23

Roma, 15 de julio de 1497, basílica de San Pedro

A veces sucede que se está tan cansado que el sueño no llega, y el ansia de quien no consigue descansar hace que la espera resulte más agitada. Así era como se sentía Pierantonio Carnesecchi, que, después de tanto esperar el momento, no sintió ningún alivio al ver ante sí la basílica de San Pedro. Desmontó del caballo, que dejó en manos del escudero con el que había hecho el viaje de Florencia a Roma, aunque en todo el trayecto no habían intercambiado más que unas palabras. Solo sabía su nombre, Ulrich, que venía de Suiza y que de palafrenero tenía bien poco, a juzgar por la espesa barba que no conseguía esconder dos profundas cicatrices en el rostro oscurecido por el sol. Probablemente era un sicario que el cardenal de Medici había querido que llevara a su lado para protegerlo, o tal vez para darle un escarmiento, si mostraba el mínimo indicio de echarse atrás. Había temido más por su vida durante las cuatro noches transcurridas junto a él que en los meses que había pasado protegiéndose las espaldas de los Piagnoni o del hermano que se había puesto al servicio de Savonarola.

—Espérame aquí —le ordenó.

Ulrich soltó un gruñido de asentimiento. No era fácil sacarle mucho más. Carnesecchi subió los escalones de la basílica, atravesó la puerta central y entró en el gran cuadripórtico atestado de peregrinos. Aquella mañana, los frailes de Anguillara le habían dado una camisa limpia, pero entre el sudor y el polvo que había acumulado por la Via Clodia no debía de tener un aspecto muy diferente al de la masa de harapientos que buscaba alivio del calor entre los mármoles. Se refrescó con el agua que brotaba de la enorme piña de bronce en el centro del pórtico y se dirigió hacia la puerta de Guidonia, por donde pasaban los forasteros, sin suscitar apenas una mirada de complacencia de los dos acalorados soldados que montaban guardia.

En el interior de la basílica el aire era más fresco, y al ver a tantos frailes paseando descalzos, sintió la tentación de quitarse las sandalias para disfrutar del frío del pórfido y de la serpentina bajo los pies. Se detuvo frente al edículo de mármol del que colgaba una lámpara de oro en forma de corona, se apoyó en una de las cuatro columnas y sacó un pañuelo azul, tal como le había dicho el cardenal. Suspiró: llegado a aquel punto, que el papa lo recibiera o no ya no dependía de él. Oyó una voz baja, lejana, y al poco tiempo le siguió un coro de voces blancas. Se giró hacia la entrada: una alta galería ocultaba a los cantores de la vista del público. Las voces resonaban contra la pared. Allí se extendían por toda la nave, en un canon tan pronto creciente como decreciente. Carnesecchi se distrajo con aquel canto y no observó que se le habían acercado dos alabarderos seguidos de un joven de aspecto incierto.

—Lleváis un pañuelo azul. —Lo uso en honor de la santa Virgen.

La respuesta era la convenida.

—Seguidme, pues —dijo el joven—. Su santidad os espera, pero primero entregadme vuestra espada.

Carnesecchi obedeció.

—¿Lleváis otras armas?

—No, señor.

El joven se puso en marcha, y él lo siguió por una puerta lateral de la basílica. Subieron unas amplias escaleras y fueron pasando por otras estancias, hasta que, por una puertecita, salieron a un pasillo oscuro, casi un pasaje. Por las estrechas troneras penetraban rayos de luz del sol y llegaban los ruidos y los gritos de la calle. Tras descender por unos escalones de piedra húmeda que brillaban por efecto de las llamas de las antorchas, se abrió una puerta. Carnesecchi cerró los ojos por el estruendo. Primero oyó los golpes secos y luego vio a los guerreros que se entrenaban golpeando con espadas y bastones a monigotes llenos de paja. Bajaron al patio, situado en el interior de una fortaleza tan alta como el campanario de la catedral. En caso de que lo necesitara, ni siquiera Ulrich habría podido ayudarle.

—Bienvenido al castillo de Sant’Angelo.

El joven hizo una reverencia, apenas insinuada pero elegante, como solo puede hacerlas quien está acostumbrado.

—Soy Jofré Borgia. Mi padre os espera en el estudio.

Si hubieran tenido intención de matarlo, no se hubieran andado con tantos miramientos. Carnesecchi también se inclinó.

Alejandro VI cogió el pergamino y rompió el lacre con el sello del cardenal de Medici. El mensajero parecía incómodo, iba cambiando continuamente el pie de apoyo, revelando una fuerte aprensión. Eso de que los embajadores eran, de algún modo, ajenos a las culpas de sus mandatarios era una leyenda que ya no se creía nadie. El papa observó al mensajero de reojo: parecía una mosca que acabara de darse cuenta de que nunca conseguiría liberarse del pringue de la telaraña, como si una especie de memoria ancestral le hubiera avisado de que algo estaba a punto de arrancarle la vida. Una vez llegado a aquel punto, cualquier movimiento que hiciera solo serviría para inmovilizarla más aún, hasta acabar en el interior de una boca viscosa y mortal. Y tras leer la misiva, tuvo claro que la mosca no conocía su contenido.

—Marchaos —ordenó—. Ya os llamaré.

La mosca huyó volando.

En la Locanda della Vacca, Roma

Cada mañana se despertaba empapado en sudor. Aquel peso sofocante en el pecho y la imposibilidad de gritar o de huir no eran solo retazos de las pesadillas de la noche. Despertarse era aún más doloroso. La ausencia de Leonora era un tormento sin fin. Los compañeros de habitación iban cambiando continuamente. Ferruccio no les hacía ni caso, y ellos se mantenían a distancia. No tanto por su aspecto amenazante, sino porque parecía estar angustiado y atormentado. Desprendía cierto olor a muerte y a luto, agudizado por su costumbre de vestir siempre de negro. Hasta las prostitutas habían renunciado a rebajar cada vez más el precio, hasta llegar a cinco baiocchi por una noche entera. Ahora apartaban los vestidos al pasar a su lado, temiéndose algún tipo de contagio o que sobreviniera sobre ellas alguna calamidad.

Una vez apaciguado cualquier deseo de venganza y dominado el orgullo, con el único objetivo de volver a tener a Leonora a su lado, Ferruccio había enviado una súplica al cardenal de Medici. Éste se había mostrado expeditivo: debía presentarse sin demora en el Palazzo Colonna, so pena de alejarse para siempre de la gracia de la Virgen. No podía haber buscado una amenaza más explícita a la vida de Leonora. Cuando la campana del hospicio de los Slavoni sonó doce veces, fue al encuentro de Gabriele, que ya le esperaba en la calle, con una bolsa llena de melocotones amarillos y de avellanas.

—Los pequeños son los más ricos. Coge uno, Ferruccio, y endulza esa cara.

Durante las últimas semanas, la presencia de aquel hombre se había convertido en una costumbre agradable, la única que aliviaba su melancolía. Había aprendido a apreciar su humor desenfadado y sus momentos de introspección, que le indicaban cuándo hablar y cuándo guardar silencio. Probó un melocotón y disfrutó con su jugosa pulpa. Estaba a punto de tirar el hueso cuando Gabriele se lo quitó de la mano.

—Espera, esto es algo que no sabes.

Metió el cuchillo entre las dos mitades del hueso y con un giro seco de la hoja lo abrió en dos. Extrajo la almendra, la peló y se la ofreció.

—Pruébala. Es venenosa, pero precisamente por eso es un antídoto para el veneno. Aquí, en Roma, todos lo saben, y los chicos las recogen y las venden a un quattrino la unidad. Yo ya me he comido tres, pero es mejor que tú empieces por una.

Ferruccio la rompió con los incisivos y masticó un trocito: sabía a almendra, aunque más amarga.

—No compraré tu veneno, pero si es gratis et amore dei, ya me lo puedes dar todos los días —dijo después.

—Ya engulles bastante todo el día; no te daré nada más. Antes se las regalo a nuestro santo padre.

—He hecho el equipaje —le respondió, brusco—, pero, si quieres, puedes seguir trabajando a mi servicio.

—Fuera de Roma no, excelencia; podría morir.

—¿No querías ir a donde los Colonna cuando nos encontramos, el día del asesinato del duque?

—Yo lo que recuerdo es que me bañaste con tus orines.

Gabriele observó que la expresión seria de Ferruccio iba transformándose poco a poco en una sonrisa.

—Es un modo como cualquier otro de conocer a gente; he empleado otros peores.

—No lo dudo, en vista del negro con que te vistes. Prefiero no saber. Pero ¿de verdad quieres ir a casa del príncipe Colonna? Piensa que no está bien visto; en cuanto hayas puesto el pie allí, quedarás marcado como enemigo del papa. Eso si no sales de allí de una patada, con una misericordia clavada en la espalda.

—La paga es la misma, Gabriele.

—Entonces, señor mío, acepto, y hablo también por mi espada.

Se detuvieron ambos frente a la alta galería del palacio de los príncipes Colonna. Detrás, como gigantes, se recortaban contra el cielo las antiguas ruinas del Serapeo, construido para proteger la casa más antigua de los enemigos más acérrimos de los Borgia. Unas patrullas, que a primera vista más parecían compuestas de bandidos que de soldados, montaban guardia relajadamente frente a la puerta de hierro, de más de seis brazas de altura, que estaba entreabierta, lo que en caso de alarma habría permitido un rápido repliegue de la guardia en el interior del palacio. Algunos de aquellos hombres llevaban el espadón sobre el hombro; otros iban armados de pesadas hachas de doble hoja; otros blandían bastardas y picas… Eso sí, todos llevaban el alfanje al costado, siguiendo la moda turca, y una badana roja en la cabeza.

—Es el modo que tienen para reconocerse entre ellos, en caso de enfrentamiento.

Al acercarse, un hombre con una bandolera de cuero grueso en la que brillaba una columna de plata se les plantó delante, con otros dos tipos a los lados, ligeramente por detrás. Mostraba una actitud decidida, aunque no hostil.

—El príncipe Fabrizio me espera. —La palma de la mano derecha se separó de la empuñadura—. Me llamo De Mola.

El hombre lo escrutó de la cabeza a los pies.

—Hace días que el príncipe os espera. Mañana habríamos ido nosotros a buscaros. ¿Y este quién es?

—Gabriele, mi escudero. Es de confianza.

—Vos respondéis de él. —Les indicó con un gesto que podían pasar—. Dejaréis las armas en el puesto de guardia, en el interior, y luego alguien os llevará ante el príncipe. E id con cuidado, caballero, que el príncipe no tolera que le falten el respeto, y con vuestro retraso ya lo habéis hecho.

Bosque de Cintoia, ese mismo día

Cigarras. Un ruido continuo, obsesivo, ensordecedor. A veces un relincho, el repiqueteo de unas pezuñas sobre la piedra o un grito repentino interrumpía por un instante aquel concierto de mil instrumentos iguales, que luego proseguía, hasta la noche, cuando el monótono canto del grillo concedía una pausa. Leonora esperó que la luz que brillaba sobre la piedra, reducida ya a una fina línea, fuera menguando hasta desaparecer. Marcó entonces en la piedra el paso de un nueva jornada. Ya casi habían pasado siete semanas desde su secuestro. El catre, la mesa con un tintero y una pluma de oca, la butaca con brazos, y hasta el reclinatorio ante el crucifijo colgado de la pared indicaban no solo que todo había sido preparado con cuidado y para ella, sino que su estancia forzada no sería breve.

Los primeros días había alternado gritos, rabia y llanto en igual medida; luego, al obstinarse en rechazar la comida, le había sobrevenido un cansancio infinito. Después había llegado el deseo de fugarse, y la agresión a fray Marcello. Él le respondió con un bofetón que la había tirado por el suelo. La humillación le había hecho más daño que el golpe, aunque los días siguientes el fraile —si es que de verdad lo era— le había pedido perdón repetidamente. La segunda semana había llegado por fin la desesperanza, y con ella un lento pero irrefrenable deseo de poner fin a su sufrimiento. Como si todo fuera inútil, como si Ferruccio nunca hubiera existido.

Leonora sonrió; las últimas dos semanas solía hacerlo. Todo había cambiado una noche en la que había sentido una repentina fatiga. El estómago hinchado y las náuseas le habían inducido a pensar que la habían envenenado. Aunque el fraile no le había dicho una palabra al respecto, estaba claro que su reclusión tenía que ver con aquel maldito encuentro con el cardenal, y que la tenían como rehén para obligar a Ferruccio a llevar a cabo quién sabe qué misión. Pero debía de haber muerto, así que más valía que desapareciera ella también. Vomitó en el cubo, y casi lamentó haber desperdiciado el veneno de ese modo. Y en aquel momento, la Gran Madre fue a su encuentro y le habló. Leonora comprendió.

Con la transformación de su cuerpo, apenas perceptible, todo cambió, incluso su estado de ánimo. Volvió a comer y a dormir, e incluso a cuidar su aspecto físico, dedicando parte de la mañana y de la tarde a peinarse los largos cabellos. Resolvió no decir nada a su carcelero, de momento. Ya lo haría a su debido tiempo, cuando no pudiera escondérselo más.

Fray Marcello se sorprendió de aquella repentina metamorfosis y la atribuyó al típico humor femenino, cambiante y extraño. Cuando Leonora le pidió que la dejara salir de vez en cuando para estirar las piernas, sospechó. Pero cuando su prisionera aceptó sin protestar llevar una cadena al cuello y una campanilla, todas sus dudas desaparecieron y se quedó satisfecho.

La primera vez que salió de su habitación, no pudo evitar admirar la belleza de aquella ermita y la sagacidad de quien la había escogido como prisión. Tres casas de piedra, en una ladera, rodeadas de un bosque de monte bajo, que podía estar en cualquier parte, y en lo alto únicamente el cielo. No veía ningún monte ni torre lejana que pudiera servir de referencia, pero debía de encontrarse cerca de Florencia: no había habido tiempo de llevarla más lejos. Solo en alguna ocasión, cuando el viento soplaba de occidente, oía el tañido de una campana resquebrajada. Un pueblo pobre, pues, nada más, una pista demasiado vaga, pero era la única que tenía de momento.

Su habitación se encontraba en el edificio más grande, con cinco ventanas en la planta superior. Las otras dos construcciones, más pequeñas, albergaban los establos, y, por otro lado, el corral de los conejos y los pollos. La cadena de hierro, de una longitud poco superior a la de una pértiga, le permitía observar las bestias, acercarse al huerto y pasear adelante y atrás. Fray Marcello había forrado la gola de hierro con una piel de conejo, que le hacía cosquillas en el cuello, pero que la protegía de la dureza del metal. La cadena estaba hecha para un perro, no para una señora, se había disculpado él con una sonrisa. La repentina amabilidad de aquel hombre era lo que más la preocupaba, aún más que la vida que llevaba en el vientre y que debía defender a toda costa. En aquel lugar estaban ellos dos solos. De vez en cuando, oía llegar a un caballo, que parecía marcharse enseguida, a toda prisa. No obstante, jamás había visto ni había escuchado la voz de aquel visitante. No esperaba nada de aquel fraile, si es que realmente era un fraile, ni siquiera que sintiera aquel temor natural de Dios que induce a la gente más sencilla a observar los mandamientos para no hacer llorar a la Virgen ni infligir nuevas heridas a Cristo o evitar el eterno castigo.

Solo confiaba en que obedeciera a su jefe y no la tocara, como solía pasar con los presos de los poderosos. Incluso al hermano del sultán, el buen Cem, lo habían tratado con un gran respeto durante muchos años; todo el mundo sabía que había acabado casándose con una noble italiana. Aunque fuera como artículo de cambio, había desfilado por todas las cortes europeas y había sido recibido como un príncipe cristiano hasta su muerte, o al menos eso se decía. O quizás hasta que había dejado de serles útil, como le había dicho Ferruccio, lo cual era lo mismo.

Por otro lado, sabía que allá donde estuviera, aunque fuera en el mismísimo Infierno, él cumpliría con la misión. Cuando se lo proponía, lograba todo lo que quería. Entonces, cuando todo eso acabase, lo recibiría con su hijo entre los brazos y le convencería de que no matara a fray Marcello…, si… todo iba como esperaba. Si no, ella misma sería la que clavaría un puñal en la garganta del fraile.