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Roma, 29 de septiembre de 1497

La larga púrpura cardenalicia no impresionó a la guardia del palacio. Aquellos hombres estaban acostumbrados a ver embajadores y cardenales, mendigos, sicarios y delincuentes que llamaban a la puerta del príncipe Colonna, y sabían tratarlos a todos con idéntica indiferencia, aunque con distinto respeto. Con los pies bien separados, cruzaron las alabardas, mientras unos rostros sin uniforme, anónimos, rodearon al que parecía ser un cardenal y a sus dos acompañantes, dispuestos a golpear y salir huyendo en caso necesario. Era el modo más eficaz para evitar que cualquier agresión que se produjera frente al palacio del príncipe pudiera atribuírsele a él. Siempre habría testigos que confirmaran que había sido un robo perpetrado por delincuentes callejeros, ladronzuelos de poca monta, pero, en cualquier caso, el nombre de los Colonna quedaría limpio de toda sospecha. Seis meses, o quizás un año en algún castillo lejano, y aquellos hombres regresarían, esta vez quizás integrados en su milicia personal. Y el príncipe pagaba bien.

Giovanni era débil, jamás en la vida se le había pasado por la cabeza enfrentarse a un adversario con su fuerza física o con su destreza en el uso de las armas. Sus manos delicadas y sus brazos infantiles no aguantarían siquiera el peso de una espada bastarda. Carnesecchi, que iba tras él, tampoco estaba en la flor de la vida, aunque su postura sobre el caballo y el estoque colgado que llevaba bajo el cinto (para poder sacarlo fácilmente) dejaban claro que era ducho en el uso de las armas. El tercer hombre era quizás el más peligroso: los rasgos delicados del rostro y sus largos cabellos rubios contrastaban claramente con su constitución musculosa y con la pesada hacha de doble filo que llevaba en una funda a la espalda. Nadie podría imaginar que bajo aquella mirada orgullosa y ceñuda se ocultara un novicio franciscano, y menos aún que de noche se trasformara en un dulce y apasionado amante, dispuesto a satisfacer cualquier deseo de su protector.

Si aquella chusma lo hubiera sospechado siquiera, las cosas se habrían puesto mal hasta para el propio cardenal de Medici. Eran tiempos difíciles, en los que el vicio estaba muy extendido en privado y se cultivaba en cualquier lugar, desde los bajos fondos a las casas de la burguesía, los palacios de la nobleza y las cortes reales. Pero públicamente no se toleraba la sodomía, que era objeto de críticas y represión. Y cuando no bastaba con las burlas y los bastonazos, llegaba la autoridad con la cárcel, la tortura y la picota.

A un gesto del cardenal, el joven con el hacha gritó a los guardias. Su voz de muchacho se impuso al ruido de fondo.

—Soy Silvio Passerini, y este es el excelentísimo príncipe cardenal de Medici. Que salga el capitán —ordenó—, enseguida.

Un hombre anciano de largos cabellos blancos recogidos con una cinta de cuero avanzó con paso lento pero decidido y se les plantó delante. Los miró a los tres a los ojos, uno tras otro, y luego hizo un gesto con la mano a los suyos para que les dejaran pasar. Un giro brusco de la montura de Carnesecchi, un culetazo del caballo bien guiado, hizo caer entre el polvo a uno de los hombres sin uniforme, que enseguida fue objeto de las burlas de los demás. No obstante, bastó una sola mirada del viejo para que las risas cesaran de inmediato.

Unos minutos más tarde, los tres subían por la escalera secundaria que conducía a los aposentos de los invitados del príncipe Colonna. Antes de oír siquiera sus pasos, Gua Li advirtió un olor acre y penetrante. Cerró los ojos y vio hojas verdes de bordes recortados y un fruto lleno de espinas, y reconoció el estramonio, la hierba de la muerte, que solo las brujas y los chamanes sabían utilizar para lanzar hechizos o escrutar el futuro. Giovanni de Medici dejó que Passerini abriera la puerta. Ferruccio se puso tenso. Gua Li vio que las venas del cuello se le hinchaban, mientras apretaba los labios y las manos.

—Ego benedico vos in nomine Patris, Filii et Spiritus Sancti.

El cardenal acompañó estas palabras con el índice y el medio unidos, y con el pulgar abierto en el gesto de la bendición. Casi daba la impresión de no haberse dado cuenta de la presencia de Ferruccio, mientras brindaba una cálida sonrisa a los presentes. Leonardo se le acercó, se arrodilló y le besó el anillo.

—Monseñor, hace mucho que quería hablar con vos. Tengo proyectos que deseo presentaros: una ballesta gigante capaz de derribar las puertas más reforzadas y hacer brecha en los muros más gruesos; un carro cubierto, monseñor, que se mueve solo, sin caballos y con poderosas armas de artillería en su interior.

—La fama de vuestras diabluras ha llegado hasta mí por todas partes, pero este proyecto de un carro armado que se mueve solo es, cuando menos, curioso.

—No es solo ese, monseñor, aunque os juro por Dios todopoderoso que funciona a la perfección. También he concebido bombas de metal que cuando explotan en el suelo lanzan proyectiles en todas direcciones, con lo que son capaces de desbaratar a las líneas enemigas.

—¡Qué vehemencia! —dijo el cardenal, dándole una palmadita en la mejilla—. Reservárosla para otra ocasión. Quizá tengamos oportunidad de hablar de todo ello en privado. ¿Y qué dice Sforza de vuestras propuestas militares?

Leonardo meneó la cabeza. Ferruccio se levantó de la silla, pero Ada Ta lo detuvo con el bastón. Gua Li dio dos pasos en dirección al cardenal y juntó las manos en la señal de la paz.

—Sea bendito el hombre que trae la paz —dijo—, porque solo donde hay paz puede haber amor.

Giovanni se la quedó mirando, mientras Silvio, que se había dado cuenta del movimiento de Ferruccio, se situó junto al cardenal. Éste observó a la mujer con curiosidad, pero aún más le sorprendió el viejo enjuto que tenía detrás y que le sonreía. El arquitecto florentino, decepcionado, ya se había alejado y apoyaba los puños sobre la repisa de la gran chimenea de mármol. Con la cabeza gacha observó las dos cariátides con sendas pirámides encima que soportaban la gran repisa de la chimenea. Tal como solía hacer, mentalmente invirtió las figuras e imaginó que eran las pirámides las que servirían de soporte al hombre, si existiera una fuerza que empujara desde abajo, en lugar de hacerlo desde arriba. Mientras contemplaba aquello con la mirada perdida, por el rabillo del ojo vio uno de sus papeles, que revoloteaba lentamente, impulsado por una corriente de aire que procedía de la ventana, para acabar cayendo al suelo con un movimiento oscilatorio y circular.

—Tanta fuerza hace la cosa contra el aire como el aire contra la cosa. Es la resistencia, señores míos, la resistencia.

No se dirigía a nadie, aunque todos, perplejos, oyeron sus palabras.

—Arquímedes lo había pensado para el agua, y yo lo haré para el aire. ¿Comprenden? —Leonardo se rascó la barba—. Una pirámide de tela insufla el aire, y cuanto mayor sea, más peso podrá sostener, incluso el de un hombre que se lance desde una gran altura, sin que por ello sufra daño alguno.

El arquitecto florentino empezó a farfullar para sí, pasó entre el cardenal y Ada Ta gesticulando y se dirigió hacia su habitación, decidido. El monje dio dos golpes en el suelo con el bastón.

—El poderoso habla con todos; el inteligente, con quien está en disposición de entenderlo; y el sabio, con su corazón.

—Bueno, pues entonces intentaré ser los tres a la vez —dijo Giovanni de Medici, frotándose las manos—. En primer lugar, querría hablar con nuestro viejo amigo Ferruccio de Mola, al que dispenso el mismo cariño que a un hermano, ya que mi padre lo quería como a un hijo.

Ferruccio se le acercó con pasos mesurados, seguido como una sombra por Silvio. Pasó junto a Carnesecchi, que esbozó un saludo, pero no obtuvo respuesta alguna. Al llegar junto a la ventana, Ferruccio acercó la boca a la oreja del cardenal y sintió la tentación de morderle el lóbulo. Una vez, en combate, había usado esa artimaña para desorientar a su adversario, que lo había tirado al suelo en el cuerpo a cuerpo, y ya liberado de su abrazo, mientras el otro gritaba, le había clavado el puñal.

—Dadme noticias de Leonora —dijo, muy despacio—, o juro por Dios que os mato a vos y a los dos bastardos que os acompañan.

—Ella está bien, y muy pronto la verás; solo tienes que cumplir tu palabra.

—He hecho lo que me habéis pedido: están aquí, sanos y salvos, y ahora os los entrego; son vuestros. Decidme dónde está Leonora.

Hablaba con decisión, aunque no consiguió evitar algún temblor ligero en la voz.

—Ten fe, Ferruccio; confía en Dios. Muy pronto habrá acabado todo. —La mirada del cardenal llamó la atención de Silvio—. Y a la espera de que llegue ese día, te he traído la prueba de que está bien y de que goza de excelente salud.

Una nota doblada en dos pasó rápidamente de la mano del cardenal a las de Ferruccio. La abrió y reconoció la caligrafía de su mujer.

Amor mío, estate tranquilo y lee bien. Y recuerda y medita cada frase íntima, religiosa, y no acalles ni olvides mi amor; perdóname también, no te alejes. Mientras exista esperanza, la salud abunda. Tuya, para siempre,

LEONORA

Reconoció también la firma, sin garabatos, con el lacito en la ele que tanto recordaba la alfa griega. Las frases, en cambio, eran extrañas, no parecían suyas; quizá se las hubieran dictado. En cualquier caso, estaba viva: aquello era lo que importaba. Ahora le tocaba a él hacerle saber que estaba bien. Se quitó el anillo.

—Dadle esto, os lo ruego. Es el único favor que os pido, en el nombre de la cruz que lleváis al cuello.

—Muy bien, Ferruccio. Así la volveréis a ver.

Aquella misma tarde, al salir, Giovanni miró el anillo, lo sopesó y le pareció poca cosa. Se lo entregó por fin a Silvio, que se puso en pie sobre los estribos y, lanzándolo con fuerza, lo echó al Tíber, mientras Giovanni expresaba su admiración con unas palmadas tan corteses como sutiles.

Tres semanas más repitió sus visitas el cardenal, siempre escoltado por su fiel Silvio, con quien confabulaba a menudo, fingiendo desinterés. Después, de pronto, le planteaba preguntas a Gua Li, con la intención de descubrir posibles contradicciones o aporías en su relato. Las respuestas de la mujer siempre eran educadas y cuidadas hasta el último detalle. Él asentía en silencio. A menudo se mostraba nervioso y demostraba su ansiedad mordiéndose las uñas y pidiendo continuamente agua para beber, que Silvio probaba antes que él, de su misma copa, un precioso cáliz de amatista procedente de la colección de su padre.

Ninguna gracia de mujer alguna le había atraído nunca, pero el tono pacato y suave de la voz de Gua Li solía transportarlo a las tranquilas tardes de su infancia, cuando, acabadas las clases, corría junto a su madre, Clarice. E incluso en la blasfemia de la historia que contaba aquella mujer, que de haber rebasado los límites del Palazzo Colonna habría sido castigada con una muerte atroz, reencontraba los relatos sobre el amor puro que le contaba su madre. Entonces se imaginó a sí mismo abrazado a las rodillas del inquisidor, pidiéndole piedad por aquella mujer que le recordaba a su madre. Igual que había hecho con su padre, Lorenzo, que había llamado a su mujer bruja romana, aunque sus súplicas de niño no le hubieran reportado más que una bofetada, que aún le quemaba. Y cuanto más escuchaba las palabras que salían de la boca de Gua Li, menos le parecía que fueran inventadas y más se angustiaba, esperando ansiosamente la ocasión de poder liberarse, pero temiéndola al mismo tiempo.

Gua Li percibió una variación en el olor del cardenal, pero no era muy marcada. Era casi como si el ácido de la pulpa de la almendra no tuviera claro si debía madurar o dejar que la fruta se pudriera en la planta. El rencor que sentía Ferruccio hacia Giovanni de Medici, cuyo origen ignoraba, la indujo a intentar tender un puente entre los dos, como aquel tan armonioso del proyecto que Leonardo le había mostrado en la corte del sultán y debía erigirse sobre las aguas doradas del Cuerno de Oro. Pero si aquel estaba pensado para unir el Imperio romano de Oriente y el de Occidente, con el suyo intentaría comunicar dos orillas mucho más alejadas entre sí, separadas por una profunda sima.

Era septiembre. Unas gruesas nubes blancas se habían pasado el día persiguiéndose por el cielo, adoptando la forma del oso, del mono y del caballo, jugando a esconderse y a sorprenderse entre sí tras las altas cimas de las montañas. Otras, más arriba, como majestuosas grullas de alas ligeras, las observaban, para después desvanecerse, como los pelos del diente de león impulsados por el viento. Aquella tarde soplaba una brisa fresca y ligera, y eran muchos los que se habían congregado frente a la casa de Issa y habían encendido un fuego.

—Te esperan —dijo Gaya—. Me pregunto qué les contarás esta noche.

—Nada que tú no sepas —respondió Issa con una sonrisa.

—Entonces te esperaré bajo las mantas. Mientras no vuelvas me calentaré con Yuehan y Gua Pa.

—Hablaré de algo que no te haya dicho aún y dejaré que sea tu curiosidad la que decida.

Gaya lo miró con amor y se tocó el vientre, en el que ya pensaba que dormiría su tercer hijo, dado que el ciclo se le retrasaba.

—Eso es chantaje —dijo ella, acercándosele—, al que me obligas a ceder.

Issa cogió a su mujer por la cintura y apoyó sus manos sobre las caderas, rozándole con la nariz el cabello, que aún olía a azaleas. Cerró los ojos.

—Me ganaré el perdón haciendo que tu sonrisa salga a la superficie, como hace la serpiente de fuego con las marmotas. Primero moveré la cola; entonces, cuando te asomes, curiosa, te agarraré entre mis anillos.

—Me gustan tus anillos, pero ahora no es el momento —dijo ella, liberándose del abrazo de su marido—. Vamos, o no nos dejarán en paz en toda la noche.

Cuando los vieron salir de la casa con Yuehan de la mano se oyó un murmullo de satisfacción y muchos lo llamaron por su nombre. Issa buscó con la mirada para ver si entre la gente estaba también su maestro Ong Pa, para pedirle que sugiriera un tema del que hablar. Se resignó a su ausencia y saludó a todo el mundo levantando los brazos.

—Antes o después te harán jefe del poblado —le susurró Gaya, que llevaba en brazos a la pequeña Gua Pa—. Aunque no quieras. Ya eres su maestro y te verás obligado. Llevas encima la señal de los dioses y ellos lo han entendido, aunque hayan tardado más que tu mujer, que lo sabe desde hace tiempo.

Issa aceleró el paso. Sabía que su mujer tenía razón, pero ¿cómo iba a asumir aquel cargo y dejar los juegos con sus hijos? Sí, de eso les hablaría. Cuando Yuehan y Gua Pa crecieran, ellos harían lo mismo con su familia, y solo entonces, cuando su barba se volviera blanca como la nieve, aceptaría el bastón de mando, si es que aún querían entregárselo. Se sentó en una piedra y se los quedó mirando a todos, saludando a cada uno con un gesto de la cabeza.

—Cómo se divierten vuestros hijos cuando hacen saltar las piedras con una vara, ¿no es cierto? —Todos asintieron—. Y vosotros olvidáis vuestros problemas cuando movéis los discos blancos y negros sobre el tablero y fingís que conquistáis hombres y territorios.

—Tienes razón —le interrumpió un viejo—. El weiki es un gran invento. Yo juego todas las tardes con mi mujer, aunque solo sea una mujer y le falten varios dientes.

Muchos de los presentes se echaron a reír, y más aún cuando la mujer se puso en pie y, con una baqueta de madera, le golpeó en las manos, que se había echado a la cabeza para protegérsela.

—Sí, claro, reíros. Está bien, así es la vida. —Issa sonrió—. Porque el juego no es otra cosa que el crisol del que se destila el aceite de la felicidad. Es como desalar el agua marina para purificarla y combatir la sed. Lo dijo un maestro de mi tierra, que se llamaba Aristóteles.

—¿Un maestro como tú y como Ong Pa? —preguntó un joven que hacía poco que se había afeitado la cabeza para iniciar el aprendizaje entre los monjes.

—Mucho más.

Al oír aquellas palabras, todos se pusieron serios.

—La mente que poseemos y que nos distingue de los animales —prosiguió Issa— no debe hacernos olvidar que hemos nacido para sonreír, cosa que ellos saben mejor que nosotros. Cuando movéis un hilo de lana frente a vuestro gato, ¿quién se divierte más, vosotros o él? Ríe el macaco y también el asno. En el libro de mis antepasados está escrito que al principio del mundo un dios había creado en la Tierra un jardín de las delicias, y era el patio en el que él mismo jugaba con el hombre y con los animales.

—¿Y por qué ya no existe? —preguntó una mujer—. Ese dios fue cruel, si acabó con él.

—Aún existe, y nuestros niños lo saben; somos nosotros, que al crecer lo perdemos de vista.

—Yo conozco ese jardín —dijo uno que comerciaba con pieles de yak—. Es el del emperador Han. Él tiene todo lo que quiere para reírse: mujeres, caballos, comida en abundancia y muchos amigos.

Se levantó un murmullo de aprobación, muchos comentaron con sus vecinos que solo la abundancia promueve la risa y la felicidad.

—En los últimos cien ciclos del Sol, más de mil personas se han matado en la corte de nuestros emperadores, entre padres, hijos, esposos y parientes —replicó Issa—. Ninguno de ellos ha reído, más que en breves ocasiones. Tú tienes muchos amigos, y sabes que puedes fiarte de ellos. Pero si estuvieras cargado de oro, ¿cómo sabrías si están a tu lado solo porque les conviene o si es para robártelo, escondiendo el puñal tras su sonrisa?

El hombre se quedó callado. Un joven cogió entonces un cuenco y echó en él el té con sal, la harina de cebada y la mantequilla de yak que cocía en una cazuela de cobre colgada sobre el fuego, y se lo llevó a Issa. Él sopló un poco y le dio un sorbo, que sintió descender y extenderse por sus miembros, aplacando el fuego kundalini que había hablado a través de su boca.

—Ofrécele ambas manos a tu enemigo, en el signo de la paz —prosiguió Issa—. Quizá se convierta en tu amigo y rías con él. Si no, no cambiará nada. Dice Ong Pa, nuestro maestro, que prefiere mil veces hacer de juez entre dos enemigos que entre dos amigos. Una vez pronunciada la sentencia —añadió, riendo—, uno de los dos seguramente se volverá amigo suyo.

Gua Li pasó lentamente la mirada de Ferruccio al cardenal. Abrió la boca, mostrando aquella sonrisa leve que tanto había impresionado al maestro Leonardo, hasta el punto de llevarle a plasmarlo en un retrato de mujer. Pero Giovanni giró la cabeza y preguntó con un gesto a Silvio Passerini si de verdad le amaba o si era solo una cuestión de interés. El fraile comprendió, se arrodilló y le besó el anillo con pasión.

El quinto domingo de octubre, la inquietud del Medici llegó a su límite. Su siesta de la tarde se vio interrumpida por el fragor de un trueno. Sacó de la cama a Silvio a empellones. Éste volvió poco después anunciándole que el ángel del Señor, el que coronaba el castillo, había emprendido el vuelo: se había precipitado al suelo y lo había destruido todo a su paso, o al menos eso era lo que gritaba la gente. Al ver la mirada incrédula de su protector, respondió con arrogancia que fuera él mismo a comprobarlo. Le contó que ya eran muchos los devotos que habían salido corriendo a recoger un trozo del ángel caído: algunos para guardarlo con otras reliquias que conservaban en casa; otros para comerciar con él.

El día no había acabado aún. Antes de la hora nona, un mensajero del papa lo convocó, deo gratias, para el día siguiente. Basta, ya había oído suficiente a Gua Li, la había analizado, la había sopesado y le había dado su aprobación. Era el momento de tomar decisiones.