Calabozos del castillo de Sant’Angelo, 30 de noviembre de 1497
El verdugo conocía bien su trabajo y fray Francesco enseguida se convenció de ello, con la esperanza de que el prisionero, delgado y anciano, cediera enseguida. No debía sacarle ninguna confesión, le bastaba con que se declarara dispuesto a hablar ante el santo padre y solo ante él. Debía de ser un personaje importante, quizás un embajador de Catai, en vista de sus rasgos. El franciscano asintió con un gesto paterno cuando los asistentes le mostraron los instrumentos que usarían, y quiso subir en persona a la mesa de torturas para asegurarse de que fuera suficientemente robusta.
Muy pronto sus esperanzas se vieron frustradas. A la vista de los instrumentos de tortura, el prisionero se mostró más curioso que asustado, hasta el punto de que el verdugo, molesto con tanta pregunta, le soltó un puñetazo antes incluso de empezar su trabajo.
—Perdonadme, fray Francesco —se disculpó después—, pero son cosas a las que no estoy acostumbrado.
Desde aquel momento, casi como si se hubiera ofendido, el anciano colgado de las cadenas no pronunció ni una sola palabra más. Por desgracia, tampoco se lamentó, y en los cinco días siguientes el fraile no se atrevió a presentarse ante el papa, porque no tenía buenas noticias. Se temía un duro castigo cuando le dijera que el prisionero se había mostrado indiferente ante las cuatro vueltas de rueda sobre la mesa de torturas, tras los repetidos tirones de la cuerda después de colgarlo de la polea. O que, tras obligarle a beber cuatro litros de agua con vinagre, lo había orinado todo en un santiamén. O que había soportado el peso de tres hombres sobre el cuerpo durante siete noches y que hasta se había dormido, como si estuviera acostado sobre almohadones de plumas.
Cuando el prisionero aguantaba, cosa que solo sucedía en casos de gran corpulencia o éxtasis espirituales, el verdugo solía ir por la vía rápida. En algunos de esos casos, fray Francesco había sido testigo de su generosidad, por ejemplo, fingiendo que cerraba la doncella de hierro con demasiada fuerza, con lo que sus afiladas puntas mataban a la víctima al instante. A veces incluso había tenido el detalle de dejarle aprovechar rápidos momentos de solaz con alguna joven bruja o monja, que luego estrangulaba. Pero precisamente porque conocía al verdugo, sabía que si se enfurecía al verse burlado, o si el torturado le escupía a la cara, podía pedir permiso para usar el toro de bronce. El fraile había leído en el Malleus Maleficarum que aquel invento era obra del griego Perilo, que fue el primero en experimentar su eficacia, como recordaba Ovidio: «Quam necis artificem fraude perira sua». Era la némesis divina que imponía, por justicia, que el fabricante de artificios muriera por su propio invento. Sería un castigo adecuado para aquel viejo, aunque el hedor a quemado le resultaba aún más desagradable que los gritos del infeliz que acababa asado.
De todos modos, en aquel caso, el papa se había mostrado categórico: no solo aquel hombre no debía morir, sino que tampoco se le podía arrancar la lengua ni dejarlo ciego. No podía pretender tener el gato flaco y los ratones por casa, pero eso su santidad ya debía saberlo.
—Fray Francesco —dijo el verdugo, interrumpiendo sus pensamientos—, yo a este, como existe Dios, lo mato.
Ada Ta había soportado todo aquello en silencio, alejándose con la mente del dolor todo lo que había podido. Pero ya estaba llegando al extremo. Estaba a punto de dejarse devorar por el dragón del sufrimiento. Aquella frase le dio esperanza, único remedio contra el mal cuando todo parece perdido. Aún podía jugar una carta, la misma que le había salvado la vida cuando se había encontrado rodeado de un grupo de osos azules hambrientos, mientras meditaba en un saliente de hielo frente a la morada de las nieves eternas, la madre de todas las montañas.
—No puedes, el papa no quiere —dijo fray Francesco—. Ten paciencia.
—Mirad esa expresión de beatitud que tiene en la cara. Es como si estuviera dormido, soñando con alguna fulana, con todos mis respetos, fray Francesco.
—Despiértalo; prueba a meterle la cabeza en el agua.
—¿Y si usara la bota? Quedaría tullido, pero tampoco necesita las piernas para hablar.
—Por caridad divina, no soporto el ruido de los huesos al quebrarse. Primero el agua.
El verdugo le dio una patada al prisionero, que no se movió. Entonces le dio otra y este, que estaba sentado, cayó rodando.
—Qué sueño más pesado —bromeó el fraile.
—Eso no es sueño —dijo el verdugo, rascándose la cabeza—. Este tipo está muerto.
La sonrisa desapareció del rostro de fray Francesco a la velocidad del rayo. En su lugar, apareció una máscara grotesca. Se levantó de la silla, trastabilló y se precipitó sobre el prisionero. Le puso frente al rostro un espejo de plata y esperó, rezando a todos los mártires de la Iglesia, que se empañara con su aliento. Pero los mártires no respondieron, de modo que se dirigió al santo patrono, que le respondió que solo el Hijo de Dios podía resucitar a los muertos. Fray Francesco se cubrió el rostro con las manos y empezó a darse puñetazos en las sienes.
—Manuzio —hacía tiempo que no se dirigía a él por su nombre—, amigo mío, estamos perdidos.
El verdugo había sobrevivido no solo a las maldiciones de sus víctimas, sino también a cuatro papas, y no tenía ninguna intención de poner fin a su carrera y a su vida de pronto. Se había comprado una finca en Castello dei Giubilei y le habían quedado suficientes florines como para llenarla de vacas y cerdos, y para casarse con una joven esposa. Si el papa se enfadaba —y viendo el rostro de desesperación de fray Francesco no tenía dudas al respecto—, le requisarían la finca y los florines y, aunque conservara la piel, lo marcarían a fuego como traidor.
—Tengo una idea —dijo, y el fraile lo miró como si hubiera visto a santa Catalina en éxtasis—. ¿No habéis dicho que el papa cree que el muerto tenía poderes mágicos?
—Sí, pero…
—Entonces escuchad. Esta noche lo metemos en un saco atado y encadenado, con piedras dentro, y lo tiramos al Tíber. Y a él le diremos que ha aparecido una gran luz y que el arcángel san Gabriel se lo ha llevado.
—¿Tiene que ser el arcángel san Gabriel? —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿No podríamos decir que ha sido el demonio?
—¿Y qué más da? Está bien, que sea un demonio. Lo importante es decir lo mismo. Una gran llamarada. Es más, quemaremos la paja para que quede olor a quemado.
Fray Francesco se frotó las manos un buen rato. Buscaba una alternativa, pero no encontró ninguna mejor.
—Está bien —murmuró por fin—. ¿Y esos qué?
Señalaba a los tres ayudantes de Manuzio, apiñados el uno junto al otro, pegados a la pared como tres corderillos listos para el sacrificio.
—Son todos hijos míos. Tenía otro, pero una vez me desobedeció.
Aquella noche, mientras el guardia dormía, cuatro individuos, seguidos de un quinto hombre, salieron por una puerta secundaria del castillo y recorrieron lentamente la orilla del Tíber en dirección a la Sassia, donde el agua era más profunda. Pasó un pescador y los cuatro entonaron inmediatamente un miserere, al que respondió el fraile salmodiando. El pescador se persignó y siguió adelante. Cuando llegaron al recodo del río se detuvieron, balancearon el saco varias veces y lo lanzaron al agua.
La mañana siguiente, fray Francesco se lanzó a los pies del papa, invocó su perdón y describió un macho cabrío envuelto en llamas que había aparecido de pronto, lo había chamuscado todo a su paso y se había sumergido en las profundidades del Infierno, llevándose consigo al prisionero, que reía y saltaba como un obseso por las paredes, e incluso por el techo. Solo aquel último detalle, fruto de la vehemencia del fraile en el relato, hizo dudar al papa de su veracidad, porque aquella misma escena la había presenciado él en su estudio la primera vez que había visto al monje. Eso permitió a fray Francesco salir indemne de allí. Aquel día, a un mes exacto de su cumpleaños, nada debía alterar su felicidad. Giulia acababa de volver de Bassanello, sin que su marido lo supiera, exclusivamente para celebrarlo. Una estola de armiño y dos zapatillas rojas fueron los más modestos de sus regalos. Él la correspondió con un anillo antiguo y dos pendientes de oro y perlas, para recordarle la alegría que le producía su visita y las lágrimas derramadas por su larga ausencia.
A sus sesenta y seis años, la gimnasia de alcoba se cobró su precio. Alejandro delegó en el cardenal D’Aubusson para que celebrara el primer domingo de Adviento. A un gesto del maestro cantor, el grupo de clérigos entonó el Ad te levavi animam meam, el canto litúrgico del día. Las voces blancas se elevaron por el ábside mayor de la basílica de San Pedro, mientras las más graves, las segundas, retumbaron en el estómago siguiendo el rígido códice gregoriano, que eleva el ánimo y lo hace descender para mayor gloria y temor de Dios. Frente al altar, a espaldas del oficiante, el papa dormía sentado en la gestatoria. Tras él estaba sentado su hijo César, entre Giovanni de Medici y Ascanio Sforza. Burcardo, en el asiento de al lado, escribió en el cuadernillo negro: el zorro, el lobo y la vieja garduña, unidos entre llaves y con un signo de interrogación.
Al final de la misa, los asistentes que iban pasando frente a la mesa de los óbolos recibieron la indulgencia plenaria; los cardenales y los obispos, el tradicional banquete. En el gran salón del palacio, primero se sirvió una sopa caliente de garbanzos con bacalao del mar Cantábrico, seguida de lenguas de cordero lechal y orejas de cerdo en ensalada. Un almuerzo que seguía las tradiciones españolas, para subrayar también en la mesa el poder de Alejandro. Para decepción del cocinero, el papa apenas probó la oca rellena con salsa de miel. El olor a ajo anulaba el aroma del jerez, regalo personal de los reyes Isabel y Fernando, procedente de los viñedos reconquistados recientemente a Boabdil, el último sultán de España.
Jofré fue dulce con Lucrecia, y más de una vez le pidió permiso para tocarle la barriga, que ya mostraba su redondez. César se atiborró de rabo de toro, cuyos huesos tiró a los perros. Giovanni se deleitó con la tarta de higos, dátiles y miel. Cuando Alejandro encontró en su interior el haba seca y la escupió, sonriente, en el plato, todos lo aclamaron como rey. Miró entonces con satisfacción al Medici, que no parecía muy convencido, pese a las explicaciones de Burcardo, que le decía que se trataba de un antiguo juego según el cual quien tenía la suerte de encontrar el haba era proclamado rey de la fiesta. El cardenal florentino, no obstante, no se alteró demasiado: la verdadera sorpresa llegaría más tarde.
Giovanni de Medici pensó en lo curiosa que es la sucesión de altibajos que se dan durante la vida, cómo nos cambian los planes cuando una ráfaga de viento se convierte en tormenta, y viceversa. Él mismo había visto el Olimpo a los trece años, en su nombramiento como cardenal, y tres años más tarde, con la muerte de su padre, todo se había precipitado. Apoyándose en la púrpura cardenalicia, había ido superando dificultades, hasta que el fraile se hizo con el poder y su banco quedó casi arruinado. Después, las promesas de Della Rovere (por si llegaba a papa), y la elección del Borgia; el exilio en Europa y, por fin, Beyazid, con su regalo. Luego la desesperación de haberlo perdido, y con él quizá la vida, y la resurrección, porque Alejandro creía que lo tenía él. El trono de san Pedro estaba cerca, pero mejor no pensar en ello, o la ira de los dioses quizás acabaría cayendo sobre él. La reconquista pasaba por Florencia y quisque suae fortunae faber; el destino a veces puede modelarse, sobre todo con la ayuda del vicario de Cristo en la Tierra.
Con un gesto de las manos, el papa invitó a Ascanio Sforza a que despidiera a los invitados y que saliera él tras ellos. Solo quedaron con él los perros, César y el cardenal de Medici.
—Os tenemos el mismo cariño que a un sobrino, Giovanni. Hemos unido nuestros destinos, así que os escuchamos. ¿No es cierto, hijo?
César siguió limpiándose las uñas con la punta del puñal, pero hizo un esfuerzo y levantó la vista.
—Estoy dispuesto, incluso, a llamarle primo, padre mío.
—Vuestros intereses son también los míos, y también los de vuestro hijo… —dijo Giovanni, pero se detuvo a media frase, y concluyó con una sola palabra—: Florencia.
—Comprendemos —mintió el papa, que se tocó el puente de la nariz—. Pero ¿qué queréis decir exactamente?
—Tengo que recuperarla. Será más práctico para vos y para mí.
—Sobrino querido, Savonarola ha osado afirmar que, al estar fundada en falsas acusaciones, mi excomunión no tenía ningún valor ante los ojos de Dios. Los florentinos lo aclaman, la Señoría es suya. ¿Qué sugerís que hagamos para cambiar la situación?
Giovanni se puso en pie y, pese a ser pequeño de estatura, se hizo grande. Alejandro VIo brillar en sus ojos la grandeza de los Medici.
—Hay algo que el hombre teme más que la salvación de su alma: el estiércol con el que Satanás mueve cualquier voluntad.
—Ese estiércol ha sido la fortuna de vuestra familia.
—De todas, santo padre, de todas. Pero más que la alegría de poseerlo, inquieta el miedo de perderlo. El dinero es como la sangre: donde fluye hay vida. ¡Sin él, la muerte!
Señaló con el dedo hacia Alejandro. César clavó el puñal en la mesa, pero el cardenal no prestó atención. La espada que llevaba en la mano era aún más grande.
—Ya está bien de excomuniones, padre mío —prosiguió Giovanni de Medici—. Para acabar con el fraile hace falta un edicto. Un edicto vuestro que amenace a los florentinos con la confiscación de sus bienes fuera de la Señoría, si no entregan a Savonarola. No habrá nada que los asuste más. Vos lanzáis la antorcha, padre santo, y yo les diré a mis pocos partisanos que aviven el fuego. Florencia será una enorme hoguera en la que arderá el asesino de mi padre.
—¿No fue Lázaro de Pavía, el cartujo de los Sforza, quien lo envenenó?
—Una la mano, muchos los ordenantes. Eso no cambia nada —respondió con honestidad Giovanni.
Alejandro volvió a rascarse la nariz. Un edicto. Que él recordara, ninguno de sus predecesores lo había usado con tal propósito, pero ninguna ley lo prohibía. De hecho, él era la ley. La idea del Medici podía derribar las murallas de Florencia como las trompetas de los ángeles habían destruido las de Jericó. De acuerdo, pero no de inmediato. Si accedía enseguida sería un signo de debilidad. Las alianzas funcionan cuando ambos contendientes saben que ninguno de los dos es más fuerte que el otro.
—Veremos, consultaremos, reflexionaremos y, luego, actuaremos. Bebed ahora con nos una copa de ajenjo. ¿Os acordáis, Medici? Una bebida realmente mágica, porque fue la que nos unió la primera vez. César, tú sabes dónde la guardamos. Sírvenos, hijo.
Silvio Passerini agarró con firmeza las bridas de la montura de su patrón, que se acercaba con aspecto confundido y paso incierto. Sin embargo, por la fina sonrisa de cortesana experta que mostraba Giovanni, Silvio comprendió que, Dios mediante y a su debido tiempo, un día sería obispo.