En el que Alexia se relaciona con italianos silenciosos

Lady Alexia Maccon, evidentemente, no descubrió que eran Templarios hasta después de despertar, e incluso entonces necesitó un periodo de adaptación considerable. Tardó unos momentos en asimilar que en realidad no era una prisionera sino que estaba relajándose en los aposentos para invitados de una residencia espléndida situada, si debía fiarse de la vista que se veía por la ventana, en alguna ciudad italiana igualmente espléndida. La habitación tenía un aire deliciosamente meridional, y los alegres rayos de sol rielaban sobre unos muebles lujosos y unas paredes llenas de frescos.

Alexia se deslizó de la cama para descubrir que la habían despojado de su ropa y enfundado en un camisón con tal profusión de florituras que, en otras circunstancias, hubieran provocado en su marido un ataque de nervios. No se sentía cómoda con la idea de que un extraño la viera en cueros, ni con aquella profusión de florituras, pero supuso que un estúpido camisón era mejor que no llevar nada. No tardó en descubrir que también tenía a su disposición un batín con brocados ribeteados de terciopelo y un par de afelpadas zapatillas. Su bolsa de viaje y su sombrilla, aparentemente intactas, descansaban sobre un gran puf rosa a un lado de la cama. Considerando que cualquier persona con una sensibilidad refinada habría quemado su infortunado vestido color burdeos, y no hallando en la habitación ningún otro atuendo respetable, Alexia se puso el batín, cogió su sombrilla y asomó la cabeza cautelosamente al pasillo.

El pasillo resultó ser más bien un amplio vestíbulo con gruesas alfombras y un número considerable de imágenes religiosas. La humilde cruz parecía ser un motivo especialmente recurrente. Alexia distinguió una enorme estatua de oro de un piadoso santo con flores de jade en el pelo y sandalias de rubíes. Consideró la posibilidad de hallarse en el interior de una iglesia o quizá un museo. ¿Las iglesias tenían habitaciones de invitados? No tenía la menor idea. Al carecer de un alma que salvar, Alexia siempre había considerado las cuestiones religiosas ajenas a su esfera de influencia y, por tanto, también carentes de interés.

De un modo espontáneo, su estómago certificó su absoluto vacío y el inconveniente prenatal mostró su conformidad. Alexia olisqueó el aire. Un aroma delicioso emanaba de algún lugar próximo. Siempre había dispuesto de una vista decente y un oído adecuado —aunque también muy capaz de aislar la voz de su esposo—, pero era su sentido del olfato lo que la distinguía del resto de la humanidad. Ella lo atribuía al hecho de poseer una nariz demasiado grande. Fuera cual fuese el caso, aquel día en particular le hizo un gran servicio, pues la condujo certeramente por un pasillo lateral, a través de una amplia sala para recepciones y hasta un enorme patio donde una multitud de hombres comían alrededor de unas largas mesas. ¡Imaginen, comiendo fuera y no se trataba de un picnic!

Alexia se detuvo en el umbral de la puerta, indecisa. Una concurrencia masculina y ella en batín. Nunca antes había tenido que enfrentarse a un peligro semejante. Se rodeó el cuerpo con ambos brazos por el horror que le provocaba la situación. Si su madre se enterara de algo así.

La masa sentada constituía una extraña y silenciosa reunión. Los gestos con las manos eran el método principal de comunicación. Sentado a la cabeza de una de las mesas, un único monje vestido sombríamente leía en un latín ininteligible de una Biblia en un tono monótono. En conjunto, los silenciosos comensales eran morenos de rostro y vestían respetablemente pero sin excesos, como lo harían los jóvenes del campo antes de una partida de caza: bombachos, chaleco y botas. Además, iban armados hasta los dientes. Durante el desayuno. Resultaba, como mínimo, desconcertante.

Alexia tragó nerviosamente y salió al patio.

Por extraño que resulte, ninguno de los hombres pareció reparar en su presencia. De hecho, ni siquiera fueron conscientes de su mera existencia. Hubo una o dos miradas de soslayo, pero, aparte de eso, Alexia Maccon fue completamente ignorada por todos los presentes, y había por lo menos unos cien hombres reunidos en el patio. Vaciló.

—Mmm, ¿hola?

Silencio.

Es cierto que su experiencia familiar previa la había preparado para una vida de omisiones, pero aquello era ridículo.

—¡Aquí! —Una mano llamó su atención desde una de las mesas. Entre los caballeros estaban sentados madame Lefoux y Floote, los cuales, comprobó Alexia con un profundo sentimiento de alivio, también llevaban puesto un batín. A Floote siempre le había visto en su atuendo profesional, y el pobre hombre parecía bastante más avergonzado que ella por la informalidad de su vestimenta.

Alexia dirigió sus pasos hacia ellos.

Madame Lefoux parecía bastante cómoda con el batín, y rematadamente femenina. Resultaba extraño verla sin sus habituales sombrero alto y ropajes masculinos. Tenía un aspecto más dócil y encantador. A Alexia le gustó.

Floote tenía un aspecto demacrado, y miraba continuamente de soslayo a los hombres silenciosos a su alrededor.

—Veo que también han ocultado tu ropa. —Madame Lefoux habló en voz queda para no interrumpir la recitación bíblica. Sus ojos verdes brillaron al dirigir una mirada aprobadora a su atuendo informal.

—Bueno, ¿viste cómo estaba el dobladillo? Barro, ácido, baba de perro. No puedo tenérselo en cuenta. Bien, ¿estos son los famosos Templarios? Floote, no entiendo qué tienes contra ellos. Ladrones de ropa mudos altamente peligrosos. Implacables anfitriones de una plácida noche de descanso. —Aunque habló en inglés, era perfectamente consciente de que más de uno de aquellos hombres entendía su lengua, y la hablaba, si es que alguna vez decían algo.

Madame Lefoux hizo ademán de hacerle sitio a Alexia pero Floote dijo con firmeza:

—Señora, será mejor que se siente a mi lado.

Alexia le obedeció, descubriendo que la continuada y absoluta indiferencia hacia su persona se hacía extensiva al hecho de ofrecerle un sitio en el largo banco.

Floote solucionó este problema empujando con fuerza a uno de sus vecinos hasta que este se desplazó en su asiento.

Alexia se deslizó como pudo en el espacio resultante para descubrir que el caballero sentado a su lado decidía súbitamente que le necesitaban en otra parte. De una forma muy orgánica, y sin ningún movimiento brusco, el área inmediata a ella se vio vacante de toda humanidad salvo por la presencia de Floote y madame Lefoux. Extraño.

Nadie le trajo ninguna clase de plato, ni cualquier otro medio por el cual pudiera servirse la comida que circulaba por la mesa.

Floote, quien ya había terminado de desayunar, le ofreció tímidamente su tajadero.

—Lo siento, señora, es lo mejor que obtendrá.

Alexia enarcó ambas cejas pero lo aceptó. Qué costumbre tan poco refinada. ¿Todos los italianos serían tan groseros?

Madame Lefoux le ofreció a Alexia el plato de rodajas de melón.

—Tres noches de descanso decente. Eso es lo que has estado ausente.

—¡Qué!

Floote interceptó el melón cuando Alexia se disponía a servirse.

—Deje que lo haga por usted.

—Oh, gracias, Floote, pero no es necesario.

—Sí, señora, lo es. —Tras lo cual, procedió a servirle todo lo que le apetecía. Era como si Floote intentara evitar que Alexia tocara alguno de los utensilios. Un comportamiento peculiar, incluso para Floote.

Madame Lefoux continuó con su explicación.

—No me preguntes con qué nos drogaron. Mi suposición es un opiáceo concentrado de algún tipo. Pero los tres hemos dormido tres días enteros.

—Ahora entiendo por qué estoy tan hambrienta. —Aquello era preocupante. Alexia volvió a mirar a los hombres silenciosos y armados hasta las cejas, y después se encogió de hombros. Primero la comida, después los ominosos italianos. Alexia se dispuso a comer. Las viandas eran simples pero deliciosas, pese a la falta absoluta de cualquier tipo de carne. Además del melón, también había a su disposición trozos de torta, pan salado espolvoreado de harina, así como un duro queso amarillento y de sabor intenso, manzanas y una jarra con un líquido oscuro que olía de maravilla. Floote vertió un poco en su taza.

Alexia dio un sorbo indeciso y se sintió abrumada por un intenso sentimiento de traición. Tenía un sabor absolutamente repugnante, una mezcla ente quinina y hojas de diente de león chamuscadas.

—Supongo que esto es el famoso café, ¿me equivoco?

Madame Lefoux asintió al tiempo que se servía una taza, añadiendo a continuación una generosa cantidad de miel y leche. Alexia no creía que todo un panal de miel pudiera redimir tan nauseabundo brebaje. ¡Era inconcebible que alguien pudiera preferir aquello al té!

Con el repiqueteo de una campana, la mayoría de los caballeros desaparecieron con un sonido susurrante y una nueva tanda apareció. Aquellos hombres no iban tan elegantemente vestidos y eran un poco menos refinados en sus movimientos, aunque ellos también comieron en absoluto silencio y con el sonido de fondo de la lectura de la Biblia. Y también iban armados hasta las cejas. Alexia comprobó con acritud que el servicio doméstico dejaba delante de ellos cubiertos nuevos mientras servían más platos y jarras de café, pero que ignoraban a Alexia con la misma eficacia que los hombres sentados a su alrededor. Ciertamente, empezaba a pensar que era invisible. Se olisqueó disimuladamente bajo el brazo. ¿Acaso olería mal?

Para contrastar su teoría, y porque Alexia nunca dejaba que las cosas se asentaran —ni siquiera cuando estaba, de hecho, sentada— se inclinó sobre el banco hacia su vecino italiano y alargó el brazo por delante de él como si pretendiera alcanzar el pan. En un abrir y cerrar de ojos, el italiano se puso en pie y se alejó de ella, sin mirarla directamente pero atento a sus movimientos por el rabillo del ojo. De modo que no era que solo la ignoraran; también la evitaban activamente.

—Floote, ¿qué está ocurriendo aquí? ¿Creen que soy contagiosa? ¿Debería asegurarles que nací con esta nariz?

Floote enarcó las cejas.

—Templarios.

Interceptó otro plato que hubiera pasado por delante de Alexia y le ofreció verduras al vapor.

Madame Lefoux frunció el ceño.

—Desconocía que su reacción a una sin alma sería tan extrema. Resulta extraño, pero supongo que si tenemos en cuenta sus creencias… —No terminó la frase, y se quedó mirando a Alexia pensativamente.

—¿Qué? ¿Qué he hecho?

—Algo terriblemente ofensivo, parece ser.

Floote soltó una risotada muy poco habitual en él.

—Nacer.

Por el momento, Alexia decidió seguir el juego de los Templarios y, por tanto, ignorarles como ellos hacían con ella mientras seguía comiendo con deleite. Al parecer, el inconveniente prenatal y ella habían llegado a una suerte de compromiso mutuamente satisfactorio. Ahora podía comer por las mañanas sin mayor problema. A cambio, Alexia empezaba a pensar en el pequeño ser, si no con afecto, sí al menos con cierta tolerancia.

Ante el repiqueteo de una segunda campana, todos los hombres se pusieron en pie y abandonaron el patio para seguir con sus ocupaciones sin molestarse siquiera en despedirse. Incluso se marchó el lector de la Biblia, dejando a Alexia, Floote y madame Lefoux solos en el espacioso cenador. A pesar de que Alexia logró terminar de desayunar antes de que el servicio recogiera las mesas, ningún sirviente recogió su sucio tajadero. Desconcertada, Alexia empezó a recoger sus utensilios, con la intención de llevarlos ella misma a la cocina, pero Floote sacudió la cabeza.

—Permítame a mí. —Recogió el tajadero, se levantó, dio tres pasos cortos y lo tiró todo al otro lado del muro del patio, donde se hizo añicos contra el empedrado de la calle. A continuación, hizo lo mismo con la taza.

Alexia se lo quedó mirando con la boca abierta. ¿Se había vuelto completamente loco? ¿Por qué destruir una porcelana de semejante calidad?

—Floote, ¿qué está haciendo? ¿Qué le ha hecho la vajilla para ofenderle?

Floote suspiró.

—Señora, usted es una anatema para los Templarios.

Madame Lefoux asintió para mostrar su acuerdo.

—¿Como los intocables en la India?

—Exactamente, señora. Cualquier cosa que haya estado en contacto con la boca de un preternatural debe ser destruida o purificada mediante un ritual.

—Oh, por el amor del cielo. Entonces, ¿qué hago aquí? —Alexia frunció el ceño—. Al menos uno de ellos debe de haber cargado conmigo desde el paso alpino y meterme en la cama.

—Un portador profesional —respondió Floote secamente, como si eso lo explicara todo.

Madame Lefoux miró a Floote un buen rato.

—¿Y durante cuánto tiempo trabajó Alessandro Tarabotti para los Templarios?

—El suficiente.

Alexia le dirigió a Floote una mirada severa.

—¿Y tú, cuánto tiempo trabajaste para ellos?

Floote se puso en modo inescrutable. Alexia estaba familiarizada con aquella actitud; la adoptaba cada vez que se disponía a encerrarse en sí mismo y volverse más reservado. Recordaba vagamente de su terrible reclusión en el Club Hypocras que algún científico había comentado algo respecto al uso que le daban los Templarios a los agentes sin alma. ¿Realmente su padre había sido tan perverso como para trabajar para alguien que no le consideraba humano? No. No era posible.

Alexia, sin embargo, no tuvo tiempo de intentar resquebrajar el duro y quejoso armazón tras el que Floote se protegía, ya que alguien apareció en el patio y se encaminó hacia ellos con decisión. Un Templario, aunque aquel parecía perfectamente capaz de mirar a Alexia a los ojos.

El hombre iba vestido con un práctico traje de clase media absurdamente mancillado por la presencia de un blusón sin mangas con una cruz roja bordada en la parte frontal. Semejante absurdidad quedaba algo mitigada por la siniestra presencia de una espada especialmente grande. Ante su aparición, Alexia y madame Lefoux abandonaron la comodidad relativa del banco. Los volantes del batín de Alexia quedaron fastidiosamente adheridos a la rugosa madera del mueble. Despegó la ropa de un tirón y se cubrió más adecuadamente con el batín.

Alexia comprobó su atuendo y el del hombre que se aproximaba y no pudo contener una sonrisa. Vamos todos vestidos con ropa de cama.

El Templario en cuestión llevaba también un sombrero tan desproporcionado que podía rivalizar con una de las inversiones favoritas de Ivy. Era de color blanco y picudo, y también exhibía una cruz roja estampada en la parte frontal con brocados dorados en el borde.

Floote se colocó de pie al lado de Alexia. Inclinándose hacia delante, le susurró al oído:

—Haga lo que haga, señora, por favor no le cuente lo del niño. —Y a continuación volvió a enderezarse, adoptando su habitual pose de mayordomo.

El hombre mostró sus dientes cuando estuvo frente ellos e hizo una pequeña reverencia. ¿Aquello pretendía ser una sonrisa? Tenía unos dientes rectos y relucientes, y una cantidad asombrosa de ellos.

—Bienvenida a Italia, hija de la estirpe Tarabotti.

—¿Habla conmigo? —dijo Alexia torpemente.

—Soy el prefecto del templo de Florencia. Usted representa un pequeño riesgo para mi alma eterna. Por supuesto, después de haber entrado en contacto con usted deberé dedicar cinco días a las abluciones y la confesión, pero hasta entonces, sí, puedo hablar con usted.

Su inglés era demasiado correcto.

—No es italiano, ¿verdad?

—Soy un Templario.

Al no saber qué hacer a continuación, Alexia decidió recurrir a la cortesía y la etiqueta. Hizo una reverencia mientras trataba de ocultar las peludas zapatillas bajo el dobladillo del batín.

—¿Qué tal está? Permítame que le presente a mis acompañantes: madame Lefoux y el señor Floote.

El prefecto volvió a inclinar la cabeza.

—Madame Lefoux, estoy al corriente de su trabajo, por supuesto. Encontré fascinante su último artículo sobre los ajustes aerodinámicos necesarios para compensar las corrientes etéricas.

Madame Lefoux no pareció sentirse halagada ni proclive a mantener una conversación intrascendente con el Templario.

—¿Es usted un hombre religioso o de ciencia?

—En ocasiones soy ambas cosas. Señor Floote, ¿cómo está? Me temo que su nombre también me resulta familiar. Está en nuestros archivos. Debo decir que su relación con la estirpe Tarabotti es inquebrantable. Una fascinante muestra de lealtad infrecuente entre aquellos que se relacionan con los preternaturales.

Floote no dijo nada.

—Si tienen la amabilidad de seguirme.

Alexia miró a sus acompañantes. Madame Lefoux se encogió de hombros y Floote parecía un poco más tenso de lo que era habitual en él, pero parpadeaba con aprensión. Alexia supuso que no le quedaba más remedio que satisfacer la demanda del Templario.

—Encantada —dijo.

El prefecto los condujo a través del templo mientras conversaba con Alexia con una voz dulce y aterciopelada.

—¿Qué le parece Italia, mi querida Sin Alma?

Aunque a Alexia le desagradó el uso del posesivo, intentó responder a su pregunta. Lo que le resultó extremadamente difícil dado lo poco que había visto del país. A pesar de todo, se había formado una opinión a partir de lo que había vislumbrado a través de la ventana de su habitación.

—Es muy naranja, ¿me equivoco?

El prefecto rio entre dientes.

—Olvidaba lo prosaicos que pueden llegar a ser los sin alma. Estamos en Florencia, la ciudad más romántica de la creación, la reina del mundo artístico, y usted la encuentra naranja.

—Pero lo es. —Alexia le dirigió una mirada inquisitiva. ¿Por qué había de ser solo ella la que estuviera a la defensiva?—. He leído en alguna parte que los Templarios tienen un ritual de iniciación para el cual es necesaria la participación de un gato muerto y un pato hecho de caucho. ¿Es cierto?

—No hablamos de los secretos de la hermandad con extraños. Especialmente con una sin alma.

—Entiendo que quieran mantener eso en secreto.

El prefecto pareció consternado pero no mordió el anzuelo. Al parecer, era incapaz de hacerlo. No podía refutar sus afirmaciones sin revelar los secretos que debía mantener ocultos. Alexia disfrutó de su pequeña victoria.

El resto del templo resultó estar tan profusamente amueblado y religiosamente decorado como la parte que Alexia ya había visto. A pesar de su ostentosidad, el diseño general poco denso y la completa ausencia de objetos personales le daban un aura inconfundible de monasterio. Esta sensación de piedad se veía reforzada por el silencio reinante.

—¿A dónde han ido los otros caballeros? —preguntó Alexia, sorprendida de no cruzarse con ninguno de los hombres con los que había compartido mesa.

—Los hermanos están practicando, por supuesto.

—Ah. —Alexia no tenía la menor idea de a qué se refería, pero estaba convencida de que debería saberlo—. Mmm, ¿practicando qué, exactamente?

—Las artes del combate.

—Oh. —Después de aquello, Alexia probó una nueva táctica, interrogándole sobre algunos artefactos expuestos en un intento por incitarle a revelar algo sobre sus planes.

El prefecto dio explicaciones sobre uno o dos con la misma serenidad que había demostrado hasta el momento.

—Rescatada del tesoro de Tierra Santa —dijo refiriéndose a un mediocre trozo de roca elevada a la categoría de gloria al reposar en la parte superior de una columna de mármol, y— la carta escrita por el prefecto Terrico de Jerusalén a Enrique II —de un papiro amarillento por los siglos que acumulaba.

Madame Lefoux prestó atención con el interés propio de una dama culta. Alexia se mostró interesada por la historia, pero mortificada por su aspecto religioso; las reliquias le aburrían soberanamente, de modo que habitualmente no alcanzaba a comprender su significado. El prefecto no reveló ningún secreto substancial a pesar de su interrogatorio. Floote caminaba estoicamente unos pasos por detrás, ignorando los artefactos descritos y centrando toda su atención en el Templario.

El recorrido terminó en una formidable biblioteca que Alexia supuso que hacía las veces de zona de recreo. Los Templarios no parecían ser la clase de hombres que se reúnen para jugar a los naipes. No tenía nada en contra de aquello; ella misma siempre había preferido que las bibliotecas sirvieran para su cometido original.

El prefecto hizo sonar una campanilla, parecida a las que Alexia había visto colgando de los cuellos de las vacas, y poco después apareció un sirviente. Alexia entornó los ojos e hizo tamborilear los dedos. Después de un breve diálogo en italiano, durante el cual el prefecto llevó la voz cantante, el sirviente volvió a salir de la biblioteca.

—¿Has entendido algo? —le preguntó Alexia a madame Lefoux en voz queda.

La francesa negó con la cabeza.

—No hablo italiano. ¿Y tú?

—Al parecer no lo suficiente.

—¿De veras? ¿Italiano y francés?

—Y algo de español y latín. —Alexia esbozó una sonrisa. Se sentía orgullosa de sus aptitudes académicas—. Tuvimos una institutriz fantástica durante un tiempo. Por desgracia, mamá descubrió que me estaba llenando la cabeza de información útil y la sustituyó por un profesor de danza.

El sirviente reapareció con una bandeja cubierta por una tela blanca de lino. El prefecto retiró la tela para revelar, no té, sino una pieza de un artilugio mecánico.

Madame Lefoux se mostró inmediatamente interesada. Aparentemente, prefería aquel tipo de cosas al té, lo que venía a demostrar que sobre gustos no había nada escrito.

El prefecto permitió que la inventora examinara el artefacto.

A Alexia le pareció… incómodo.

—¿Una suerte de transductor analógico? Guarda cierto parecido con un galvanómetro pero no lo es, ¿verdad? ¿Es alguna especie de magnetómetro?

El Templario sacudió la cabeza, su rostro tenso. Alexia comprendió qué era lo que le molestaba tanto de aquel hombre: tenía los ojos apagados, inexpresivos.

—Es usted una experta en su campo, madame Lefoux, de eso no me cabe duda. No es un magnetómetro. Nunca ha visto algo parecido. Ni siquiera en los informes de la reputada Royal Society. Aunque puede que conozca la identidad de su inventor, un alemán, el señor Lange-Wilsdorf.

—¿De veras? —Alexia se animó al oír aquel nombre.

Tanto Floote como madame Lefoux le dirigieron miradas reprobadoras.

Alexia se dispuso a esconder rápidamente cualquier muestra de entusiasmo.

—Puede que haya leído alguno de sus artículos.

El prefecto le dirigió una mirada inquisitiva con sus ojos muertos pero pareció dar por buena su aseveración.

—Por supuesto que lo ha hecho. Es un experto en su campo. Es decir —el hombre esbozó otra aparente sonrisa de dientes perfectos—, en el campo de su especie. Una mente extraordinaria la del señor Lange-Wilsdorf. Por desgracia, descubrimos que su fe era —hizo una pausa llena de significado— inconsistente. Aun así, diseñó para nosotros esta maravillosa pieza de ingeniería.

—¿Y qué se supone que detecta? —Madame Lefoux parecía incómoda ante su incapacidad para comprender la utilidad del artefacto.

El Templario respondió a su pregunta pasando a la acción. Hizo girar vigorosamente una manivela y la máquina se puso en funcionamiento emitiendo un débil zumbido. Una pequeña varita estaba adherida a ella mediante un largo cordón. En la base de la varita había un tope de goma, el cual sellaba una jarra de cristal donde residía la punta de la varita. El prefecto retiró la jarra para liberar la varita. Inmediatamente, el pequeño artilugio empezó a emitir un sonido metálico intermitente.

Madame Lefoux se cruzó de brazos con expresión de incredulidad.

—¿Es un detector de oxígeno?

El Templario negó con la cabeza.

—¿Un detector de metano?

Otra sacudida por parte de su anfitrión.

—No puede ser éter, ¿verdad?

—¿Está usted segura?

Madame Lefoux estaba impresionada.

—Un invento milagroso, sin duda. ¿Resuena con las partículas alfa y beta? —Madame Lefoux era adepta a la reciente teoría procedente de Alemania que dividía la atmósfera inferior en varios gases respirables, mientras que dividía la superior y sus corrientes de transporte en oxígeno y dos tipos distintos de partículas etéricas.

—Desafortunadamente, no es tan preciso. O, mejor dicho, aún no lo sabemos.

—Aun así, cualquier mecanismo para medir el éter debería considerarse por derecho propio un avance científico trascendente. —Madame Lefoux volvió a inclinarse sobre el artilugio para observarlo embelesada.

—Ah, me temo que no es tan importante. —El prefecto contuvo el entusiasmo de madame Lefoux—. Es un dispositivo que sirve para registrar la ausencia de partículas etéricas más que para medir su presencia o cantidad.

Madame Lefoux pareció decepcionada.

El Templario puntualizó su afirmación.

—El señor Lange-Wilsdorf se refirió a él como un contador de absorción etérica. ¿Me permite demostrarle su aplicación?

—¡Por favor!

Sin más preámbulos, el hombre se introdujo la varilla en la boca, cerrando los labios alrededor del tope de goma. No ocurrió nada remarcable. La máquina continuó emitiendo el mismo sonido metálico.

—Sigue registrando.

El Prefecto se extrajo la varilla de la boca.

—¡Exacto! —Limpió cuidadosamente la varilla con un pequeño paño de tela empapado en una especie de alcohol amarillo—. Ahora, mi querida Sin alma, ¿sería usted tan amable?

Enarcando las cejas con interés, Alexia cogió la varilla y repitió el procedimiento, cerrando los labios alrededor de la goma. La varilla tenía un gusto agradable, como a licor de limón dulce. Fuera lo que fuese lo que había utilizado el prefecto para limpiarla, era realmente delicioso. Distraída con el gusto, Alexia tardó unos momentos en darse cuenta de que el sonido metálico se había detenido.

—¡Por el amor del cielo! —exclamó madame Lefoux, quizá no tan consciente como debería haber sido del uso de lenguaje religioso en la casa de los guerreros más devotos de Cristo.

—¡Ehhh! —dijo Alexia con sentimiento.

—Bueno, entonces, no puede estar registrando éter. El éter está alrededor y en el interior de todas las cosas, tal vez en menor cantidad a nivel del suelo que en la capa etero-atmosférica, pero también está aquí. Para silenciarlo de ese modo, Alexia tendría que estar muerta.

—¡Ehhh! —convino Alexia.

—Eso es lo que también pensábamos hasta ahora.

Alexia sintió la imperiosa necesidad de hablar y, con ese fin, se sacó la varilla de la boca. El artefacto reanudó su tictac.

—¿Está sugiriendo que el alma está compuesta de éter? Eso es un concepto casi sacrílego. —Limpió el extremo de la varilla como había hecho el prefecto, con un poco más del líquido amarillo, y se la entregó a madame Lefoux.

Esta le dio la vuelta y la examinó con interés antes de metérsela en la boca. Siguió haciendo tictac. «Ehhh» fue su meditada opinión.

Los ojos apagados del prefecto miraban fijamente a Alexia.

—No exactamente. Más que la carencia de alma, se caracteriza por una creciente absorción de las partículas etéricas ambientales a través de la piel, algo así como una bomba succionando aire para llenar un vacío. El señor Lange-Wilsdorf lleva años teorizando que las habilidades preternaturales son el resultado de una falta de éter interno, y para compensarlo, el cuerpo del preternatural tiende a la absorción del éter ambiental. Inventó esta máquina para demostrar su teoría.

Floote se movió ligeramente de su posición habitual junto a la puerta y volvió a erguirse.

—¿Cuando me la meto en la boca no detecta nada porque no hay nada que detectar? ¿Porque absorbo todo el éter a través de mi piel?

—Exacto.

Madame Lefoux preguntó esperanzada:

—Entonces, ¿este aparato puede determinar también el exceso de alma?

—Me temo que no, desgraciadamente. Solo su ausencia. Y dado que los gobiernos locales registran a la mayoría de los preternaturales, o al menos son conocidos, este instrumento solo sirve para confirmar la identidad. Como acabo de hacer con usted, mi querida Sin Alma. Debo decir que su presencia aquí resulta ciertamente paradójica. —Cogió la varilla de manos de madame Lefoux, volvió a pasarle el paño y apagó la máquina, la cual emitió un pequeño resuello y después se quedó en silencio.

Alexia la observó fijamente mientras el prefecto tapaba la varilla con la jarra de cristal y después cubría la máquina con la tela blanca de lino. Era extraño descubrir un instrumento que solo tenía un propósito: decirle al mundo que ella era distinta.

—¿Cómo llaman ustedes los Templarios al dispositivo? —Alexia sentía curiosidad, pues el prefecto había especificado que «contador de absorción etérica» era el nombre que le había dado el señor Lange-Wilsdorf.

El prefecto no se acobardó.

—Detector de demonios, por supuesto.

Alexia quedó desconcertada.

—¿Es eso lo que soy? —Se volvió para mirar acusadoramente a madame Lefoux—. Si de repente me crece una cola roja bífida, ¿me advertirás, verdad?

Madame Lefoux se mordió los labios provocativamente.

—¿Quieres que lo compruebe bajo tu falda?

Alexia retrocedió precipitadamente.

—Pensándolo mejor, creo que notaría una protuberancia de esas características.

Floote arrugó la punta de la nariz en actitud desdeñosa.

—Es un demonio para ellos, señora.

—Veamos, caballeros. —Madame Lefoux se inclinó hacia delante, se cruzó de brazos y les miró a todos con una exhibición de hoyuelos—. Seamos justos. Según tengo entendido, la iglesia considera a los preternaturales la prole del diablo.

Alexia estaba confundida.

—Pero me han proporcionado una cama… y este fogoso camisón… y el batín. No es el modo en que debería tratarse a la prole del diablo.

—Sí, pero eso explica por qué ninguno de los hermanos te ha dirigido la palabra. —Era evidente que madame Lefoux encontraba muy graciosa aquella parte de la conversación.

—¿Y entiende también la naturaleza del conflicto que resulta de su presencia entre nosotros? —El prefecto parecía considerar aquel hecho una obviedad.

Floote intervino en tono brusco:

—En el pasado siempre encontró la forma de utilizar adecuadamente a los de su especie, señor.

—En el pasado —le dijo el prefecto a Floote—, apenas tuvimos que tratar con hembras, y teníamos a los demonios controlados y aislados del resto de la Orden.

Floote actuó como si el Templario hubiese proporcionado una pieza de información vital.

—En el pasado, ¿señor? ¿Han cancelado su programa de fecundación?

El hombre observó pensativamente al exayuda de cámara de Alessandro Tarabotti y se mordió el labio como si deseara retirar la información dada.

—Hace tiempo que se marchó de Italia, Floote. Tengo la impresión de que un inglés, Sir Francis Galton, está interesado en ampliar nuestra investigación inicial. «Eugenesia», lo denomina. Presumiblemente, primero necesitará un modo de medir el alma.

Madame Lefoux contuvo el aliento.

—¿Galton es un purista? Creía que era un progresista.

El Templario se limitó a parpadear desdeñosamente.

—Tal vez debamos hacer una pequeña pausa. ¿Desean visitar la ciudad? Florencia es muy hermosa en esta época del año, aunque quizá ligeramente —miró a Alexia— naranja. Un corto paseo por el Arno, ¿tal vez? ¿O prefieren comer algo? Para mañana he planeado una pequeña excursión. Estoy seguro de que la disfrutarán.

Al parecer la audiencia con el prefecto había tocado a su fin.

Alexia y madame Lefoux captaron la indirecta.

El Templario posó sus ojos en Floote.

—Confío en que encuentren sin problemas sus habitaciones. Comprenderán que me es imposible pedirle a un sirviente o hermano que les acompañen.

—Oh, lo entendemos perfectamente, señor. —Floote encabezó la comitiva con semblante, para sus estándares, enfurruñado.

Iniciaron el largo trayecto hasta sus aposentos. El Templo florentino era ciertamente extenso. Alexia se hubiera perdido irremediablemente, pero al parecer Floote conocía el camino.

—Bueno, no puedo negar que se ha mostrado bastante comunicativo.

Floote miró a su señora de soslayo.

—Demasiado, señora. —Floote caminaba muy erguido, más de lo habitual, lo que indicaba que estaba molesto por algo.

—¿Y eso qué significa exactamente? —Madame Lefoux, quien se había distraído con una ordinaria estatua de ónice que representaba a un cerdo, apretó el paso para alcanzarlos.

—No tiene intención de dejarnos marchar, señora.

—Pero si acaba de ofrecernos visitar Florencia por nuestra cuenta. —Alexia cada vez se sentía más confundida por la naturaleza altamente contradictoria de los Templarios y por la opinión que Floote tenía de ellos—. ¿Crees que nos seguirán?

—Sin duda, señora.

—Pero ¿por qué deberían tener interés por mí? ¿Acaso no me consideran un demonio chupa-almas de aniquilación espiritual?

—Los Templarios asimilan la guerra a la fe. Creen que no puede alcanzar la salvación pero, aun así, la consideran útil para sus propósitos. La ven como un arma, señora.

Cada vez era más evidente que Floote había estado más expuesto a los Templarios de lo que había creído en un principio. Alexia había leído casi todos los diarios de su padre, pero era evidentemente no lo había escrito todo en ellos.

—Si es peligroso que me quede aquí, ¿por qué has accedido a ir a la excursión?

Por el semblante de Floote, Alexia supo que su comentario lo había decepcionado.

—¿Aparte de no tener otra opción? Usted insistió en venir a Italia. Hay diversos tipos de peligro, señora. Al fin y al cabo, los guerreros suelen cuidar muy bien de sus armas. Y los Templarios son unos guerreros excelentes.

Alexia asintió.

—Entiendo. Para continuar con vida, ¿debo asegurarme de que no cambien de opinión respecto a mí? Empiezo a preguntarme si realmente merece la pena todo esto solo para demostrarle al imbécil de mi esposo que está equivocado.

Llegaron a sus habitaciones y se detuvieron en el pasillo antes de dispersarse.

—No me gustaría parecer insensible, pero cada vez siento más aprensión por el prefecto —declaró Alexia con firmeza.

—¿Y por qué, aparte de lo obvio? —preguntó madame Lefoux.

—Tiene unos ojos raros. Están vacíos, como un palo de crema sin relleno. No está bien. Me gusta la crema.

—Es una razón como cualquier otra para sentir aprensión por alguien —respondió madame Lefoux—. ¿Estás segura de que no quieres que compruebe lo de la cola?

—Completamente —replicó Alexia. A veces encontraba perturbador el flirteo de la francesa.

—Aguafiestas —dijo la inventora antes de retirarse a su habitación. Justo cuando Alexia iba a entrar en la suya, oyó el grito iracundo de su amiga:

—¡Esto es impensable!

Alexia y Floote cruzaron una mirada de asombro.

Una airada diatriba en francés emergió por el resquicio de la puerta.

Alexia llamó tímidamente.

—¿Te encuentras bien, Genevieve?

—¡No! ¡Imbéciles! ¡Mira qué han dejado para que me ponga!

Alexia se adentró en la habitación para encontrar a madame Lefoux, con un semblante horrorizado en su rostro, sosteniendo un vestido de guinga rosa con tantos volantes que dejaba en ridículo a su camisón.

—¡Es un insulto!

Alexia decidió que la mejor estrategia en aquella coyuntura era la retirada.

—No dudes en llamarme —le dijo con una sonrisa, deteniéndose en el umbral de la puerta— si necesitas ayuda con… no sé… ¿el polisón?

Madame Lefoux le dirigió una mirada asesina y Alexia partió con la superioridad del terreno, para encontrar sobre su propia cama otro vestido de semejante factura ignominiosa.

Realmente, pensó con un suspiro mientras lo extendía ante ella, ¿es esto lo que está de moda en Italia hoy por hoy?

El profesor Randolph Lyall llevaba tres noches y dos días investigando, por lo que había tenido muy poco tiempo de descanso. Lo único que había conseguido era una pista sobre el paradero del objeto robado de lord Akeldama, una pista que le había proporcionado un agente fantasma que tenía asignada la vigilancia del potentado, siempre y cuando el término «vigilancia» fuera aplicable a un vampiro.

El profesor Lyall había enviado a lord Maccon para que indagara la pista, disponiéndolo todo para que el Alfa pensara que era idea suya, por supuesto.

El Beta se frotó los ojos y levantó la vista de su escritorio. No iba a poder retener al conde en Inglaterra durante mucho más tiempo. Hasta el momento había conseguido entretenerlo mediante una serie de investigaciones y manipulaciones, pero el Alfa era el Alfa, y lord Maccon sufría sabiendo que Alexia estaba lejos de casa y decepcionada con él.

Mantener activo al conde significaba que el profesor Lyall debía ocuparse del trabajo estacionario. Cada día después del atardecer comprobaba si había llegado algún etógrafo de lady Maccon y el resto del tiempo lo dedicaba a repasar los informes más antiguos del ORA. Había logrado extraerlos del registro tras muchas tribulaciones: seis formularios firmados por triplicado, una caja de delicias turcas para sobornar al empleado y una orden directa de lord Maccon. Los informes se remontaban a la época en que la reina Isabel constituyó el ORA, pero pese a haberlos repasado todos durante la noche, había encontrado pocas referencias a los preternaturales, y menos aún de los especímenes femeninos, y absolutamente nada sobre su progenie.

Suspiró y volvió a levantar la cabeza de los informes para descansar la vista. Faltaba poco para el amanecer, y si lord Maccon no regresaba en los próximos minutos, lo haría completamente desnudo.

La puerta del estudio se abrió con un chirrido, como activada por su pensamiento, pero el hombre que apareció tras ella no era lord Maccon. Era casi tan corpulento como el Alfa de Woolsey y caminaba con el mismo aire de autoconfianza, pero iba totalmente vestido, obviamente de incógnito. No obstante, cuando Lyall olisqueó el aire, no le cupo ninguna duda respecto a su identidad: los licántropos tenían un olfato excelente.

—Buenos días, lord Slaughter. ¿Cómo está?

El conde de Upper Slaughter, capitán general de la Guardia Real Lupina, también conocidos como los Aulladores de Su Majestad; en ocasiones mariscal de campo; miembro del Consejo en la Sombra de la reina Victoria y conocido popularmente como el deán, se quitó la capucha que le cubría el rostro y miró fijamente al profesor Lyall.

—Baje la voz, pequeño Beta. No es necesario que anuncie mi presencia a los cuatro vientos.

—Ah, entonces ¿no es una visita oficial? ¿No ha venido a hacerse con el control de Woolsey? Me temo que lord Maccon no se encuentra actualmente en el castillo. —El deán era uno de los pocos hombres lobo en Inglaterra capaces de luchar por su pelaje contra lord Maccon, y según se cuenta lo había hecho en varias ocasiones, en partidas de bridge.

—¿Por qué querría hace algo así?

El profesor Lyall se encogió elegantemente de hombros.

—El problema de los que vivís en una manada es que creéis que los errantes como yo envidian vuestra situación.

—Dígale eso a los aspirantes.

—Sí, bien, lo único que necesito es la responsabilidad adicional de una manada. —El deán manipuló la capucha hasta disponerla según su gusto.

El deán era un hombre que había aceptado la maldición a una edad avanzada, lo que había resultado en un rostro arrugado, con líneas muy marcadas alrededor de nariz y boca y bolsas bajo los ojos. Tenía un cabello tupido y muy negro, con algunos mechones canosos en las sienes, y unas cejas pobladas sobre unos ojos profundos. Era lo suficientemente atractivo como para romper unos cuantos corazones cuando era más joven, pero Lyall siempre había pensado que tenía unos labios demasiado carnosos y que el tamaño de su bigote y patillas superaba el límite de lo aceptable.

—Entonces, ¿a qué debo el honor de su presencia a esta hora tan intempestiva?

—Tengo algo para ti, pequeño Beta. Es una cuestión delicada, y huelga decir que no puede hacerse pública mi implicación.

—Oh, ¿de veras? —Pero Lyall asintió.

El hombre lobo extrajo una pieza metálica cilíndrica de su capa. El profesor Lyall reconoció el objeto de inmediato: un componente del transmisor eterográfico. Alargó la mano para coger de encima de su escritorio una pequeña manija que utilizó para desplegar el metal. La transmisión de un mensaje ya había abrasado su superficie. La nota era corta y directa, cada letra impresa limpiamente en la sección correspondiente de la parrilla, y además, estaba indiscretamente firmada.

—Un mandato vampírico de exterminio. Ordenando la aplicación del mordisco letal en el cuello de lady Maccon. Resulta sorprendente, cuanto menos, teniendo en cuenta que lady Maccon es «inmordible», pero supongo que la intención es lo que cuenta.

—Asumo que es una forma de hablar.

—Exacto. Una orden de ejecución es una orden de ejecución, y está firmada por nada menos que el potentado. —El profesor Lyall dejó escapar un profundo suspiro, dejó el objeto metálico sobre su escritorio y se pinzó el puente de la nariz, por encima de las lentes.

—¿Entiende ahora la disyuntiva en la que me encuentro? —El deán parecía resignado.

—¿Actuaba bajo la autoridad de la reina Victoria?

—Oh, no, no. Pero utilizó el eterógrafo de la Corona para enviar la orden a París.

—Un acto ciertamente negligente por su parte. ¿Y le descubrió in fraganti?

—Digamos que tengo un amigo en el equipo de transmisiones. Intercambió las láminas para que el emisor destruyera la equivocada.

—¿Por qué ponerlo en conocimiento del ORA?

El deán pareció ofendido por el comentario.

—No lo estoy poniendo en conocimiento del ORA, sino de la manada de Woolsey. Lady Maccon, a pesar de los chismorreos, sigue casada con un hombre lobo. Y yo sigo siendo el deán. No podemos permitir que los vampiros maten indiscriminadamente a uno de los nuestros. Es intolerable. Es casi tan malo como cazar guardianes, y no puede tolerarse si no queremos perder todos los estándares de la decencia sobrenatural.

—¿Y no puede saberse que la información salió de usted, señor?

—Bueno, aún tengo que ablandar al hombre.

—Por supuesto. —El profesor Lyall estaba ligeramente sorprendido; no era habitual que el deán se involucrara en los asuntos de la manada. Él y lord Maccon no habían sentido aprecio mutuo desde aquella aciaga partida de bridge. Lord Maccon incluso había dejado de jugar a los naipes desde entonces.

Con su habitual sentido de la oportunidad, lord Maccon regresó de su expedición justo en aquel momento. Entró en la habitación envuelto únicamente con una capa, que procedió a quitarse y colgar descuidadamente de un perchero próximo con la evidente intención de dirigirse al pequeño guardarropa para vestirse.

Se quedó inmóvil, y desnudo, y olfateó el aire.

—Oh, ¿qué tal, Peludito? ¿Qué haces fuera de la penitenciaría de Buckingham?

—Oh, por el amor de Dios —dijo el profesor Lyall, frustrado—. Mantenga la boca cerrada, mi señor.

—Lord Maccon, tan indecente como siempre, ya veo —dijo el deán, ignorando el mote utilizado por el conde.

Decidido y obligado a seguir desnudo, el conde rodeó el escritorio de Lyall para comprobar qué estaba leyendo, pues resultaba evidente que debía de tener alguna relación con la inesperada presencia del segundo hombre lobo más poderoso de Gran Bretaña.

El deán, mostrando un considerable autocontrol, ignoró a lord Maccon y retomó la conversación con el profesor Lyall como si el conde no les hubiera interrumpido.

—Sospecho que el caballero en cuestión haya convencido también a la Colmena de Westminster, de otro modo no podría haber enviado esa orden.

El profesor Lyall frunció el ceño.

—Ah, bien, dado que…

—¡Un mandato oficial de exterminio! ¡Contra mi esposa!

Podría pensarse que, después de veinte años de relación, el profesor Lyall estaría habituado a los gritos de su Alfa, pero aún solía esbozar un gesto de dolor cuando lo hacía de una forma tan vigorosa y tan cerca de su oreja.

—¡Esa pandilla putrefacta de chupasangres cobardes! ¡Te juro que arrastraré sus tristes huesos muertos por el suelo y en pleno día!

El deán y el profesor Lyall continuaron con su conversación como si lord Maccon no estuviera hirviendo a su lado como unas gachas especialmente maltratadas.

—Por ley, los preternaturales —dijo Lyall con frialdad— están bajo la jurisdicción del ORA.

El deán ladeó la cabeza, un gesto con el que pretendía mostrar su tímida aprobación.

—Sí, bien, aun así, el caso es que los vampiros parecen creer que tienen derecho a resolver la cuestión a su manera. Es evidente, al menos por lo que se refiere al potentado, que lo que lleva esa mujer en su vientre no es un preternatural y que, por tanto, queda fuera de la jurisdicción del ORA.

¡Esa mujer es mi esposa! ¡Y están intentando matarla! —Una repentina y profunda sospecha, y el sentimiento de haber sido traicionado, hizo que el Alfa le dirigiera a su Beta una mirada acusadora—. Randolph Lyall, ¿estabas al corriente de esto y no me lo habías contado? —Era evidente que no necesitaba una respuesta—. Ya está. Me marcho.

—Sí, sí, bueno, no se preocupe. —El profesor Lyall trató, con poco éxito, de calmar a su Alfa—. La pregunta es: ¿qué creen ellos que lleva en su vientre?

El deán se encogió de hombros y volvió a cubrirse la cabeza con la capucha de su capa, preparándose para marcharse.

—Me temo que ese es su problema. Ya me he arriesgado bastante poniéndolo en su conocimiento.

El profesor Lyall se puso de pie y alargó el brazo por encima del escritorio para estrechar la mano del otro licántropo.

—Agradecemos la información.

—Recuerde que debe mantenerme al margen. Esta es una cuestión privada entre Woolsey y los vampiros. Me lavo el pelaje de la posible debacle. Te advertí que no te casaras con esa mujer, Conall. Te dije que no podías esperar nada bueno. Imagina, suscribir un contrato con una sin alma. —Dio un resoplido—. Los jóvenes sois tan descarados.

Lord Maccon hizo ademán de expresar su desacuerdo, pero el profesor Lyall estrechó con firmeza la mano del deán como si ambos fueran compañeros de fatigas, no contendientes.

—Entendido, y gracias de nuevo.

Con una última mirada ofendida dirigida al desnudo y ruborizado Alfa, el deán salió del despacho.

El profesor Lyall, recurriendo a sus muchos años de experiencia, dijo:

—Debemos encontrar a lord Akeldama.

Lord Maccon se despejó ligeramente ante aquel abrupto cambio de tema.

—¿Por qué ese vampiro nunca está cerca cuando lo necesitas, pero siempre aparece cuando más molesto resulta?

—Es una forma de arte.

Lord Maccon suspiró.

—Bueno, no puedo ayudarte a encontrar al vampiro, Randolph, pero sé dónde ha guardado el potentado su objeto.

El profesor Lyall se enderezó.

—¿El fantasma oyó algo útil?

—Mejor aún. Nuestro fantasma vio algo. Un mapa. Creo que lo mejor sería ir a robar el objeto antes de que me marche a buscar a mi esposa.

—Aún no me ha dicho adónde envió a Channing.

—Es posible que estuviera demasiado borracho para recordarlo.

—Es posible, pero no lo creo.

Lord Maccon aprovechó la oportunidad para ir a vestirse, dejando al profesor Lyall en posesión del terreno pero no de la información.

—Entonces, respecto a lo del robo. —Lyall siempre sabía cuando retroceder y avanzar en otra dirección.

—Será divertido. —La voz de lord Akeldama salió del pequeño guardarropa.

Cuando el Alfa reapareció, el profesor Lyall se preguntó, no por primera vez, si no habrían sido los vampiros los que habrían hecho más complejo el atuendo de los caballeros para el escarnio de los licántropos, quienes, por su propia naturaleza, siempre debían vestirse apresuradamente. Él mismo había aprendido a dominar el arte, pero lord Maccon no lo conseguiría nunca. Se puso en pie y rodeó el escritorio para ayudar a su Alfa a abotonar el díscolo chaleco.

—¿Ha dicho que será divertida, mi señor, esta operación de readquisición?

—Especialmente si te gusta nadar.