Florencia, Santa Maria Novella, el mismo día
Por tercera vez, el grito de la mujer atravesó las paredes de la pequeña celda y el eco se amplificó en el pasillo, rebasó los muros del convento y llegó a oídos del viejo Della Robbia. Las piernas le temblaron, era como si el grito procediera del Infierno, y faltó poco para que la aureola de san Francisco que tenía entre las manos cayera sobre la cabeza del mozo que le sostenía la escala al maestro. Aquella luneta era muy especial para él: mostraba el abrazo entre san Francisco y santo Domingo, y se la había encargado el propio Savonarola. Debía mostrar a los florentinos la reconciliación entre las dos órdenes y la consagración de la República de Cristo. El acristalamiento se había estropeado un poco, y él había acudido rápidamente a la llamada de fray Girolamo, como siempre.
Pero los gritos de aquella mujer le provocaban escalofríos y hacían que las manos le temblaran, y temía no poder completar el trabajo antes de la llegada del santo fraile. La madre Ludovica llegó corriendo y vio a la novicia, presa de un ataque de nervios.
—¡Jesús bendito!
—Alabado sea, hija mía. ¿Qué sucede ahora?
—No lo sé, madre, pero grita y se revuelve. —La joven parecía estar a punto de echarse a llorar—. Llora y suda. Y no consigo que aparte las manos de su barriga. Oh, madre, ¿y si hubiera caído en manos del demonio?
—No digas tonterías. ¿Crees que el fraile la habría acogido si fuera una bruja o si le besara el culo a Satanás?
—¡Madre!
—Si quieres salvar el mundo, además de tu alma, te quedan muchas cosas por ver y oír todavía, hija mía, y más vale que te acostumbres enseguida. Ahora vuelve dentro, intenta sujetarle una mano, aunque para ello tengas que tocarle el vientre; no cometes pecado. Y no hagas nada más. Dentro de poco llegará el fraile y él nos dirá lo que tenemos que hacer.
Rodeado de algunos hermanos de su orden y de algún joven hombre de armas, Girolamo Savonarola saludó al ceramista y asintió complacido al ver brillar de nuevo la aureola dorada de san Francisco.
—Dios os bendiga, maestro Della Robbia.
—Y a vos, siempre, padre.
Después atravesó la nave de la iglesia de Santa Maria Novella y su mirada se perdió en los arcos que sostenían la estructura, cuya verticalidad transmitía perfectamente la visión de un dios inalcanzable pero presente, cuya mirada podía abrazar en un solo instante todas las miserias humanas. Rebasada la pared intermedia, entró en el presbiterio, reservado a los religiosos, y de allí una puertecita le condujo al pasillo que usaban las monjas. Se persignó para ahuyentar cualquier tentación —en una juventud ya lejana la pasión le había devorado— y dejó que la abadesa le besara la mano.
—¿Cómo está vuestro hermano? ¿Los negocios van bien?
—Con la ayuda de Dios —respondió la abadesa.
—Los Ricci siempre han sido cristianos devotos. Nunca han cedido a las lisonjas de los Medici, ni siquiera cuando su banco pasaba dificultades. Dadle recuerdos de mi parte, así como la bendición divina.
—Bendito seáis, fray Girolamo. Ahora venid, vuestra protegida está hecha un atajo de nervios. Solo vos podéis calmarla.
—Solo el Señor.
—Que se haga su voluntad.
En el momento en que Savonarola entró en la habitación, la novicia salió corriendo entre sollozos.
Lloraba también Leonora, con un llanto ligero. En aquella penumbra solo acercándose se le veían las mejillas surcadas por las lágrimas. Tenía la negra melena alborotada y los cabellos húmedos pegados al rostro.
—Leonora, ¿has descansado?
No había dulzura en el tono de su voz, como si solo fuera el deber el motivo de su visita y de su pregunta. Fue precisamente aquello lo que despertó a la mujer de su embotamiento, casi un instinto de defensa. Abrió bien los ojos, miró a su alrededor y apoyó los codos en el jergón, con lo que consiguió levantar un poco el cuerpo.
—Gracias por acogerme, padre.
—Es el deber de todo cristiano. Dice san Mateo que no son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar al arrepentimiento a los justos, sino a los pecadores.
—Se lo agradezco en nombre de mi hijo. No creo tener otra culpa que no sea la de no estar muerta. Pero él debe vivir.
—Nacerá y será bautizado, de modo que pueda conocer al Padre.
—Desearía que conociera primero a su padre terreno, el que le ha dado la vida.
Su voz reflejaba sentimientos contrapuestos de desesperación y dignidad, como los de quien se ve derrotado pero no se rinde.
—La vida es solo de Dios. No obstante, no quiero ponerme a discutir contigo, Leonora. Fray Mariano me ha contado lo que has sufrido. Pero no olvides que su hermano ha pagado con la vida tu liberación, y eso se lo compensarás con oraciones por su alma. La que llevas en el vientre estará protegida aquí dentro, siempre que se respeten las reglas.
—¿Y cuáles son?
—Obedecerás a la madre Ludovica y no saldrás de estos muros. No hay ninguna seguridad del otro lado. Los que te han secuestrado y han intentado matarte volverán a intentarlo. No te impongo nada más: yo bendije vuestra unión y seguiré protegiéndola. De ningún modo puede osar romper el hombre lo que ha unido y consagrado Dios; así lo impone la Biblia.
—En mi lecho, durante la noche, busqué al amado de mi alma. ¡Lo busqué y no lo encontré!
Aquellas palabras apenas susurradas hicieron que el fraile se detuviera en el umbral de la puerta. No se giró, pero las escuchó.
—Me levantaré y recorreré la ciudad. Buscaré al amado de mi alma por las plazas y las calles. ¡Lo busqué y no lo encontré! Eso también lo dice la Biblia, Girolamo.
Nadie le llamaba por su nombre, por temor o por respeto; los últimos que lo habían hecho habían sido precisamente Leonora y Ferruccio. Y, antes de ellos, el conde de Mirandola y su madre. Pero no solo ellos. También Laudomia Strozzi, cuya imagen vio de pronto en toda su belleza, altiva y soberbia. Era a ella a quien había recitado las más dulces y conmovedoras frases de amor del Cantar de los Cantares que ahora le recordaba Leonora, y aquella frase escrita por él mismo que recitó para sus adentros: «Venga, pues, el amor que yo ya siento en el corazón, que, de pensar que tu gracia pudiera venir al vil de mí, mi alma no se sacia de tu amor gentil». Después la cambió para dedicársela a la Virgen, porque Laudomia no se merecía aquellas alabanzas. De feo y de plebeyo le había tratado al ofrecerle su corazón, y él replicó llamándola bastarda. De hecho, ambos habían dicho la verdad. Tragó saliva para superar el dolor. Con los hombros caídos, se cubrió la cabeza con la capucha, apretó los puños y se giró hacia Leonora.
—Buscaré a Ferruccio. Si está vivo, te lo traeré.
En Roma
Osmán entró en silencio en la sala donde yacían los cuerpos de Gua Li y Ferruccio, que dormían juntos. La cabeza de la mujer estaba apoyada en el hueco de su hombro, y tenía un brazo sobre su pecho. Conocía los efectos de la amapola; los cirujanos la dispensaban a menudo a los heridos en la batalla, cuando tenían que amputarles brazos o piernas. Conocía el dulce torpor que endulzaba el ánimo y preparaba el cuerpo para gozar de delicias prohibidas, hasta el punto de que la verga seguía inhiesta incluso después de consumirse la pasión.
Estaba a punto de cerrar la puerta, ahuyentando el deseo de colocarse entre ellos, cuando oyó que Ferruccio mascullaba algo y vio que acercaba el rostro hacia Gua Li. Ella también se movió y colocó la pierna entre los muslos de él. Los labios de ambos se acercaron, de modo que respiraban uno el aire del otro. La respiración se volvió más intensa y rápida. Al cabo de un instante, sus bocas se unieron. Osmán quedó paralizado y fascinado a la vez al observar que sus cuerpos se buscaban, se alejaban y volvían a acercarse en una espiral de suspiros. Cuando Gua Li se levantó el sari, dejando al descubierto la blancura de sus muslos y se colocó encima de Ferruccio, Osmán cerró los ojos, pero siguió escuchando aquellos gemidos que iban en aumento. Los apretó aún más en el momento en que oyó el gemido ahogado de Gua Li y el grito ronco de Ferruccio. Luego cerró la puerta a sus espaldas.
La mujer se despertó y al instante cobró conciencia de lo ocurrido. El miembro de Ferruccio, ya lánguido, seguía dentro de su cuerpo. Se apartó lentamente para evitar que se despertara o recobrara la conciencia. Lo miró, asombrada. Por un momento, se sintió tentada de acariciarlo, pero retiró la mano; por un momento le pareció que Ferruccio había abierto los ojos y la estaba escrutando. Su respiración profunda la tranquilizó y, mientras recomponía sus pensamientos, los dirigió con nostalgia a Ada Ta. No se sentía ni culpable ni azorada. Lo único que quería era que aquel hombre no se despertara. Nunca había deseado tanto tener a su lado al hombre a quien llamaba a veces viejo y a veces padre, para hablarle de lo sucedido y de sus sensaciones. Deseaba escuchar sus palabras, siempre amorosas.
Ada Ta seguía moviéndose por entre las columnas y los nichos de la basílica de San Pedro como una comadreja curiosa. A todo el que se le acercaba le repetía un mantra hipnótico. Fueran guardias o mendigos los que le escuchaban, se quedaban pensando que se habían equivocado. Caminaba deslizándose por el suelo de mármol, moviéndose casi sin hacer ruido.
En la iglesia había un murmullo continuo, como el canto de las cigarras, con cánticos y lamentaciones que se elevaban de pronto. Ada Ta se sintió como el abejorro que se mete en una colmena de abejas a explorar. Cuando recorrió la nave izquierda en dirección al ábside de la basílica, que imaginó que equivaldría a la celda de la abeja reina, se paró a observar a un anciano y a un joven robusto que trabajaban con cincel y escofina sobre un monumento funerario adosado a la pared. Le pareció una excentricidad enterrar a los muertos en alto y no en el suelo, pero Occidente aún tenía que evolucionar; con el tiempo aprenderían que también la muerte puede dar la vida. No obstante, cuando leyó que el cuerpo que se encontraba en aquel sepulcro pertenecía precisamente al papa que había condenado al noble Mirandola, portador de la luz, su boca se abrió en una amplia sonrisa. Había encontrado lo que no sabía que andaba buscando.
—Con unas pocas gotas del aceite que usáis para afilar el cincel bastará para mover la piedra.
Los dos se miraron, y sin decir una palabra echaron aceite sobre la lápida que cubría el sarcófago. Ada Ta moduló un sonido que hizo temblar la piedra. Los hombres la empujaron lateralmente, sudando y resoplando, hasta que apareció una pequeña abertura. Rápido como un mono, Ada Ta metió el libro en el sarcófago y emitió el mismo timbre sonoro de antes, con el que los otros dos pudieron volver a poner en su sitio la gran losa de mármol. El monje juntó las manos y los saludó con una leve reverencia, para perderse después entre la multitud, a la espera de la misa vespertina.
—Maestro Pollaiolo, me siento confundido —dijo el joven.
Se rascó la cabeza y se levantó una nube de polvo blanco.
—Un poco…, yo también. Quizás haya sido un golpe de sol —respondió el otro, mientras se preguntaba por qué ya no tenía la escofina en la mano.
—¿Aquí dentro, en la basílica, y los dos? ¿Cómo es posible, maestro?
—Ahora no pienses en eso, que hay que acabar el trabajo —le respondió el otro, huraño—. Llevo siete años con la tumba de Inocencio, y ya no puedo más. Eso sí —añadió, con un tono de voz más dulce—, mira qué bonita es: parece la tumba de un santo.
—¿Por qué? ¿Es que el papa no lo es?
—Un papa siempre lo es, aprendiz ignorante, pero solo en vida.
Sonriente como si acabara de defecar, Ada Ta bajó al cuadripórtico y se detuvo bajo una inmensa piña de bronce. Se alegró al ver la intensa lluvia, que le ayudaría a quitarse de encima el polvo de la basílica y los pensamientos que a veces lo apartaban del camino maestro, el de la justicia. De hecho, había momentos en que habría preferido confiar la resolución de los problemas a la punta de su bastón en lugar de al sentido común y la reflexión. Pero, efectivamente, aunque pudiera ser un método eficaz, no era justo. Una vez liberado de aquella carga, se sintió mejor y listo para el encuentro. Estiró piernas y brazos, y se imaginó la piña como un poderoso adversario. Hasta que no estuvo convencido de que podría abatirlo, no se dirigió hacia los aposentos del papa.
Encerrado en su estudio, en el segundo piso, Alejandro VI levantaba de vez en cuando la mirada hacia el obispo Burcardo, que, frente a él, le iba pasando la correspondencia, con algunas hojas para leer y otras que precisaban de su firma y su sello. Cuando el maestro de ceremonias se quedó con una carta con el sello de Fernando de Aragón en la mano, sin guardarla ni ponérsela bajo las narices, como las otras, el papa perdió la paciencia.
—¡Burcardo, eres un burro![12] ¿Qué estás esperando, las trompetas del juicio?
—San…, santidad —balbució el obispo, que, sin añadir nada más, señaló con el dedo hacia la pared contraria.
Alejandro miró la mano y siguió la dirección que indicaba el dedo hasta localizar, en la penumbra, una especie de fantasma, algo muy parecido a una figura humana. Abrió los ojos como platos: fuera lo que fuera, no debía estar allí. Mientras Burcardo sentía el irresistible impulso de orinar, Alejandro dio una patada a un listón de madera que había en el suelo. Dos pisos por debajo sonó una campanilla en el puesto de guardia. Tanto si era de carne y hueso como si era un espíritu, aquel ser vestido con túnica roja tendría que vérselas con sus guardias.
El ser se puso en pie, Burcardo mojó las calzas y Alejandro permaneció sentado, bien agarrado a los bordes de su precioso escritorio.
—Pido humildemente excusas —dijo Ada Ta con las manos juntas—. ¿Tengo el honor de hablar con el obispo de Roma, el vicario de Jesucristo, el sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, el sumo pontífice de la Iglesia universal, el primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Iglesia y siervo de los siervos de Dios? Espero no haberme olvidado nada.
—Somos nos.
El papa se acarició con el índice la curva de la nariz, sin decir nada más. Había respondido con calma, pero también con cierto temor. Con los locos, más peligrosos que los malvados, la única salida era entretenerlos, perder tiempo hasta la llegada de las fuerzas de socorro. Cuando era niño, su preceptor le había repetido hasta la saciedad que el cónsul romano Quinto Fabio Máximo Verrucoso había salvado la Urbe de Aníbal con, precisamente, aquel sistema.
—¿Y vos quién sois?
—Yo soy solo Ada Ta.
Los ojos de Alejandro VI fueron de un lado al otro, inquietos, unos instantes; luego vio los rasgos orientales del viejo y comprendió quién era aquel hombre que tenía delante. Dios, que estaba claro que existía, le había concedido una gracia sin que él se la hubiera solicitado, precisamente el día sagrado de la consagración de las basílicas de los santos Pablo y Pedro, de los que se sintió digno heredero. El miedo dejó paso a la avidez. Se trataba solo de retenerlo un momento, de evitar que se fuera. Luego, obligarlo a que le hablara del maldito libro sería tan fácil como vender una indulgencia plenaria a cambio de una confesión. Quizá ya sería demasiado pedir que supiera dónde lo había escondido el cardenal, pero en aquel fausto día todo podía ocurrir.
—Sed bienvenido. Pero ¿cómo habéis podido entrar sin haceros anunciar?
—Muy sencillo. Simplemente he pedido que me dejaran pasar, y me han abierto todas las puertas. Como decís vos, llamad y se os abrirá.
—Entiendo.
No, no entendía nada. Sabía que estaba rodeado de imbéciles, pero no hasta ese punto. El monje dio un paso adelante.
—Hubiera lamentado tener que marcharme sin haber tenido la ocasión de conoceros.
—Desde luego, sería una pena. Burcardo, no te quedes ahí como un pasmarote. Sírvenos un poco de vino santo, diría que es lo más indicado.
—Gracias, pero la verdad es que tengo que irme. Ya he tenido el placer de saludar a vuestro amigo Giovanni de Medici, al que, como recuerdo, le he dejado un libro muy querido para mí. Y traigo también un regalo para vos.
—¿Qué libro?
—Oh, no, para vos, que sabéis ya tanto, no he traído un libro. Es una pequeña piedra, como sucesor de Pedro.
—¿Qué libro? —repitió con fuerza Alejandro, ya dispuesto a poner fin a tantas sutilezas—. ¿El de…?
—Sí, creo que es ese en el que vos estáis pensando —Ada Ta sonrió—. Muy antiguo, muy bonito, muy verdadero.
La puerta se abrió con violencia y cuatro hombres, armados de espadas y bastones, irrumpieron en el estudio. Burcardo se apresuró a protegerse tras el trono papal.
—Cogedlo —dijo el papa, glacial—, pero no lo matéis.
—Extrañas usanzas —comentó Ada Ta—, contrarias al sagrado principio de la hospitalidad.
A un gesto del papa, los cuatro extendieron el brazo izquierdo hacia el viejo, dirigiendo la punta de la lanza hacia él, mientras empuñaban un garrote con la derecha. Ada Ta sonrió. Era un error tener alta la guardia. En combate, no sirve de nada amenazar, lo que hay que hacer es mantener el ángulo más adecuado para golpear en el punto escogido. Giró el pie derecho y levantó el izquierdo del suelo, señalando con el bastón hacia el suelo, como para indicar su punto débil. Se preparaba para el ataque, como la serpiente que se finge muerta para atraer a sus presas. Él aún no sabía emitir hedor a cadáver como hacían algunos, pero aprendería con los años. Golpeó al que tenía más cerca en la base de la barbilla y, girando sobre sí mismo, le dio al de su izquierda a la altura del bazo. Los otros dos se echaron atrás, sorprendidos por su rapidez. Se distanciaron todo lo que permitían las reducidas dimensiones del estudio. Uno volcó una silla entre ellos y el viejo, que parecía bailar. Ada Ta avanzó oscilando al estilo de la cobra. Entonces su bastón mordió a los otros dos con una serie de golpes que los obligó a acercarse aunque no quisieran.
—¡Haz algo, por Dios, Burcardo! —gritó el papa.
Asustado por el tono de su señor, Burcardo le tiró al monje el pesado tintero, pero retiró enseguida la mano, con lo que solo consiguió manchar de tinta roja los papeles que había sobre la mesa y, sobre todo, la preciosa capa de armiño del papa. Ada Ta evitaba asestar golpes mortales, en las sienes, en la boca del estómago, entre los ojos, y los lanzaba sobre todo a las articulaciones del codo y de las rodillas, donde infligía un dolor pasajero y eficaz. El papa seguía dando patadas al listón del suelo, pidiendo la llegada de más guardias. Mientras tanto, con una cabriola, el viejo se había colocado a espaldas del último que quedaba en pie y, con un bastonazo en la parte baja del fémur, le había obligado a arrodillarse. Alejandro estaba asustado. En los rasgos orientales del monje, le pareció reconocer los de un demonio calvo que algún idiota había pintado al fresco unas semanas antes en la capilla de Sixto IV.
Cuando Ada Ta paró, el hombre arrodillado se temió otro de sus trucos y no se atrevió a ponerse en pie. En ese momento, el éxtasis experimentado por Gua Li llegó a la mente del viejo monje, que sintió placer y dolor. Así supo que también la tercera parte se había cumplido. Faltaba la cuarta, el aire, la que completaría el designio, tras la tierra, el agua y el reciente fuego. Nunca sabría cuánto tiempo había pasado, si eran instantes o lunas, entre la aparición de aquel pensamiento y la jaula húmeda y oscura en la que se despertaría, desnudo como un niño, con las piernas encadenadas y los brazos atados a la espalda.