En el que las señoritas Loontwill soportan el escándalo a su alrededor
—Mamá, ¿cuánto tiempo habremos de tolerar esta flagrante humillación?
Lady Alexia Maccon se detuvo antes de entrar en el salón del desayuno. Por encima de los reconfortantes sonidos producidos por el tintineo de las tazas y el crujido de las tostadas rechinaban las poco melodiosas voces de sus hermanas. En el acostumbrado dueto matutino de quejidos bien engrasados, la voz de Felicity fue prontamente seguida por la de Evylin.
—Sí, mami querida, un escándalo semejante bajo nuestro propio techo. Es intolerable que debamos seguir expuestas a él.
Felicity recogió el testigo.
—Está arruinando nuestras opciones, —crack, crack—, más allá de toda posible reparación. Es insostenible. Completamente insostenible.
Alexia fingió que se dedicaba a comprobar su aspecto en el espejo del vestíbulo para no interrumpir el hilo de la conversación. No obstante, para su consternación, el nuevo mayordomo de los Loontwill, Swilkins, apareció con una bandeja de arenques ahumados y le dirigió una mirada reveladora sobre la opinión que le merecían las damas que se dedicaban a escuchar a hurtadillas a su propia familia. Aquella era una forma de arte reservada a los mayordomos.
—Buenos días, lady Maccon —dijo en un tono lo suficientemente alto como para hacerse oír pese al rumor de platos y voces—. Ayer recibió varias misivas. —Le entregó dos sobres doblados y lacrados antes de esperar deliberadamente a que le precediera en el salón del desayuno.
—¡Ayer! ¡Ayer! ¿Y puedo saber, si es tan amable, por qué no me las entregó ayer?
Swilkins no respondió.
El nuevo mayordomo era una molestia muy desagradable. Alexia estaba empezando a descubrir que había pocas cosas peores en la vida que cohabitar en un estado de hostilidad con el personal doméstico.
Al entrar en el salón del desayuno, Alexia se regodeó ligeramente en su enfado y dirigió su cólera hacia los que estaban sentados delante de ella.
—Buenos días, querida familia.
Mientras dirigía sus pasos hacia la silla vacía, cuatro pares de ojos azules observaron su avance con un aire de repulsa. En honor a la verdad, solo fueron tres pares de ojos, pues los del Honorable Escudero Loontwill estaban totalmente concentrados en la tarea de cascar un huevo pasado por agua. Una tarea que requería la aplicación de un pequeño e ingenioso dispositivo parecido a una guillotina portátil que seccionaba la parte superior del huevo mediante una perfecta e inmaculada circularidad. Absorto en tan feliz ocupación, el señor Loontwill hizo caso omiso a la aparición de su hijastra.
Alexia se sirvió un vaso de agua de cebada y cogió una tostada sin mantequilla del portatostadas mientras hacía todo lo posible por ignorar el ahumado aroma del plato principal. Antes era su comida preferida, pero ahora le revolvía invariablemente el estómago. Hasta el momento, el inconveniente prenatal, como había decidido llamarlo, estaba demostrando ser mucho más agotador de lo que podía imaginar, sobre todo teniendo en cuenta que el susodicho aún estaba lejos de la adquisición del habla o de la posibilidad de acción.
La señora Loontwill miró con manifiesta aprobación el exiguo desayuno de su hija.
—Me reconforta —anunció a los presentes— que nuestra pobre y querida Alexia se esté quedando prácticamente en los huesos por la falta de afecto de su marido. Una encomiable muestra de sensibilidad. —Era evidente que la señora Loontwill interpretaba las tácticas de inanición de Alexia durante el desayuno como un síntoma de un más elevado regodeo en la autocompasión.
Alexia dirigió a su madre una mirada de enojo e infligió a la tostada una dosis menor de cólera con ayuda del cuchillo de la mantequilla. Teniendo en cuenta que el inconveniente prenatal había añadido una pequeña cantidad de peso a la ya de por sí sustancial figura de Alexia, aún estaba muy lejos de «quedarse prácticamente en los huesos». Tampoco podría decirse que tuviera una personalidad propensa a la autocompasión. Además, le molestaba que pudieran pensar que lord Maccon tenía algo que ver con el hecho —aparte de lo obvio, de lo cual su familia aún no estaba informada— de que estuviera perdiendo el apetito. Abrió la boca para corregir a su madre en este sentido, pero se vio interrumpida por Felicity.
—Oh, mamá, no creo que Alexia sea el tipo de mujer que se muera por culpa de un corazón roto.
—Ni el tipo que aprecie la buena gastronomía —repuso la señora Loontwill.
—Yo, por otro lado —intervino Evylin mientras se servia una generosa ración de arenques—, me dedicaría a ambas cosas con deleite.
—Ese vocabulario, Evy querida, por favor. —La angustia hizo que la señora Loontwill partiera una tostada por la mitad.
La más joven de las señoritas Loontwill clavó sus ojos en Alexia mientras la apuntaba acusadoramente con un tenedor lleno de huevo.
—¡El capitán Featherstonehaugh me ha rechazado! ¿Qué te parece eso? Acabamos de recibir una carta esta mañana.
—¿El capitán Featherstonehaugh? —murmuró Alexia para sí—. Creía que estaba comprometido con Ivy Hisselpenny y que tú lo estabas con alguien más. Qué confuso.
—No, no. Es Evy quien está comprometida con él. O lo estaba. ¿Cuánto hace ya que resides en esta casa? ¿Dos semanas? Presta más atención, querida Alexia —le amonestó la señora Loontwill.
Evylin suspiró dramáticamente.
—Y ya hemos comprado el vestido y todo lo demás. Tendré que encargar que lo rehagan completamente.
—Tenía unas cejas muy bonitas —la consoló la señora Loontwill.
—Exacto —cacareó Evylin—. ¿Dónde encontraré un par de cejas como esas? Estoy desolada, Alexia. Completamente desolada. Y todo es culpa tuya.
Evylin, debe señalarse, no parecía tan importunada como cabría esperar ante la pérdida de un prometido, especialmente uno con la reputación de poseer semejante talla de preeminencia capilar. Evylin se llevó el huevo a la boca y empezó a masticar metódicamente. De un tiempo a esta parte se le había metido en la cabeza que masticando cada bocado veinte veces conseguiría mantener una esbelta figura. Pero lo único que estaba consiguiendo era permanecer veinte minutos más en la mesa que el resto de los comensales.
—Alegó diferencias filosóficas, pero todos conocemos el auténtico motivo. —Felicity agitó una nota con bordes dorados que con toda seguridad contenía las excusas más sinceras del buen capitán, una nota que a juzgar por las manchas que la mancillaban había recibido la atención decidida de todos los que se encontraban reunidos alrededor de la mesa del desayuno, incluidos los arenques.
—En efecto. —Alexia apuró con calma el agua de cebada—. ¿Diferencias filosóficas? Debe de tratarse de un error. Querida Evylin, no puede existir nada más alejado de tu carácter que la filosofía, ¿me equivoco?
—Entonces, ¿asumes tu responsabilidad? —A Evylin no le quedó más remedio que tragar antes de tiempo para poder lanzarse de nuevo al ataque. Se atusó sus rizos dorados, a los cuales solo les separaba uno o dos tonos del color del huevo.
—Por supuesto que no. Ni siquiera le conozco.
—Pero eso no te exculpa. Abandonar a tu marido de esa forma, quedarte con nosotros en lugar de con él. Es vergonzoso. La. Gente. Habla. —Evylin enfatizó sus palabras clavando el tenedor implacablemente en una salchicha.
—La gente tiene tendencia a hablar. Según tengo entendido es una de las formas de comunicación más extendida.
—Oh, ¿por qué has de ser tan imposible? Mamá, haz algo. —Evylin renunció a la salchicha y lo intentó con un segundo huevo frito.
—Apenas pareces afligida por ello. —Alexia observó a su hermana mientras esta masticaba.
—Oh, te aseguro que la pobre Evy está de lo más afectada. Se encuentra terriblemente alterada —dijo la señora Loontwill.
—Querrás decir afectada. —Alexia no solía morderse la lengua en presencia de su familia.
Al otro extremo de la mesa, el Escudero Loontwill, el único capacitado para entender una broma literaria, se rio furtivamente.
—Herbert —le recriminó su esposa inmediatamente—, no la alientes a mostrarse descarada. Es una cualidad muy poco atractiva en una dama casada, el descaro. —Volvió a centrar su atención en Alexia. El rostro de la señora Loontwill, el de una mujer hermosa que había envejecido sin darse cuenta, se arrugó en una mueca que Alexia interpretó como la pretendida simulación del desasosiego maternal. En realidad, sin embargo, se asemejaba más al mohín de un pequinés con problemas estomacales—. ¿Es esa la razón del distanciamiento con él, Alexia? No habrás sido demasiado… cerebral… con él, ¿verdad, querida? —La señora Loontwill evitaba referirse a lord Maccon por su nombre desde el mismo día de la boda, como si al hacerlo pudiera conservar la esperanza de que el matrimonio no se hubiera realizado, una condición considerada por muchos altamente improbable hasta la culminación de tan funesto acontecimiento, sin tener que recordar con qué se había casado. Un par del reino, de eso no cabía duda, y uno de los mejores, indudablemente, pero también un hombre lobo. No había resultado muy útil que lord Maccon sintiera aversión por la señora Loontwill, y que no le importara quién lo supiera, ni siquiera la propia señora Loontwill. De hecho, recordó Alexia, en una ocasión incluso había… Dejó de pensar inmediatamente en su marido, aplastando el recuerdo sin piedad. Por desgracia, Alexia descubrió que la agitación de sus pensamientos había provocado la irreparable mutilación de su tostada. Con un suspiro, se sirvió otra.
—Resulta evidente —intervino Felicity con una nota de finalidad en su voz— que tu presencia en esta casa ha sido el desencadenante de la ruptura de Evy. Ni siquiera tú puedes negar la evidencia, hermana querida.
Pese a que Felicity y Evylin eran las hermanastras de Alexia por nacimiento, el parentesco finalizaba en ese punto si uno se detenía a considerar cualquier otro factor. Las dos eran bajitas, rubias y delgadas, mientras que Alexia era alta, morena y, para ser honestos, no demasiado delgada. Alexia gozaba en todo Londres de una reputación basada en sus proezas intelectuales, su patronazgo de la comunidad científica y un agudo ingenio. La reputación de Felicity y Evylin se reducía al tamaño de sus mangas abullonadas. El mundo, por consiguiente, era generalmente más pacífico cuando las tres no compartían el mismo techo.
—Y todos sabemos qué considerada e imparcial es tu opinión al respecto, Felicity —dijo Alexia con serenidad.
Felicity cogió la sección de escándalos del Lady’s Daily Chirrup, lo que indicaba claramente que no deseaba saber nada más de la conversación.
La señora Loontwill perseveró valerosamente.
—Alexia, querida, ¿no sería momento ya de regresar a Woolsey? Lo que quiero decir es que llevas con nosotros casi una semana, y, por supuesto, estamos encantados de acogerte, pero se rumorea que él ha regresado ya de Escocia.
—¡Bravo por él!
—¡Alexia! ¡Esa es una expresión intolerable!
Evylin intervino:
—Nadie le ha visto en la ciudad, por supuesto, pero se comenta que ayer regresó a Woolsey.
—¿Quién lo comenta?
Como única explicación, Felicity dobló el periódico por la sección de cotilleos.
—Ah, esos.
—Debe de estar consumiéndose por ti, querida —reemprendió su ataque la señora Loontwill—. Consumiéndose miserablemente y echando en falta tú… —No terminó la frase.
—Echando en falta mi qué, ¿mamá?
—Mm… tu chispeante compañía.
Alexia soltó un resoplido… sobre la mesa del desayuno. Puede que Conall disfrutara de vez en cuando con su franqueza, pero si echaba algo de menos, su ingenio sería lo último de la lista. Lord Maccon era un hombre lobo con un apetito contundente, por decirlo delicadamente. Lo que echaría en falta de su mujer estaba localizado substancialmente más al sur de su lengua. Una imagen fugaz de la cara de su marido quebrantó momentáneamente su resolución. Lo que reflejaba su mirada la última vez que se vieron… la traición. Sin embargo, lo que había pensado de ella, el hecho de que hubiera dudado de ella de aquel modo, era inexcusable. ¡Cómo se había atrevido a dejarla con el recuerdo de aquella expresión de cachorro abandonado con la intención de provocar en ella la compasión! Alexia Maccon se obligó a rememorar las cosas que su marido le había dicho y tomó la resolución de no regresar junto a aquel —su mente se esforzó por encontrar una descripción— ¡memo desconfiado!
Lady Alexia Maccon era el tipo de mujer que, al caer sobre un matorral de zarzas, se dedicaría a poner orden arrancando todas las espinas. A lo largo de las últimas semanas y de un largo viaje en tren desde Escocia, estaba convencida de haber asumido el rechazo de su marido, tanto el suyo como el del hijo de ambos. Estaba descubriendo, sin embargo, en los momentos más inoportunos e insólitos, que no era así. La traición adoptaba la forma de un retortijón bajo las costillas y sin previo aviso se sentía enormemente dolida y trascendentalmente airada. Era exactamente como un agudo ataque de indigestión, aunque con los sentimientos más íntimos en juego. En sus momentos más lúcidos, Alexia razonaba que la causa de dicha sensación era la injusticia de la situación. Estaba bastante acostumbrada a defenderse a sí misma por haber hecho algo inapropiado, pero defenderse cuando eres totalmente inocente convertía la experiencia en algo diferente e infinitamente frustrante. Ni siquiera el mejor Darjeeling Bogglinton consiguió moderar su malhumor. Y si el té no servía, ¿qué le quedaba a una dama? No se trataba, en absoluto, que aún amara a su marido. Aquello era completamente ilógico. Y, sin embargo, la realidad era que el carácter de Alexia era más inestable que nunca. Su familia tendría que haber reconocido las señales.
Felicity cerró el periódico de repente, su rostro de una tonalidad roja poco característica.
—Oh, querida. —La señora Loontwill se abanicó con una servilletita almidonada—. ¿Y ahora qué?
El Escudero Loontwill alzó la mirada y después se refugió en un examen detallado de su huevo.
—Nada. —Felicity trató de ocultar el periódico bajo su plato.
Evylin no aceptó la negativa. Alargó un brazo, le arrancó el periódico de las manos y empezó a explorarlo con la intención de encontrar el jugoso chismorreo que tanto había perturbado a su hermana.
Felicity se dedicó a mordisquear un bollo mientras miraba a Alexia con culpabilidad.
Alexia sintió un profundo vacío en la boca del estómago. Se terminó su agua de cebada con alguna dificultad y se arrellanó en su silla.
—¡Recórcholis! —Evylin parecía haber encontrado el pasaje problemático. Lo leyó en voz alta en beneficio de todos—: «La semana pasada la ciudad de Londres se quedó atónita cuando llegó a oídos de este reportero la noticia de que lady Maccon, previamente Alexia Tarabotti, hija de la señora Loontwill, hermana de Felicity y Evylin e hijastra del Honorable Escudero Loontwill, había abandonado la residencia de su marido después de regresar de Escocia sin el susodicho. Las especulaciones sobre los motivos han sido numerosas, desde la sospecha de que lady Maccon mantenía una relación íntima con el vampiro errante lord Akeldama hasta diferencias familiares insinuadas por las propias señoritas Loontwill…». ¡Vaya, Felicity, nos mencionan a ambas! «… y ciertas relaciones sociales de baja estofa. Lady Maccon causó una flamante sensación en la sociedad londinense después de su matrimonio». Bla, bla, bla… ¡Ah! Aquí sigue: «… pero fuentes íntimamente relacionadas con la noble pareja han revelado que lady Maccon se encuentra, de hecho, en una condición de lo más delicada. Dada la edad, la inclinación sobrenatural y su estado de necrosis legalmente reconocido, debemos asumir que lady Maccon se ha mostrado indiscreta. En espera de la confirmación física, todos los indicios señalan que este se convertirá en El Escándalo del Siglo».
Todo el mundo miró a Alexia y empezó a hablar a la vez.
Evylin cerró el periódico y el crujido resultante silenció a su familia.
—¡Bueno, eso lo explica todo! El capitán Featherstonehaugh debe de haber leído esto, lo que le ha llevado a romper nuestro compromiso esta mañana. ¡Felicity estaba en lo cierto! ¡Todo esto es culpa tuya! ¿Cómo puedes ser tan desconsiderada, Alexia?
—Ahora entiendo por qué ha perdido el apetito —comentó el Escudero Loontwill poco adecuadamente.
La señora Loontwill estuvo a la altura de las circunstancias.
—Esto es sencillamente más de lo que una madre es capaz de soportar. ¡Intolerable! Alexia, ¿cómo has podido malograr tu vida de este modo? ¿No te crie para que te convirtieras en una chica buena y respetuosa? ¡Oh, no sé qué decir! —La señora Loontwill se quedó sin palabras. Afortunadamente, no hizo ademán de pegar a su hija. Lo había hecho en una ocasión, y la experiencia no fue positiva para ninguna de las dos. Como resultado de ello, Alexia había acabado casada.
Alexia se puso en pie, nuevamente enojada. Últimamente me paso la mayor parte del tiempo malhumorada, pensó. Solo cuatro personas estaban informadas de su indecoroso estado. Tres de ellas nunca se plantearían siquiera hablar con la prensa. Lo que dejaba una sola opción, una que en aquel momento estaba ataviaba con un vestido de encaje azul de lo más reprensible, cuyo rostro ofrecía un sospechoso tono rojizo y que estaba sentada justo al otro lado de la mesa del desayuno.
—¡Felicity, debería haber sabido que no podrías mantener la boca cerrada!
—¡No he sido yo! —Felicity se puso inmediatamente a la defensiva—. Debe de haber sido madame Lefoux. ¡Ya sabes cómo son las francesas! Están dispuestas a decir cualquier cosa a cambio de una migaja de fama y dinero.
—Felicity, ¿conocías la condición de Alexia y no me has informado? —La señora Loontwill se había recuperado de la sorpresa para volver a mostrarse sorprendida. Que Alexia guardara un secreto a su propia madre era previsible, pero se daba por supuesto que Felicity estaba del lado de la señora Loontwill. Esta última se había encargado de fomentar el chismorreo con numerosos pares de zapatos a lo largo de los años.
Lady Alexia Maccon aporreó la mesa con la palma de la mano, provocando un ominoso repiqueteo de tazas, cerniéndose sobre su hermana en una inconsciente aplicación de las tácticas intimidatorias que había aprendido durante los varios meses en los que había convivido con una manada de hombres lobo. Pese a no ser tan peluda como la maniobra generalmente exigía, aun así alcanzó a ejecutarla de forma impecable.
—Madame Lefoux jamás haría algo así. De hecho, he llegado a considerarla un dechado de discreción. Solo hay una persona que hablaría con la prensa, y esa persona no es francesa. Me lo prometiste, Felicity. Te regalé mi collar de amatistas preferido para que guardaras silencio.
—¿Es así cómo lo conseguiste? —Evylin parecía celosa.
—¿Quién es el padre, entonces? —preguntó el Escudero Loontwill, aparentemente convencido de que su deber consistía en conducir la conversación hacia un terreno más productivo. Las damas, revoloteando agitadamente alrededor de la mesa, lo ignoraron completamente. Se trataba de una situación a la que estaban habituados.
El escudero respiró hondo con resignación y volvió a su desayuno.
Felicity pasó de estar a la defensiva a estar enfurruñada.
—Solo estaba la señorita Wibbley y la señorita Twittergaddle. ¿Cómo iba a saber que irían corriendo a hablar con la prensa?
—El padre de la señorita Twittergaddle es el propietario del Chirrup. ¡Cómo bien sabes! —Pero entonces el enfado de Alexia se templó ligeramente. El hecho de que Felicity hubiera contenido la lengua durante varias semanas era prácticamente un milagro de la tercera edad del hombre. Era indudable que Felicity se lo había contado a las jóvenes damas para atraer su atención, aunque probablemente también supiera que un chisme de esas características provocaría la disolución inmediata del compromiso de Evylin y la ruina para Alexia. Algún tiempo después de la boda de Alexia, Felicity había pasado de ser simplemente frívola a abiertamente rencorosa, lo que, combinado con un cerebro del tamaño de una grosella, la convertía en un ser humano sumamente catastrófico.
—¡Después de lo que esta familia ha hecho por ti, Alexia! —La señora Loontwill continuó lanzando recriminaciones a su hija—. ¡Después de que Herbert te permitiera regresar a la seguridad de su seno! —El escudero Loontwill levantó la cabeza al oír la expresión de su esposa, para después observar con descrédito su corpulenta constitución—. Después del sufrimiento por el que tuve que pasar antes de verte adecuadamente casada. Rebasar todas las normas de la decencia como una vulgar meretriz. Es sencillamente intolerable.
—Exactamente lo que yo pienso —apostilló Felicity con aire de suficiencia.
Impelida por elevadas cotas de exasperación, Alexia levantó la bandeja de arenques y, tras una adecuada reflexión de unos tres segundos, la colocó en posición vertical sobre la cabeza de su hermana.
Felicity chilló algo ininteligible con ferocidad.
—Pero —el murmullo de Alexia se perdió en el pandemónium resultante— es su hijo.
—¿Qué has dicho? —Esta vez, el escudero Loontwill aporreó la mesa con ímpetu.
—Es su condenado hijo. No he estado con nadie más —gritó Alexia para hacerse oír por encima de los gimoteos de Felicity.
—¡Alexia! No seas grosera. No hay ninguna necesidad de entrar en detalles. Todo el mundo sabe que eso no es posible. Tu marido está prácticamente muerto, o estaba prácticamente muerto y ahora está casi muerto. —La señora Loontwill parecía algo confusa. Sacudió la cabeza como un caniche empapado y reanudó estoicamente su diatriba—. Sea como fuere, un hombre lobo engendrando un hijo es como un vampiro o un fantasma teniendo descendencia: patentemente ridículo.
—Bueno, también lo es esta familia, y parece ser que todos existís de acuerdo con el orden natural.
—¿Qué quieres decir con eso?
—En este caso, creo que haría falta redefinir el significado de «ridículo». —De todos modos, que esta criatura se vaya directa al infierno, pensó Alexia.
—¿Veis cómo es? —intervino Felicity mientras extirpaba trocitos de arenque de su vestido y fruncía el ceño peligrosamente—. No deja de decir esas cosas, ni admitirá nunca que ha hecho algo mal. Su marido la ha repudiado, ¿no os dais cuenta? No volverá a Woolsey porque no puede hacerlo. Lord Maccon se ha deshecho de ella. Por eso se marchó de Escocia.
—Oh, Dios mío. ¡Herbert! Herbert, ¿has oído eso? —La señora Loontwill parecía necesitar las sales.
Alexia no estaba segura si la reacción era producto de la fingida angustia por el hecho de que Conall la hubiera rechazado públicamente o el horror genuino por tener que hacerse cargo de su hija mayor en el futuro inmediato.
—¡Herbert, haz algo! —gimió la señora Loontwill.
—He muerto y ahora me encuentro en el paraíso de las malas novelas —fue la respuesta del Escudero Loontwill—. No estoy preparado para enfrentarme a semejante incidente. Leticia, querida, lo dejo completamente en tus capacitadas manos.
La señora Loontwill nunca había sido objeto de una frase más inapropiada, pues sus manos no eran capaces de nada más complejo que la ocasional, y altamente estresante, actividad del bordado. La señora Loontwill alzó las aludidas manos al cielo y se dejó caer en la silla parcialmente mareada.
—Oh, no, no, papá. —La voz de Felicity se afiló ligeramente—. Perdóname por mostrarme autocrática, pero debes entender que la presencia continua de Alexia bajo nuestro techo es completamente insostenible. Un escándalo de semejantes proporciones entorpecerá nuestras opciones de matrimonio, incluso sin su asistencia. Debes enviarla lejos y prohibirle todo futuro contacto con la familia. Te recomiendo que abandonemos Londres inmediatamente. ¿Tal vez un recorrido por el Continente?
Evylin aplaudió emocionada y Alexia se vio impelida a considerar hasta qué punto Felicity había planeado aquella pequeña traición. Miró fijamente el rostro inesperadamente despiadado de su hermana. ¡Pequeña embustera idiota! Tendría que haberla golpeado con algo más contundente que los arenques.
El Escudero Loontwill se sorprendió ante el franco discurso de Felicity, pero al ser un hombre que siempre elegía el camino que ofreciera la menor resistencia, evaluó el estado de su desplomada esposa y de su airada hija y tocó la campana para llamar al mayordomo.
—Swilkins, vaya inmediatamente arriba y recoja las cosas de lady Maccon.
Swilkins continuó inmóvil, impasible en su sorpresa.
—¡Ahora! —le conminó Felicity.
Swilkins se retiró.
Alexia emitió un resoplido exasperado. Cuando le contara a Conall aquel último conato de absurdidad familiar, se pondría… Ah, sí, daba igual. Su cólera se apagó una vez más, sofocada bajo la aflicción que le provocaba el vacío del tamaño de un hombre lobo. En un intento por llenar el vacío con algo, Alexia se sirvió una cucharada de mermelada y, dado que ya no tenía nada que perder, se la introdujo directamente en la boca.
Con aquello consiguió que la señora Loontwill se desmayara definitivamente.
El Escudero Loontwill contempló el cuerpo lacio de su mujer y después, con la debida consideración, la dejó allí y se retiró a la sala de fumar.
Alexia recordó su correo, y como necesitaba una distracción y prefería hacer cualquier otra cosa antes que seguir conversando con sus hermanas, cogió la primera carta y rompió el sello. Hasta aquel momento, estaba convencida de que las cosas no podían empeorar.
El sello de la carta era inconfundible: un león y un unicornio con una corona entre ambos. El mensaje en el interior de la misma era igualmente directo. La presencia de lady Maccon ya no era bien recibida en el Palacio de Buckingham. La Reina de Inglaterra, por tanto, no podría recibirla más en el futuro. Los deberes de lady Maccon para con el Consejo en la Sombra quedaban suspendidos hasta próxima notificación. Ya no contaba con la confianza ni autoridad de Su Majestad. El puesto de muhjah volvía a estar vacante. Le agradecían afectuosamente sus servicios hasta la fecha y le deseaban un muy buen día.
Alexia Maccon se puso en pie con decisión, salió de la sala del desayuno y se dirigió directamente a la cocina. Ignorando a los sorprendidos sirvientes. Sin apenas detenerse, recorrió la estancia y arrojó la misiva oficial en el enorme fogón de hierro que dominaba la estancia. El papel prendió y se inmoló rápidamente. Anhelando la soledad, abandonó la cocina y se encaminó al saloncito en lugar de regresar al salón del desayuno. Lo que deseaba era refugiarse en su habitación y volver a acurrucarse bajo las sábanas en una diminuta bola; bueno, no tan diminuta. Pero ya estaba vestida, y los modales debían mantenerse incluso en los momentos más funestos.
No debería estar sorprendida. Pese a su política progresista, la reina Victoria era moralmente conservadora. Aún vestía duelo por su esposo, quien había fallecido, había morado como fantasma y había desaparecido hacía más de una década. Y si había alguna mujer a quien no le sentara bien el negro, esa era la reina. No existía esperanza alguna de que esta le permitiera seguir actuando en su papel de asesora preternatural y agente de campo, ni siquiera convirtiendo su puesto en un asunto completamente secreto y clasificado. Ahora que había pasado a ser una paria social, lady Maccon no podría mantener ningún tipo de asociación con la reina. La noticia de la mañana se habría convertido con toda seguridad en asunto público.
Alexia suspiró. El potentado y el deán, miembros como ella del Consejo en la Sombra, estarían encantados con su destitución. No podía decirse que Alexia les hubiera hecho la vida precisamente fácil. Aquel había sido uno de los requisitos de su trabajo. Alexia se sintió invadida por la aprensión. Sin la protección de Conall y la manada de Woolsey, existía un número considerable de individuos para los cuales su muerte no sería mal recibida. Llamó a una de las sirvientas con la campanilla y la envió a recoger su sombrilla-arma antes de que el mayordomo la empaquetara. La sirvienta regresó poco después, y Alexia se sintió ligeramente reconfortada al empuñar su accesorio favorito.
Sus pensamientos, definitivamente desatados, regresaron una vez más a su marido, quien tan adecuadamente le había obsequiado con el mortal ornamento. Maldito y ruin Conall. ¿Por qué no la había creído? ¿Qué importancia tenía que toda la historia conocida estuviera en su contra? En el mejor de los casos, la historia no era reverenciada precisamente por su precisión. Ni tampoco estaba llena de mujeres preternaturales. Desde un punto de vista científico, y pese a la pregonada tecnología nacida en Inglaterra, nadie entendía aún por qué era como era ni por qué hacía lo que hacía. Por tanto, ¿qué importancia tenía que él estuviera casi muerto? Al tocarlo, él se convertía en mortal, ¿no? ¿Por qué no podía convertirlo en humano el tiempo suficiente para que le diera un hijo? ¿Resultaba eso tan inverosímil? Hombre horrible. Adoptar una actitud tan emocional y sacudir el pelaje como había hecho era muy típico de un hombre lobo.
Solo con pensar en él, Alexia se sintió invadida por el sentimiento. Molesta ante su propia debilidad, contuvo las lágrimas y comprobó la otra misiva en espera de más malas noticias. No obstante, el contenido de aquella, audaz y demasiado florido, le arrancó una sonrisa lacrimosa. Había enviado una nota en cuanto llegó a Londres. Nunca habría cometido la impertinencia de pedírselo, pero le había insinuado su incómoda situación doméstica, y él, por supuesto, estaría enterado de lo que había sucedido. Él siempre sabía lo que sucedía.
«¡Mi querida flor de manzanilla!», había escrito. «Recibí tu misiva, y dada cierta información reciente, he considerado que te encontrabas en la urgente necesidad de encontrar alojamiento pero que eras demasiado educada para pedirlo abiertamente. Permíteme que extienda mi más humilde oferta a la única persona de toda Inglaterra que actualmente es considerada más escandalosa que yo. Te invito a compartir mi indigna morada y hospitalidad, tal y como son. Tuyo, etcétera, lord Akeldama».
Alexia esbozó una sonrisa. Había confiado en que el vampiro entendiera el mensaje oculto tras el formalismo social. Pese a haber escrito su nota antes de que su condición fuera de conocimiento público, sospechaba que su amigo se mostraría dispuesto a una visita prolongada por su parte y que muy probablemente ya estuviera al tanto de su embarazo. La idiosincrasia de lord Akeldama en el vestir y en sus modales era tan sistemáticamente indecorosa que solo podía acrecentar su reputación acogiendo a la repudiada lady Maccon. Asimismo, le permitiría tenerla a su merced y entera disposición para arrancarle toda la verdad ad nauseam. Por supuesto, Alexia tenía la intención de aceptar su oferta, y esperaba, dado que la invitación había sido tramitada el día anterior —maldito sea el irascible Swilkins—, que no fuera demasiado tarde. Alexia estaba emocionada ante la perspectiva. La residencia y la mesa de lord Akeldama eran las antípodas de la humildad, y se hacía rodear de un numeroso colectivo de relucientes epítetos de la afectación, los cuales convertían cualquier estadía en su compañía en un ininterrumpido placer para la vista. Aliviada por haber solucionado sus problemas de residencia, lady Maccon envió una nota a tal efecto. Se encargó personalmente de que la misiva fuera entregada por el lacayo más atractivo de los Loontwill.
Tal vez lord Akeldama supiera algo que pudiera explicar la presencia de un niño parasitando en su interior. Era un vampiro muy viejo; quizá podría ayudarle a demostrar a Conall su íntegra virtud. La absurdidad de dicho pensamiento —la presencia de la virtud y lord Akeldama en la misma frase— le arrancó una sonrisa involuntaria.
Con su equipaje preparado y enfundada en su sombrero y su capa, Alexia se preparaba para abandonar la casa familiar, probablemente por última vez, cuando llegó una nueva remesa de correo dirigido a ella, esta vez en la forma de un sospechoso paquete acompañado de un mensaje. En este caso Alexia lo interceptó antes de que Swilkins pudiera echarle el guante.
El paquete contenía un sombrero tan aborrecible que Alexia no tuvo dudas respecto a su origen. Se trataba de un tocado de fieltro amarillo chillón y ribeteado con grosellas falsas, cinta de terciopelo y un par de plumas verdes que se asemejaban a los tentáculos de una desafortunada criatura marina. La nota que lo acompañaba se caracterizaba por una gramática extraordinariamente exclamativa, alcanzando nuevas cotas de lenguaje florido que superaban, si eso era posible, las de lord Akeldama. Debía admitir que se trataba de una lectura ligeramente desgarradora.
—¡Alexia Tarabotti Maccon, cómo puedes ser tan perversa! Acabo de leer el periódico de la mañana. ¡Tengo el corazón en un puño! ¡Por supuesto, nunca habría imaginado enterarme de algo semejante! ¡Nunca! De hecho, aún sigo sin creérmelo. Entenderás que a nosotros, a Tunny y a mí, nos encantaría acogerte, pero las circunstancias son, como suele decirse, tan insostenibles… ¿o son infatigables?… que nos impiden plantear la oferta. ¿Lo entiendes? Estoy segura de que sí. Sin embargo, pensé que necesitabas algo que te consolara, y he recordado la atención que le dedicaste a este adorable sombrero la última vez que fuimos de compras juntas —ah, hace ya tantos meses, en nuestra despreocupada juventud… ¿o es desenfadada?—, de modo que me acerqué a Chapeau de Poupe para comprártelo. Quería que fuese un regalo de Navidad, pero la crisis emocional por la que debes de estar pasando hace que este sea un momento decisivo para los sombreros. ¿No opinas lo mismo? Besos, besos, besos, Ivy.
Alexia entendió perfectamente todas las cosas que Ivy no había escrito, si eso era posible dada la extensión de la nota. Ivy y su nuevo esposo eran dedicados actores y, para ser honestos, no podían permitirse perder el patrocinio asociándose con la mancillada lady Maccon. Alexia se sintió aliviada por no tener que rechazar su oferta. La pareja vivía en el edificio de apartamentos más horrible que pudiera imaginarse, en el barrio del West End. Solo disponían de un salón, por ejemplo. Lady Maccon se estremeció delicadamente.
Embutiendo el repulsivo sombrero debajo del brazo y cogiendo su fiel sombrilla, Alexia descendió los escalones de entrada hacia el coche que la esperaba. Le dispensó a Swilkins un altanero resoplido cuando este la ayudó a subir y le indicó al cochero que pusiera rumbo a la casa de lord Akeldama.