En donde Alexia descubre el pesto y un tarro misterioso

—¿No deberíamos ir a la estación de dirigibles? Monsieur Trouvé dijo que enviaría allí nuestro equipaje. —Alexia contempló asqueada el vestido naranja de volantes que lucía—. Me gustaría disponer de la comodidad de mi propio vestuario.

—No podría estar más de acuerdo. —El sentimiento de maltrato de madame Lefoux era igualmente evidente, y se sentía tan incómoda como ella enfundada en una versión rosa del mismo vestido de volantes—. También me gustaría recoger algunos suministros. —La inventora miró de modo significativo la sombrilla de Alexia—. Para la restauración de las emisiones, evidentemente.

—Por supuesto.

Aunque estaban solos en el vestíbulo del Templo, el uso de eufemismos por parte de madame Lefoux parecía sugerir un temor a estar siendo escuchados subrepticiamente.

Avanzaron hasta la entrada principal del templo y salieron a las calles empedradas de Florencia.

A pesar de un tono general anaranjado —el vestido de Alexia armonizaba perfectamente—, Florencia era sin duda una metrópoli encantadora. Poseía una delicadeza y opulencia que a Alexia le pareció el equivalente visual a degustar un bollito caliente con mermelada y crema. El aire tenía una placidez y la ciudad un espíritu que no emanaban de su color, sino de una apetitosa cualidad cítrica propia. Lo que hizo que Alexia se preguntara soñadoramente si las ciudades tendrían alma. Tenía la sensación de que Florencia, bajo aquellas circunstancias, probablemente tuviera un exceso de ella. Había incluso pequeños restos de cáscaras diseminados por el lugar: las densas nubes de humo de tabaco que emanaban de los numerosos cafés y una sobreabundancia de desdichados pidiendo limosna en las escaleras de las iglesias.

No había cabriolés, ni ningún otro modo de transporte público. De hecho, la ciudad parecía disponer de un único medio de locomoción: las piernas. Alexia era una caminante experta. Pese a estar aún un poco dolorida a raíz de los peligros sufridos en los Alpes, sentía la necesidad de hacer ejercicio. Después de todo, había pasado tres días en cama. Floote encabezó con valentía la expedición. Parecía sospechosamente familiarizado con la ciudad, y los condujo certeramente a través de una plaza abierta que respondía al nombre de Piazza Santa Maria Novella, lo que a Alexia le hizo pensar en una reunión de expertos literarios canonizados; por la Via dei Fossi, cuyo nombre tenía reminiscencias de un fascinante descubrimiento geológico; por encima de un puente, y hasta la Piazza Pitti, la cual le recordó a un plato de pasta. Fue un paseo largo, y Alexia se alegró de llevar su sombrilla, pues Italia parecía mostrarse ajena al hecho de que estaban en noviembre y el sol irradiaba con un desenfado infatigable.

Alexia pudo comprobar que los italianos más allá de los muros del templo constituían un pueblo amistoso y frenético. Varios de ellos incluso les saludaron con la mano. Alexia se sintió un poco incómoda; al fin y al cabo, no les habían presentado a ninguna de aquellas personas y tampoco tenía interés alguno en conocerlas. Resultaba de lo más desconcertante. Asimismo, cada vez resultaba más evidente que la competente institutriz de Alexia había sido negligente en el uso de la lengua italiana. Jamás le había enseñado a Alexia que una gran parte de la comunicación se realizaba mediante la gesticulación. Aunque los sentimientos solían expresarse en un tono de voz demasiado alto para la sensibilidad de Alexia, resultaba tan encantador observarlo como oírlo.

A pesar de las numerosas distracciones, como hombres descamisados dando patadas a pelotas de goma en ambas riveras del Arno o una lengua danzarina, Alexia se dio cuenta de que algo no iba bien.

—Nos están siguiendo, ¿verdad?

Madame Lefoux asintió.

Alexia se detuvo en mitad de un puente y miró disimuladamente por encima del hombro, utilizando la sombrilla para ocultar el movimiento.

—De veras, si desean pasar inadvertidos, no deberían vestirse con esos ridículos camisones. Mostrarse en público con semejante vestimenta.

Floote corrigió a su señora.

—Túnicas Sagradas de la Piedad y la Fe, señora.

—Camisones —insistió Alexia con firmeza.

Continuaron caminando.

—He contado a seis. ¿Estáis de acuerdo? —Aunque sus perseguidores estaban a una considerable distancia, Alexia habló en voz queda.

Madame Lefoux se mordió el labio.

—Sí, más o menos.

—Supongo que no podemos hacer nada.

—No.

La zona de aterrizaje de dirigibles formaba parte de los jardines Boboli, un robusto parque escalonado de grandes dimensiones que exhibía toda su gloria resplandeciente detrás del castillo más imponente que Alexia hubiera presenciado nunca. En honor a la verdad, el palacio Pitti se asemejaba más a una prisión de proporciones inusualmente equilibradas. Tuvieron que rodear el sólido edificio para llegar a la puerta de acceso de los jardines, donde fueron registrados por un agente de aduanas uniformado.

El jardín era adorable, con una vegetación profusa y exuberante. La zona de aterrizaje estaba situada justo detrás del palacio y a su mismo nivel. En el centro de la misma se elevaba un obelisco egipcio, que hacía las veces de estación de amarre, aunque en aquel preciso momento no había ningún dirigible estacionado en él. La terminal de pasajeros y el depósito para el equipaje tenía la forma de una glorieta restaurada de la antigua Roma. El oficial al cargo de la misma les indicó encantado la ubicación del depósito de equipajes, donde Alexia encontró sus baúles, las modestas bolsas de viaje de madame Lefoux y el desastrado equipaje de Floote, cortesía de monsieur Trouvé.

Mientras recogían sus posesiones, a Alexia le pareció ver cómo madame Lefoux cogía un pequeño objeto que descansaba sobre su sombrerera, pero no pudo precisar qué era. Estaba a punto de preguntárselo cuando el empleado de la estación se personó para que le firmaran el resguardo del equipaje.

Una vez cumplimentada su petición, el semblante del empleado se transformó súbitamente al leer el nombre de Alexia.

—¿La Diva Tarabotti?

—Sí.

—Ah, tengo… —Y agitó una mano frenéticamente, como si fuera incapaz de recordar el término adecuado en inglés—… cosa para tú.

Tras lo cual se marchó precipitadamente para volver momentos después y entregarle a Alexia algo que sorprendió a todo el grupo.

Era una carta dirigida a La Diva Alexia Tarabotti y escrita en una letra redonda y poco elegante. Y no era, como habría supuesto cualquier persona con algo de sentido común, de monsieur Trouvé. Oh, no, la misiva era de la señora Tunstell.

Asombrada, Alexia retorció la hoja de papel perfectamente doblada.

—Bueno, esto viene a demostrar que por muy lejos que uno vaya Ivy siempre te encuentra.

—¡Dios no lo quiera, señora! —respondió Floote con sentimiento antes de alejarse para alquilar un coche.

El empleado le cedió amablemente a Alexia un abrecartas y esta rompió el sello.

«Mi queridísima, amantísima Alexia» —empezaba con su estilo exuberante, y continuaba sin atisbo alguno de sobriedad—: «¡Bueno, todo se ha acabado en Londres desde que te fuiste! ¡Todo, te lo aseguro!». —Como era habitual en Ivy, la misiva se caracterizaba por el uso abusivo de los signos de puntuación y el gusto por los malapropismos—. «¡Tunstell, mi brillante estrella, ha conseguido el papel protagonista en la producción operística HMS Pennyfarthing, que se representará durante la Temporada de Invierno de Forthwimsey-Near-Ham! ¿Te lo imaginas?». —Alexia hizo todo lo posible por no imaginárselo—. «Por fin puedo admitir». —Alexia imaginó a su amiga trepidando sobre un platito de postre— «que estoy adaptándome bastante bien al mundo comercial; demasiado bien para la paz de espíritu de mi madre. Por favor, hazle saber a madame Lefoux que su sombrerería va extremadamente bien, y que incluso he hecho una o dos mejoras». —Alexia le transmitió la información a la francesa, que empalideció.

—Hace menos de una semana que está en sus manos. ¿Qué habrá podido hacer en tan poco tiempo? —Por el tono de madame Lefoux, Alexia supo que intentaba convencerse a sí misma.

Alexia continuó leyendo:

«Incluso he provocado sin pretenderlo (admitirlo en una carta me resulta bochornoso) una nueva moda en orejeras para los viajes en dirigible que se ha hecho muy popular. Se me ocurrió la idea de fijar postizos parisinos a la parte exterior de las orejeras para que la Joven Viajera dé la impresión de lucir un elaborado peinado mientras va perfectamente abrigada. Estas pellijeras, como las denomino, tienen la virtud añadida de sobrellevar la peor parte de las brisas etéricas. ¡Bueno, no me avergüenza reconocer que se están vendiendo como rosquillas! ¡Esta misma mañana, sin ir más lejos, han sido proclamadas como lo último en complementos de viaje por nada menos que las tres principales revistas de moda! He añadido un recorte para que puedas comprobarlo tú misma». —Alexia leyó esta parte de la carta para edificación de madame Lefoux y después le entregó el recorte de diario.

«En otro orden de cosas, el elegante capitán Featherstonehaugh ha anunciado su compromiso con la señorita Wibbley, ¡la cual acaba de salir de la escuela! Esto ha tenido el inoportuno contratiempo de propagar el rumor que la más joven de tus hermanas ha sido destronada por una colegiala, una persona au gratin, ya me entiendes. ¡No hace falta que te diga que todo Londres está patas arriba con los preparativos de la boda! Confío que a la recepción de la presente te encuentres bien. Como siempre, tu amiga más querida, Ivy».

Alexia volvió a doblar la carta con una sonrisa en el rostro. Era reconfortante recibir noticias mundanas de la vida cotidiana, donde no había Templarios que la seguían por las calles de Florencia, ni zánganos armados persiguiéndola, y donde nada era más alarmante que la señorita Wibbley y sus travesuras «au gratin».

—Bien, ¿qué piensas?

Madame Lefoux le dirigió a Alexia una mirada especialmente chispeante.

—De modo que recién salida de la escuela, ¿eh?

—Lo sé. Asombroso. La mayoría de las chicas salidas de la escuela son como suflés: hinchadas, sin nada especialmente sustancial dentro y con una tendencia a desmoronarse ante la más mínima provocación.

Madame Lefoux se rio.

—Y orejeras con pelo. ¿Cómo decís los ingleses? ¡Cielos!

Floote regresó con un cabriolé para el equipaje.

Alexia sonrió pese a sentirse, odiaba admitirlo, un tanto decepcionada. No había podido evitar echar en falta alguna referencia a lord Maccon o la manada de Woolsey en la carta de Ivy. O bien su amiga se mostraba circunspecta —que era como esperar que Floote empezara a bailar una giga irlandesa— o bien los licántropos londinenses permanecían alejados del candelero social.

—Puede que acabes siendo la propietaria exclusiva de un rentable negocio de orejeras.

Madame Lefoux le dio la vuelta al recorte de diario y se quedó petrificada, el rostro demudado.

—¿Qué ocurre? Genevieve, ¿te encuentras bien?

La inventora le devolvió el trozo de papel a Alexia en silencio.

No era todo el artículo, solo una pequeña parte, pero era suficiente.

«… sorprendió a todos con una disculpa a su mujer publicada en el Morning Post. El conde asegura que todos los rumores y acusaciones previas no eran únicamente falsos sino que también eran culpa suya, y que el niño no es solo suyo sino también un milagro de la ciencia moderna. Proliferan las especulaciones respecto a la intención del conde al publicar dicha retractación. Nadie ha visto a lady Maccon desde…».

Las rodillas de Alexia, normalmente muy capaces de soportar su peso, le fallaron, y acabó sentada súbitamente en el suelo de piedra del depósito de equipajes.

—Oh —fue lo único que se le ocurrió decir, seguido de—: Maldita sea.

Entonces, para sorpresa de todos, incluida ella misma, empezó a llorar. Y no del modo elegante, contenido de las damas de alcurnia, sino entre turbadores sollozos, como un niño de pecho.

Madame Lefoux y Floote la miraron en aturdido silencio.

Alexia continuó llorando, y por mucho que lo intentó, no pudo dejar de hacerlo.

Finalmente, madame Lefoux reaccionó, arrodillándose junto a su amiga y envolviéndola en un reparador abrazo.

—Alexia, querida, ¿qué te ocurre? ¿No es una buena noticia?

Era evidente que madame Lefoux estaba confundida.

Alexia, compadeciéndose de sí misma, hizo todo lo posible por controlarse y le explicó:

—Me iba tan bien estando enfadada con él.

—Entonces, ¿estás llorando porque ya no puedes estarlo más?

—No. ¡Sí! —gimió Alexia.

Floote le hizo entrega de un gran pañuelo.

—Se siente aliviada, señora —le explicó a la francesa.

—Ah. —Madame Lefoux aplicó el mencionado retazo de algodón al enrojecido rostro de Alexia con ternura.

Alexia comprendió que estaba poniéndose en ridículo y trató de ponerse en pie. Demasiadas cosas le pasaban por la cabeza en aquel momento, cosas que le provocaban un torrente de lágrimas. Respiró hondo, estremeciéndose, y se sonó ruidosamente con el pañuelo de Floote.

Madame Lefoux le dio una palmadita en la espalda mientras seguía mirándola con preocupación. La atención de Floote, sin embargo, se dirigía hacia otra eventualidad.

Alexia siguió la dirección de su mirada. Cuatro jóvenes de aspecto robusto se dirigían con decisión hacia ellos a través del parque.

—Definitivamente esos no son Templarios —dijo madame Lefoux con convicción.

—No llevan camisones —confirmó Alexia, sorbiéndose las lágrimas.

—¿Zánganos?

—Zánganos. —Alexia embutió el pañuelo en una de sus mangas y se puso en pie trémulamente.

Esta vez los zánganos parecían dispuestos a no dejar nada al azar: cada uno de ellos portaba un cuchillo de aspecto inquietante y avanzaban con decisión hacia su objetivo.

Alexia oyó un grito apagado y le pareció ver al grupo de sombras templarias al otro lado del parque corriendo en su dirección. No lograrían llegar a tiempo.

Alexia alzó su sombrilla con una mano y el abrecartas con la otra. Madame Lefoux hizo ademán de empuñar los alfileres de su pañuelo, pero al comprobar que no llevaba pañuelo, perjuró y buscó frenéticamente el objeto contundente más a mano; se decidió por su falsa sombrerera, la que contenía sus pesadas herramientas, que descansaba sobre el montón de equipaje en la caja del cabriolé. Floote adoptó una pose de lucha relajada, con las extremidades sueltas, que Alexia había presenciado en otra ocasión: durante un combate por la ubicación de las tiendas entre dos hombres lobo en el porche delantero de su casa. ¿Qué hacía Floote disponiéndose a pelear como un licántropo?

Los zánganos atacaron. Alexia levantó la sombrilla para asestar un golpe devastador, pero un cuchillo se interpuso en su trayectoria. Por el rabillo del ojo, vio cómo madame Lefoux hacía oscilar la sombrerera, estampando la madera en el cráneo de uno de los zánganos. Floote proyectó su puño y, con la rapidez de un boxeador —aunque Alexia, siendo como era una dama de buena cuna, no podía considerarse una experta en pugilismo—, desvió el cuchillo que se dirigía hacia su pecho y le atizó dos veces en el estómago.

A su alrededor, los pasajeros que esperaban un dirigible observaban la escena estupefactos, pero ninguno de ellos hizo ademán de ayudarles o entorpecer la labor de sus atacantes. Los italianos tenían reputación de ser un pueblo de violentas emociones; tal vez pensaran que aquello no era más que la variedad multifacética de una disputa amorosa. O tal vez pensaran que la batalla era producto de una competición de baile. Alexia recordaba haber oído en una ocasión cómo una matrona se quejaba de que los italianos se mostraran tan apasionados en su defensa de los bailes.

La ayuda no les habría venido mal, pues Alexia no había recibido entrenamiento en las artes del combate y madame Lefoux, lo hubiera recibido o no, veía sus movimientos considerablemente entorpecidos por su abultado vestido. Mucho antes de lo que Alexia creía posible, los zánganos lograron desarmarla de su sombrilla, la cual rodó por el suelo de piedra de la glorieta. Madame Lefoux fue arrojada al suelo, y Alexia creyó oír cómo se golpeaba la cabeza con el lateral del cabriolé en el proceso. Alexia tuvo la certeza de que la inventora no podría moverse en los próximos minutos. Floote siguió pugnando, pero ya no era tan joven como le habría gustado, y ciertamente era bastante mayor que su oponente.

Dos zánganos contuvieron rápidamente a Alexia mientras un tercero, tras considerar que madame Lefoux ya no representaba ninguna amenaza, empuñó su cuchillo con la intención evidente de rebanarle el cuello. Esta vez no parecían tener intención de retrasar lo inevitable. Eliminarían a la preternatural a plena luz del día y delante de una multitud de testigos.

Alexia se debatió todo lo que pudo, soltando patadas y retorciéndose, dificultando la aplicación del cuchillo. Floote, viendo el peligro inminente, luchó con más denuedo, pero la muerte se antojaba vergonzosamente inevitable.

Y entonces ocurrió algo ciertamente extraño.

Un hombre alto y enmascarado, con el rostro oculto tras una capucha, como la parodia de un peregrino religioso, se unió a la refriega, aparentemente de su lado.

El defensor inesperado era un hombre corpulento —no tanto como Conall, pero pocos lo eran— y evidentemente muy fuerte. Empuñaba una larga espada, el arma reglamentaria del ejército inglés, y poseía un certero gancho de izquierda, lo que Alexia supuso que también era un arma reglamentaria del ejército inglés. No cabía duda de que el hombre enmascarado recurría con liberalidad y entusiasmo tanto a su espada como a su puño.

Aprovechando que sus captores estaban distraídos, Alexia proyectó una rodilla contra las proximidades de las partes bajas de uno de ellos al tiempo que giraba sobre sí misma violentamente en un intento por deshacerse del otro. El zángano que había recibido el rodillazo le soltó un bofetón en pleno rostro y Alexia sintió un latigazo de dolor antes de saborear su propia sangre.

El hombre enmascarado reaccionó prontamente, segando con su espada la articulación de la rodilla del agresor. El zángano se desplomó.

Los atacantes se reagruparon, dejando solo a uno de los suyos para contener a Alexia mientras otros dos reanudaban la ofensiva para hacer frente a la nueva amenaza. Considerando que sus opciones habían mejorado considerablemente, hizo lo que hubiera hecho cualquier joven dama en su situación: fingió un desmayo, dejando caer su peso muerto sobre su captor. El hombre se movió para sostenerla con una mano, sin duda para buscar con la otra su cuchillo y rebanarle con él la garganta. Intuyendo la oportunidad, Alexia apoyó ambos pies firmemente en el suelo y empujó con todas sus fuerzas hacia atrás, lo que provocó que tanto ella como su captor cayeran al suelo. Una vez allí, ambos procedieron a voltear toscamente sobre el empedrado. Alexia tuvo razones para agradecer la afición de su marido a dar vueltas bajo las sábanas, pues, como resultas de ello, había adquirido cierta práctica a la hora de lidiar con un hombre el doble de corpulento que aquel zángano.

Y entonces, como los viejos guerreros de antaño, los Templarios cayeron sobre ellos. Camisones blancos al rescate, pensó Alexia con regocijo. Los zánganos se vieron obligados, una vez más, a huir de las fuerzas papales. Alexia debía admitir que el atuendo templario resultaba mucho menos ridículo cuando sus portadores empuñaban relucientes espadas.

Alexia se puso en pie con dificultad y tuvo la oportunidad de ver cómo su defensor enmascarado, con su espada manchada de sangre aún en la mano, corría a través de la zona de aterrizaje de dirigibles en dirección contraria a la que habían tomado los zánganos. En un borrón de su capa oscura, saltó por encima de una hilera de arbustos con la forma de ciervos y despareció en los jardines inferiores. Era evidente que prefería mantener su anonimato, o que no se sentía cómodo en la compañía de los Templarios, o ambas cosas.

Alexia comprobó el estado de Floote, confirmando que no tenía ni un pelo fuera de sitio. Floote, a su vez, quiso asegurarse que tanto su señora como el inconveniente prenatal no habían sufrido ningún percance durante tan traumática experiencia. Alexia hizo un rápido examen interno y descubrió que ambos estaban hambrientos, informó de ello a Floote, y a continuación se agachó junto a madame Lefoux para examinarla. Aunque la inventora tenía sangre en la parte posterior de la cabeza, ya estaba abriendo los ojos mientras parpadeaba.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nos ha salvado un caballero enmascarado.

—Inténtalo otra vez. —A veces madame Lefoux podía ser sorprendentemente británica en sus expresiones verbales.

Alexia la ayudó a incorporarse.

—No, de veras. Te lo aseguro.

Mientras le detallaba los pormenores, Alexia ayudó a la inventora a subir al cabriolé, y, acto seguido, ambas observaron con interés cómo los Templarios se ocupaban de las consecuencias del altercado. Era muy similar al trabajo de limpieza que solían realizar los miembros del ORA después de uno de los altercados de Alexia, aunque más rápido y con menos papeleo. Y, por supuesto, sin la presencia de Conall agitando exasperado sus enormes manos y gruñéndole.

Alexia se dio cuenta de que estaba sonriendo como una tonta. ¡Conall se había disculpado!

Los pasajeros de dirigible parecían realmente incómodos al tener que tratar con los Templarios y hacían todo lo posible para que los hombres de blanco se marcharan cuanto antes.

Floote desapareció misteriosamente para regresar poco después y ofrecerle a Alexia un emparedado de lo que se le antojó una suerte de embutido especialmente delicioso. Alexia no tenía la menor idea de dónde habría conseguido el refrigerio pero no le hubiera sorprendido descubrir que lo había hecho durante la refriega. Tras cumplir con el milagro del día, Floote adoptó su pose habitual mientras observaba atentamente el trabajo de los Templarios.

—La población local está aterrorizada de ellos, ¿verdad? —Alexia habló en voz queda, pero estaba razonablemente segura de que ninguno de ellos les prestaba la menor atención—. Y para llevar a cabo las cosas con semejante presteza, deben de gozar de una considerable influencia. Nadie ha avisado a la policía local, pese a que nuestra pequeña batalla tuvo lugar en la vía pública, y ante la presencia de testigos.

—Un país bajo la protección de Dios, señora.

—Es posible. —Alexia arrugó la nariz y buscó un retal de tela con el que poder presionar la parte posterior de la cabeza de madame Lefoux. Al no encontrar nada de utilidad, se encogió de hombros y arrancó uno de los volantes de su vestido naranja. La inventora lo aceptó agradecida.

—Nunca se es demasiado prudente con un golpe en la cabeza. ¿Estás segura de encontrarte bien? —Alexia la observó con preocupación.

—Perfectamente, te lo aseguro. A excepción, por supuesto, de mi orgullo. Me tropecé, ¿sabes? Aquel hombre no me superó. De veras, no sé cómo os lo hacéis las mujeres, vestidas todo el día con estas faldas tan largas.

—Normalmente no se requiere de nosotras que corramos demasiado. ¿Por eso vistes como un hombre, por una pura cuestión práctica?

Madame Lefoux hizo ademán de atusarse el bigote pensativamente, pero, por supuesto, en aquel momento no lo llevaba puesto.

—En parte.

—Te gusta sorprender a la gente, admítelo.

Madame Lefoux le dirigió una mirada altiva.

—Lo dices como si a ti no te gustara.

—Touché. Aunque cada una lo hace a su manera.

Los Templarios, tras concluir sus actividades, volvieron a desaparecer por entre el follaje de los jardines Boboli con aire de prepotencia. Pese a haber recurrido a la violencia en beneficio de Alexia, no se habían dirigido a ella en ningún momento, ni siquiera habían mirado en su dirección. Alexia descubrió indignada, en cuanto se hubieron marchado los Templarios, que el pueblo llano italiano, incluido el antes afable empleado, la observaban con suspicacia y desdén.

—Otra vez persona non grata. —Alexia suspiró—. Un hermoso país, como bien dijo Floote, salvo por sus habitantes. Sus habitantes. —Subió al cabriolé.

—Exactamente, señora. —Tras eso, Floote ocupó el pescante y, con una mano firme en las riendas, condujo el cabriolé a través de los jardines Boboli y las calles de la ciudad, marcando un paso lento al caballo en deferencia a la cabeza de madame Lefoux.

Floote se detuvo a mitad de camino en un pequeño establecimiento donde, a pesar de la presencia del infausto café y de un exceso de humo de tabaco, la opinión de Alexia respecto a los italianos mejoró ampliamente mediante el consumo de las mejores viandas que había probado en toda su vida.

—Estos pequeños y regordetes pudines con la salsa verde —expresó— debe de ser lo más parecido a la comida de los dioses. Que los Templarios hagan lo que quieran, adoro este país.

Madame Lefoux sonrió.

—¿Tan rápidamente seducida?

—¿Has probado la salsa verde? ¿Cómo la denominan? Suena a algo así como peste. Un genial hallazgo culinario.

—Pesto, señora.

—¡Sí, Floote, eso mismo! Maravilloso. Con mucho ajo. —Para ilustrar su exposición, tomó otro bocado antes de continuar—. Parece ser que en este país le ponen ajo a todo. Absolutamente maravilloso.

Floote sacudió ligeramente la cabeza.

—Siento diferir, señora. En realidad no es más que la aplicación del sentido práctico. Los vampiros son alérgicos al ajo.

—Ahora entiendo porque en Inglaterra apenas se utiliza.

—Provoca unos terribles ataques de estornudos, señora. Como solía ocurrirle a la señorita Evylin en presencia de un felino.

—¿Y los licántropos?

—La albahaca, señora.

—¡No! Qué curioso. ¿También les provoca estornudos?

—Tengo entendido que les provoca picores en la boca y la nariz, señora.

—¿De modo que este pesto tan delicioso es una infausta arma italiana antisobrenatural? —Alexia le dirigió una mirada acusadora a madame Lefoux—. Y, a pesar de eso, mi sombrilla no dispone de armamento de pesto. Creo que deberíamos corregirlo inmediatamente.

Madame Lefoux resolvió no comentar que Alexia no podía recorrer la ciudad acarreando una sombrilla que desprendiera un fuerte olor a ajo y albahaca. No tuvo que hacerlo, pues Alexia se distrajo con la llegada de una variedad de fruta naranja —no podía ser de otro color— envuelta en una lámina muy fina de carne de cerdo que tenía una apariencia muy similar al bacon. Alexia estaba extasiada.

—¿Espero que esto no sea también un arma?

—No, señora, a menos que sus enemigos sean judíos.

Fue una suerte que se hubieran detenido a comer, ya que a su regreso no les esperaba comida alguna. Tras una breve parada en la tienda del alquimista, donde en Italia también podían comprarse productos farmacéuticos y aparejos de pesca, para adquirir, en palabras de madame Lefoux, «suministros necesarios», regresaron al templo. Donde descubrieron que, a pesar de la temprana hora —aún no eran las seis— los Templarios ya se habían retirado para realizar sus silenciosas plegarias.

Mientras madame Lefoux se ocupaba de recargar la sombrilla y Floote de sus misteriosas ocupaciones de mayordomo, Alexia decidió localizar la biblioteca. Y cuando vio que nadie se lo impedía, empezó a leer varios libros y documentos con interés. Llevaba con ella el recorte que le había enviado Ivy, y de vez en cuando se detenía para releerlo. Una admisión pública de culpabilidad, ¿quién podía imaginarlo? En varias ocasiones se descubrió a sí misma tarareando sin pretenderlo. Ya ves, inconveniente prenatal, que no es tan malo como parecía.

No dio con la información que tanto interés despertaba en ella: cualquier cosa relativa al programa de reproducción de preternaturales o al uso de los agentes sin alma a manos de los Templarios. No obstante, encontró suficientes lecturas edificantes como para mantenerla ocupada hasta bien entrada la noche. Era mucho más tarde de lo que imaginaba cuando finalmente levantó la cabeza y encontró el templo completamente en silencio, y no del modo que cabría esperar de un lugar de plegarias y movimientos sigilosos. No, aquel era un silencio de cerebros en reposo que solo los fantasmas gustaban experimentar.

Alexia decidió encaminarse a su habitación, pero, al sentir una presencia que fue incapaz de precisar, redirigió sus pasos a lo largo de un estrecho corredor. Las paredes estaban desnudas, sin la habitual presencia de cruces ni imágenes religiosas, y terminaba en una pequeña escalera, que aparentemente solo debía de utilizar el personal de servicio, abovedada, mohosa y con el peso de los siglos en su estructura.

Alexia decidió explorarla.

Debe admitirse que, tal vez, aquella no fuera la decisión más inteligente que había tomado en su vida. Pero ¿cuántas veces se presenta la oportunidad de investigar una antigua escalera en un templo sagrado italiano?

Los escalones eran altos y estaban ligeramente húmedos, como solían estarlo los suelos de las cuevas independientemente del clima exterior. Alexia se apoyó con una mano en la mohosa pared, intentando no pensar en si la mencionada pared había sido higienizada recientemente. La escalera parecía no terminar nunca, pero finalmente desembocó en otro corredor de paredes desnudas que a su vez terminaba en lo que posiblemente era la sala más decepcionante que hubiera podido imaginar.

Supo que se trataba de una sala porque, y aquello resultaba ciertamente peculiar, la puerta era de cristal. Se acercó y miró a través de ella.

Una pequeña cámara se abría ante ella, con las paredes y el suelo de piedra caliza deslucida, sin pintura alguna ni otra forma de decoración. El único elemento decorativo era un pequeño pedestal en el centro de la sala, sobre el cual descansaba un tarro.

La puerta estaba cerrada con llave, y Alexia, pese a ser una mujer de recursos, aún no dominaba los misterios de las cerraduras. Añadió mentalmente aquella habilidad a la lista de recursos útiles que debía adquirir, junto con el combate cuerpo a cuerpo y la receta del pesto. Si su vida debía seguir su curso actual, el cual, después de veintiséis años de placidez, ahora parecía consistir básicamente en huir de presuntos asesinos, lo más recomendable sería la adquisición de un conjunto de habilidades menos edificantes. Aunque, supuso, la receta del pesto en propiedad debería calificarse de altamente edificante.

Entornó los ojos para poder ver lo que había al otro lado de la puerta, la cual estaba formada por una serie de paneles de un viejo cristal emplomado que se combaba y hundía en sus marcos. Aquello significaba que la habitación más allá de la puerta oscilaba y se contorneaba, por lo que entornó aún más los ojos para distinguir algo. No podía precisar el contenido del tarro, y cuando finalmente acertó con el ángulo adecuado, sintió una náusea repentina.

En el interior del tarro había una mano humana seccionada. Flotaba en algún tipo de líquido; formaldehído, supuso.

Una tos educada y cauta sonó detrás de ella, lo suficientemente prudente como para no asustarla.

Pese a todo, Alexia prácticamente saltó dentro de su vestido naranja de volantes. Al aterrizar, giró sobre sus talones.

—¡Floote!

—Buenas noches, señora.

—Ven a ver esto, Floote. Tienen una mano humana en un tarro en mitad de una sala vacía. Qué raros son estos italianos.

—Sí, señora. —Floote no se acercó, se limitó a asentir como si todas las casas de Italia tuvieran algo parecido. Alexia supuso que no era una idea descabellada. Truculento, pero posible.

—Señora, ¿no cree que ya va siendo hora de acostarse? No sería recomendable que nos encontraran en el Sancta Sanctórum.

—Ah, ¿eso es lo que es?

Floote asintió y alargó un brazo cortésmente para invitar a Alexia a precederle por la diminuta escalera.

Alexia siguió su consejo, ya que aparentemente no había nada más interesante que ver allí más allá de aquella extremidad humana.

—¿Es habitual en Italia guardar una mano dentro de un tarro?

—Para los Templarios sí, mi señora.

—Mmm, ¿por qué?

—Se trata de una reliquia, señora. En caso de que el templo se encuentre bajo una grave amenaza sobrenatural, el prefecto rompería el tarro y utilizaría la reliquia para defender la hermandad.

Alexia creyó entenderlo. Había oído hablar de reliquias conectadas con ciertos ritos católicos.

—¿Es una parte del cuerpo de un santo?

—De esas también tienen, por supuesto, pero en este caso se trata de una reliquia profana, un arma. Una parte del cuerpo de un preternatural.

Alexia, que estaba a punto de hacerle otra pregunta, cerró la boca sonoramente. Le sorprendió no haber sentido una repulsa física hacia la mano como sí la había sentido en presencia de la momia. Entonces recordó el detector de demonios. Ella y la mano seccionada no habían compartido el mismo aire. Conjeturó que esa la razón por la que el tarro debía romperse en caso de emergencia.

Continuaron el resto del camino hasta sus habitaciones en silencio, Alexia reflexionando sobre las implicaciones de aquella mano y sintiendo una inquietud creciente como resultado de ello.

Floote detuvo a Alexia antes de que esta se retirase.

—Su padre, señora, fue totalmente incinerado. Yo mismo me encargué de comprobarlo.

Alexia tragó saliva en silencio y después le dijo con fervor:

—Gracias, Floote.

El mayordomo asintió una sola vez; su rostro, como siempre, impasible.