El gran huevo a la escocesa bajo el Támesis
Para enojo de lord Maccon, la operación de adquisición, como la había bautizado el profesor Lyall, se estaba alargando más de lo esperado. Impaciente por salir al encuentro de su errabunda esposa, el Alfa recorría de una punta a otra la sala de visitas del palacio de Buckingham en espera de su audiencia con la reina Victoria.
Aún no entendía del todo bien cómo había logrado Lyall retenerlo en Londres los últimos días. Los betas, decidió, eran criaturas misteriosas con extraños poderes. Poderes que, al fin y al cabo, parecían consistir básicamente en el continuado despliegue de un comportamiento civilizado y un exceso de buenos modales. Muy efectivo, maldita sea.
El profesor Lyall estaba sentado en un incómodo sofá, una pierna cruzada elegantemente sobre la otra, y se dedicaba a seguir con la mirada los movimientos de su Alfa.
—Aún no entiendo qué hacemos aquí.
El Beta se acomodó las lentes. Se acercaba la tercera tarde seguida sin dormir, y empezaba a notar los efectos de una prolongada exposición a la luz del día. Estaba demacrado y cansado, y lo único que deseaba era regresar a su diminuta cama en el castillo de Woolsey y dormir hasta la mañana siguiente. En lugar de eso, no le quedaba más remedio que vérselas con un Alfa cada vez más tenso.
—Se lo he dicho antes y se lo repito: necesita autorización nocturna para esto, mi señor.
—Sí, pero ¿no podrías haber venido tú en mi lugar?
—No, no puedo, y usted lo sabe. Esto es demasiado complejo. Deje de protestar.
Lord Maccon obedeció por la sencilla razón que, como era habitual, Lyall tenía razón. La situación se había complicado mucho. En cuanto descubrieron el paradero del objeto robado, enviaron una rata de río para que evaluara el lugar. El pobre hombre había regresado empapado hasta los huesos y absolutamente aterrorizado; por un buen motivo, como no tardó en demostrarse. La rápida operación de robo y recuperación se había convertido en algo ligeramente más problemático.
El profesor Lyall era un lobo a quien siempre le gustaba ver el lado positivo de las cosas.
—Al menos ahora sabemos por qué lord Akeldama se puso tan nervioso, reunió a todos sus zánganos y huyó.
—No sabía que los errantes podían hermanarse, pero supongo que tienen el mismo instinto de supervivencia que las colmenas.
—Y lord Akeldama es un vampiro especialmente viejo y con un número significativo de zánganos. Es propenso a mostrarse sobreprotector cuando le arrebatan a uno.
—No puedo creer que esté involucrado en una payasada vampírica. Debería estar buscando a mi esposa, no a uno de los zánganos de lord Akeldama.
—El potentado pretendía aterrorizar a lord Akeldama por una razón. Su esposa es esa razón. De modo que, en esencia, este es también su problema, y debe encargarse de él antes de partir.
—Vampiros.
—Exacto, mi señor, exacto.
La calma natural del profesor Lyall arropó su genuina preocupación. Solo había coincidido con Biffy una o dos veces, pero le gustaba el muchacho. Generalmente considerado el favorito de lord Akeldama, Biffy era un joven apuesto, tranquilo y capaz. Amaba con devoción a su escandaloso maestro, y este le correspondía con un afecto sincero. El hecho de que el potentado amenazara con ahogarlo era el summum del mal gusto. La ley no escrita más importante del mundo sobrenatural establecía que nadie debía arrebatarle su humano a otro. Los licántropos no substraían guardianes ajenos, pues estos eran vitales para la seguridad de la población en general. Y los vampiros no robaban los zánganos de otros vampiros porque, esencialmente, nadie debería jugar con la comida de su congénere. ¡La mera idea! Aun así, contaban con un testimonio directo que aseguraba que aquello era exactamente lo que le había hecho el potentado a lord Akeldama. ¡Pobre Biffy!
—Su majestad le recibirá ahora, lord Maccon.
El conde enderezó la espalda.
—Entendido.
El profesor Lyall comprobó el aspecto de su Alfa.
—Compórtese adecuadamente.
Lord Maccon le dirigió una mirada severa.
—No es la primera vez que me reúno con la reina, ¿sabes?
—Oh, lo sé. Por eso se lo recuerdo.
Lord Maccon ignoró a su Beta y siguió al lacayo hasta la ilustre presencia de la reina Victoria.
Al final, la reina Victoria le dio a lord Maccon autorización para que acometiera el rescate de Biffy. Se negó a creer que el potentado estuviera involucrado, pero si, como parecía, un zángano había sido secuestrado, mostró su conformidad a que el conde, en tanto director de las oficinas del ORA en Londres y nocturno en jefe, reparara el agravio. Era impensable, declaró, después de la lealtad y confianza demostradas por la comunidad vampírica, incluso de los errantes, que un vampiro le robara a otro su zángano.
—Pero, Su Majestad, ¿suponiendo que en esta ocasión haya ocurrido accidentalmente? ¿Y que lord Akeldama haya huido como resultado de ello?
—Entonces haga lo que deba hacer, lord Maccon. Adelante.
—Siempre olvido lo bajita que es —le comentó el conde al profesor Lyall aquella misma noche mientras se preparaban para «hacer lo que debían». Lord Maccon interpretó que el permiso tácito de la reina le daba carta blanca para usar su Galand Tue Tue, que ahora se dedicaba a limpiar y recargar. Era un revólver pequeño y tosco, con una robusta culata cuadrada y balas de madera chapadas en plata: el modelo nocturno diseñado para matar mortales, vampiros y hombres lobo. Lord Maccon había diseñado una funda impermeable de cuero engrasado para el arma que llevaba colgada al cuello para disponer de ella tanto en forma humana como de lobo. Puesto que debían viajar deprisa, la forma de lobo era la elección más lógica para llegar a Londres.
Biffy, según habían podido descubrir, estaba encerrado en el interior de un artilugio descabellado. Lord Maccon aún seguía molesto por el hecho de que semejante instalación hubiera burlado la atención del ORA. Según el fiable relato de la rata de río, era una esfera de cristal y bronce del tamaño aproximado de un hombre con un largo tubo que afloraba por la parte superior. El tubo estaba diseñado para transportar aire, ya que la esfera se encontraba sumergida en mitad del Támesis, concretamente bajo el puente ferroviario de Charing Cross, cerca del palacio de Buckingham. Como cabía esperar, no estaba únicamente sumergido en el agua, sino también bajo la gruesa capa de lodo y basura del fondo del río.
Cuando llegaron al lugar indicado, lord Maccon se sumergió con presteza en las sucias aguas del río desde el recién terminado Parapeto Victoria. El profesor Lyall era más maniático y, por ende, más reticente. No había nada en el Támesis que le provocara un daño permanente, pero aquello no evitó que se estremeciera ante el inevitable hedor que estaba destinado a propagar: a perro mojado mezclado con agua del Támesis.
La cabeza moteada de lord Maccon apareció en la superficie, el pelaje lacio y brillante como el de una foca, y ladró imperiosamente a su Beta. El profesor Lyall apretó la quijada y saltó al agua con rigidez, las cuatro patas extendidas por la aversión que sentía. Juntos, como dos simples perros callejeros en pos de una ramita, avanzaron bajo el puente.
Como sabían lo que estaban buscando, no tardaron mucho tiempo en localizar el tubo de ventilación pegado a uno de los pilares, descollando a bastante altura por encima de la línea de agua. Por su aspecto, parecía que también podía utilizarse como conducto para introducir comida y bolsas de agua en el artefacto. Al menos el potentado no tenía intención de matar al pobre Biffy. Aun así, era un trabajo tosco. Si el tubo se desplomaba, algún bote descarriado topaba con él o un animal curioso lo bloqueaba sentándose encima, Biffy se asfixiaría irremediablemente.
Lord Maccon se sumergió para inspeccionar el artefacto. Era un trabajo complicado en forma de lobo, y más aún ver algo en aquella agua tan turbia. Pero el Alfa tenía fuerza sobrenatural y recurrió a la visión de licántropo. Volvió a salir a la superficie con semblante satisfecho y la lengua fuera.
El profesor Lyall hizo una mueca ante la idea de que una lengua entrara en contacto con el agua del Támesis.
Lord Maccon, al ser lord Maccon y un especialista en aquel tipo de cosas, se transformó allí mismo, pasando de ser un lobo con aspecto de perro mojado a un hombre corpulento manteniéndose a flote. Lo llevó a cabo de un modo tan fluido que su cabeza se mantuvo en todo momento por encima del agua. El profesor Lyall sospechaba que practicaba aquel tipo de maniobras en la bañera.
—Un artefacto de lo más interesante el que hay ahí abajo, una especie de huevo a la escocesa mecánico. Biffy sigue vivo, pero no tengo la menor idea de cómo sacarlo de ahí, aparte de mediante la simple aplicación de la fuerza para abrir el artefacto y subirlo después a la superficie. ¿Crees que un humano sobreviviría a una experiencia así? No parece haber ningún modo de instalar una manivela o polea en la esfera, ni de colocar una red debajo, ni siquiera si dispusiéramos de alguna de esas cosas.
El profesor Lyall renunció a su meticulosidad habitual y se transformó. A él no se le daba tan bien como a lord Maccon, de modo que se hundió lentamente durante el proceso, y volvió a emerger, escupiendo y contrariado, ante la sorprendida mirada de su Alfa.
—Podríamos recurrir a la cámara de artilugios de madame Lefoux, pero me temo que el tiempo corre en nuestra contra. Somos licántropos, señor. Aplicar la fuerza es nuestra especialidad. Si podemos abrir el artefacto con la suficiente rapidez, deberíamos poder sacarlo del agua sin que su vida corriera demasiado peligro.
—Bien, porque si sale malherido, mi esposa no me lo perdonará nunca. Si alguna vez decide volver a dirigirme la palabra, por supuesto. Siente una gran estima por Biffy.
—Sí, lo recuerdo. Le ayudó con la boda.
—¿De veras? Vaya, ¿quién lo hubiese dicho? Bien, ¿a la de tres? Uno, dos, tres.
Ambos respiraron hondo y se sumergieron para forzar la esfera.
Estaba construida en dos mitades, unidas por una serie de grandes pernos metálicos fuertemente ensamblados. De estos surgía un enrejado con el aspecto de una caja con cristal entrelazado, cada uno de los intersticios demasiado pequeño para que un hombre pudiera atravesarlo. Los hombres lobo agarraron un tornillo cada uno y empezaron a desenroscarlo tan rápido como les fue posible. En poco tiempo, la presión del aire hizo que la parte superior de la esfera se separara de la inferior. El aire empezó a escaparse y el agua penetró para llenar el vacío.
El profesor Lyall distinguió la expresión mudada por el terror de Biffy, los ojos azules muy abiertos en un rostro de barba poblada por las semanas de confinamiento. Como no podía hacer nada para colaborar en su liberación, se dedicaba a intentar mantener la cabeza por encima del agua y lo más cerca posible del tubo de respiración.
Cuando terminaron de desenroscar los pernos, los dos hombres lobo colocaron sus cuerpos a modo de cuñas en la grieta y empezaron a aplicar la fuerza bruta. Sus músculos se tensaron por el esfuerzo. El metal se combó, el cristal se resquebrajó y el agua llenó el pequeño compartimento.
Pese al caos reinante, el profesor Lyall oyó varios sonidos descontextualizados y, momentos después, vio por el rabillo del ojo cómo el conde se separaba de la esfera y empezaba a moverse frenéticamente. No obstante, Lyall siguió concentrado en liberar a Biffy. Manteniendo abierta la grieta con ambas piernas, alargó los brazos y cogió al zángano alrededor de la cintura, y dándose impulso en la esfera, proyectó a ambos hacia la superficie.
Emergió jadeante, agarrando firmemente a Biffy. El joven estaba sospechosamente inerte, por lo que el profesor Lyall solo pudo pensar en llevarlo cuanto antes a la orilla. Recurriendo hasta el último ápice de su fuerza de licántropo para mantener la velocidad necesaria, nadó hasta alcanzar la orilla de Westminster del Támesis en tiempo récord, remolcando al zángano y dejándolo sobre los sucios escalones de piedra.
Pese a no ser médico, el profesor Lyall pudo asegurar sin miedo a equivocarse que lo mejor que podía hacerse por Biffy en aquella tesitura era extraer el agua de sus pulmones e insuflar aire en estos. De modo que el hombre lobo se incorporó y levantó al joven por los pies. Lyall tuvo que mantenerlo de cabeza para abajo más allá de los escalones; Biffy era más alto que él. Entonces, el Beta procedió a sacudirlo vigorosamente.
Mientras porfiaba en aquella tarea, el profesor Lyall alzó la vista hacia el centro del río. La luna hacía pocos días que había dejado atrás su plenilunio, y asomaba lo suficiente para que sus ojos de licántropo lo distinguieran todo con claridad. Su Alfa estaba involucrado en una ostentosa lucha con tres asaltantes caracterizada por una abundancia de espuma, gritos y rugidos. Lord Maccon estaba en su forma de Anubis, esto es, con la cabeza de un lobo y el cuerpo en su forma humana. Aquello le permitía mantenerse a flote mientras aplicaba la brutalidad propia de un licántropo. Y, aparentemente, le funcionaba. Sus oponentes eran humanos, y pese a empuñar cuchillos de plata, no parecían tan habituados a nadar y golpear como lord Maccon.
El profesor Lyall volvió a centrarse en la tarea que tenía entre manos. Al comprobar que las sacudidas no surtían efecto, dejó al joven con cuidado sobre uno de los escalones y se inclinó sobre él.
Estaba confundido. Aunque los hombres lobo respiraban, no lo hacían con la misma frecuencia e intensidad que los mortales. No estaba seguro que su próxima idea surtiera algún efecto. No obstante, ruborizándose visiblemente —después de todo, él y Biffy sólo habían coincidido unas pocas veces, y no podía decirse que entre ellos hubiera surgido algo parecido a la intimidad—, se inclinó sobre él y selló la boca del joven con la suya. Soltando el aire en poderosas andanadas, trató de insuflar aire en sus pulmones mediante la fuerza física. No ocurrió nada. Repitió la operación. Y una vez más.
Un grito estridente le hizo mirar hacia arriba, sin dejar de dedicar sus atenciones en pro de la supervivencia del joven Biffy. La figura de un hombre, un caballero, a juzgar por el sombrero alto y el frac, apareció en el puente, corriendo por él más rápido de lo que era humanamente posible. La figura se detuvo y, con un movimiento rápido y fluido, sacó un arma y disparó a la confusa masa de combatientes.
Los instintos protectores del profesor Lyall se impusieron. No le cabía duda de que el vampiro, porque eso es lo que debía de ser el recién llegado, estaba disparando balas de plata a su Alfa. Insufló aire desesperadamente, con la esperanza de que Biffy reviviera y pudiera acudir en ayuda del conde.
Detrás de él, lord Maccon tomó una decisión inesperadamente sensata. Abandonando la refriega, el Alfa se sumergió en el agua del Támesis y empezó a nadar en dirección a los escalones y su Beta. Solo sacó el hocico para coger aire una vez y brevemente.
Por desgracia, con su objetivo principal bajo el agua, el vampiro decidió intentarlo con su segunda mejor opción. Abrió fuego contra el profesor Lyall y su carga mientras ambos permanecían encorvados y desprotegidos junto al Parapeto. La bala silbó peligrosamente cerca de la cabeza de Lyall y fue a empotrarse en el muro de piedra, provocando una pequeña avalancha de fragmentos de roca. Lyall protegió el cuerpo del zángano con el suyo.
Biffy empezó entonces a toser y escupir agua, expulsando de su organismo el agua del río de un modo que al profesor Lyall le pareció, aunque poco elegante, extremadamente prudente. El zángano abrió los ojos y miró el rostro comprensivo del hombre lobo.
—¿Le conozco? —preguntó Biffy mientras tosía.
Lord Maccon alcanzó en ese momento los escalones, aún en la forma de Anubis. Llevándose una mano al cuello, soltó la caja de piel asegurada a este y sacó su pistola. La caja había cumplido con su propósito: la Tue Tue seguía seca. Apuntó al vampiro silueteado contra la luna y disparó.
Pero erró el tiro.
—Soy el profesor Lyall. Nos conocemos. ¿Recuerda el eterógrafo y el té? ¿Qué tal está?
—¿Dónde…?
Pero Biffy no pudo terminar la pregunta. El disparo del vampiro pasó silbando entre lord Maccon y su Beta y se alojó en el estómago del desdichado zángano. La frase de Biffy quedó interrumpida por un grito, y su cuerpo, consumido por las semanas de confinamiento, se convulsionó y retorció.
El segundo disparo de lord Maccon fue certero. Fue un tiro afortunado, pues a semejante distancia, incluso su leal Tue Tue era poco fiable. A pesar de todo, la bala dio en el blanco.
El vampiro cayó del puente con un grito y se sumergió en el Támesis con un sonoro chapuzón. Inmediatamente, sus agentes —¿o eran sus zánganos?— dejaron de chapotear, recuperándose de su altercado con el conde, y nadaron hacia el lugar donde había caído el vampiro. A juzgar por los subsiguientes gritos afligidos, lo que encontraron al llegar allí no fue de su agrado.
Lord Maccon seguía atento a lo que ocurría en el río, pero el profesor Lyall volvió a centrarse en Biffy. Pese a que la sangre que manaba de la herida olía divinamente, Lyall no era un cachorro que se distrajera fácilmente con el olor de la carne fresca. El zángano se estaba muriendo. Ningún médico en Gran Bretaña podría remendar una herida como aquella. Solo quedaba una solución. Pero era una solución que no le iba a gustar a nadie.
Tras respirar hondo, el Beta introdujo una mano en la herida y buscó la bala sin respeto alguno por los sentimientos del pobre Biffy. El dolor hizo que el joven se desmayara convenientemente.
Lord Maccon se arrodilló junto a ellos.
Incapaz de hablar, pues aún seguía en la forma de Anubis, el Alfa emitió un quejido confundido.
—Intento extraerle la bala —le explicó el profesor Lyall.
Otro quejido.
—Es de plata. He de sacársela.
El conde empezó a sacudir furiosamente su enmarañada y moteada cabeza y retrocedió ligeramente.
—Se está muriendo, señor. No hay otra opción. Ya está en la forma de Anubis. No le cuesta nada intentarlo.
Lord Maccon siguió agitando su cabeza lobuna. El profesor Lyall localizó la bala y la extrajo, siseando de dolor cuando la plata le quemó la punta de los dedos.
—¿No cree que lord Akeldama lo preferiría vivo, o al menos parcialmente vivo, que muerto? Sé que no existen precedentes. Que incluso resulta ofensivo que un hombre lobo substraiga a un zángano, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Al menos debe intentarlo.
El Alfa ladeó la cabeza, las orejas gachas. El profesor Lyall sabía qué estaba pensando. Si fallaba, encontrarían el cuerpo de Biffy despedazado por un hombre lobo. ¿Cómo podrían explicar aquello?
—Ha metamorfoseado recientemente a una mujer. Puede hacerlo, señor.
Con un leve encogimiento de hombros que indicaba a las claras que, en el caso de que no lo consiguiera, nunca podría perdonárselo a sí mismo, el Alfa se inclinó sobre el cuello del joven y le mordió.
Normalmente, la metamorfosis era una violenta orgía de carne, la imposición de una maldición tanto como una conversión a la inmortalidad, pero Biffy estaba tan débil y había perdido ya tanta sangre que lord Maccon se lo tomó con calma. Conall Maccon tenía más autocontrol que cualquier otro Alfa que Lyall hubiera conocido, a pesar de su herencia escocesa y su malhumor. Lyall solo pudo imaginar lo dulce que debía de ser la sangre del joven. En respuesta a tal pensamiento, lord Maccon dejó de morderle un momento para lamer la herida de bala. A continuación, reanudó los mordiscos. Numerosos científicos creían que la metamorfosis se producía cuando se introducía la saliva del hombre lobo, portadora de la maldición, en el cuerpo del demandante al tiempo que se extraía de este la mayor cantidad posible de sangre. Con esto se lograba segar los vínculos mortales y amarrar el alma restante. Suponiendo, por supuesto, que hubiera un exceso de alma.
El profesor Lyall tuvo la sensación de que el proceso se alargaba una eternidad. Pero Biffy siguió respirando, y mientras el joven respiraba, lord Maccon continuó con el repetitivo proceso: morder, lamer, morder, lamer. Ni siquiera se distrajo con la chapoteante llegada de sus oponentes.
El profesor Lyall se puso en pie para defender la posición, dispuesto a transformarse si era necesario, la luna en lo alto del cielo y el olor de la sangre humana proporcionándole fuerzas adicionales. No obstante, los tres jóvenes que salieron del agua no parecían interesados en seguir con las hostilidades. Se quedaron en el primer escalón y levantaron las manos ante la amenazadora estampa del profesor Lyall. La angustia se reflejaba en sus rostros; uno estaba llorando abiertamente y otro sollozaba débilmente mientras observaba el cuerpo sin vida que sostenía entre sus brazos. El tercero, un muchacho de rostro adusto con una mano medio comida pegada al pecho, fue el encargado de hablar.
—No tenemos motivo para seguir luchando, hombre lobo. Nuestro maestro está muerto.
Zánganos, entonces, y no mercenarios.
El profesor Lyall olisqueó el aire en un intento por captar la fragancia del vampiro por encima del olor a sangre humana y agua pútrida. El horror le golpeó de lleno, y tuvo que apoyarse en el muro de piedra del Parapeto. Allí estaba, el sutil aroma a sangre vieja y descomposición típico de los vampiros, mezclado con un matiz cuasi alcohólico, como la sutil diferencia entre dos vinos excelentes, indicativo del linaje. Y Lyall percibió un linaje muy antiguo, con una pátina de resina de pino y sin conexión alguna con las colmenas locales. Era un olor largamente desaparecido y que solo emitía una persona. Lyall podría haber identificado al vampiro solo por su olor, incluso si nunca hubiera conocido personalmente a su propietario: el potentado. O, dado que el vampiro estaba muerto y ya no era un miembro del Consejo en la Sombra, Lyall supuso que ahora debía ser recordado por su antiguo nombre, Sir Francis Walsingham.
—La reina Victoria —le dijo a su Alfa— no lo aprobará. ¿Por qué no ha enviado a otro para hacer el trabajo sucio?
Lord Maccon no levantó la cabeza de su penitencia autoimpuesta: morder, lamer, morder, lamer.
Los tres zánganos levantaron a su maestro y subieron lentamente los escalones del Parapeto sorteando adecuadamente al conde y el cuerpo inerte de Biffy. Pese al profundo dolor que los embargaba, los zánganos hicieron una mueca ante la visión de la forma de Anubis. Al pasar frente a él, el profesor Lyall comprobó que la bala de lord Maccon se había alojado en el corazón de Walsingham: un tiro certero.
Un vampiro había muerto. No había demasiados en el mundo como para perdonar una transgresión semejante, ni siquiera si la cometía el jefe de los nocturnos del ORA. El potentado era un errante sin ninguna conexión importante con las colmenas, y solo por aquello el profesor Lyall se sentía aliviado. Aunque, de todos modos, habría repercusiones en nombre de la comunidad vampírica, el problema más acuciante era la relación del potentado con el palacio de Buckingham. Incluso si por sus acciones, secuestrar al zángano de otro vampiro, podía considerarse a Walsingham un traidor de su propia especie, su muerte dejaba un vacío en el Consejo de la reina Victoria difícil de reemplazar. Walsingham había servido como consejero del trono desde los días de la reina Isabel. Fueron sus conocimientos de estrategia romana y gestión de los suministros lo que facilitó la expansión del Imperio Británico. El hecho de que alguien de su valía expirara como consecuencia de un error —provocado por el pánico de que Alexia Maccon, una sin alma, estuviera embarazada de un hombre lobo— era una pérdida que afectaba a todos los ciudadanos británicos. Incluso los licántropos lamentarían su muerte, a su modo.
El profesor Lyall, un hombre educado y poco proclive a la irreverencia, observó cómo los zánganos subían el cuerpo sin vida del potentado a un carruaje y dijo abruptamente:
—Qué terrible y estúpida catástrofe.
Tras lo cual, permaneció de pie, mudo y expectante, precavido y alerta, durante cinco largas horas mientras lord Maccon, perseverante como el que más, mantenía la forma de Anubis y bregaba sobre el cuerpo inerte del zángano.
La perseverancia del conde se vio recompensada cuando, poco antes del alba, justo cuando todo su esfuerzo parecía a punto de malograrse irremediablemente con la salida del sol, Biffy abrió unos ojos amarillos como la mantequilla. Aulló expresando el dolor, la confusión y el miedo que sentía mientras se transformaba en un adorable lobo color chocolate con el pelaje del vientre rojizo, tembloroso pero vivo.
Lord Maccon recuperó su forma completamente humana y sonrió abiertamente a su Beta.
—Otro para que los aulladores canten sus hazañas.
—¿Qué ocurre con usted, señor? ¿Solo puede metamorfosear a los más difíciles? —El profesor Lyall estaba impresionado a pesar de sí mismo.
—Sí, bueno, ahora es problema tuyo. —Lord Maccon se puso en pie y se desperezó; su columna vertebral restalló al realinearse. Sus ojos aleonados se volvieron sorprendidos hacia el cielo que clareaba rápidamente.
—Será mejor que lo pongamos a cubierto.
El profesor Lyall asintió y se agachó para incorporar al lobo recién transformado. Biffy se debatió tímidamente antes de flaquear entre los brazos del Beta. La metamorfosis agotaba las fuerzas incluso de los más fuertes.
Lyall subió los escalones del Parapeto mientras pensaba frenéticamente. Debían encontrar un lugar cercano donde refugiarse. A un cachorro recién transformado no podía darle la luz del sol, y Biffy ya había pasado suficientes penalidades aquella noche. Cuando se le ocurrió el mejor destino posible y se encaminó con decisión en dirección norte, hacia la estación de Charing Cross, fue consciente de que su Alfa no le seguía.
—¿Y ahora a dónde va, señor? —le gritó a la espalda en retirada de lord Maccon.
El conde le respondió por encima del hombro sin aminorar el paso:
—Debo subir a un barco y encontrar a una esposa. Ya no me necesitas.
De no haber tenido las manos ocupadas, Lyall se hubiera frotado los ojos.
—Oh, por supuesto, vaya a embarcar. Yo solo tengo un zángano recién transformado en licántropo y un potentado muerto. Estoy seguro de que otros alfas me han dejado en situaciones peores, la cuestión es que ahora mismo no las recuerdo.
—Estoy convencido de que lo harás perfectamente.
—Maravilloso, señor. Gracias por su confianza.
—Hasta más ver.
Y tras decir aquello, lord Maccon agitó los dedos en el aire de un modo profundamente insultante y desapareció por la esquina de una calle. Presumiblemente, se dirigía a una de las partes más ajetreadas de Londres, donde tendría más posibilidades de encontrar un coche de alquiler que le llevara a Dover.
El profesor Lyall decidió no recordarle que estaba completamente desnudo.