Roma, 16 de junio de 1497
En el segundo piso de la Locanda della Vacca, cerca de Campo de’Fiori, Ferruccio de Mola dormía un sueño agitado. El alboroto lo despertó. Se levantó del jergón con la espalda dolorida. Cuatro escudos por una habitación sucia compartida con otros dos era un robo, pero se pagaba el privilegio de dormir en una de las propiedades de madonna Vannozza. Quizás algún afortunado tendría la oportunidad de pedirle a la madonna un trato especial, y seguro que algún otro iría contando después que se había acostado en la misma cama donde la dueña de la casa había fornicado con el papa. Él se conformaba con estar allí cerca y, sobre todo, no quería arriesgarse a que lo reconocieran: las milicias de Alejandro VI no entrarían en la Loncanda della Vacca. Abrió los postigos, pero las únicas luces que vio eran antorchas y faroles que pasaban a toda prisa por el callejón, chocaban, caían y volvían a levantarse, movidas por sombras que gritaban en una algarabía de voces superpuestas que le impedía entender lo que se decía. Turbar el sueño de los romanos sin motivo o sin protección estaba penado con el arresto y la fustigación, y quien gritaba ahí afuera no eran nobles hidalgos, sino gente del pueblo. Ferruccio echó el contenido del orinal sobre una antorcha que crepitó, sin apagarse del todo.
—¡Perro malnacido! —gritó una sombra.
—¡Que te dé la sarna! —respondió Ferruccio—. Has despertado a los invitados de Vannozza de’Candia de’Cattanei. ¿Qué sucede? ¡Habla, villano!
Al oír aquel nombre, pronunciado con el acento de los señores, la sombra se abstuvo de replicar y se limpió la orina del rostro con la camisa, como si quisiera mostrarse más presentable.
—¡El duque de Gandía, el hijo del papa! Lo han encontrado en el Tíber, degollado como un cerdo. Yo iba a ir a casa de los Savelli o de los Colonna, que contratan a todo el que se presenta, y no pagan mal. Pero con esta peste a meado, señor, me habéis arruinado el plan.
Ferruccio se pasó las manos por el cabello.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Segura solo es la muerte, pero podéis ir vos mismo a verlo, al puerto de Ripetta. Pero id con cuidado, que están los capitanes del duque con fustas y lanzas, y a cualquier sospechoso que vean enseguida le echan el cepo.
—Espérame, villano. Medio escudo si me acompañas a ver.
El hombre hizo una grotesca reverencia.
—Por uno seré también vuestro siervo; mi espadón no ha servido solo para ensartar pollos.
—Está bien, uno, y un baño en el Tíber si me la juegas.
—Yo no juego nunca con el dinero, señor mío. Os espero aquí.
Ferruccio se colgó en el flanco izquierdo el estoque, menos vistoso que su bastarda, pero más manejable en los callejones y en el cuerpo a cuerpo. Comprobó el estado de los lazos que le fijaban la daga rompeespadas al antebrazo, donde quedaba oculta por la amplia camisa. Si se le cayera al suelo un arma como aquella, aún poco usada, todo el mundo comprendería que no era un noble en busca de ocupación, sino un espadachín a sueldo o, peor aún, un sicario, oficio bastante común en la Roma de aquella época, aunque muchos acababan colgados de las jaulas del castillo de Sant’Angelo, comidos por los cuervos. Pasó por encima de dos prostitutas que dormían en el suelo, frente a la puerta, y bajó sin hacer ruido.
No podía ni debía cometer ningún error; sabía bien que la vida de Leonora estaba en sus manos. Los astros, el cielo y el hado, que habían hecho que se encontraran, ahora se habían vuelto en su contra, por obra de aquel bastardo sin gloria que se jactaba de ser príncipe de la Iglesia; aquel tipo que solo había heredado de su padre, Lorenzo de Medici, el nombre. Y doblemente falso era si quería hacerle creer que aquella misión daría alguna esperanza al proyecto de Giovanni Pico y que él podía contribuir a esa misión. Doble vergüenza debería darle usar el nombre del más querido de los amigos de su padre. Si alguno de sus secuaces o él mismo intentaban tocar a Leonora, aunque fuera mínimamente, les reventaría el corazón, le costara lo que le costara.
—¿Cómo decís, excelencia? ¿A quién queréis reventarle el corazón?
—No hagas caso, pensaba en voz alta. Dime, ¿cómo te llamas?
—Gabriele. Cuando nací tenía el cabello rubio y ensortijado como un querubín, de modo que los curas me bautizaron con el nombre del ángel… Me alegro de haberos hecho sonreír, excelencia.
—Así que no conoces a tus padres.
—No, señor. Sobre el brazalete de tela me escribieron «filius ignotae», con una M en medio que indicaba «madre» y nada más. Pero no me llaméis hijo de fulana, que quizá fuera una monja. Y del padre mejor no hablar; quizá fuera un señor como vos. Pero vos no, sois demasiado joven para ser mi padre.
Desde la posada emprendieron el camino por los callejones menos concurridos, que los llevaron primero al Panteón, y de allí a Piazza dell’Agone.
—Damos un rodeo, señor mío, pero así evitamos las casas de los Aldobrandini y de los Caetani, donde se forman aglomeraciones… Y ya se sabe que donde hay aglomeraciones enseguida se presentan los guardias, que ambos queremos evitar.
Llegaron al Albergo del Leone, también propiedad de Vannozza Cattanei, donde Ferruccio no había encontrado habitación. Pasaron junto a la torre della Nona y se encontraron junto al Tíber. No fue necesario que Gabriele indicara el lugar donde habían dado con el cadáver del duque; solo había que ver la plétora de hogueras, como si se tratara de un asentamiento militar.
—Venid, los barqueros me conocen bien… Pero abríos la camisa; así tenéis aspecto de noble, cosa que no gusta mucho por aquí.
El cuerpo de un hombre yacía en el suelo, iluminado por cuatro faroles colgados a los lados. Estaba hinchado de un modo innatural, con el rostro mordisqueado por los peces y picoteado por los cangrejos. La ropa, empapada y brillante, apenas conseguía ocultar el tono oscuro de la sangre que le cubría el cuello, gris como el rostro y atravesado por un corte profundo.
—Es el duque de Gandía —dijo susurrando un barquero—, que ha muerto apuñalado. Lo acaban de sacar del río, junto al cadáver de un desconocido. —Señaló a un hombre a poca distancia—. Aquel pobre hombre, que parece que ha visto al asesino, ya está encadenado, mirad.
—Nunca hay que darse a conocer —observó Gabriele—. Pero ¿se sabe quién ha sido?
—El duque llevaba encima una bolsa con treinta ducados de oro. ¿Quién es el ladrón que se puede permitir despreciar una fortuna así?
—Quieres decir que ha sido…
—Seguro, y lo han hecho personalmente. Me jugaría un jamón de jabalí. Ni siquiera su fiel Micheletto se habría dejado el dinero, aunque solo fuera para hacer que culparan a uno como tú.
—Un hijo muerto y el otro asesino. Pero ¿quién se cree que es el papa Alejandro? ¿El padre Adán?
Los dos soltaron unas risas y se dieron un codazo cómplice. Ferruccio, que no se unió a la diversión, se mordía el labio. La reunión con el papa quedaba suspendida, eso seguro. Tanto si era cierto lo que decían aquellos dos hombres como si se trataba de una venganza de alguna familia rival, en torno al papa tenderían un cordón de seguridad que ni siquiera la espada de Miguel arcángel podría cortar. ¿Y ahora qué? Sacó dos ducados de la escarcela que llevaba colgada a un lado y le indicó con un gesto a Gabriele que se acercara.
—Esto para ti, que me has servido bien. Y cada día recibirás uno más si vienes a la posada y me traes noticias. Cada mañana, poco antes de los maitines.
Se llevó entonces la mano al pecho, casi como si hubiera recibido un disparo en pleno corazón. A continuación, como no sabía adónde ir, se dirigió hacia la basílica; tal vez algún ángel pudiera sugerirle alguna solución.
—¡No sé quién era, noble caballero; os lo juro por la imagen de la Virgen Santa!
En una celda de la torre della Nona, el barquero imploraba de rodillas a su carcelero. En el fondo de su corazón maldecía ese impulso natural que empuja a hablar a los pobres desgraciados cuando la autoridad lo ordena, y que le había aflojado la lengua, cuando más le valía habérsela claveteado al paladar con los clavos de Cristo.
Carlo Canale le soltó otro revés en el rostro y el codal le reventó el pómulo izquierdo. La sangre fue resbalando hasta su boca, donde ya le faltaban dos incisivos por efecto del primer codazo recibido. Giorgio, el Eslavo, escupió, pero la saliva, mezclada con sangre, cayó por su barbilla.
—Soy viejo y sordo —dijo su carcelero, con voz tranquila—, así que repíteme lo que has hecho, dónde, cómo y cuándo. Y deja en paz a la Virgen, que bastantes problemas tiene ya. Aquí la Virgen soy yo, y todos estos caballeros, que no esperan más que un gesto por mi parte para perder su inocencia contigo.
Alguno de ellos se palpó la bragueta y otros le enseñaron la lengua de un modo obsceno. Carlo Canale les echó una jarra de agua a la cara y se dirigió al otro hombre, que ya se había orinado encima del miedo.
—Yo no he hecho más que obedecer, señor; he lanzado las redes, las mejores y más resistentes, las de pescar esturiones, que aún no he acabado de pagar. He puesto el corcho y los plomos para que la embocadura fuera más grande y arrastrara mejor.
—¿A qué hora?
—A la de completas, señor. Había oído el bando de que se estaba buscando a un hombre.
—¿Y cuándo lo has sacado?
—Lo he encontrado justo cuando acababan de sonar los maitines en el hospital de San Girolamo, pero pesaba, y no he conseguido sacarlo hasta poco antes de la hora sexta.
—¿Y cómo sabías que el cuerpo estaría allí precisamente?
—No lo sabía, capitán. Me lo ha dicho ese hombre, que había visto que habían tirado a un caballero al agua. Así que después de oír el bando he sumado dos y dos…
—Ya basta. Entonces sabes contar, Battistino di Taglia.
—Sí, señor. Y también sé escribir mi nombre.
—Cuenta pues estos diez ducados, y cuéntales a todos que nuestro santo padre es generoso con su pueblo.
Canale le tiró una bolsita de tela, que el hombre no consiguió coger al vuelo porque las manos y las piernas aún le temblaban incontroladamente. Las monedas cayeron por el suelo. Battistino se arrodilló a recogerlas ante las miradas de envidia de los guardias.
—¡Date prisa!
—Sí, señor. Ya está, señor. ¿Puedo irme ya, capitán?
—¿Tienes prisa por gastarte el dinero con alguna puta? Ve, sí, y disfruta de la vida. Ya has visto lo breve que es incluso para quien goza de los favores de nuestro Señor. ¡Lárgate!
Battistino salió reculando y el capitán se dirigió al hombre encadenado.
—¡Eslavo! ¡Entonces lo has echado al río tú, hijo de perra rabiosa!
—¡No, señor! —El Eslavo imploraba y lloraba, y moco y sangre se mezclaban en su rostro—. ¡Lo juro por todos los santos!
Con la punta de la bota, Carlo Canale le dio una patada en la boca del estómago. El prisionero cayó desplomado. Un esbirro le tiró por encima el contenido de un orinal, pero el otro no se movió. Por un momento, Carlo temió haberlo matado, pero luego vio que aún respiraba, aunque con dificultad. Él también jadeaba: en la celda hacía un calor sofocante, y se sirvió de un barrilete varios bocales de cerveza. Mientras apestaba el aire con sus potentes eructos, con la mente ya confusa se preguntó qué haría su mujer, Vannozza, en una situación como aquella, o al menos qué le habría aconsejado que hiciera. Y la vio, o se la imaginó delante de él, con un vaso de Falerno en la mano, sentada en la silla de las brujas, con un cojín encima para no clavarse los clavos.
—¿Por qué me miras así?
—Eres el mismo idiota de siempre; tienes la oportunidad de quedar bien delante de Alessandro y prefieres divertirte torturando a ese pobre hombre.
—¡Soy el capitán de la guardia!
—Eres uno de los capitanes, y lo eres únicamente gracias a mí y al poder que tengo entre las piernas, y que he dejado que pruebes por pura buena fe.
—Eres una vaca, como la que da nombre a tu posada.
—Y yo rogaría a Dios que te hiciera un poco más carnero, pero no estoy aquí por tal motivo. Coge a este hombre, y antes de que se te muera entre las manos, llévalo a que hable en presencia de Alejandro. Diga lo que diga, que confiese que ha sido él, o que ha sido César, como todos saben; tú muéstrate indiferente y espera órdenes, pero solo del padre o del hijo.
—¡O del Espíritu Santo!
—Me alegro de haberme casado contigo, Carlo Canale, porque a veces me haces reír.
Carlo la señaló con el dedo y cerró los párpados, dispuesto a replicar, pero cuando volvió a abrir los ojos no vio más que a su segundo, que lo miraba de reojo con una mueca divertida en la boca. Dio un puñetazo sobre la mesa, lo cual provocó que el bocal, aún cubierto de espuma de cerveza, volcara. Antes de que una nueva reflexión le disuadiera de seguir los consejos de su mujer, el capitán ya montaba erguido sobre su caballo en dirección a la basílica, rodeado de diez soldados a pie, con el prisionero en medio, atado como una vaca de camino al matadero. La gente se arracimaba en torno al hombre y los comentarios se extendían cada vez más rápidos y más confusos, hasta el punto de que alguien quiso ver en aquella máscara de sangre los rasgos del asesino, cuyo nombre estaba en boca de todos, César Borgia. La aglomeración hacía cada vez más lenta la marcha, y se volvía más y más peligrosa con la concentración de pordioseros, curiosos y carteristas. Canale detuvo el caballo y se acercó al prisionero. Apoyándose en un estribo, le asestó un golpe con la parte plana de la hoja de la espada y le rompió ambos tobillos. Luego les arrancó las cadenas de las manos a sus guardias, se lo cargó al caballo, de través, y, abriéndose paso por entre la multitud, se dirigió al galope hacia la basílica.
Ferruccio lo vio alejarse con la víctima y comprendió lo maleables que eran las promesas de quien consideraba la vida un mercadeo y que pretendía fundar un reino, presuntamente bajo la protección de un hombre que ya había sido traicionado y crucificado por sus seguidores. En cualquier caso, fuera con los Medici, con los Borgia, con el sultán o con el diablo en persona, Ferruccio no tendría paz hasta que volviera a encontrarse con Leonora.
Los cardenales Sforza y Orsini, así como el obispo de Monreale, estaban sentados sobre sus escaños de madera pegados a la pared. César y Giovanni Burcardo permanecían en sus sillas en el lado opuesto de la sala. Alejandro estaba en el centro, sobre una copia, algo más pequeña, de la silla gestatoria. A su lado estaba el cardenal de Aubusson, gran maestro de los frailes hospitalarios, vestido con la armadura de gala, con grebas y guantes de acero. De la coraza con decoraciones en oro salían dos brazos poderosos como troncos de roble: en la mano llevaba el yelmo.
Giorgio, el Eslavo, arrodillado, con los tobillos destrozados, miraba aterrado a aquel ángel vengador, en pie junto al juez supremo. Carlo Canale lo había liberado de las cadenas, pero tenía la pesada bastarda a punto para asestarle un mandoble a la mínima señal de su patrón.
—¡Venga, barquero! —La voz meliflua del papa le llegó como un ungüento sobre las heridas—. Cuéntanos lo que sabes y nadie te hará daño. Pero que sea la verdad, que se presenta desnuda como nuestro Señor en la cruz. Recuerda que él lo ve todo y lo sabe todo, y que quien lo traicionó murió ahorcándose con sus propias manos.
El Eslavo tragó saliva y cogió aire varias veces, pero cuando vio a aquel ángel barbudo con armadura que separaba las piernas y apretaba los puños, sintió que la lengua se le encogía como por arte de magia.
—Fue antes de ayer, a primera hora. Estaba descansando en mi barcaza cuando vi llegar a dos caballeros, justo frente al hospital del Santo Girolamo. Uno de los dos llevaba un cuerpo atravesado sobre la silla, con las piernas y los brazos colgando a los lados. Se detuvieron donde se tira la basura, padre mío, bajaron y cogieron el cuerpo, le ataron una piedra enorme alrededor y lo tiraron al agua. Me agaché para que no me vieran, y tras el chapuzón oí que ambas monturas se alejaban, pero en diferentes direcciones.
—¿Por qué no avisaste enseguida a los guardias? —La voz del ángel era profunda y no auguraba nada bueno—. La torre della Nona está a un paso.
—Bendito señor, he visto escenas como esa a cientos, y nunca ha habido nadie que se interesara por esos cuerpos. Así que me limité a rezar por esa pobre alma y me eché de nuevo a dormir.
—¿Oíste hablar a los caballeros?
—Sí, señor. Uno dijo: «Micheletto, ¿estás seguro?». Y el otro respondió: «Por Dios, si no bastan nueve cuchilladas…».
Alejandro se llevó una mano a los ojos. D’Aubusson se quedó paralizado. El viejo obispo de Monreale fingió no haber oído, y Sforza y Orsini se miraron el uno al otro. Burcardo estaba a punto de sacar su cuadernito, pero se contuvo. El único que se mantuvo impasible fue César. En la pausa que siguió a la revelación que los relacionaba a él y a su criado con el asesinato del duque, su hermano se levantó de golpe, cogió al Eslavo por el cabello, le metió una moneda de oro en el bolsillo, le obligó a sacar la lengua y, con la misericordia que llevaba en el antebrazo, se la cortó de un tajo. La atravesó con la punta del puñal y la clavó sobre la mesa.
—No conocía la virtud del silencio —susurró Sforza a Orsini—. Ahora se verá obligado a apreciarla.
Alejandro le hizo un gesto a Carlo Canale para que se llevara al barquero, quitándoselo así también a él de encima. Bajó la cabeza y cruzó los brazos bajo la capa pluvial.
—La mano de nuestro hijo César —sentenció— ha sido más rápida que la de la Iglesia. Las calumnias de un barquero pagado nos duelen, pero no nos sustraen de nuestro deber. Ordenamos, pues, que se nombre una comisión que indague este horrible crimen, un golpe no solo al honor de nuestra familia, sino también a la santidad de la Iglesia de Roma. Desde este momento proclamamos tres días de luto. Llamad de nuevo a Canale, que quiero hablar a solas con él. Tú también, César; sí, ve tú también.
Los ojos vítreos de Carlo Canale se movían sin parar recorriendo la sala con la mirada, a la espera de cualquier movimiento de una cortina, o de una puerta que se abriera y de la que salieran dos o tres sicarios. No iba a levantar un dedo; se dejaría llevar como un corderito. Un zorro en la madriguera de los lobos no tiene escapatoria; ofrecería enseguida la garganta para evitar sufrimientos. Ahora sabía lo que no debía saber. Maldita Vannozza y malditos sus consejos.
El papa se tocó la prominencia de la nariz. Era un gesto que Canale conocía bien: Alejandro VI lo hacía a menudo cuando necesitaba reflexionar. Quizás aún hubiera alguna esperanza.
—No hace falta que te digamos —empezó Alejandro, sopesando bien cada palabra— que lo que has visto y oído no ha ocurrido nunca. Nos fiamos de ti, Carlo.
El capitán abrió los ojos como platos. Se le puso la piel de gallina. Así que se fiaba, no dudaba de que el secreto estaba a buen recaudo. ¡Había salvado la vida! No solo eso, sino que ahora tenían un vínculo más que los unía. Carlo sonrió y se lanzó a los pies del papa, riendo entre lágrimas y besándole las zapatillas rojas.
—¿Qué te pasa, Canale? ¡Alto, por Dios! ¡Para!
—¡Gracias, gracias, buen padre! Sí, excusadme, os lo ruego, padre mío, pero es que estoy muy contento.
Alejandro consiguió liberar las piernas del abrazo de su capitán y se arrepintió de haberse quedado a solas con él.
—¿Y por qué motivo?
—Tenía miedo, padre mío. Temía que no os fiarais lo suficiente de mí, que a pesar de toda la benevolencia que me habéis mostrado siempre, y de la relación… que…, en fin, que os une con madonna Vannozza, quisierais eliminarme para siempre de vuestra vista. Pero vuestra invitación a la discreción y al silencio me han hecho entender que no estáis enfadado conmigo y que contáis, como es justo, con mi eterna devoción, que no os negaré jamás.
—Ve, Carlo, y transmítele nuestra bendición a Vannozza, y junto a nuestro dolor llévale el consuelo que precisa cualquier mujer cuando se le muere un hijo.
El capitán se puso en pie, se enjugó las lágrimas y cruzó los dedos en señal de oración sobre la frente, como si invocara a Dios con fuerza para que le concediera una gracia improbable. Alzó los ojos al cielo y los cerró en señal de agradecimiento, resopló y salió sin dar la espalda en ningún momento a su patrón.
Alejandro siguió tocándose la nariz. Canale había pensado, y eso ya era un problema. Un idiota que piensa es peligroso, porque nunca se sabe qué dirección pueden tomar sus pensamientos. Además, había creído que lo matarían, así que admitía que, de algún modo, sería lógico hacerlo. ¿No era san Agustín quien decía que quien duda de los demás duda de sí mismo? ¿O era el de Aquino? En cualquier caso, eso ahora importaba poco. El problema estaba ahí y había que resolverlo lo antes posible. La mayor complicación sería Vannozza, porque no aceptaría fácilmente quedarse viuda por tercera vez. Y tampoco sería fácil convencerla de que se había producido un trágico accidente; para eso, más valía recurrir a la dormidera o al arsénico, del que conocía todos los secretos.
La mejor solución sería, pues, que Canale sufriera la venganza de un familiar o, mejor aún, de un marido traicionado; de ese modo, Vannozza se vería obligada a callar. Mucho le había dado ya a aquella mujer, pero era la única a la que había amado realmente, cuando aún la púrpura y la tiara eran un sueño. Y era la única que le había animado a no renunciar a aquellos sueños cuando todo parecía perdido, que le había animado a realizarlos, contra todos y contra todo. Quizás, una vez proclamado el Reino de Italia y la dinastía de los Borgia, podría darle la satisfacción de casarse con ella.
Un motivo más para que enviudara lo antes posible.