15

Florencia, 25 de mayo de 1497

—¡Fuera de aquí!

Un hombre con una cicatriz en la mejilla que le atravesaba media cara, incluido el ojo derecho, acababa de desenvainar una daga de hoja cuadrada. Otro, con una vistosa joroba a la espalda, se sacó de la cintura un hacha y no respondió. Leonora y Ferruccio se detuvieron a cierta distancia. Ninguno de los dos caballeros tenía intención de cederle el paso al otro. Se encontraban ambos sobre una tosca mesa de madera bajo la cual se acumulaban charcos de líquidos indefinidos. Una rata, nerviosa, se lanzó a su interior, renunciando de momento al banquete que le ofrecía una paloma muerta. El calor de aquel mes de mayo aumentaba el olor nauseabundo de aquella cloaca al aire libre, y ambos contendientes llevaban un pañuelo mugriento sobre el rostro. A pesar de que era casi mediodía, como el callejón era tan estrecho y los alerones de los tejados se superponían unos a otros, no llegaba ni el más mínimo reflejo de un rayo de sol.

El tuerto inspiró los hediondos olores a grasa y col hervida que salían de los ventanucos semienterrados de las cocinas y que impregnaban el ambiente de humedad, y por un momento cerró el ojo sano. El jorobado sintió que le subía algo de los pulmones y escupió con tal violencia que a punto estuvo de perder el equilibrio. De una ventana por encima de ellos alguien gritó antes de lanzar el contenido de dos orinales, y aquello los salvó a ambos de pasar a los hechos. Dieron un salto atrás y aprovecharon para volver cada uno sobre sus propios pasos.

Ferruccio cogió del brazo a Leonora y, tras evitar al jorobado, atravesó rápidamente el callejón y giró a la derecha hacia la iglesia de Santa Maria degli Angeli. Una gaviota, surgida de la nada, se lanzó contra la paloma.

Parecían una pareja como tantas otras que entraban en la pequeña iglesia de los Caballeros de Santa María y, una vez cumplido el rito de la ablución en la pila bautismal, se santiguaron con el agua bendita. La pequeña nave de Santa Maria degli Angeli ya estaba llena de gente, que se empujaba y se apretujaba en la zona central, lo más cerca posible del púlpito: muy pronto asomaría a la barandilla de madera Girolamo Savonarola, el bendito por Dios. Los frailes, que en su mayor parte eran cadetes de nobles familias, como era costumbre, no lo tenían en gran estima. Sobre todo desde que, pocos meses antes, había alzado la voz contra su privilegio de exención del celibato. No obstante, temían las iras del dominico y habían consentido en que predicara en su iglesia, para evitar airarlo. La pareja evitó dejarse llevar por los empujones de la multitud y se dirigió hacia la derecha del vestíbulo, donde un imponente San Marcos de mármol gris parecía leer el Evangelio a un león alado a sus pies de un tamaño no mayor que el de un perro.

Leonora llevaba un velo blanco sobre el pelo y un rosario en la mano, cuyas cuentas iba pasando nerviosamente, como si estuviera rezando. Se fijó en un detalle de los frescos del Juicio Universal, a sus espaldas: las almas de los condenados eran una multitud, y ardían entre las llamas en el interior de profundas simas, mientras los elegidos eran solo una pequeña minoría que se elevaba hacia el cielo entre un coro de graciosos ángeles. Pero ¿qué dios podía tener la crueldad de castigar a la mayor parte de sus hijos y salvar solo a unos cuantos?

La gente se apretaba cada vez más, y los cuchillos de los ladrones ya habían cortado más de una escarcela. El aire era húmedo y enfermizo, a pesar de que la puerta de la iglesia había quedado abierta. Un rumor cada vez más intenso acompañó la ascensión al púlpito de un hombre con capucha negra mugrienta que le caía hasta las cejas. Cuando llegó a lo alto, el monje levantó la vista, escrutando la bóveda de la nave, quizás a la espera de oír del Omnipotente las palabras que tendría que dirigir a los fieles. Muchos de ellos se pusieron a mirar al techo, y alguno indicó un punto al vecino de al lado, convencido de que allí arriba, en algún punto entre las vigas, se manifestaría el Señor. El fraile señaló entonces con el índice acusador hacia delante, y movió el brazo derecho englobando con su gesto a toda la multitud, mientras se agarraba con el izquierdo a la barandilla de madera, como si quisiera desencajarla con la rabia divina que le recorría los miembros.

—¡Arrepentíos! —gritó—. ¡La mano de Dios está a punto de caer sobre vosotros! ¡Ungid vuestras casas con la sangre del cordero para que el ángel exterminador que está a punto de llegar no mate a vuestros primogénitos! ¡Eso le dijo Dios a Moisés! Y yo os digo que la sangre no bastará para redimir vuestros pecados. ¡Estáis todos condenados como los hijos de Egipto!

—No es Girolamo —susurró Ferruccio—. Esa no es su voz. Y mira los brazos: este los tiene torneados; los suyos son huesudos. No entiendo lo que pasa, y no me gusta. Sígueme: cuando alguien se dé cuenta, empezará a gritar y la multitud puede enloquecer como un animal encerrado.

Leonora siguió a su marido sin decir una palabra. Ferruccio se abría paso entre el gentío con atención y con firmeza. Nunca había perdido el instinto del guerrero, del hombre de armas silencioso y seguro, capaz de percibir la situación en cada instante y de hacer la elección correcta. Por el rabillo del ojo, Leonora percibió una sombra que se movía tras ella.

—Nos sigue alguien. Parece un monje, pero quizá sea el propio cardenal.

Con dos empujones decididos, un sayo color ceniza la adelantó y se coló, frotándose contra la casaca militar de Ferruccio.

—¿Cuánto tiempo hace que no os confesáis, hijo mío?

—¿Monseñor?

—No soy tan importante.

Ferruccio solo veía los labios que se movían bajo la capucha. El hombre prosiguió:

—Me da la impresión de que os iría muy bien una confesión.

No, no era él. Demasiado alto y corpulento. Por lo que él recordaba, Giovanni de Medici era un muchacho pálido y flemático, menudo y de rostro carnoso, como su madre Orsini.

—Me confesé hace exactamente tres días —mintió Ferruccio—, y no he tenido ocasión de pecar desde entonces, por mucho que me esfuerce por recordarlo.

—¿Y esa bella señora a vuestro lado?

—Es mi esposa, padre —respondió él—, y nuestra unión está bendecida por Dios.

—El matrimonio no evita el pecado; es más, a veces estimula aún más la concupiscencia. Creo, pues, que sería buena cosa que os confesarais de los pecados que aún no habéis cometido y a los que la carne no puede sustraerse. Hay un buen padre, mejor que yo, que os espera en el claustro del convento. Id, mientras yo invito a la oración a esta dulce señora, pura como un lirio, y ocuparé vuestro lugar, si lo permitís, protegiéndola de cualquier peligro, del cuerpo y del espíritu.

En cualquier otro sitio, Ferruccio ya habría sacado el estoque, o cuando menos aquel fraile morboso ya estaría en el suelo, mordiendo el polvo.

—Ve, Ferruccio. Ve a confesarte —dijo Leonora, apretándole el brazo.

—La confesión es una óptima sugerencia, Ferruccio —insistió el desconocido—. Pero solo encontraréis paz en el claustro.

Ferruccio reaccionó y respiró hondo. La alusión del fraile a Leonora le había hecho perder las luces de la razón, y se sentía como un tonto, no tanto ante ella como ante el fraile, en el que detectó una leve sonrisa, mientras se dirigía hacia la salida. En el momento en que Ferruccio se alejó, el hombre de Dios agachó ligeramente la cabeza y se echó la capucha atrás, dejando a la vista una espesa cabellera oscura, sin tonsura alguna. Una barba oscura le enmarcaba el rostro, dándole el aspecto de un hombre de armas, más que de la iglesia.

—Sé que sois una mujer honesta e inteligente —susurró—, y vuestra belleza habla por sí sola.

—¿De verdad? ¿Quién sois vos? Sin duda un fraile de verdad, en vista de que os permitís comentarios de ese tipo en un lugar como este.

Leonora se persignó, con la vista clavada en el púlpito, desde el cual el falso Girolamo predicaba con un tono cada vez más apocalíptico.

—Pobre de mí, puesto que no creo que sea por el hábito, bajo el cual podría ser cualquiera; supongo que ha sido mi voz o mi postura, más que mis palabras, la que os ha hecho pensar que soy un fraile, lo cual, por otra parte, es cierto. Eso demuestra lo poco acostumbrado que estoy a tratar con la sociedad y con las mujeres, y eso será un valor a los ojos de Dios, pero es un pesado lastre para un hombre.

—Y a lo mejor sois incluso predicador.

El fraile se giró hacia Leonora.

—Habéis dado en el blanco. Quizás hasta sepáis decir mi nombre.

Leonora no se giró ni respondió.

—No creo que podáis llegar a tanto —prosiguió el hombre—. Os lo diré yo, madonna Leonora, y me parece justo, dado que yo conozco el vuestro. Me llamo Marcello, y predico, sí, pero no como el loco dominico que conocéis. Yo soy un simple siervo de san Agustín, y buen amigo de ese monseñor, como me ha llamado en un imprudente arranque vuestro marido, que me honra con su estima y al que tengo el placer de servir. Como Ferruccio, por cierto: él y yo tenemos mucho en común.

El modo y el tono con que había pronunciado aquellas últimas palabras no le gustaron a Leonora, que siguió fingiendo estar concentrada escuchando las maldiciones procedentes del púlpito.

—Os pido disculpas si os he ofendido; la educación que recibí en Genazzano, donde nací y crecí, no es comparable a la vuestra, y a veces me expreso más como un carretero que como un hombre de Dios.

—¿Qué sabéis vos de mi educación, fray Marcello? Eso si es que ese es vuestro nombre y si es que de verdad sois fraile.

—No os burléis de mí, Leonora. Aunque la regla de san Agustín me impone la humildad, eso no quiere decir que sea un simple ni un atolondrado. Si estoy aquí es porque sirvo a Roma y a la persona con la que ha ido a confesarse vuestro marido. Por lo que respecta a vuestra educación, sabemos que las monjas de Santa Clara, en Roma, no han escatimado consejos y advertencias que, no obstante, un tiempo después y no por culpa vuestra, no habéis podido aplicar…

Leonora enrojeció de vergüenza y las piernas le temblaron. Le volvió a la mente aquella época horrible, en Roma, alejada en el tiempo pero tan próxima en la memoria. Después de que la echaran del convento, había luchado día a día para vencer al hambre, vendiendo su honor junto a otras compañeras de desventura, entre la mugre, el miedo y la vergüenza, sin otra esperanza que la de morir en la gracia de Dios, en quien aún creía. Así pues, su secreto, que creía que solo Ferruccio conocía, era de dominio público. Los fantasmas habían vuelto y ahora parecían pretender nuevamente de ella y de su marido obediencia y silencio. La voz del predicador iba ascendiendo de tono cada vez más, el fraile le sonreía, malicioso, y la multitud la apretaba por todos los lados y sudaba, respiraba y oscilaba como un único ser monstruoso. Temió no tener fuerzas suficientes, pero debía resistir, por Ferruccio, por los dos. Se clavó las uñas en la carne y lanzó una mirada de desprecio al fraile. Ya lloraría cuando llegara a casa, cuando estuviera sola.

Ya fuera de la iglesia, el aire penetró en los pulmones de Ferruccio como una anhelada bendición y con unas zancadas llegó a la entrada del claustro. La doble arcada tapaba la vista del cielo y proporcionaba una agradable frescura. Miró a su alrededor y, del otro lado, más allá del pozo central, vio a tres monjes encapuchados que caminaban en fila al ritmo de una oración murmurada. Giró a la izquierda para encontrárselos de frente y no sorprenderlos por la espalda. Avanzaba lentamente para que tuvieran ocasión de verle: si uno de los tres era el monseñor, le haría alguna señal.

Se preguntó si reconocería a Giovanni de Medici. Desde luego su voz le resultaría casi sin duda desconocida. Se recordó a sí mismo que debía estar atento, concentrado en lo que diría y las respuestas que daría. Se dijo también que la prudencia era una virtud teologal, junto a la justicia, la fortaleza y la templanza, que no recordaba muy bien qué significaba. Tuvo la impresión de que los tres reducían el paso, y lo mismo hizo él, deteniéndose de vez en cuando a acariciar las columnas, unas retorcidas y otras lisas, los ajimeces de mármol de capiteles atormentados: un diablo aquí, una cabeza humana al revés allá, o de grifo, o de dragón, de león, de gorgona, o de sirenas con el pecho desnudo. El primer fraile, alto y bien plantado, no se detuvo cuando pasó a su lado, pero la mano del segundo le agarró por el brazo.

—Ven, hijo mío; sentémonos.

Ferruccio acogió en silencio la invitación del fraile y se acomodaron sobre un banco de mármol en una esquina del claustro, mientras los otros dos se ponían a rezar a ambos lados.

—In nomine Patris, Filii et Spiritus Sancti.

La voz procedente de debajo de la capucha pertenecía a un hombre joven. ¿Cuántos años podía tener Giovanni? Poco más de veinte. Lo recordó de niño, cuando jugaba en la casa familiar de Careggi, perseguido por las institutrices por entre los frutales tras los que se escondía, riendo. Volvieron a su mente las airadas regañinas de Lorenzo, el padre de Giovanni, rodeado de los más famosos pintores, escritores y filósofos de la época, que le decía que no se adentrara nunca en el bosque porque podía encontrarse con el terrible Monócero. Giovanni siempre le pedía a su padre que le contara la historia de aquel monstruo de cuerpo de caballo, patas de elefante, cola de facóquero y cabeza de ciervo, pero con un único cuerno en la frente, de preciosísimo marfil. Y cuando los intelectuales que tenía cerca se reían de sus fantasías, Lorenzo les advertía de que debían basar sus convicciones sobre la fe en la filosofía y en la razón; luego, una vez en casa, les mostraba el verdadero cuerno en espiral, de más de tres brazas de largo, que custodiaba en una vitrina. Careggi estaba llena de recuerdos, y aquel era uno de los motivos por el que había elegido ese lugar como refugio para él y para Leonora.

Et cum spiritu tuo —respondió Ferruccio.

—Me alegra verte después de tanto tiempo, Ferruccio de Mola, el amigo en el que más confiaba mi padre.

Nunca había considerado a Lorenzo, el Magnífico un amigo, ni el señor de Florencia le había dado nunca indicios de que lo considerara como tal. Hombre de confianza, quizás incluso consejero, pero la amistad era otra cosa.

—Monseñor —respondió—, estoy encantado de haberle sido útil y siento un gran agradecimiento por la persona que habéis recordado.

—Aún no te fías —dijo la voz— porque no me ves, y quizás aunque me veas no me reconocerás. Tenemos que hacer un acto de fe, y quizás este sea el lugar y el momento más adecuado.

—Os pido perdón, monseñor, pero, independientemente del lugar, estos son tiempos que inspiran prudencia.

—Yo sí que te reconozco, Ferruccio, en esas palabras. Ahora sé que eres realmente tú, y para que te puedas fiar te pregunto si has visto el anillo. ¿Lo has reconocido?

De aquello tenían constancia únicamente él, Leonora, Carnesecchi y quien le hubiera mandado. No podía ser más que Giovanni, a menos que alguien se lo hubiera robado a los Medici. Y si así fuera, lo sabría en breve.

—Sí, monseñor —dijo, esta vez con decisión en la voz—. Por eso estoy aquí.

—Siempre con ese «monseñor»… —respondió el otro, con cierto tono de impaciencia—. Me has tenido sobre las rodillas y me has enseñado los rudimentos de la espada, antes de que la vida me empujara hacia este hábito. ¿Ya no te acuerdas?

—Vuelvo a pediros perdón —respondió Ferruccio—, pero la vida cambia y nos cambia, monseñor; dejad que os hable con el respeto que debo al hábito. Eso no influirá ni en mi devoción ni en mi afecto por vos.

—Está bien, Ferruccio, como tú quieras. Entonces pasaré inmediatamente al motivo de nuestro encuentro. Al igual que mi padre en su tiempo, hoy soy yo quien precisa de tus servicios.

Ahí estaba: la cosa ya quedaba clara. Ferruccio de Mola, espadachín al servicio de los Medici, se veía obligado a escuchar, quisiera o no. Pasaron unos monjes rezando, y damas, con sus zapatillas de madera que resonaban en el claustro, del brazo de caballeros con brillantes jubones. Pasaron jóvenes con calzas de rayas de vivos colores, declamando poesías y riendo, y mercaderes acompañados de criados cargados de zapatillas, estolas, paños de hombros y otras prendas sagradas para su venta. Hasta que la sombra de una columna de la doble arcada se acercó silenciosa a sus borceguíes, Ferruccio no se dio cuenta de las horas que habían pasado. La persuasiva voz de Giovanni le había hecho retroceder en el tiempo y había despertado emociones insospechadas.

Y mientras la historia que le contaba le envolvía como un lazo, los secretos revelados le presionaban la garganta con un nudo cada vez más tenso. El más bajo de los dos monjes trajo un par de sorbetes y los probó con la punta de una cucharilla en su presencia, antes de ofrecérselos con respeto. Hasta que no vio que Giovanni hundía los labios en el vaso, Ferruccio no hizo lo mismo, disfrutando por unos momentos de aquella frescura que le atravesó la garganta reseca.

—Así que no sois vos quien solicita mis servicios, sino el mismo sultán —dijo Ferruccio, sacudiendo la cabeza—. La cabeza me da vueltas, monseñor, y no estoy seguro de haber comprendido qué queréis realmente de mí.

—Me explicaré mejor, aunque la paciencia no se cuenta entre mis pocas virtudes. Y lo haré hablando con tanta claridad que, si aun así no lo entiendes, me lo tomaré como una negativa por tu parte. Beyazid y yo pretendemos, de algún modo, instaurar la paz entre el mundo cristiano y el musulmán. Hay dos obstáculos: el dominio de la Iglesia, aquí, y el de la secta de los jariyíes, en Turquía, que intentan usurpar el trono de Mahoma y extender el terror por Italia y por Europa, difundiendo la enfermedad de la peste. El modo lo sabrás en breve, pero no es esa la cuestión. Para cambiar el mundo hacen falta ideas, no solo armas. Tú sabes lo que quiero: nuestro Giovanni Pico lo intentó, pero fue derrotado. Yo pretendo desvelar sus ideas, una vez elegido papa, y refundar la Iglesia. En el estado en que se encuentra ahora, Savonarola encuentra vía libre para sus invectivas. Pero no es más que un mezquino solitario, nadie recogerá el testigo cuando él no esté.

—El conde solo quería despertar la conciencia del mundo para que…

—¡Silencio, Ferruccio! Escúchame. Dentro de poco, alguien mucho más seguro y prudente que el fraile se alzará en Europa, y se rebelará. Se debatirá la propia naturaleza de Dios, agitada por los escándalos de sus vicarios en la Tierra. En Alemania, en Suiza, en Bohemia…, bulle un fermento, se prepara una rebelión contra Roma que no puedes ni imaginarte. No basta con llevar a la horca a husitas, lolardos, moravios o espiritualistas. El poder de la Inquisición también llegará a nosotros, y se impondrá. Y tras los judíos y las mujeres intentará acabar con cualquier disidencia en el interior de la Iglesia. Mi padre siempre me dijo que, si pones a un enemigo contra la pared, lo obligas a lanzarse a las acciones más desesperadas y terribles, porque cuando pierde toda esperanza ya ha perdido también la vida, y la de los demás no le importa lo más mínimo.

Los ojos de Giovanni de Medici relucían como piedras preciosas, emitiendo brillos azules a su alrededor. Su tono de voz había pasado de ser persuasivo a profético, y Ferruccio se llevó la mano a la empuñadura de la espada. Al cardenal no le pasó desapercibido el gesto.

—Bueno, veo que mis palabras han causado efecto en ti; al menos no te son indiferentes. Pero piensa en una Iglesia reformada, donde se practique la justicia, donde el amor de una madre sea objetivo y premisa fundamental. ¡Piensa en el ejemplo de un hijo, no ya divino, sino humano! ¿Cómo puede considerarse alguien similar a un dios? ¿Cómo no frustrarse por los actos de un dios? Pero si esos actos corresponden a un hombre, como nosotros, excepcional si se quiere, pero en todo caso un hombre, entonces sí que se vuelven eficaces erga omnes, a la vista de todos. Mahoma, a fin de cuentas, no era más que un hombre. Habrá que luchar, lo sé, pero al final la Iglesia triunfará, siempre ha triunfado.

Ferruccio soltó la empuñadura y se acarició la barba corta.

—Eso es política, monseñor. Las tesis del conde no eran más que hipótesis religiosas que pretendía discutir con filósofos como él.

—Sí, claro. —El cardenal levantó ligeramente el índice de la mano derecha—. Pero ¿y si existieran… pruebas?

—¿Qué pruebas?

—Veremos, conoceremos y valoraremos. Cada uno las llevará consigo. Y cuanto más veraces sean, más me habrá demostrado el Omnipotente, quienquiera que sea, su propia existencia y su benevolencia. Tú solo tendrás que ocuparte de la seguridad de quien custodia esas pruebas, al menos hasta mi llegada: dos orientales, inocuos como el agua de la fuente, según me han dicho.

—¿Por qué yo? Hace años que me retiré de todo servicio, monseñor, y creo que hay jóvenes mucho más válidos, tanto intelectualmente como con la espada. Conozco al menos un par de ellos, y si quisierais…

Giovanni de Medici lo interrumpió con un gesto de las manos, que luego se frotó durante unos cuantos segundos. Suspiraba, como buscando las palabras más adecuadas para responderle, solo lo justo para convencerlo, revelando lo mínimo.

—Querido Ferruccio, parece que hay alguien, al otro lado del mar, que te conoce y que te ha nombrado de forma explícita.

—Comprendo que no podáis o no queráis explicaros. Los motivos son vuestros y no míos, pero no me conoce nadie, monseñor, ni entre los cristianos ni entre los turcos.

—Sabrás cada cosa a su tiempo. Ahora vete, Ferruccio. Roma te espera. Te presentarás ante el príncipe Fabrizio Colonna; allí estarás a resguardo de los espías y de los sicarios de Alejandro VI.

—Hablaré del tema con mi esposa, monseñor.

Giovanni tosió sonoramente. Uno de los monjes se interpuso entre los dos, mientras el otro se plantaba detrás de Ferruccio.

—Tendrás la posibilidad de llevar a término el sueño de tu amigo más querido, y serás rico. ¿Qué más quieres, Mola? Si pudiera, iría yo, pero ahora mismo estoy vetado en Florencia y en Roma. Yo sabría si el regalo del sultán es tan apetitoso como parece, o si esconde dentro un veneno. Y no hay escuadrones que puedan proteger a los dos orientales. En esta circunstancia, un hombre solo, desconocido y silencioso, vale más que cien mercenarios. Hasta el propio Colonna es aliado mío únicamente porque tenemos un enemigo en común.

Un rastro de temor impregnaba la voz del cardenal, aunque lo enmascarara con palabras arrogantes. Ferruccio mantuvo un tono tranquilo y profundo, pero aquel cambio improvisado lo había puesto en guardia, al igual que la posición de los dos monjes, si es que eran monjes realmente.

—No os he pedido nada; no hemos hablado siquiera de una compensación económica, monseñor. Solo he dicho que hablaría de ello con mi mujer.

—Un día reinará la paz, el Mediterráneo será seguro y el comercio prosperará, y los que hoy son enemigos aprovecharán la situación. Se te pagará generosamente, Ferruccio, y podrás permitirte lujos que ahora solo puedes soñar. Tú protégeme a los mensajeros, y descubrirás por qué te han elegido precisamente a ti. Como ves, no te estoy engañando si te digo que indagues también sobre eso. Pero no tolero ninguna desobediencia.

Cuando Ferruccio volvió a desplazar la mano hacia la empuñadura de la espada, el monje más robusto se la agarró, frenándola con su tenaza de acero. Al mismo tiempo, Ferruccio sintió la punta de una dura hoja contra las costillas.

—Si mantenéis la calma, caballero —susurró la voz del otro a sus espaldas—, mi paternóster también lo hará. Si no, los granos de su rosario se teñirán con vuestra sangre y yo tendré dificultades para que monseñor me absuelva.

Aquel fraile, si es que lo era, tenía más soltura en el manejo de las armas que en el de las letanías o las jaculatorias. El tosco puñal le presionaba justo en el espacio entre dos costillas. Aplicando la presión necesaria, sin modificar el golpe, llegaría directo al corazón. Ya se había encontrado en aquella situación antes, pero aquel hombre no era más que un ejecutor. Ferruccio comprendió que debía buscar la orden de mando en los ojos de Giovanni de Medici, y fue a él a quien se dirigió con una pregunta muda.

—La devoción de mis hombres a veces supera los límites de la decencia, Ferruccio, pero conocen tu fama. Todo acabará bien: yo seré papa, el mundo encontrará la paz, y tú y la bella Leonora seréis ricos. No obstante, por precaución, ella será nuestra huésped hasta que todo se arregle. Nos veremos de nuevo en Roma. Me encargaré de que se me permita ir; actualmente es menos peligrosa la loba de Roma que la flor de lis de Florencia. Y ya verás, todo irá según los designios del Señor.

Mientras la mano del cardenal trazaba una bendición en el aire, la hoja del fraile se clavó más aún entre las costillas de Ferruccio y le obligó a arquear la espalda. La desesperación fue aún más violenta que la rabia y le faltó la respiración. Podía afrontar cualquier cosa, pero no la pérdida de Leonora. Ella era el punto débil de su coraza, el destino de su vida, su futuro. No, Leonora no. Calor, odio y afán se mezclaron entre sí, mientras la mente se debatía, angustiada, en busca de una solución.

—Sé que me matarías ahora mismo si tuvierais la posibilidad de hacerlo. Lo lamento, pero no puedo arriesgarme. Evidentemente, no deberás hablar de esto con nadie. Eso suponiendo que alguien pueda creerte y que tenga intención de ayudarte nada más oír la noticia, cosa aún más difícil. Leonora deberá desaparecer en la nada, por cautela y por precaución. Sé que me entiendes; has vivido muchas de estas situaciones en tiempos de mi padre, cuando le servías con tanta fidelidad. Pero te garantizo por mi honor que nadie le tocará un pelo.

—¿Honor? ¿Qué honor? El peor crimen…

Las palabras se le atascaron en la garganta; los escalofríos le hacían temblar de tal modo que no podía hablar. Dolor e incredulidad se confundían con el odio, la ira y la impotencia; emoción y razón luchaban entre sí y le sugerían multitud de soluciones opuestas.

El delirio en el que estaba sumida su mente se vio interrumpido por una serie de gritos y pasos agitados procedentes de la calle. Un instante más tarde, un hombre se asomó a la puerta del claustro.

—¡Han matado al fraile! —gritó—. ¡Toda Florencia se ha rebelado! ¡Estad atentos!

El gesto imperioso del cardenal convenció al mensajero para que se acercara. La satisfacción de llevar una noticia de esa dimensión a alguien que aún la ignorara superó los recelos de la prudencia. Cuando el hombre se acercó, el fraile más robusto lo cogió por el cuello y le obligó a agacharse. Y el miedo y la voz persuasiva y autoritaria del cardenal se impusieron al impulso de huir.

—No temas, hijo mío, y dime qué has visto y oído.

—El padre Girolamo —dijo el otro de inmediato— estaba pronunciando su sermón en San Marco, llena de gente, como siempre. De pronto, un grupo de arrabbiati o de compagnacci, capitaneados por ese tal Spini, vos lo conoceréis, un tipo miserable, han asaltado el púlpito. Blandían fémures de asno y bastones, y han subido hasta lo alto; Dios no los ha detenido con su rayo.

—Habrá tenido cosas más importantes en las que pensar —comentó Giovanni.

—Seguramente, excelencia. Soltaban mandobles tremendos, y más de uno de los frailes ha caído al suelo, como muerto, manando sangre como los cerdos cuando los degüellan.

—Nada menos…

—Entonces unos han empezado a huir por la puerta y otros intentaban entrar, como los compañeros del fraile. Al final, todos han salido de la iglesia, y allí, en grupos de cinco o de cincuenta, han empezado a matarse como perros.

—Y dime, hijo mío: ¿tú lo has visto muerto, al buen Savonarola?

El hombre vaciló por un momento, mientras la mano del fraile le apretaba aún más en la base del cuello.

—No, excelencia; no podría jurar sobre la Virgen que fuera él en persona, pero desde luego ha habido muertos. Eso lo juro sobre la cruz.

A un gesto de Giovanni el fraile aflojó la presa. Al sentirse libre, el hombre dio unos pasos atrás y la boina se le cayó de la cabeza. Al recogerla tropezó, cayó, se puso de nuevo en pie y escapó corriendo del claustro, chocando con otros que entraban a la carrera.

—Más vale que nos vayamos, monseñor —dijo el fraile.

—¡No! —espetó Ferruccio a la cara del cardenal—. ¡Leonora! ¡Decidme dónde está! Os lo ruego.

La respuesta fue un dolor lacerante en la nuca. La vista se le nubló. Mientras caía, intentó agarrarse al sayo de Giovanni de Medici, que no tuvo más que sacudírselo para evitarlo. Luego todo se volvió negro.

Cuando se despertó, el claustro era un hervidero, lleno de hombres y monjes, y sus gritos resonaban en su cerebro como puñetazos. Se puso en pie y se fue tambaleándose hasta la salida, haciendo caso omiso de los empujones y los insultos. Golpeó repetidamente con la mano y con la espada la puerta de la iglesia, que estaba atrancada, y acabó asestándole patadas, hasta que se encontró rodeado de un grupo de jóvenes armados con bastones. No intentó siquiera defenderse; se limitó a huir, bajo una lluvia de bastonazos y de risas.

Mientras se alejaba de allí, corriendo, le sorprendieron sus propias lágrimas; la última vez que había llorado había sido frente al cuerpo de Giovanni Pico, mientras le observaba la lengua y las uñas ennegrecidas por el arsénico. Se detuvo en un callejón tras el Palazzo Tornabuoni, bajo el letrero de una posada. Dio un empujón a la puerta, casi sacándola de sus goznes, y se dirigió al fondo, cerca de la chimenea; dejó caer ruidosamente la espada sobre la mesa. Al cuarto bocal de vino levantó la mirada y le pareció reconocer a Leonora. Pronunció su nombre, pero luego se dio cuenta de que aquella máscara de maquillaje y aquellos labios de color carmín no podían pertenecer a ella, y despidió a la desconocida con una violencia impropia de él. Había retrocedido al pasado, al tiempo vivido antes de conocerla a ella y a Giovanni Pico, un tiempo en que no se negaba una jarra de vino y en que los domingos iba a misa a mirar a las mujeres sin reparos, un tiempo en que leía libros de rimas en la antecámara del Magnífico, a la espera de recibir sus órdenes.

Si quería salvar a su mujer, tenía que volver a vestirse de negro y convertirse de nuevo en el espadachín a sueldo que siempre había sido. Aplicar la táctica del águila y del león, del zorro y de la serpiente, a solas y contra cualquiera.

La mujer gritaba, en medio de la multitud, y el hombre tiraba de ella y la golpeaba, riéndose y haciendo gestos cómplices a la gente, que a su vez comentaba la escena y se reía. Él le gritaba, la trataba como a una meretriz y la acusaba de haber escapado, diciendo que cuando la devolviera al convento ya tendría tiempo de arrepentirse por su conducta. Y la multitud se reía, y aunque había quien se apresuraba a persignarse, la mayoría saludaba alegremente al fraile y le animaba, diciendo que le estaba bien, que las mujeres son así y que no se las podía dejar sueltas. Leonora gritaba, lloraba y pedía compasión, para luego imprecar a los presentes, lamentándose de que nadie la creyera y la ayudara, pero la mayoría se limitaba a menear la cabeza, más contrariados que indiferentes, dejándole claro que no aprobaban su conducta.

Cuando el fraile se la cargó sobre el hombro, aquella visión del mundo al revés (las piernas sin rostros, el suelo en lugar del cielo) hizo que la desesperación dejara paso a un dolor, más pesado que violento, más sofocante que agudo. En el fondo, aquel era el mundo del cual la habían arrancado el conde de Mirandola y Ferruccio diez años atrás, el mundo en el que volvía a hundirse de pronto. Como si todo hubiera sido una ilusión, un sueño dulce y absurdo; y en aquel momento, su único motivo de alivio era la ausencia de hijos, de esos hijos que ambos habían deseado tanto. Era una señal del destino: un hijo es una cosa muy concreta, y de haberlo tenido, su vida hubiera sido real. El amor es efímero, Mirandola estaba muerto y Ferruccio estaba lejos, cumpliendo con su deber y con su honor.

Leonora ya no protestaba; se veían pocos paseantes y aquel hombre, fray Marcello, si es que de verdad se llamaba así, la tenía agarrada con fuerza y caminaba veloz. Leonora solo veía fango, suciedad, charcos y polvo, piedras angulares de edificios, algún gato, ratones, y cerró los ojos, sin saber cuánto tiempo pasaría.

La despertó el olor del trigo maduro que se filtraba a través de una capucha áspera. No recordaba siquiera cuándo se la había puesto el fraile. La dejaron en el suelo, con las manos atadas, y tiraron de ella sin excesiva violencia. Herida en el ánimo, pero con los sentidos alerta, oyó el crujido de una puerta, un breve parloteo y, tras unos pasos sobre la piedra, oyó el quejido de una segunda puerta y una ráfaga de aire fresco le rozó el cuello. Hicieron que se sentara. Sintió el ruido y el olor era a paja. Le desataron las muñecas. Al crujido de la puerta le siguió el ruido metálico de un aldabón. Luego, el silencio. Tanteó una esquina de piedra áspera, se puso de cuclillas y, en lugar de quitarse la capucha, cerró los ojos de nuevo.