había hecho a la idea de convertirse en madre, pero ella y el inconveniente prenatal parecían estar llegando a una suerte de compromiso.

—¡Eso es una noticia maravillosa! Debo informar a Genevieve inmediatamente. —Alexia se puso en pie con la intención de dirigirse a la enfermería, sin importarle lo que pudieran pensar los Templarios que se encontrara en su camino.

El prefecto, que había estado agachado intentando, sin éxito, arrebatarle a Poche el cojín, se enderezó para hablar. Alexia casi se había olvidado de su presencia.

—Me temo que eso no será posible, Sin Alma.

—¿Por qué?

—La francesa fue tratada de sus heridas y permanece bajo tutela de los Hospitalarios florentinos.

—¿Tan graves eran sus heridas? —Alexia sintió una repentina punzada de remordimiento. ¿Había estado disfrutando de un té con aroma a rapé y de las buenas noticias mientras su amiga agonizaba?

—Oh, no, son bastante superficiales. Simplemente decidimos que no podíamos seguir ofreciéndole nuestra hospitalidad. El señor Floote tampoco fue invitado a regresar a nuestro establecimiento.

Alexia notó cómo el corazón se le hundía súbitamente en su pecho, donde inició una serie de latidos especialmente acelerados. La repentina transición de lo que, segundos antes, podría definirse como euforia le provocó vértigo. Respiró profundamente por la nariz.

Casi sin pensarlo, abrió su sombrilla, preparada para recurrir incluso al ácido sulfúrico si era necesario, sin duda el armamento más vil de los que disponía. Madame Lefoux había encontrado algunos fluidos en la ciudad. Pero antes de poder situar el complemento en la posición adecuada, la puerta de la biblioteca se abrió.

Convocados mediante alguna señal desconocida, un grupo ridículamente numeroso de Templarios entró repiqueteando en la sala. Y repiqueteaban porque todos ellos portaban armadura, como los caballeros de las cruzadas de antaño: yelmos en la cabeza y relucientes cotas de malla y corazas en el torso bajo el sempiterno camisón. Alexia se percató de que también llevaban gruesos guantes de piel, sin duda para poder tocarla sin poner en riesgo sus almas celestiales. Poche se volvió completamente loco, ladrando a pleno pulmón y girando por la sala mediante una serie de saltos delirantes. Alexia pensó que era la decisión más inteligente que había tomado la criatura en su corta y absurda vida. Los Templarios, demostrando poseer amplias reservas de dignidad, lo ignoraron completamente.

La sombrilla de Alexia era un arma muy útil, pero no para abatir a tanta gente al mismo tiempo, de modo que optó por cerrarla.

—Bien, señor Templario —le dijo al prefecto—, me siento honrada. ¿Todo esto solo por mí? Muy considerado, pero no era necesario, se lo aseguro.

El prefecto le dirigió a Alexia una larga y dura mirada y, a continuación, agarrando al señor Lange-Wilsdorf de un brazo, salió de la biblioteca sin responder a su sarcasmo. Poche dio dos vueltas más a la sala y después salió disparado tras ellos como un feroz plumero eyectado a gran presión por un motor a vapor. Mi último defensor también me abandona, pensó Alexia lúgubremente.

Se volvió a sus oponentes.

—Muy bien. ¡Llevadme a vuestro calabozo! —Por fin pudo dar una orden con la prudente confianza de que la obedecerían.

El profesor Lyall dejó su preciada carga sobre el sofá de su oficina en el cuartel general del ORA. Biffy, que aún seguía inconsciente, estaba tan mustio como el brócoli recocido. Aunque el sofá estaba lleno de documentos, rollos eterográficos, varios libros, periódicos y panfletos científicos, a Biffy no pareció importarle. Se arrebujó como un niño pequeño en un extremo del mismo y abrazó afectuosamente un rollo metálico de aspecto ligeramente incómodo.

El profesor Lyall se puso manos a la obra, preparando declaraciones oficiales para la prensa, reclamando la presencia de varios espías y agentes y enviándolos después en importantes misiones para recabar información, llevar a cabo intervenciones diplomáticas y cumplir tareas secretas para la adquisición de galletas (en la cocina del ORA se estaban agotando). También envió un mensajero a los miembros restantes de la manada de Woolsey, dando instrucciones para que permanecieran alerta y armados. ¿Quién sabía qué forma adoptarían las represalias de los vampiros? Normalmente, sus reacciones solían estar caracterizadas por el refinamiento, pero el asesinato de uno de los suyos, como norma general, no se consideraba un acto precisamente cortés, por lo que podían reaccionar desfavorablemente. Por fin, Lyall pudo disponer de una productiva hora de actividad antes de ser interrumpido por el primero de lo que estaba seguro iba a ser una larga lista de dignatarios ofendidos. Empero, no se trataba de un miembro de las colmenas que venía a protestar por la muerte del potentado. Sorprendentemente, el recién llegado era un hombre lobo.

—Buenas tardes, lord Slaughter.

En aquella ocasión el deán no se había molestado en vestirse con una capa. Sin intención alguna de ocultar su identidad ni su enojo, Lyall llegó a la conclusión de que estaba allí en representación oficial de la reina Victoria.

—Bien, ha hecho un trabajo excelente, ¿verdad, pequeño Beta? Creo que no podría haberlo hecho mejor ni aunque se hubiera esforzado.

—¿Qué tal está, señor? Por favor, tome asiento.

El deán le dirigió una mirada asqueada al apático Biffy.

—Veo que ya tiene compañía. ¿Está… borracho? —Olisqueó el aire—. Oh, por el amor de Dios, ¿han estado nadando en el Támesis?

—Le aseguro que ha sido totalmente involuntario.

El deán parecía dispuesto a perseverar en su tono reprobatorio, pero entonces volvió a olisquear el aire y se detuvo en seco. Se dio la vuelta enérgicamente, avanzó hasta el sofá y se inclinó sobre el comatoso dandi.

—Su rostro no me resulta familiar. Sé que casi todos los miembros de la manada de Woolsey han estado en el extranjero con su regimiento, pero creo que los recuerdo a todos. No soy tan viejo.

—Ah, sí. —El profesor Lyall se enderezó sobre la silla y se aclaró la garganta—. Estamos de enhorabuena. Woolsey cuenta con un nuevo miembro de la manada.

El deán soltó un gruñido, y el profesor Lyall supo que estaba satisfecho pero que intentaba ocultarlo tras un velo de irritación.

—Me ha parecido que apestaba a lord Maccon. Bien, bien, bien, una metamorfosis y un vampiro muerto en una sola noche. Vaya, vaya, la manada ha estado muy ocupada.

El profesor Lyall dejó la pluma sobre el escritorio y cogió sus lentes.

—En realidad, me temo que un hecho está íntimamente relacionado con el otro.

—¿Desde cuándo la muerte de un vampiro provoca la aparición de un nuevo hombre lobo?

—Desde que los vampiros roban los zánganos de otros vampiros, los embotellan bajo el Támesis y después les disparan.

Ante aquella aseveración, el deán adoptó una actitud que tenía menos que ver con el brusco lobo errante y más con el político. Se sentó en la silla que quedaba libre frente al escritorio de Lyall.

—Creo que lo mejor será que empiece desde el principio, pequeño Beta.

Cuando Lyall terminó de referirle los hechos, el deán le miraba con una expresión de asombro.

—Por supuesto, una historia así debe corroborarse. Con la orden ilegal de asesinato emitida por el potentado en contra de la persona de lady Maccon, entenderá que los motivos de lord Maccon para matarlo resultan, como poco, sospechosos. Aun así, si lo que dice es verdad, el Alfa estaba en su derecho en tanto jefe de los nocturnos. Estos chanchullos son intolerables. ¡Imagine, robarle su zángano al prójimo! Qué grosero.

—Debe entender que tengo otros problemas que resolver.

—¿Localizar la descarriada esposa de su Alfa, quizá?

El profesor Lyall arrugó el labio y asintió.

—Los Alfas son siempre complicados.

—Soy de la misma opinión.

—Bien, le dejo con sus ocupaciones. —El deán se puso en pie pero, antes de marcharse, volvió a acercarse al sofá para observar a Biffy—. Dos metamorfosis con éxito en pocos meses. Puede que Woolsey esté pasando por problemas políticos, pero debe congratularse por el vigor de la forma de Anubis de su Alfa. Un cachorrillo adorable, ¿no cree? Supongo que ya sabe que le va a ocasionar muchos dolores de cabeza. Las cosas se complicarán bastante si los vampiros descubren que los licántropos les han arrebatado a un zángano.

El profesor Lyall suspiró.

—Y el favorito de lord Akeldama, nada menos.

El deán sacudió la cabeza.

—Muchos dolores de cabeza, recuerde mis palabras. Le deseo la mejor de las suertes, pequeño Beta. Va a necesitarla.

Justo cuando el deán salía del despacho, uno de los mejores agentes de lord Maccon en el ORA hacía acto de presencia.

El agente saludó al deán con una inclinación de cabeza junto a la puerta antes de presentarse delante del profesor Lyall con sus manos entrelazadas a la espalda.

—Informe, señor Haverbink.

—La situación no es muy agradable, señor. Los Colmillos están sembrando cizaña contra ustedes, los Peludos. Dicen que lord M tenía rencillas con el potentado. Que se deshizo de él movido por el rencor, no por el deber.

Haverbink era un muchacho consistente tanto en apariencia como en carácter. Y aunque nadie hubiera apostado medio penique por su exceso de alma, tenía un oído fino y se movía con soltura en lugares vedados a sujetos más aristocráticos. Su aspecto era el de un jornalero, y la gente solía menospreciar el intelecto de los hombres de su constitución. Pero se equivocaban.

—¿Incidentes?

—Un par de peleas de pub, básicamente guardianes cerrando bocazas de zánganos a puñetazos. Podría empeorar si se involucran los conservadores. Ya sabe lo que dirán: «todo esto podría haberse evitado si no hubiéramos aceptado la integración. Inglaterra se lo tiene bien merecido por actuar en contra de la naturaleza. En contra de la ley de Dios». Quejido, quejido.

—¿Alguna noticia de los vampiros?

—La reina de Westminster guarda silencio sepulcral, si me permite el juego de palabras, desde que se hizo pública la muerte del potentado. Créame, si creyera que el derecho la ampara, estaría enviando declaraciones oficiales a la prensa como una gallina ponedora.

—Sí, me inclino a pensar lo mismo. Su silencio es una buena noticia para nosotros, los licántropos. ¿Qué hay de la reputación del ORA?

—Nos llevamos la peor parte. Lord M estaba trabajando, no cazando, o al menos eso es lo que se comenta. Debería haber sido más precavido. —Haverbink volvió su rostro amplio y amistoso hacia su comandante de manera inquisidora.

Lyall asintió.

Haverbink prosiguió.

—Los partidarios del ORA aseguran que sus derechos de nocturno le amparaban. A los opositores no les gusta él ni los hombres lobo, de modo que protestarán haga lo que haga. No se puede hacer mucho por cambiar eso.

Lyall se frotó la nuca.

—Bueno, es más o menos lo que temía. Siga difundiendo la verdad mientras esté ahí fuera. Que la gente sepa que el potentado robó el zángano de lord Akeldama. No podemos permitir que los vampiros o la Corona lo oculten. Confiemos en que Biffy y lord Akeldama corroboren la historia oficial, porque si no es así, estaremos en la diana de casi todo el mundo.

Haverbink miró escépticamente la figura dormida de Biffy.

—¿Recuerda algo?

—Probablemente no.

—¿Lord Akeldama se mostrará dócil?

—Probablemente no.

—Entendido, señor. No me gustaría estar en su piel ahora mismo.

—No se lo tome como algo personal, Haverbink.

—Por supuesto que no, señor.

—Por cierto, ¿no hay ninguna novedad sobre el paradero de lord Akeldama?

—Ni media palabra, señor.

—Entiendo. Bien, señor Haverbink, continúe con su trabajo.

—A sus órdenes, señor.

Haverbink salió del despacho, y el siguiente agente, que esperaba pacientemente en el pasillo, se personó.

—Un mensaje para usted, señor.

—Ah, señor Phinkerlington.

Phinkerlington, un orondo soldador con lentes, logró hacer una pequeña inclinación de cabeza antes de avanzar de un modo vacilante por el despacho. Tenía los modales de un dependiente, el porte de un topo constipado y una conexión aristocrática menor, que su temperamento le forzaba a considerar un embarazoso defecto de carácter.

—Por fin ha llegado algo a través de ese canal italiano que me ordenó monitorizar al atardecer estos últimos días. —También era excelente en su trabajo, el cual consistía básicamente en estar sentado y escuchar, y después anotar lo que oía sin detenerse a pensar ni comentarlo con nadie.

El profesor Lyall se irguió sobre la silla.

—Has tardado en informarme.

—Lo lamento, señor. Esta tarde ha estado muy ocupado; no quería interrumpirle.

—Sí, tranquilo. —El profesor Lyall hizo un gesto de impaciencia con la mano izquierda.

Phinkerlington le entregó un pedacito de papel en el que había garabateado un mensaje. No era, como había esperado, de Alexia, sino, curiosamente, de Floote.

Además, era tan ajeno e inútil al tema que actualmente tenía entre manos que Lyall se sintió invadido por un sentimiento breve pero intenso de exasperación por la persona de lady Maccon. Un sentimiento que normalmente reservaba en exclusiva para su Alfa.

—Consiga que la reina detenga excavaciones italianas en Egipto. No pueden encontrar momias sin alma, sería muy pernicioso. Lady Maccon con los Templarios de Florencia. Situación delicada. Envíe ayuda. Floote.

El profesor Lyall, maldiciendo a su Alfa por haber partido tan precipitadamente, hizo una bola con el mensaje y, tras considerar detenidamente la delicada información que contenía el papelito, se lo comió.

Despidió a Phinkerlington, se puso en pie y se acercó al sofá para comprobar el estado de Biffy. El joven seguía dormido. Bien, pensó, lo mejor y más sensato que puede hacer en estos momentos. Cuando estaba arropando al nuevo licántropo, una persona más hizo acto de presencia en su oficina.

El profesor Lyall se enderezó y se volvió hacia la puerta.

—¿Sí?

El olor del hombre era inconfundible: perfume francés de calidad matizado por una pizca de loción capilar de la calle Bond, todo ello aglutinado por la suntuosa y desagradable… sangre vieja.

—Ah. Bienvenido de nuevo a Londres, lord Akeldama.

Lady Alexia Maccon, a veces denominada La Diva Tarabotti, se sentía bastante cómoda con el hecho de ser secuestrada. O, para decirlo de un modo más preciso, empezaba a habituarse a aquella situación. Hasta hacía poco más de un año, había llevado una existencia de soltería ejemplar. Su mundo solo se había visto asolado por la presencia de dos hermanas disparatadas y una madre aún más ridícula. Sus preocupaciones, debe admitirse, eran ciertamente mundanas, y su rutina diaria tan banal como la de cualquier otra joven dama con la suficiente renta y la insuficiente libertad. Pese a todo, había sido capaz de evitar los secuestros.

Y aquel se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los peores.

Alexia juzgó la experiencia de que le vendaran los ojos y la transportaran sobre un hombro protegido por una armadura como un saco de patatas inescrupulosamente indecorosa. Fue conducida por una serie aparentemente inacabable de escaleras y pasadizos, húmedos como solo puede serlo el subsuelo. Probó a dar unas cuantas patadas y sacudirse ligeramente, pero su porteador se limitó a inmovilizarle las piernas con un brazo revestido de metal.

Por fin llegaron a su destino, el cual, como descubrió en cuanto le quitaron la venda que le cubría los ojos, era una suerte de catacumba romana. Parpadeó para que sus ojos se adaptaran a la lobreguez, y descubrió que se encontraba en una antigua ruina subterránea excavada en los cimientos de roca e iluminada con lámparas de aceite y velas. La pequeña celda que ahora ocupaba estaba protegida por una serie de barrotes con refuerzos de aspecto moderno.

—Bien, mi calidad de vida se ha visto considerablemente mermada —dijo dirigiéndose a nadie en particular.

El prefecto apareció en el umbral de la puerta, se apoyó en el dintel metálico y la contempló con ojos apagados.

—Consideramos que no podíamos seguir manteniendo su seguridad en sus anteriores aposentos.

—¿No estaba a salvo en un templo propiedad de los Caballeros Templarios, los guerreros sagrados más poderosos que han pisado nunca la tierra?

El prefecto obvió su pregunta.

—Nos aseguraremos de que disponga aquí de todas las comodidades.

Alexia miró en derredor. La habitación era algo más pequeña que el guardarropa de su esposo en el castillo de Woolsey. Había una cama diminuta en un rincón, sobre esta una colcha deslucida, una mesilla de noche con una lámpara de aceite, un orinal y un lavamanos. Un lugar abandonado y triste.

—¿Quién se asegurará? Porque hasta el momento no lo ha hecho nadie.

El Templario hizo un gesto silencioso y, de la nada, apareció un cuenco lleno de pasta y una zanahoria tallada con la forma de una cuchara. El prefecto le entregó a Alexia ambas cosas.

Esta intentó ocultar el agrado que sentía ante la presencia de la ubicua salsa verde.

—El pesto solo me mantendrá de buen humor transitoriamente, supongo que ya lo sabe.

—Oh, ¿y después qué piensa hacer, prole del demonio?

—Ah, veo que ya no soy su «Espécimen Sin Alma». —Alexia se mordió el labio mientras valoraba su situación. La habían despojado de su sombrilla, y casi todas sus opciones de amenaza dependían de su aplicación—. Seré muy descortés, de eso puede estar seguro.

El prefecto no pareció sentirse en absoluto amenazado. Cerró la puerta firmemente después de salir de la celda y la dejó encerrada en la oscuridad.

—¿Al menos podrían darme algo para leer? —gritó, pero fue adecuadamente ignorada.

Alexia empezaba a pensar que todas aquellas historias que había oído acerca de los Templarios tenían visos de realidad, incluso aquella del pato de caucho y el gato muerto que lord Akeldama le había referido. Confiaba fervientemente que madame Lefoux y Floote estuvieran bien.

Había algo extraño en el hecho de estar completamente separada de ellos.

Impelida por la frustración, Alexia se puso en pie y se acercó a los barrotes para propinarles un puntapié.

Con aquello solo consiguió que el pie le doliera de un modo atroz.

—Oh, cielos —se lamentó lady Maccon en la silenciosa oscuridad de su celda.

El aislamiento de Alexia no duró demasiado, pues cierto científico alemán acudió a visitarla.

—He sido reubicada, señor Lange-Wilsdorf. —Alexia estaba tan afligida por el deterioro de su situación que sintió la necesidad de exponer una obviedad.

—Ya, Espécimen Femenino, soy consciente de ello. De lo más inoportuno, ¿ya? Yo también he tenido que trasladar mi laboratorio, y Poche se niega a seguirme aquí abajo. No le gusta la arquitectura romana.

—¿No? Bueno, ¿quién puede culparle? Pero, dígame, ¿no podría convencerlos para que volvieran a trasladarme? Si he de permanecer encarcelada, preferiría una habitación con vistas.

El hombrecillo negó con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible. Deme su brazo.

Alexia entornó los ojos con recelo y, a continuación, curiosamente, satisfizo su petición.

El alemán le envolvió el brazo con un tubo de tela engrasada y después procedió a inflarlo con aire usando para ello un conjunto de fuelles conectados a una diminuta espita. El tubo se expandió, ajustándose al brazo. Retirando los fuelles, el científico transfirió un balón de cristal lleno de pedacitos de papel a la espita y la soltó. El aire se escapó con un sonido sibilante, provocando que los trocitos de papel se agitaran frenéticamente en el interior del balón.

—¿Qué está haciendo?

—Determinando qué clase de niño engendrará, ya. Hay muchas especulaciones.

—Soy incapaz de ver qué pueden revelar esos pedacitos de papel. —Parecían tan inútiles como las hojas de té en el fondo de una taza. Lo que le hizo desear tomar una.

—Bueno, pues será mejor que revelen algo. Se ha estado discutiendo sobre tratar a este niño de un modo… distinto.

—¿Qué?

—Ya. Y sobre usarla a usted… ¿cómo se dice?… por partes.

En la garganta de Alexia se acumuló algo bilioso, agrio y desagradable.

—¿Qué?

—Guarde silencio, Espécimen Femenino. Déjeme trabajar.

El alemán observó cada vez con mayor atención cómo los papelitos finalmente se posaban en la base del balón, el cual, y Alexia no se dio cuenta hasta aquel momento, estaba marcado con una serie de líneas. A continuación, el alemán empezó a tomar notas y trazar diagramas sobre su emplazamiento. Alexia trató de pensar en cosas agradables, pero empezaba a sentirse tan enfadada como asustada. Estaba harta de que la trataran como a un espécimen.

—¿Sabe? Me han dado acceso total a los registros del programa de fecundación de preternaturales. Durante más de cien años trataron de determinar cómo reproducir con éxito a los de su especie.

—¿A los humanos? Bueno, no creo que sea tan difícil. Porque sigo siendo humana, ¿recuerda?

El señor Lange-Wilsdorf ignoró aquel último comentario y prosiguió con su razonamiento.

—Siempre transmiten las características de su especie, pero nunca llegó a explicarse el bajo nivel de nacimientos ni la escasez de especímenes femeninos. Además, el programa se vio obstaculizado por las dificultades de ubicación. Los Templarios no pudieron, por ejemplo, mantener a dos bebés en la misma habitación, ni siquiera en la misma casa.

—¿Y qué ocurrió? —Alexia sentía curiosidad a pesar de todo.

—El programa fue cancelado, ya. Su padre fue uno de los últimos, ¿sabe?

Las cejas de Alexia realizaron un conato involuntario de llegar al cielo.

—¿Mi padre? —Escucha, inconveniente prenatal tu abuelo fue el resultado de un experimento biológico perpetrado por fanáticos religiosos. Tu árbol genealógico se complica cada vez más.

—¿Le criaron los Templarios?

El señor Lange-Wilsdorf le dirigió una mirada extraña.

—No estoy familiarizado con los detalles.

Alexia no sabía absolutamente nada de la infancia de su padre; sus diarios empezaban con el relato de sus años universitarios, y Alexia sospechaba que, originalmente, solo habían sido un vehículo para practicar la gramática inglesa.

Aparentemente, el pequeño científico decidió que ya había hablado suficiente. Concentrándose en sus fuelles y artilugios esféricos, concluyó sus anotaciones y después inició una serie de complejos cálculos. Cuando terminó, guardó la estilográfica con un movimiento exagerado.

—Extraordinario, ya.

—¿Qué ocurre?

—Solo existe una explicación para estos resultados. Que usted tenga un vestigio intrínseco de éter localizado en… ¿cómo lo llaman?… la zona intermedia, pero se comporta de un modo extraño, como si hubiera un vínculo y al mismo tiempo no lo hubiera. Como si estuviera en estado de fluctuación.

—Bueno, mejor para mí. —Entonces Alexia frunció el ceño al recordar una conversación previa con el alemán—. Pero, según su teoría, no debería poseer éter intrínseco.

—Exacto.

—Entonces su teoría es errónea.

—O la fluctuación proviene del embrión. —El señor Lange-Wilsdorf se mostró triunfante en su aseveración, como si estuviera a punto de explicarlo todo.

—¿Está sugiriendo que ya ha descubierto la naturaleza de mi hijo? —Alexia estaba preparada para mostrarse igualmente triunfante. ¡Por fin!

—No, pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que estoy muy, muy cerca.

—Qué curioso. No considero que eso sea muy tranquilizador.

Lord Akeldama estaba de pie en el umbral de la oficina del profesor Lyall, vestido para montar. Siempre era complicado interpretar el semblante del vampiro, y en aquellas circunstancias lo era todavía más.

—¿Cómo le prueba la tarde, señor?

—No puedo quejarme, querido. Tolerable. ¿Y la suya?

Por supuesto, se habían visto en más de una ocasión en el pasado. Lyall llevaba siglos mordisqueando el gran pastel a capas que era la buena sociedad, mientras lord Akeldama interpretaba el papel de la cobertura en la parte superior del pastel. Lyall sabía que los hombres inteligentes solían mantener la mirada atenta al estado de la cobertura, aunque aquello significara dedicar la mayor parte del tiempo a limpiar las migajas. El grupo de los sobrenaturales era suficientemente reducido como para mantener a sus miembros localizados, aunque estos se ocultaran en las oficinas del ORA y en el cuartel de la soldadesca o en los mejores salones que la aristocracia podía ofrecer.

—Debo admitir que he tenido mejores tardes. Bienvenido al cuartel general del ORA, lord Akeldama. Entre, por favor.

El vampiro permaneció unos instantes más en el umbral de la puerta. Cuando advirtió la presencia de Biffy, hizo un sutil gesto con la mano.

—¿Puedo?

El profesor Lyall asintió. La pregunta era un insulto velado, pues era un recordatorio de que el zángano le había sido arrebatado injustamente, y que ahora debía pedir permiso para contemplar algo que le había pertenecido. Lyall se mostró condescendiente. Puede que el vampiro tuviera en aquel momento la mano más alta, pero el profesor Lyall estaba razonablemente convencido de que si le proporcionaba a lord Akeldama la suficiente tela de pañuelo, el vampiro sería capaz de confeccionar un hermoso lazo con el que todos se sintieran cómodos. Por supuesto, el vampiro también podía convertirlo en una soga; todo dependía del curso que tomara aquella conversación.

El profesor Lyall sabía que el sentido del olfato de los vampiros era limitado y que, por tanto, lord Akeldama no tenía forma de saber que Biffy era actualmente un hombre lobo. No obstante, el viejo vampiro pareció advertirlo de todos modos. No hizo ademán de tocar al joven dandi.

—Una considerable cantidad de vello facial. Desconocía que fuera tan propenso a ello. Supongo que, dadas sus actuales circunstancias, es lo más apropiado. —Lord Akeldama se llevó una mano pálida y larga a la base de su cuello, pellizcándose suavemente la piel. Cerró los ojos un momento, y cuando volvió a abrirlos, observó una vez más a su exzángano—. Parece tan joven cuando duerme. Siempre me lo ha parecido. —Tragó sonoramente, se dio la vuelta y volvió a situarse frente a Lyall.

—Ha estado cabalgando, ¿señor?

Lord Akeldama echó un rápido vistazo a su vestimenta y esbozó una sonrisa.

—En ocasiones la necesidad exige ciertos sacrificios, joven Randolph. ¿Puedo llamarle Randy? ¿O prefiere Dolphy? ¿Dolly, quizá? —El profesor Lyall se estremeció visiblemente—. Como iba diciendo, Dolly, no tolero bien la equitación; los caballos nunca se muestran muy amistosos con los vampiros, y además no le sienta bien a mi peinado. Solo hay una cosa más vulgar: un carruaje abierto.

El profesor Lyall optó por un acercamiento directo.

—¿Dónde ha estado estas últimas semanas, señor?

Lord Akeldama volvió a bajar la vista para evaluar su aspecto.

—Cazando fantasmas mientras era acosado por demonios, querido Dolly. Estoy convencido de que ya conoce los detalles.

El profesor Lyall decidió pasar a la ofensiva para comprobar si podía obtener una reacción más genuina por parte del vampiro.

—¿Cómo pudo desaparecer de ese modo, cuando lady Maccon más le necesitaba?

Lord Akeldama frunció ligeramente el labio y después soltó una carcajada forzada.

—Una pregunta interesante, viniendo del Beta de lord Maccon. Le ruego que me disculpe pero, en las actuales circunstancias, creo que me asiste el derecho a plantear las preguntas. —Señaló con su cabeza en dirección a Biffy, un sutil gesto de disgusto controlado.

Lord Akeldama era un hombre que ocultaba sus sentimientos, pero no mediante la ausencia de emociones sino con un exceso de afectación. Pese a todo, el profesor Lyall estaba convencido de que, bajo la gélida cortesía, se ocultaba una profunda rabia indudablemente justificada.

Lord Akeldama tomó asiento, acomodándose en él con la calma y despreocupación de un hombre instalándose en su club.

—Entiendo que lord Maccon ha partido en busca de mi querida Alexia. ¿Me equivoco?

Lyall asintió.

—Entonces, ¿lo sabe?

—¿Que corre grave peligro y que el potentado es el responsable? Sí.

—Oh, ¿era Wally quién estaba detrás? Ahora entiendo su interés en alejarme de Londres. No, me refería, querido Dolly, a si el estimable conde está al corriente de la naturaleza de su descendencia.

—No. Pero ha aceptado que es suya. Creo que siempre ha sabido que Alexia era incapaz de engañarle. Sencillamente se ha estado comportando de un modo bastante ridículo.

—Normalmente soy partidario de lo ridículo, pero, dadas las circunstancias, estará de acuerdo conmigo al lamentar que el conde no se haya percatado de eso antes. Lady Maccon nunca hubiera perdido la protección de la manada, y nada de todo esto hubiera sucedido.

—¿Eso cree? Aun así, los de su especie intentaron matar a lady Maccon durante su viaje a Escocia, cuando aún estaba bajo la protección de Woolsey. He de reconocer que lo hicieron más discretamente y, por lo que sé, sin el apoyo de las colmenas. Pero en cuanto descubrieron su condición, todas ellas desearon su muerte. Menos usted, aparentemente.

—Alexia Maccon es mi amiga.

—¿Tiene tan pocos amigos, señor, que está dispuesto a traicionar los unánimes deseos de los de su especie?

Lord Akeldama perdió parte de su compostura.

—Escúcheme atentamente, Beta. Soy un errante, y como tal, puedo tomar mis propias decisiones: a quién amar, a quién vigilar y, más importante, qué vestimenta llevar.

—Entonces, lord Akeldama, ¿qué clase de criatura será el hijo de lady Maccon?

—No. Primero será usted quien me explique esto. —El vampiro señaló a Biffy—. Me vi obligado a huir porque me arrebataron despiadadamente a mi zángano más estimado, aparentemente traicionado por los de mi propia especie, y cuando regreso, descubro que ahora han sido ustedes quienes me lo han vuelto a arrebatar. Creo que incluso lord Maccon estaría de acuerdo que merezco una explicación.

El profesor Lyall coincidió con su apreciación, de modo que pasó a referirle toda la verdad, sin omitir ningún detalle.

—Entonces ¿era la muerte o la maldición de los licántropos?

El profesor Lyall asintió.

—Fue algo digno de presenciar, señor. La metamorfosis más larga que haya presenciado nunca, y la más escrupulosa, debo añadir. Un logro extraordinario, sin duda, el de lord Maccon: llevar a cabo el proceso sin destrozar el cuerpo del muchacho en el arrebato del momento. No existen muchos hombres lobo capaces de semejante autocontrol. Biffy ha sido muy afortunado.

—¿Afortunado? —Lord Akeldama casi escupió la palabra, poniéndose en pie precipitadamente—. ¡Afortunado! ¿Convertirse en una bestia delirante al recibir la maldición de la luna? Mi pobre muchacho. —Lord Akeldama no era un hombre especialmente corpulento, mucho menos según los estándares vampíricos, pero se movió con tal rapidez alrededor del escritorio del profesor Lyall, rodeándole el cuello con sus delgadas manos, que apenas fue capaz de seguirle con la vista. Allí estaba la ira que el profesor Lyall había estado esperando, y junto a esta, un sufrimiento y desconsuelo impropios en un vampiro. Tal vez se había excedido en sus recriminaciones. Lyall permaneció inmóvil, pasivo, ante la asfixiante presión de lord Akeldama. Probablemente, un vampiro era capaz de arrancarle la cabeza a un hombre sin apenas esfuerzo, pero lord Akeldama no era aquella clase de hombre, ni siquiera cuando le dominaba la ira. El influjo de la edad y la etiqueta no le permitía ir más allá de una simple exhibición de poder.

—Maestro, deténgase. Por favor. No fue culpa suya.

Biffy se enderezó débilmente sobre el sofá mientras observaba horrorizado la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Lord Akeldama soltó de inmediato al profesor Lyall y acudió a arrodillarse junto al joven.

Biffy habló con una mezcolanza de palabras y remordimiento.

—No tendría que haber permitido que me capturaran. Fui imprudente. No sospechaba que el potentado fuera capaz de actos tan depravados. No actué cómo usted me enseñó. No pensaba que me utilizaría para llegar a usted.

—Ah, mi pequeña flor de cerezo, todos estábamos ciegos. Esto no es culpa tuya.

—¿Realmente me considera una repugnante abominación? —preguntó Biffy con voz queda.

Haciendo caso omiso a sus instintos, el vampiro rodeó al nuevo lobo con sus brazos, un depredador consolando a otro, en un acto tan poco natural como si una serpiente tratara de consolar a una rata común.

Biffy apoyó su oscura cabeza en el hombro de lord Akeldama. El vampiro frunció sus labios perfectos y levantó la vista al techo, parpadeó y apartó la mirada. A través de la rubia melena del vampiro, el profesor Lyall vislumbró parte de su rostro.

Oh, Dios, le amaba de verdad. El Beta se presionó los ojos con dos dedos para intentar detener las lágrimas que se acumulaban en ellos. Maldición.

De entre todas las excentricidades cometidas por los sobrenaturales, el amor era la más embarazosa y la más ignorada. No obstante, la pérdida convirtió el rostro de lord Akeldama, a pesar de su natural belleza glacial, en una suerte de máscara de agonía.

El profesor Lyall era un inmortal y, como tal, comprendía qué significaba para ellos la pérdida de un ser querido. Con tantos documentos del ORA a la vista, no podía salir de la oficina, pero se dio la vuelta y fingió dedicarse a organizar los montones de legajos, en un intento por concederle a los dos hombres un instante de privacidad.

Oyó un suave crujido, el que produjo lord Akeldama al sentarse en el sofá al lado de su exzángano.

—Mi querido muchacho, por supuesto que no te encuentro repugnante. Aunque debemos mantener una conversación sobre esa barba. Ha sido solo una frase hecha, quizá una pequeña exageración. Verás, deseo fervientemente que permanezcas a mi lado como si fueras uno más de los nuestros. Que te unas al viejo club de los colmillos y la bebida y todo eso.

Biffy se sorbió las lágrimas.

—Si alguien es responsable de todo esto, ese soy yo. Debería haber estado más atento. No tendría que haber caído en su trampa ni enviarte a su encuentro. No debería haberme asustado y huir al enterarme de tu desaparición. Tendría que haber reconocido las señales y comprender que todo era una conjura en contra mía y de los míos. Pero ¿quién podía imaginar que uno de los de mi especie, otro vampiro, otro errante, iba a arrebatarme lo que era mío? ¡Mío! Mi dulce limoncito, no reconocí las evidencias. No percibí su desesperación. A veces olvido que la información dentro de mi cabeza es más valiosa que las maravillas cotidianas que vosotros, mis adorados muchachos, desenterráis para mí.

En aquel punto, cuando el profesor Lyall creía que nada podía venir a empeorar las cosas, un golpeteo en la puerta de la oficina interrumpió la escena, para abrirse a continuación sin la adecuada autorización.

—¿Qué…?

Fue el turno del profesor Lyall, impelido por un exceso de emoción, de levantar la mirada al techo.

—Su Real Majestad la Reina Victoria desea ver a lord Maccon.

La reina Victoria irrumpió en la oficina, dirigiéndose al profesor Lyall sin detener el paso.

—No está aquí, ¿verdad? Hombre espantoso.

—¡Su Majestad! —El profesor Lyall se levantó precipitadamente de su silla detrás del escritorio y ejecutó la mejor versión de una reverencia.

La reina de Inglaterra, un personaje aparentemente rechoncho y moreno, recorrió la habitación con ojo autocrático como si lord Maccon, espécimen voluminoso como el que más, pudiera estar ocultándose en un rincón o bajo la alfombra. Sus ojos finalmente se detuvieron en el retablo compuesto por un lacrimoso Biffy, sin duda desnudo bajo la manta, rodeado por los brazos de un par del reino.

—¿Qué es este exceso de sensiblería? ¿Quién es ese? ¿Lord Akeldama? Un comportamiento intolerable. Recobre la compostura inmediatamente.

Lord Akeldama levantó la cabeza, separando la mejilla de la de Biffy, y miró a la reina con los ojos entornados. Soltó suavemente a su exzángano, se puso en pie e hizo una reverencia según los parámetros establecidos, ni un centímetro más.

Biffy, por su parte, parecía confundido. No podía ponerse en pie sin exponer ciertas partes de su anatomía, y tampoco podía ejecutar la debida reverencia en posición supina. Le dirigió a la reina una mirada desesperada.

El profesor Lyall acudió en su ayuda.

—Le ruego perdone a… mmm —dudó un instante, pues desconocía el nombre real de Biffy—… nuestro joven amigo. Ha tenido una noche muy exigente.

—Eso es lo que me han dado a entender. ¿Es este, entonces, el zángano en cuestión? —La reina examinó a Biffy a través de su monóculo—. El deán me ha informado que fue secuestrado, joven, a manos, nada menos, que de nuestro potentado. Una grave acusación, ciertamente. ¿Es verdad?

Biffy, la boca ligeramente abierta por la sorpresa, solo pudo asentir.

El rostro de la reina expresó alivio y desilusión en igual mesura.

—Bueno, al menos lord Maccon no ha metido la pata en esto. —Centró su afilada mirada en lord Akeldama.

El vampiro, con un aire casual y estudiado, se recolocó los puños de la camisa para que estos no sobresalieran de la chaqueta. En ningún momento miró a la reina.

—Lord Akeldama, ¿diría que la muerte es un castigo adecuado por el robo del zángano de otro vampiro? —preguntó Su Majestad de modo informal.

—Diría que es un poco excesivo, Su Majestad, pero entiendo que, en el calor del momento, suelen producirse accidentes. No fue intencionado.

El profesor Lyall no daba crédito a sus oídos. ¿Lord Akeldama defendiendo a lord Maccon?

—Muy bien. No se presentarán cargos contra el conde.

Lord Akeldama dio un respingo.

—No he dicho… es decir, también metamorfoseó a Biffy.

—Sí, sí. Excelente, siempre es bienvenido otro hombre lobo. —La reina le dispensó una sonrisa caritativa al perplejo Biffy.

—¡Pero me pertenece!

La reina frunció el ceño ante el tono del vampiro.

—No entiendo el motivo de semejante alboroto, lord Akeldama. Tiene a muchos otros como él, ¿no es así?

Lord Akeldama se quedó aturdido unos segundos, el tiempo suficiente para que la reina continuara con su diatriba, ignorando completamente su desconcierto.

—¿Hemos de suponer que lord Maccon ha partido en busca de su esposa? —El profesor Lyall asintió—. Bien, bien. Por supuesto, lady Maccon queda rehabilitada en el puesto de muhjah, in absentia. Actuábamos siguiendo el consejo del potentado cuando la destituimos, pero ahora entendemos que fue una decisión tomada en función de sus propios intereses. Walsingham ha servido fielmente a la corona durante siglos. ¿Qué pudo llevarle a actuar de tal modo?

Su cuestión topó con el silencio general.

—Caballeros, no era una pregunta retórica.

El profesor Lyall se aclaró la garganta.

—Creemos que puede estar relacionado con el futuro hijo de lady Maccon.

—¿De veras?

El profesor Lyall se volvió para mirar deliberadamente a lord Akeldama.

Siguiendo su ejemplo, la reina de Inglaterra hizo lo mismo.

Nadie hubiera acusado a lord Akeldama de ser una persona indecisa, pero bajo tan directo escrutinio, pareció aturullarse ligeramente.

—Bien, ¿lord Akeldama? ¿Lo sabe, verdad? De otro modo, nada de todo esto habría sucedido.

—Cómo sabrá, Su Majestad, los registros vampíricos se remontan a la Antigua Roma, donde se menciona la existencia de una criatura de similares características.

—Continúe.

—Aunque, por supuesto, en aquel caso era el hijo de una chupa-almas y un vampiro, no un hombre lobo.

El profesor Lyall se mordió el labio. ¿Cómo era posible que los aulladores no supieran aquello? Eran los guardianes de la historia; debían saberlo todo.

—¡Continúe!

—El nombre más suave que tenemos para dicha criatura es roba-almas.