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14 de abril de 1498

El joven barbudo salió de la sala, en el primer piso, con una reverencia que parecía una burla. Giovanni de Medici alzó la vista hacia el techo artesonado.

—Hay que tener paciencia con los artistas, querido amigo —le dijo el papa Alejandro—. Créeme, es muy bueno, aunque sea arrogante. Oirás hablar mucho de Buonarroti. El embajador francés se ha endeudado con nos para encargarle su estatua fúnebre. ¡Aunque el muchacho tendrá que darse prisa, porque el embajador está muy viejo!

—Yo creo que el maestro Donatello nunca tendrá parangón: su Judit y Holofernes

—Si mal no recuerdo, fue uno de los tesoros que robó el fraile a tu benemérito padre.

—Quería el palacio y ya lo tiene, pero solo el alberghetto, la celda en lo alto de la torre, donde solo puede amenazar a las palomas. Ya se han acabado sus robos, padre santo, y todo gracias a vos.

—Y al miedo de los florentinos. Tenías razón; ante el riesgo de perder su dinero, serían capaces de ponerse a predicar la palabra de Satanás desde el púlpito. Pero esto no ha acabado aún. Hasta que sus cenizas no caigan dispersas sobre el Arno no podremos decir que lo hemos derrotado para siempre.

In cauda venenum, y su cola es igual que la del diablo, santidad.

—Pronto, Giovanni, será pronto. Pensábamos en el vigésimo tercer día del día de la Virgen. Está dedicado al santo Desiderio, que cumplirá así nuestros deseos. —Sonrió—. ¿Y tú por qué no te compras este estupendo palacio? No está bien que un cardenal y futuro papa pague alquiler a un obispo —bromeó—, y ese barrio de Chiusi, además, es impropio.

—Como todas vuestras ideas, esta también es magnífica. Lo haré; haría cualquier cosa por vos.

Alejandro se rio.

—Encárgate entonces de que Lucrecia nos dé un varón sano y fuerte, de que César se case con la bastarda napolitana, de que ese reino pase al dominio de la Iglesia y de que Florencia firme una alianza perpetua con nos.

—Rezaré, buen padre, para que todo se haga según vuestra voluntad.

—Y que tú seas mujer en tu próxima reencarnación. Te tomaré por esposa.

—Un papa no puede casarse, santidad.

—Veremos, Giovanni, veremos. En el fondo, nosotros somos los representantes de Dios en la Tierra, y los hombres deben seguir sus leyes, que nosotros promulgamos. Si volumus, deus vult, ¿no crees?

Lo cogió por un brazo y juntos bajaron las escaleras. El papa le besó tres veces antes de volver a subir a su carroza, donde le esperaba el maestro de ceremonias Giovanni Burcardo, que se apresuró a esconder su cuadernillo negro en las amplias mangas de su túnica morada, y les explicó el programa del día siguiente. La basílica estaría decorada con flores blancas. Hasta que los cantores no entonaran el Gloria, su santidad no alzaría los brazos al cielo celebrando el rito anual del resurgimiento de Cristo. Entonces, repicarían las campanas.

—De alegría, cuando tu lengua se disuelva en aceite de vitriolo, Burcardo.

Se abrió la puerta, y echaron a Savonarola al interior de la celda. Lo habían traído desde las mazmorras del Bargello. Enseguida intentó ponerse en pie de nuevo, apoyándose en las piedras del suelo. Fray Domenico Buonvicini dio un empujón con el pie a fray Silvestro Maruffi, que estaba adormilado, lamentándose de vez en cuando entre sueños. A ellos dos los habían dejado de lado hasta el momento, pero a su maestro los carceleros le habían intentado arrancar el alma día tras día, aplicándole fuego sobre las carnes, inyectándole agua en la garganta, con cuerdas y con el potro. Solo el cuerpo había cedido, tan nervioso como flaco a causa de los largos ayunos. Fray Girolamo tenía los brazos rotos y las rótulas destrozadas, pero aún seguía intentando dominar la situación, como había hecho toda su vida. Por los regueros de sangre que le manchaban el sayo, Buonvicini dedujo que aquel día había sido víctima del hierro candente.

—Ayúdame, fray Silvestro —dijo Savonarola.

Por la ventana entraba el viento suave de abril, que olía a tormenta y limpiaba los efluvios de las heces de los tres frailes, que apestaban la celda.

Domenico y Silvestro cogieron a Savonarola por debajo de los hombros con todo cuidado, y a este se le cortó la respiración. Hasta el mínimo movimiento le causaba atroces dolores, a los que intentaba resistirse para no perder el control de la mente. Sus huesudos dedos se aferraron a los barrotes. Aunque fuera con gran dificultad, aún podía moverlos, y le confortaba en gran medida poder escribir y comentar los salmos.

Sostenido por sus compañeros, consiguió echar un vistazo al otro lado de los barrotes. De la cúpula del Duomo, que se levantaba sobre los tejados como una simple pero enorme tiara pontificia, símbolo de una Iglesia pobre y poderosa como la habría deseado él, la vista se le fue a la Piazza della Signoria. Recorrió con los ojos el puentecillo de madera hasta la larga plataforma circular, preparada para acogerlos y en la que ya habían plantado el palo. A su alrededor dispondrían los haces de mies seca para quemar, en una pira que sería mayor aún que la hoguera de las vanidades de los florentinos, de la que todavía no había pasado ni un año. Eso era lo que no le habían perdonado los mismos que en aquel tiempo alzaban los brazos al cielo invocando su perdón. Ahora le tocaría a él.

Cerró los ojos y pensó en Domenico y, sobre todo, en Silvestro, indefenso e inocente, obligado a compartir su condena pese a no tener más culpa que la de haber creído en él, como un hijo en su padre. El tal Dante sabía lo que decía cuando había escrito que «si el conde Ugolino fue acusado de haber vendido tus castillos, no debiste someter a sus hijos a tal suplicio…». Intentó acordarse de los versos siguientes, pero oyó que se abría la puerta. Le colocaron con cuidado sobre la piedra desnuda, de espaldas a la ventana. Fray Domenico y fray Silvestro se sentaron cerca.

La luz dio de pleno en el rostro del hombre, que Savonarola reconoció de inmediato.

—¿Has venido a pedirme perdón, Francesco? —La voz de fray Girolamo temblaba, pero solo por la fiebre—. Ya lo obtuviste una vez. ¿Cuántas veces se debe perdonar? Si, en cambio, estás aquí para confortarnos, bienvenido seas.

Francesco Mei, prior dominico de San Gimignano, se protegió los ojos con la mano y luego se echó a un lado, desde donde pudo ver los tres cuerpos, reducidos casi a esqueletos.

—Traigo el consuelo de la santa confesión, para que estéis preparados, con los cintos ceñidos y las antorchas encendidas, como dice el apóstol Lucas, puesto que nadie sabe la hora a la que puede llamarnos el Señor.

—Te lo agradezco —respondió fray Girolamo—, pero aquí no tenemos cintos ni antorchas. En cuanto a confesarnos, ya lo hemos hecho entre nosotros.

Francesco Mei se retiró la capucha y los señaló a todos sucesivamente con la mano derecha mientras con la izquierda apretaba el puño.

—Al menos vos, fray Girolamo, deberíais saber —dijo Mei, con los ojos convertidos en dos finas ranuras— que confesar y absolver a un cómplice en el pecado no está admitido, y que, por tanto, la confesión no es válida. Solo el penitenciario mayor podría absolver vuestras almas.

—Aunque así fuera, y no lo es —murmuró Savonarola—, Dios mira más la sustancia que la forma.

—No he subido más de trescientos escalones para oír insultos contra el Omnipotente. Me habían avisado de que no habían conseguido domar vuestra soberbia y que aún desafiáis la gracia de Dios. Pero no creía que a la vista de la muerte rechazarais los sacramentos. ¡Hasta tal punto os habéis alejado de Dios!

—Ha sido la Iglesia la que se ha alejado de él.

Al oír aquellas palabras, apenas susurradas con gran esfuerzo por Savonarola, Francesco Mei se puso de nuevo la capucha e hizo un gesto con la cabeza a los otros dos: Buonvicini le aguantó la mirada y Maruffi bajó la vista, en silencio. Él se dirigió a la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta.

—Quien trae la discordia a la Tierra nunca verá el Paraíso en el Cielo.

Fray Maruffi esperó a oír cómo se desvanecía el ruido de sus pasos por los escalones para apoyar el rostro en el pecho de Girolamo Savonarola, y se puso a llorar en silencio.

—Yo querría ir a ver los ángeles que rodean a nuestro Señor. Oh, padre bueno —dijo entre lágrimas—, pero ¿qué es el paraíso?

Savonarola lo acarició suavemente por encima de la burda túnica.

—El paraíso son los brazos de la madre que envuelve con ellos a su criatura.

—Yo nunca he oído nada parecido —intervino Buonvicini, asombrado—. Al menos no me parece que nunca en vuestros sermones hayáis usado un símil parecido.

Savonarola sonrió, lo cual sorprendió aún más a Buonvicini, que se temió por primera vez que las penurias sufridas le hubieran minado el espíritu.

—Amigo mío —le respondió Savonarola en voz baja—, los caminos de Dios son oscuros, pero a veces nos manda señales, que los iluminan como luciérnagas. Cristo, antes de morir, confió simbólicamente a Juan a su madre María, para que fuera madre de toda la humanidad. Y vosotros sabéis bien que todos los milagros se producen por su intercesión personal. A mí me ha concedido uno extraordinario, en forma de mujer.

Fray Silvestro levantó la cabeza y lo miró, como un niño recién despertado, dispuesto a escuchar un cuento en la voz de su madre.

—Cuéntanos ese milagro, padre bueno.

—Es una historia larga, pero tenemos tiempo. Escucha tú también, fray Domenico; así estaremos aún más unidos cuando nos encontremos juntos en la plaza, los tres, como en el Gólgota. Con la diferencia de que esta vez los ladrones serán los espectadores.

Cinco veloces galeras avanzaron a contracorriente por el estrecho del Bósforo. En cada una de ellas se amontonaban más de cien caballeros del noble cuerpo de los Akinci, cuya fidelidad al sultán era absoluta, por parentesco y títulos honoríficos. Hábiles con el arco y con la cimitarra, irrumpieron como demonios en grupos de treinta o cuarenta en los pueblos del Ponto, matando, prendiendo fuego y huyendo. En Frigia y en Galacia se unieron a la caballería pesada de los cipayos, que habían llegado por tierra y completaron la obra de destrucción.

Por las mezquitas jariyíes se tiró sal y el río Sangario se desvió a la altura del pueblo de Ukbali. Las antiguas grutas reabsorbieron el río y enterraron para siempre a los últimos refugiados de los que habían osado rebelarse contra Beyazid el Justo. Un cuerpo selecto de estradiotas griegos se ocupó de fumigar y quemar con la pez el fortín donde se criaban las ratas, y con ellas a sus vigilantes. Solo se conservó una jaula con una docena de las pequeñas asesinas, que se llevaron a un lugar secreto de Frigia y que confiaron a un grupo de leprosos que vivían en cavidades excavadas en la roca, a los que se les prometió alimento, agua y ungüentos mientras los animales siguieran vivos. Después, uno a uno los estradiotas fueron ejecutados por su comandante, de probada fe sunita, primo de Beyazid.

La Vigía de la Montaña, Faiza Valide, esposa del sultán, se libró del castigo. Sin darle explicaciones, fue escoltada con su eunuco personal a la torre de Gálata, donde podría pasar el resto de su vida estudiando el Sagrado Corán como ninguna mujer había hecho nunca.

En el palacio del Serrallo se oyeron los gritos del visir Abdel el-Hashim durante dos días. Después de cortarle la nariz y las orejas, lo dejaron siete días en una jaula al sol para que meditara su traición, colgado sobre el arco de la puerta del Cañón. Los dos días siguientes fueron cortándole la piel a tiras finas y arrancándosela, y echaron sal sobre su carne viva. Cuando ya ni con cubos de agua de mar conseguían que volviera en sí, fue castrado con unas tenazas al rojo y, finalmente, descuartizado por cuatro robustos caballos, aunque a esas alturas los propios torturadores dudaban de que siguiera vivo.

Osmán conoció el paraíso: durante más de un mes vivió en un ala del palacio reservada, disfrutando de la compañía de Amina, que la primera noche le regaló su virginidad, cumpliendo los deseos de su sultán. Éste, a su vez, pasaba cada noche cerca de sus aposentos y suspiraba, maldiciendo el sobrenombre de «el Justo» y el compromiso que había adquirido con Ada Ta. El día antes del inicio del Ramadán, en el que era obligatorio observar el ayuno diurno, la abstinencia sexual y contener la ira, se aseguró personalmente de que el acero de la cimitarra estuviera bien templado y que con su filo se pudiera cortar un pelo en dos. Luego bajó el más robusto y experto de sus jenízaros y, después de rezar con Osmán, asistió, impasible, a su decapitación.

A cambio de su hospitalidad y protección, Beyazid les hizo una petición a Leonora y Ferruccio. Si un día tenían una hija, le habría gustado que le pusieran el nombre de la gran mezquita de Hagia Sophia. Cuando les preguntó qué culto profesarían, con la libertad de la que gozaban ya en su reino cristianos y hebreos, no se sorprendió de la respuesta de la mujer.

—El del amor, Beyazid.

—Y de la justicia —añadió Ferruccio—, que une a todos los pueblos. Si quieres, un día te hablaré de un hombre que quería unir bajo un solo cielo a musulmanes, hebreos y cristianos, para que no hubiera más guerras en nombre de Dios.

—Un loco, sin duda —respondió el sultán—, como lo eran los últimos dos profetas, Issa y Mahoma, que Alá, cualquiera que sea su nombre y su esencia, bendiga en los siglos venideros. Siempre serás bienvenido en mi casa, caballero De Mola, y si no comparto contigo mi harén es únicamente porque esta mujer ya te da todo lo que puedan ofrecerte todas las que el Señor puso sobre la tierra para el placer del hombre.

Ferruccio sonrió.

—Reconozco la sabiduría del sultán —admitió. Luego, con su hijo en brazos, se puso cómodo sobre un cojín y tendió su mano a Leonora.

En el pequeño palacio, equidistante de una iglesia cristiana, una mezquita y una sinagoga, a menos de una milla del palacio del Serrallo, una vez que tomó posesión de la cocina, Zebeide enseguida se encontró cómoda. Hasta el punto de que aquel día había salido con sus primeros akchehs de plata en el monedero, dispuesta a batallar en el gran mercado para obtener los mejores precios.

—Tú eres la suma de todas las mujeres —dijo Ferruccio. Tenía al niño levantado en alto, y sonrió cuando un hilo de saliva cayó sobre su cara.

—Te quiero, Leonora. Nunca más…, nunca más nos separaremos.

—Yo también lo pienso. ¿Por qué ese tono, pues? El pasado, pasado está, como diría tu amigo Ada Ta.

—No —dijo él, entregándole a Paolo—. No del todo, Leonora. Yo…

—No digas nada. —Leonora no lo miraba; le hacía cosquillas al niño en las mejillas—. Guarda ese único secreto en tu corazón, y yo guardaré el mío. —Levantó la mirada y en los ojos de Ferruccio vio reflejada la redondez incipiente del vientre de Gua Li—. Serán las llaves de una habitación que quedará cerrada y que, mientras nos amemos, ninguno de los dos abrirá.

Posó los labios sobre los de Ferruccio, que sintió crecer en su interior el deseo. Ella sonrió y se abandonó a su beso. Con gestos vacilantes, sin atreverse a cogerla de la cintura, Ferruccio sintió que, poco a poco, iba cayendo la áspera duna de sus recuerdos, que se disolvía en un agua fresca y límpida en la que le habría gustado ahogarse. Aquella fue la noche en que concibieron a Sofia.

Los cincuenta caballeros se detuvieron a una señal de su comandante. Las pieles de karakul con que se abrigaban hacían que parecieran más una banda de ladrones que una compañía militar. Su comandante oteó el estrecho sendero que ascendía por una ladera de la montaña. Espoleó suavemente a su montura, que tras unos pasos dio unos golpecitos en el hombro a Ada Ta con el morro. El monje se volvió y, con la mano abierta, le ofreció una manzana.

—A partir de ahora tendremos que llevar los caballos de la mano.

—Podrías cambiarlos por yaks.

—Antes que montar en una de esas vacas peludas preferiría acabar mis días como eunuco del harén.

—Tú lo que necesitas es una mujer, Ahmed —dijo Ada Ta, sonriendo—. Lamentablemente yo no puedo ofrecerte otra cosa.

—Cuando vuelva, Beyazid me ha prometido nueve mujeres. Sabré esperar. Lo siento, pero tendremos que desmontar también el carro.

—¡Ni pensarlo!

Gua Li se acercó a ellos con una mano a la espalda y la otra sobre el vientre prominente.

—¿Cómo voy a caminar en este estado? Parezco una oca cebada. ¡Y este niño da tantas patadas que parece el hijo de un caballo!

—Podríamos abrir un camino por la montaña, pero no creo que el hijo de mi hija quiera nacer entre ventiscas.

La joven se giró hacia la carroza oscilante, extraordinario regalo del sultán, que le había permitido viajar como en una nube, y casi le entraron ganas de llorar. La caja, de fabricación húngara, no se apoyaba en los ejes, sino en unas tiras de cuero que amortiguaban los baches, y aquel suave balanceo la había mecido durante cinco largos meses.

—Antes de que caiga la noche llegaremos a vuestro gompa —le aseguró Ahmed—, y esta noche podréis dormir en él. Sin las ruedas y los caballos, naturalmente.

Acomodaron a Gua Li sobre una camilla e iniciaron la última ascensión. El aire era fresco, pero el sol estaba alto y las cumbres nevadas de los montes multiplicaban la luz y el calor. Ada Ta caminaba al lado de ella, apoyándose en su bastón.

—Ada Ta, ¿es normal tener miedo al parto?

—La cabra se muestra más sorprendida que atemorizada. Primero bala, pero cuando ha acabado lame a su pequeño, le ayuda a ponerse en pie y enseguida le da de mamar.

—Yo no soy una cabra.

—No, hija mía, y él o ella no será un cabrito.

—Yo creo que es un niño.

Tras una curva, pegados a la pared de la montaña, aparecieron los muros del gompa.

—¿Ada Ta?

—Dime, hija.

—Ya estamos de nuevo en casa, pero nuestro viaje no ha servido de nada.

El monje la miró de reojo.

—No puedo estar de acuerdo.

Los caballeros depositaron sus armas en una cabaña fuera de los muros del gompa y a los caballos les dieron mantas, agua y heno con bayas goji. La cena estuvo acompañada de danzas y cantos, y Ahmed recitó una antigua nana cuyo significado solo comprendieron Ada Ta y Gua Li, pero que agradó a todos por su tono cálido y amoroso. Sentada con las piernas cruzadas sobre su nueva cama basculante, Gua Li se pasó el cepillo lentamente por su negra melena.

—Ahora ya puedes decirme lo que sé que quieres decirme, viejo padre. Yo también te conozco. Y desde que hemos emprendido el viaje llevas un pensamiento escondido.

Le sonrió, pero por primera vez vio la sombra de la vejez en su rostro.

—Las estaciones se suceden en un ciclo eterno, y nunca envejecen, sino que se renuevan, iguales y diferentes cada vez. —Parecía que le leyera el pensamiento—. Así es el ciclo de la vida, y esa vida nueva que llevas en el vientre sucederá a la mía.

Gua Li se alarmó.

—Tú no morirás, padre; no puedes dejarme.

—Bueno, para eso aún queda mucho tiempo. Mientras un cuerpo tiene cosas que dar, la naturaleza lo conserva, y yo aún tengo algunas enseñanzas que darle a mi nieto. Tendrá que conocer su pasado para vivir serenamente su futuro.

—Yo también tengo curiosidad por conocerlo.

—Sí, tienes razón, y esta noche, en que las estrellas que suelen caer nos traen fragmentos de sabiduría del cielo, es ideal para ello. Nosotros hemos hecho casi el mismo recorrido que Issa, pero al revés. ¿Te das cuenta?

—Es cierto, padre.

—Y, a diferencia de él, hemos partido para esparcir semillas, y resulta que hemos traído una con nosotros.

—Pero ha sido casualidad. Yo no conocía a Ferruccio y nunca se me habría ocurrido…

—Todo tiene un orden y un significado. Lo que nos parece caos no es más que un diseño complejo, como el de la coliflor verde, que repite sus arabescos hasta el infinito.

—Padre, ¿qué quieres decir?

—Desde pequeña has admirado a un gran hombre, que llevaba en su interior las semillas de la justicia, del amor y de la unidad. Te confieso que yo esperaba que un día, quién sabe, vuestros destinos se unieran, porque tú también llevas sus mismas semillas…

—¿Qué semillas? Yo solo conozco las que tú me has dado.

—Espera, déjame acabar; por una vez no me resulta del todo fácil hablar. Cuando murió el conde, lo lamenté mucho y casi perdí la esperanza. Pero luego vino en mi ayuda el gran general Sun Tzu, que me dijo que solo afrontando el desastre se puede alcanzar la victoria, y que el sabio siempre tiene un plan de reserva cuando se da cuenta de que va a perder la batalla.

—¿Quieres decir que hemos hecho todo esto solo para que yo concibiera un hijo con Ferruccio? Ada Ta, me estás engañando.

El monje unió las manos en posición de oración y guardó silencio para buscar las palabras, él que las conocía todas. Se jugaba el amor de su hija, que valía más que toda su sabiduría.

—La estirpe de los De Mola ha combatido y sufrido por ideales justos durante siglos, y en su tiempo el padre de tu hijo recogió el legado del pensamiento del conde de Mirandola. Entre los occidentales no había nadie más digno de unirse a tu estirpe. Tú has llevado la historia de Issa en tu interior: esa es tu historia. Pero hay más. —En la mirada inocente de Gua Li vio aflorar el miedo a lo desconocido, y calló. Cerró los ojos y aspiró el aire puro que bajaba de las cumbres eternas, que todo lo sabían. Había llegado el momento de desvelar su secreto—. Hija mía —prosiguió, tendiéndole las manos—, tú llevas las semillas de Issa en tu sangre. Aunque los hombres sean todos iguales, como abejas en una colmena, la reina no puede nutrirse con el mismo alimento que las demás. Por eso los monjes de este gompa se han encargado de la custodia de esa semilla durante treinta generaciones, y yo he sido el último que ha tenido el honor y la alegría de ocuparme de tu madre Gua Pa y de ti. Un día tus semillas se extenderán por un mundo en que Oriente y Occidente, como Ferruccio y tú, se unirán en un único abrazo. No sabía si lo conseguiría, pero la Madre de todo ha querido mostrarse benévola conmigo y se lo agradezco. Mi misión acaba aquí, y con tu perdón podré irme en paz.

Gua Li se lo quedó mirando, muda, mientras Ada Ta esperaba la sentencia con la cabeza gacha.

La mujer salió a la terraza y él la siguió. Nunca había sentido tan próximo el cielo. Luego le cogió la mano y se la llevó al vientre.

—¿Lo sientes? Este es su brazo, que aprieta. ¿Cómo le voy a retirar tu mano, si es lo que busca?

En las aguas oscuras que le envolvían, el niño abrió los ojos y sonrió al mundo.