Roma, 5 de agosto de 1497
De la vagina le manaba un hilillo de sangre oscura. Pálida y sudada, Lucrecia Borgia escuchaba lo que a sus oídos parecían imprecaciones. Una continua invocación a Jesús, a la Virgen, a un dios misericordioso que ella nunca había conocido, y sobre todo a santo Domingo, fundador de la orden que la acogía desde hacía más de un mes, correrías nocturnas aparte. Quizás había tragado sin darse cuenta algún mejunje hecho con perejil, cornezuelo, hoja de salce, semillas de trébol o alguna otra cosa. Conocía todos los métodos para abortar, pero esta vez no había sido ella. Tal vez hubiera sido el destino o, más probablemente, alguna mano guiada por los mismos intereses que habían provocado la muerte de Juan.
Deseaba tener aquel hijo porque, fuera de quien fuera, se convertiría en rey tras su padre y su hermano. Le había dicho a César que era suyo, y también a su padre, pero también podía ser de Pedro. En cualquier caso, antes o después, ella sería la reina madre.
Pero ahora aquello no tenía ninguna importancia. Su futuro estaba allí, en algún lugar, perdido, inútil. Ahora solo tenía que sobrevivir, y lo conseguiría, a pesar de aquellas plañideras que ya elevaban sus lamentos al Cielo, y a pesar del propio Cielo.
La madre abadesa entró como una erinia griega y cerró la puerta tras de sí con un portazo.
—¿Qué está pasando?
La hermana boticaria señaló un montón de telas manchadas de sangre y sacudió la cabeza.
—¿Qué le habéis dado?
—Una infusión de vid caliente, madre. Así está prescrito…
—Sois unas inútiles —le espetó—. Así no haréis más que aumentar el flujo de sangre. Coged paños empapados en agua fresca y seguid cambiándoselos. Y dadle una infusión de hinojo.
—Pero aún es pronto, madre.
—¿Pronto para qué? ¿Para verla morir?
—Me refería a la temporada…
—No digáis tonterías. Mandad a alguien al mercado: allí se encuentra de todo; solo hay que pagar.
La hermana boticaria hizo una reverencia, pero la abadesa ya se había arremangado y se dirigía hacia Lucrecia. Apartó la sábana y un borbotón de sangre cayó sobre el colchón de crin. Apoyó tres dedos de la mano derecha sobre el pubis y apretó con decisión, mientras las otras monjas se tapaban la boca con las manos, y alguna incluso giraba la cabeza hacia la pared. La abadesa se quedó inmóvil un buen rato, con la mirada fija entre los muslos de Lucrecia, incluso después de que le aplicaran los paños húmedos. Redujo ligeramente la presión, hasta que vio que Lucrecia se pasaba la lengua por los labios secos y un leve rubor coloreaba sus mejillas.
—Aguanta, hija mía —le susurró—, y aprieta los puños.
—Madre Cándida… no he sido yo…
—Ya lo sé, pero descubriré quién ha sido.
—Ha sido Dios, madre, o alguien muy próximo a él.
La abadesa le limpió la boca con un trapo limpio, luego sacó un frasquito y vertió unas gotas entre sus labios. Lucrecia, instintivamente, los cerró.
—Fíate y bebe, te dará fuerzas. Es bálsamo de vinagre, me lo ha enviado mi prima Beatrice de Mantua, y yo misma tomo tres gotas cada día. Ya verás qué bueno es el agridulce, que te dará sangre. Y tendrás otros hijos, me lo ha dicho la Virgen, la que pintó san Lucas. Ten fe, hija mía.
Lucrecia saboreó aquel néctar que penetró en su garganta; desde dentro, su efluvio le llegó a la nariz. Cuando la abadesa apoyó su mano en la frente, cerró los ojos. Aún estaba ardiendo. Sor Cándida se mordió el labio. Estaba segura de que el icono de san Lucas le había hablado, pero temió no haber comprendido bien sus palabras. Cuando vio que su ahijada se había dormido, ordenó con un susurro que siguieran poniéndole paños mojados sobre el vientre y la frente. Cogió entonces su capa blanca y se dirigió a la basílica vecina. Era su obligación avisar de lo sucedido, aunque quizá se supiera ya todo. De hecho, esperaba que así fuera.
Alejandro VI estaba sudando por el calor sofocante, pero más aún por los dos despachos que tenía desplegados sobre el escritorio.
—No quiere decir nada, será el último coletazo del diablo; bastará con mantenerse alejado de esos castillos.
—La peste es un enemigo traicionero que no se puede tener bajo control, César. Son los miasmas de la tierra que trae el viento. Cuando sientes su aliento en la espalda, ya es demasiado tarde: eres carne podrida.
—Nosotros estamos protegidos. Que haga su camino entre el pueblo. Nosotros les daremos pan y oraciones, y a buen precio. Nos amarán y nos temerán, padre, y será aún más fácil recoger nuestra corona.
—No lo entiendes. Tú no conoces la historia, solo sabes combatir, y deo gratias eso lo haces bien. No sabes que, en el siglo pasado en Estambul, solo sobrevivió una persona de cada diez. Y Roma y Florencia no se quedaron atrás. En las cortes de toda Europa, en las ciudades y en los campos, la peste dejó caer la guadaña sobre los hombres como el campesino sobre el grano maduro. Es peor que la más sangrienta de las guerras: este flagelo de Dios interrumpe toda actividad humana, rompe en pedazos las cadenas de la bestia que lleva dentro toda persona y abre las puertas del Infierno, extendiendo sus horrores y sus crueles leyes sobre la Tierra.
—Hablas casi como un hombre de Dios, padre —bromeó César—. Podrías debatir con Savonarola, pero no es a mí a quien debes asustar.
—Soy yo el que me asusto. Cuando la peste se extiende, al principio los hombres se dividen entre lobos y corderos. Los segundos piden piedad a Dios o huyen enloquecidos hacia nuevos precipicios, como ovejas asustadas. Los primeros, en cambio, olfatean y buscan el modo de aprovecharse de la situación.
—Nosotros tenemos un toro en nuestro escudo de armas. Sus cuernos son más afilados que los dientes de los lobos.
Cuando Alejandro se puso en pie, con el brazo levantado y la mano cerrada en un puño, la butaca crujió con un ruido de huesos. César dio un paso atrás, sorprendido del arranque de su padre, que, por los nervios, hablaba precipitadamente.
—Es una cadena, César. Cuando mueren los campesinos, ya no hay quien trabaje la tierra, la mano de obra escasea y se vuelve carísima. Los rebaños abandonados son víctimas de los perros vagabundos, cada vez más numerosos y hambrientos. Falta la comida, el dinero pierde valor día a día; si alguien tiene algo que vender, la mayoría ya no tiene dinero para comprar. La autoridad vacila y faltan guardias; en las prisiones, sin vigilancia, los prisioneros se comen unos a otros para sobrevivir. Se forman grupos de bandidos que se dedican a saquear y a violar, conscientes de que nadie los castigará y que cada día de sus miserables vidas podría ser el último. La gente se despierta cada mañana sorprendida de seguir con vida. Es el reino del caos y del terror.
César dio cuatro palmadas rítmicas con las manos y luego se pasó el índice por la garganta.
—¡Amén! ¿Eso les dirás a los cardenales, padre?
—A veces me arrepiento profundamente de que Juan no ocupe tu lugar.
—También podríamos estar aquí él y yo, y yo podría ocupar tu sitio.
Se miraron fijamente y se sostuvieron la mirada. Fue César quien la apartó primero, luciendo una de sus sonrisas.
—Venga, dejémonos de estas tonterías y dime qué quieres que se haga. No hace falta ser cirujano ni conocer la historia para entender que unos cuantos focos de enfermedad no significan una epidemia.
—César, no lo entiendes. La peste se extiende como una ola que va en aumento, lenta e inexorable, que nadie puede detener, ni siquiera Dios una vez que la ha lanzado. No cae como una lluvia, aquí y allá. —Alejandro señaló con el dedo hacia arriba, como si pidiera explicaciones al Omnipotente—. Me llegan de pronto noticias de dos muertos en un sitio, tres en otro, una familia entera en un tercer lugar, todos ellos distantes entre sí. No es normal, ¿entiendes? El primer deber de un rey es entender qué sucede en sus tierras y en las limítrofes. Comprender primero; luego, actuar. Nunca lo has entendido. Y tú vete con cuidado. Ahora solo me quedas tú.
—Y Jofré…
—Solo cuando esté seguro de que realmente es hijo mío.
—Mater semper certa est, pater numquam, etiam si pater sanctum est.
—Sanctus, ignorante. En cualquier caso, es cierto, aunque santo no siempre quiere decir padre, como en el caso de san José.
Giovanni Burcardo llamó a la puerta. No había conseguido sacarle ni una palabra a la abadesa de San Sisto.
—Madonna Virginia d’Este, santidad, pide…
—Sor Cándida, Burcardo, sor Cándida. —La abadesa lo apartó de un empujón.
—Perdonadme, santidad. Me inclino también ante vos, cardenal.
Pese a mantener la oreja pegada a la puerta, el atento maestro de ceremonias no pudo oír más que algunos fragmentos de la conversación; volvió a sacar su cuadernito un momento antes de que la abadesa se alejara, sin saludarlo siquiera. César se había quedado de piedra, con los pliegues del rostro enrojecidos. Miró por la ventana, con la mente dividida entre el futuro reino de los Borgia, ahora en peligro, y su hermano Juan, cuya voz oía todas las noches. Pensó también en los focos de peste que habían señalado los capitanes de Rímini, Norcia y Ferentillo, y volvió a verse entre los malditos de las pinturas infernales de la iglesia de Santa Francesca. Desde el momento en que su madre lo había llevado allí a comulgar y había visto los diablos que pegaban a la santa con haces de serpientes muertas mientras uno de ellos la agarraba del vientre, cada vez que tenía miedo, el deseo se encendía con fuerza en su interior.
—¡César!
La voz de su padre lo devolvió al mundo de los vivos.
—Lo superará, es de raza Borgia. Pero ahora hay otra peste. Quiero que leas la carta del Medici.
—Le cortaré la garganta.
—¿Al Medici? No seas idiota.
—No, a él no, a quien ha matado al hijo de Lucrecia.
Alejandro se tocó el puente de la nariz y luego bajó la mano por la barbilla hasta el cuello, donde se acarició las carnes flácidas y blandas.
—Llegado el momento, todo se hará llegado el momento. Ahora sígueme, o vete.
César se volvió hacia él, y entre sus manos apareció un agudo estilete con el que se puso a limpiarse las uñas.
—No entiendo qué puede tener in mente ese bastardo —continuó el papa—. Por una parte, nos pide perdón; por otra, profiere oscuras amenazas, se declara a nuestro servicio, nos halaga y concluye…
—Dame la carta, padre.
Del lacre de cera sobresalía un lazo amarillo con bolitas rojas. Era un mensaje oficial, pero sin remitente. Una señal ambigua, de arrogancia pero también de respeto.
Este humildísimo siervo vuestro y del Altísimo invoca vuestra bendición y, si en el pasado incurrió en palabras o actos indebidos, apela a vuestra bondad y generosidad para pediros perdón y, en demostración de su arrepentimiento, solicita que le escuchéis y que le deis permiso para venir a presentaros el reconocimiento debido a vuestra corte, siempre que accedáis a dar a nuestro embajador un salvoconducto firmado de vuestro puño y letra para entrar y salir de vuestro reino, con la cláusula expresa de que, si no vuelve a alguna corte de Europa, se conocerá vuestro acto indigno, aunque estamos seguros de que las noticias que custodiamos en cosas y personas que os enviaremos serán de vuestro máximo interés y de una importancia insospechada por vos. Cum dei favore responsum expectamus.
JOANNES CARDINALIS MEDICI FAMILIAE
—Parece un loco y un analfabeto.
—Es hijo de su padre, y cardenal desde los trece años. Tras nueve años de aprendizaje ha aprendido bien el arte. Tendrá lo que pide, levantaré el jaque sobre su caballo y permitiré que el rey se enroque.
—En la torre della Nona —César sonrió— o aquí, en el castillo de Sant’Angelo, lo tendremos en jaque.
—No hay necesidad. Recuerda que yo soy la reina.
—Y yo tu alfil.
César completó la reverencia de despedida agitando la capitanesca con un amplio gesto del brazo. Cuando salió al patio del castillo, los soldados interrumpieron sus combates y se pusieron firmes. A un gesto suyo, los capitanes le siguieron hasta la sala de armas, donde se celebraría el consejo que hasta el mes anterior era prerrogativa de su hermano. El nombramiento como jefe de la guardia ya llegaría, como siempre decía su padre. Pero era importante poseer el poder de facto, no por investidura, igual que lo había sido para el otro César, aunque no llegara nunca a emperador. Les ordenó que enviaran un pelotón con un cirujano de confianza a cada una de las comarcas donde se había manifestado la infección de la peste. Debían informar al cabo de dos meses, antes del 13 de septiembre, y solo a él, so pena de acabar colgados en una jaula de las murallas del propio castillo.
Soplaba un aire fresco. Un paseo por el Tíber le aclararía la mente.
Montó con agilidad sobre su caballo andaluz y le acarició el cuello. Bastó un gesto para que Micheletto saltara sobre la grupa de su pequeño caballo maremmano y le acompañara. Los días aún eran largos. Antes de que se pusiera el sol podría besar a Lucrecia en la frente y sacarle el nombre del padre de aquel bastardo muerto. Jugaría bien sus bazas. Su padre nunca sospecharía y a Lucrecia no le servirían de nada sus melindres, sus llantos ni sus zalamerías.
A Micheletto le tocaba completar la obra: en breve le daría la justa compensación a otra hermana, de Cristo en este caso, primero con el «trabuco» que guardaba en el braguero y luego con el cuchillo afilado que escondía detrás.