51

Las llamas se reflejaban en el yeso de la gruta, y al temblar provocaban sombras difusas sobre el blanco de las paredes. De uno de los muchos palomares cercanos, a más de diez cúbitos bajo tierra, llegaban amortiguados los gorjeos de los pájaros, amontonados, criados a centenares para los sacrificios. Tal como había solicitado, Jesús yacía estirado sobre el frío suelo, cubierto por una sábana perfumada con aloe y mirra. Un olor acre e intenso se elevaba desde unos pequeños braseros de arcilla, en los que se quemaba resina de cornicabra. La madre de Jesús estaba inclinada sobre él, con sus hijos al lado, mientras Yuehan, en una esquina, con los puños cerrados, parpadeaba intentando contener las lágrimas. En la esquina opuesta estaba María de Magdala, con la mirada fija en el cuerpo inmóvil.

—Es la hora —dijo Judas—. Debería de estar listo.

—¿Y si no se despierta? Yo no le oigo respirar.

—No huele mal, madre. Si estuviera muerto, lo notaríamos, y también tendría otro color.

—Todas esas esencias podrían conducirnos a error…

Judas se arrodilló al lado y miró a su hermano a la cara. No encontró ni un espasmo ni un parpadeo que pudiera indicar la mínima señal de vida. Jesús les había dicho que tuvieran fe, que podía frenar el latido del corazón hasta detenerlo, y también la respiración. Era una práctica que los monjes conocían bien, y que resultaba útil sobre todo al encontrarse con un oso azul, que no comía cadáveres. Les había explicado cómo se manifestaría aquel estado de muerte aparente, y les había dicho que no se preocuparan: solo tenía que seguir unas sencillas instrucciones para poder reanimarse y recuperar las fuerzas. Pero los porrazos y la sangre perdida le habían debilitado cuerpo y mente, y Judas ya no estaba del todo seguro. Si el último de sus prodigios no funcionaba, si Jesús estaba muerto, ante su madre, sus otros hermanos y Yuehan la culpa sería suya.

Lo sabría enseguida. Cogió de las manos de su madre el frasco con sangre podrida mezclada con heces de cabra. Aquel olor pestilente le despertaría, eso había dicho Jesús, y así sería, por el dios de Abraham. Perforó con el cuchillo la cera que lo tapaba hasta que percibió el aire al escapar del interior. Se la acercó a la nariz a Jesús. María se alejó tosiendo y se cubrió la nariz con la túnica. Jaime corrió a una esquina, con el estómago revuelto, y vomitó el escaso pan y el agua que había tomado poco antes. María de Magdala vio que Yuehan se doblaba en dos y lo abrazó, poniéndole sobre el rostro un pañuelo empapado en esencia de nardo de Siria.

Judas pasó varias veces el frasco por debajo de la nariz de su hermano, sin que este moviera un músculo. Se volvió hacia su madre, que se cubría el rostro con las manos.

En aquel momento, Jesús tosió. Un instante más tarde agitó los brazos como si se quitara fantasmas de delante. No recuperó el conocimiento hasta muchas horas después, y lo primero que hizo fue pedir agua, con la que se mojó los labios, y llamó a su hijo.

—Nos volvemos a casa —le dijo en un susurro—. Volverás a llamarte Yuehan, no Yonahan ni tampoco Joannes, como dicen los latinos.

—A mí me parece bien lo que tú decidas, padre. Solo te tengo a ti, y te seguiré adonde vayas. Pero los que te han hecho daño lo pagarán antes o después, te lo juro.

—No llores ni jures venganza —dijo Jesús con un suspiro—. No es para eso para lo que te pusimos este nombre tu madre y yo. Tu nombre significa «regalo del espíritu». Debes hacerle honor.

Al tercer día, Jesús ya podía comer y beber, y había recuperado todas las funciones corporales, aunque no había sido fácil, por la vergüenza de no poder hacerlas en un lugar reservado.

—Si he conseguido vaciar el intestino a pesar de vuestra presencia —bromeó—, quiere decir que ya casi estoy listo para partir.

Como señal de que la gruta estaba ocupada por una sepultura, la cerraron con una piedra redonda de molino, y la sellaron con cal y arena. Jesús se refugió en una cavidad cercana. Yuehan hacía de mensajero entre aquel lugar y la casa que habían alquilado sus tíos a las afueras de Jerusalén. Cada día le llevaba a su padre cerveza fresca de cebada aromatizada con miel de coco y delicias de todo tipo, desde carnes a dulces que elaboraba sin cesar su abuela María. Luego se quedaba con él, a veces para escucharle y otras durmiéndose abrazado a él, como hacía cuando era niño y se colaba entre su padre y su madre por la noche.

En pocos días Jesús recuperó las fuerzas, y la pulpa de aloe le cerró las heridas. No pudo eludir la visita de su madre y de sus hermanos antes de emprender la marcha hacia oriente. Esta vez no habría ni tiempo ni ocasión para regresar de nuevo. Pero tenían que ir con cuidado, porque un trajín excesivo entre las tumbas suscitaría no pocas preguntas entre los judíos y entre los propios romanos, y los espías del Sanedrín, en aquel clima de sospechas mutuas entre los dos pueblos, no tardarían en descubrir la verdad.

Y algo debió de notarse, quizás una palabra de más, una sonrisa en lugar del llanto, o una respuesta brusca a una pregunta incómoda, porque alguno de los más allegados, con la esperanza de ver a Jesús de nuevo, plantó una tienda en la zona de las tumbas. Algún otro le imitó. Llegó una familia entera: el padre sospechaba que Jesús se iría y quería partir con él hacia una tierra más justa. Al cabo de pocos días había más tiendas que sepulcros, pero la concentración se tomó por una congregación de cananeos, con su tan extraño como inocuo culto a los muertos.

Solo María de Magdala había desaparecido desde el día en que habían precintado la tumba. Había sido ella la que había llevado la negociación con el oficial romano. Mezclándose entre las prostitutas, le había sugerido que no hiciera demasiadas preguntas y, con mucha dificultad, había conseguido que aceptara solo dinero a cambio de su complicidad. También había sido ella quien había colocado en el sepulcro el cuerpo de Jesús, junto a sus hermanos y su hijo. Los había guiado por la noche hasta el sepulcro, y había velado el cuerpo como los demás, o más aún. Pero para que la aceptaran habría tenido que ser al menos la madre de Yuehan. Y él, el hombre al que amaba más que a su propia vida, bueno, inteligente, atractivo y cariñoso, padre y madre de su hijo, estaba a punto de desvanecerse de su vida como una sombra traicionada por las nubes.

Él la había mirado, le había apretado la mano sin demasiadas fuerzas desde su lecho, y le había sonreído. Pero no era eso lo que quería de él; ella quería la pasión, ese pensamiento que impide pensar en nada más, la serenidad que trae la paz, el futuro sin el que no existe la esperanza. Él la amaba, estaba segura, pero eso no bastaría para seguir adelante, para vivir aquel sentimiento absoluto que él también había vivido, con otra, con su familia, con el único hijo que le quedaba con vida. Hay hombres, y mujeres, que, como el cisne, el oso, la golondrina o incluso el chacal, no tienen más que un amor durante toda la vida. No saben por qué, no es por elección propia; es la naturaleza que los ha creado así. Y cuando uno de ellos muere, se pierde o es ahuyentado y echa a correr, el otro se abandona y se deja morir. Y no sabe por qué, es su naturaleza.

Jesús buscó a María hasta el día fijado para su partida y preguntó repetidamente por ella, pero nadie supo decirle dónde estaba. Sin decirle nada a su padre, Yuehan se dirigió a los baños públicos, esperó a la salida de las mujeres del templo y recorrió posadas y mercados, pero nadie la conocía.

La que debía ser una fuga silenciosa se convirtió en la partida de una caravana, con una hilera de carros y mulos detrás. Judas estaba satisfecho; entre aquella multitud la presencia de su hermano pasaría inadvertida. No obstante, cuando vio llegar a Cayo Casio, se le acercó, cuchillo en mano. Si venía a pedirles más dinero, le pagaría con el hierro de su hoja. Pero el romano abrió los brazos y le mostró que no llevaba insignia ninguna. La lluvia caía sobre su rostro descubierto.

—He desertado, judío, y si quieres bien a tu hermano, déjame que parta con él. Querría vivir los últimos años de mi vida en paz y no en guerra. Sé que no le gustan las armas, pero esta daga podría serle útil, aunque espero no tener que usarla nunca más, si no es para descuartizar un cordero. Y dile que se dé prisa; a estas alturas quien no sepa que está vivo será porque ha querido taparse los oídos.

Judas envainó de nuevo el puñal.

—¿Y el dinero que te dio la mujer?

—También nos será útil. Y llevo una carta de su parte: aún está cerrada; me ha pedido que se la entregue únicamente a Jesús.

—Se llama Issa. Nunca más pronuncies el otro nombre.

La columna se puso en marcha: con los caminos mojados no levantarían polvo. Hasta el lago de Tiberio irían juntos; luego la familia se dividiría para siempre. Cuando la única parte del templo que quedaba a la vista fue la torre Qodesh ha-Qodashim, el sepulcro del Arca de la Alianza, Cayo Casio y Jesús se saludaron agarrándose del brazo.

—Traigo esto para ti, Issa. Es de esa mujer a la que tú conoces.

Paso tras paso, con la carta cerca de los ojos para que la lluvia no borrara lo escrito, Issa penetró en las palabras, repitiéndolas con los labios, una por una.

Lo siento muchísimo; sé que te hará daño, pero el dolor que siento es superior al que sé que te inflijo. Yo no puedo vivir sin tu presencia constante, no tengo la voluntad necesaria para ello. Sé lo mucho que me has querido y que lo que me has dado tiene un gran valor. Ya solo te pido una cosa: que no tengas remordimientos. Del mismo modo que no los tengo yo, porque habría lamentado haberte dejado marchar después de encontrarte. Eres el hombre más dulce que he conocido nunca. ¿Cómo es que los hombres no entienden que, por encima de todo, lo que quiere una mujer es dulzura y no fuerza, respeto y no violencia, amor y no posesión? Tú me has dado la capacidad de pensar, de adquirir conciencia, de reconocer quién soy realmente, y por primera vez en mi vida me he gustado a mí misma.

La que llegó antes que yo —perdona que no pronuncie su nombre— te tuvo plenamente. Yo, lo sé bien, he aliviado tu dolor; ella ha llenado tu vida. Cada una de nosotras te ha dado lo que necesitabas en cada momento, y debes estarnos agradecidas a las dos. Tú, que comprendes tantas cosas, entenderás fácilmente que no puedo conformarme con tenerte de un modo diferente al que creía posible. Por eso, querido, queridísimo amor, te dejo, quizás antes de que lo hagas tú y que seas tú quien deba sufrir por ello. Nunca habría podido ir contigo, aunque me lo hubieras pedido, y lo habría hecho, estoy segura, porque mi deseo era el de un amor absoluto.

Y como tengo tanto miedo, para estar segura de no arrepentirme lo haré del modo más indoloro, que creo que es el de cortar de lado a lado las venas de las muñecas, pero de través, para mayor seguridad. Tú me has enseñado a desconfiar de las voces y a creer únicamente en mi corazón. Adiós, Issa; te llamaré así, como eres tú. Porque tú ahora eres Issa; yo solo he sido la compañera de Jesús.

Tuya,

MARÍA DE MAGDALA

Leonora apoyó una mano en el vientre de Gua Li, y con la otra le acarició las mejillas para limpiarle las lágrimas. Conocía su secreto, aunque ella no se lo hubiera revelado, y quiso obtener de su boca la misma respuesta que se había dado ella durante su reclusión.

—Nunca lo habría hecho si esperara un hijo suyo, ¿no es cierto?

Gua Li meneó la cabeza lentamente.

—No, también un hijo es algo absoluto. Ada Ta me dijo una vez que el yin y el yang están presentes en toda criatura humana, como semillas hundidas bajo la tierra. Un amor profundo, de cualquier naturaleza, las hace brotar y, mientras crecen, sus tallos se enroscan uno alrededor del otro. Solo la muerte puede romper ese vínculo. El resto no es nada.

Una explosión y un silbido prolongado les hicieron dar un respingo. Ferruccio, seguido por Osmán, se dirigió hacia la escotilla, que se abrió ante ellos. Entró una luz cegadora que dejó en la sombra el rostro de Khayr al-Dîn.

—¡Podéis subir! —gritó—. La mano de Alá ha sido más fuerte que la maldición de esa mujer. Mirad y contemplad su belleza.

Sobre las aguas encrespadas del mar de Mármara, empujado por un ligero gregal, el jabeque avanzaba en dirección a los minaretes de Estambul y a los brillos dorados de la cúpula de Hagia Sophia.

—No ha sido Alá quien nos ha guiado —le dijo Osmán a Ferruccio, en voz baja—, sino la mano de Fátima. Consérvala y verás cómo crece tu hijo.

—Si tengo otro hijo, lo llamaré Claudio, que viene de «cojo», en tu honor.

Beyazid el Justo desde la terraza de la fortaleza de las siete torres, construida por el padre que había matado, observaba el pequeño navío que avanzaba con el velamen rojo desplegado al viento. Aquella única salva significaba novedades. Alargó una mano como para aferrar la embarcación. No se inclinó en dirección a La Meca, en cambio, cuando desde el minarete del palacio el muecín real entonó la salat al-asr, la tercera oración del día, que debía acabar antes de que el sol iniciara su descenso por el horizonte. Alá no se había portado bien con él en los últimos tiempos. Sabía que no podía fiarse de los cristianos, y el silencio del cardenal de Medici no hacía más que confirmarle su convicción. Sin embargo, el acuerdo que había cerrado con él había sido más por gusto que por obtener ventaja alguna. Entró de nuevo en sus aposentos, confortado al oír reír a Amina con alguna ocurrencia de su invitado, que también sabía hacerle reír a él.