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8 de abril de 1498, palacio del sultán

Postrado ante su sultán, Osmán terminó su confesión. Beyazid supo controlar la cólera; era una de las prerrogativas de quien ocupa el trono de los Cuatro Califas. Se puso en pie, salió de la sala de audiencias privadas y entró en una salita. Osmán se quedó de rodillas, vigilado por dos jenízaros de la guardia privada, fieles y sin lengua. El sultán le dirigió una mirada a su invitado, que había escuchado hasta la última palabra oculto tras una celosía.

—Un hombre que se arrepiente de sus acciones debe ser premiado, del mismo modo que sus acciones deben ser castigadas. Mezclar perdón y justicia es como hablar y masticar a la vez.

—¿Quieres decir, pues, que debo premiarlo y castigarlo al mismo tiempo?

—No exactamente. Un castigo agradable no es castigo, del mismo modo que un premio molesto no es un premio. Tú has hablado de tiempo, y en él está la solución. Primero el castigo y luego el premio; el primero se soporta mejor si hay una esperanza después.

—¿Y si la condena es la muerte? El premio podría ser el Paraíso, con las setenta y dos vírgenes que le esperan.

—Podría ser, pero si las vírgenes debieran mantener su virginidad durante toda la eternidad, el premio se convertiría en sufrimiento.

Beyazid se rio a pesar suyo. A cualquier otra persona que hubiera osado interpretar de aquel modo la sura sagrada del Compasivo habría hecho que le cortaran la cabeza.

—Así pues —respondió—, ¿qué sugieres?

—¿El castigo y la muerte? ¿No hay otra solución?

—Es la ley de Dios; yo no puedo hacer otra cosa que limitarme a aplicarla.

—Sí así debe ser, y yo soy contrario a ello, le darás no lo que más desea él, sino lo que más aprecias tú.

—De modo que también será un castigo para mí.

—Por el bien del orden y la justicia, Abraham estaba dispuesto a sacrificar lo que más quería en el mundo, su hijo Isaac. Está escrito en el sura de las Filas, es ley de Dios, y no puedes hacer otra cosa que aplicarla, si tu corazón es tan justo como tu nombre.

—Sea —concluyó Beyazid—. Sí, mi corazón es justo, pero tu lengua de miel es bífida como la de la víbora, ¡viejo infiel que me quieres enseñar el Corán!

El hombre abandonó la posición del loto y se puso en pie sin usar las manos para apoyarse.

—¿Puedo reunirme ya con mi hija? Querría preparar mi débil corazón para su visita.

—Ella ya está lista. Y me parece que está en excelente estado de salud; incluso la he encontrado un poco más gorda.

Ada Ta levantó una ceja y se acarició la cabeza con un movimiento circular. Si el sultán no había sufrido un espejismo, también la última parte de su plan se había cumplido. Y en poco más de un año. Sonrió, satisfecho.

Muchos de los jardineros estaban enfrascados en la poda de los árboles, de modo que sus copas, al llegar el verano, se llenaran de hojas, como le gustaba al sultán. Otros plantaban arbustos de rosa canina y azaleas blancas y rojas. Otros más limpiaban de parásitos las plantas de papiro, las palmeras enanas y los bananos, para que se vieran llenos de vida y rodeados de verde, el color del islam.

Ada Ta los vio llegar.

—La felicidad debe tomarse en dosis pequeñas —dijo, ocultándose tras un plátano de tronco imponente—. Habla, hija mía; luego disfrutaré de la bendición de verte.

—¡Ada Ta! —gritó Gua Li.

Corrió hacia él y abrazó sus huesos. Lo sintió menudo; en sus recuerdos había amplificado la imagen que tenía de él. Se quedó así un buen rato, con la cabeza en su pecho, sintiendo el latido de su corazón y disfrutando del roce de sus manos en el cabello. Volvió a sentirse niña, con ganas de contar, más que de saber. El monje la apartó con dulzura, situándola a su lado. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Amigo Ferruccio —Ada Ta sonrió—, el caballero del brazo fuerte y la mente cóncava, la única deseosa de aprender y llenar sus vacíos, y que, por tanto, es la única que pueda llamarse aguda realmente.

—Amigo Ada Ta —respondió Ferruccio—, consuelo de mi soledad. Y en cuanto al brazo, también de él tendría que aprender.

—Y tú —dijo Ada Ta, dirigiéndose a Leonora—, debes de ser la causa de todas sus desventuras. Él tiene la corteza de una granada, pero le habían arrancado la mitad, y sus dulces granos se estaban convirtiendo en sangre ácida. Leonora, ¿será posible que seas aún más bella de lo que él presumía?

Ella sonrió y se agarró al brazo de Ferruccio.

—Tienes toda mi gratitud por haberlo salvado, y por haberle obligado a ser prudente. Sé que mi marido tiene la furia de un toro, pero también el corazón de un cordero.

—Entonces eres una buena pastora. ¿Y cómo es que esta graciosa y joven señora tiene un dolor de espalda tan terrible que la obliga a estar inclinada?

Zebeide levantó los ojos y movió la cabeza de lado; luego comprendió, se irguió y se cruzó de brazos, con un mohín evidente en la cara.

—Soy yo quien debe inclinarse —prosiguió Ada Ta—, frente a tanto respeto por mi canicie. Si tuviera ochenta años menos, sería un honor tenerla como compañera en la sagrada danza de los leones blancos.

Dejó a Zebeide con la boca abierta y luego se dirigió al niño que Leonora llevaba en brazos.

—He dejado al niño para el final, porque el primer bocado quita el hambre, pero el último alegra el ánimo.

Le tocó la barriga con un dedo y Paolo borboteó algo, satisfecho. Leonora se lo entregó a Ferruccio, que, por un momento, se quedó sin aliento. Después, con todos los presentes a su alrededor, se quedó extasiado ante la sonrisa plácida de su hijo. Incluso los jardineros se acercaron y estiraron el cuello para verlo. Uno de ellos echó pétalos blancos sobre su túnica y antes de alejarse murmuró algo que parecía una oración.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Leonora.

—Que a Dios le gusta —respondió Ada Ta—. A él le gustan las prendas blancas, y blanco es su paraíso.

Aquella noche, el sultán les ofreció para cenar hojas de parra rellenas de arroz, una crema de garbanzos y una sopa de lentejas rojas con pimentón de su jardín personal. Gua Li ya estaba llena, pero no pudo resistirse al aroma de una sopa de tripa condimentada con rojos pimientos dulces fritos en mantequilla. Luego se sirvió un besugo de casi dos brazas, envuelto en un sudario de preciosa sal negra de la isla de Chipre. Fue el propio sultán quien cortó el pescado, que tenía un bogavante entre las mandíbulas abiertas. Las cocochas del pescado se repartieron de forma equitativa entre las mujeres presentes, aunque Zebeide, a la que ya se le cerraban los ojos, no consiguió disfrutarlas plenamente. Al otro lado de la mesa, Amina se levantaba sin parar, y se dedicaba a ofrecer a un confundido Osmán los bocados más delicados. Ada Ta fue el único que probó los dulces de gelatina al agua de rosa, con pistachos y miel por encima. Beyazid le preguntó cuál era su secreto para comer tanto y conservarse más flaco que una anchoa.

—Dormir poco, pensar mucho, vestir poco, perdonar mucho.

El sultán hizo una mueca y se dirigió a Gua Li, interesándose por su estado de salud. Leonora llevaba al niño colgado al cuello con una tela, pero se pasó toda la noche cogida de la mano de Ferruccio. Desde su desembarco, le parecía que Leonora estaba diferente, o quizá fuese él, que, a medida que veía cómo se alejaba Gua Li, se sentía más próximo a su mujer. Tras tantos meses, demasiados, aquella noche tuvo, por fin, a su mujer al lado, en la misma cama, con un cesto entre los dos, donde dormía Paolo. Ya habían apagado la luz cuando ella susurró el nombre de su marido.

—¿Leonora?

—Duerme, amor mío, y piensa en mí.

Gua Li se acurrucó sobre el lado derecho y se colocó un cojín tras la espalda.

—Mejor dormir sobre el lado izquierdo —dijo Ada Ta, en la oscuridad—, donde actúa la flema, y no presionar la bilis con el derecho. Y mejor aún con el rostro hacia las estrellas, de forma que la energía primordial del viento traiga armonía a la mente y el cuerpo.

Gua Li se levantó.

—¿Y por qué?

Ada Ta suspiró, no se movió de su posición, boca arriba y con las piernas en alto, y siguió masajeándose la planta de los pies con la cabeza a la altura de las rodillas.

—La hija de este viejo quizá piense que ha pasado tanto tiempo desde la última vez que vio a su padre que este se ha vuelto más ciego y más tonto que antes. Él está contento con su afecto, pero no de que le haya perdido la confianza. Mmm, la respiración de mi hija ha cambiado, señal de que su corazón ya ha comprendido. Yo, por mi parte, cambiaré de posición; tengo la cara demasiado cerca del trasero.

—Yo… te lo habría contado. Es más, no veía la hora de decírtelo, pero no sabía cómo hacerlo, por dónde empezar. Oh, Ada Ta, perdóname.

—Es muy cómodo no saber por dónde empezar; así se puede empezar por cualquier parte. Además, ¿qué es lo que tendría que perdonarte? Tú has seguido el curso de la naturaleza. Lo reprochable sería que no lo hubieras hecho.

—Él es…

—Un hombre, el yang, y tú eres una mujer, el yin, aunque para mí siempre serás mi hija. Pero eso no basta. Para crear el verdadero Taijitu y acercarse a la perfección del círculo es necesario que los dos principios sean compatibles entre sí, que su esencia reconozca la individualidad que antaño los unía en un solo ser. Antes de que los dioses tuvieran envidia de tanta belleza y lo dividieran en las dos naturalezas, que desde aquel día se buscan para recrear la antigua unidad. Aunque no sepan por qué lo hacen, tienden a acoplarse para crear una nueva vida.

—¿Y cómo se puede saber si la otra persona es la indicada?

—Nadie puede saberlo. Pero ¿has visto alguna vez que un elefante cubra a una osa azul? Podría hacerlo, tiene la fuerza necesaria, pero ambas especies reconocen que son diferentes entre sí. La humana, en cambio, a veces comete ese error y copula con la mente en lugar de con el corazón. Y la mente, pese a ser un gran don, es como el hacha de doble filo, que tiene doble peligro. Para que las energías del yin y del yang puedan completarse mutuamente, deben descender a lo más profundo, hasta las vísceras, y volver a los orígenes para encontrar los elementos comunes y hacer perfecta su unión.

—Pero Ferruccio pertenece a otra mujer, yo lo sé, no hay más que verlos.

—Nadie pertenece a otra persona, y a veces se nos pasa por alto cuáles son los objetivos de la vida.

—A ti no se te pasa por alto nada.

Gua Li no vio la leve sonrisa en los labios del monje, que respiró hondo.

—Yo no soy más que un viejo con suerte. Y ahora descansemos. El viaje de regreso será más breve y mucho más cómodo, pero, como ya te he explicado, todos esos conceptos son muy relativos.

Un instante más tarde, Gua Li oyó que su respiración se volvía más grave y envidió su capacidad de dormirse a voluntad. Eso, si no la estaba engañando. Y, conociéndolo como lo conocía, sabía que no le había hablado para instruirla, sino para revelarle algo más. Sabría esperar. De momento se giró sobre el costado izquierdo, para reforzar la flema.