Estambul, 5 de mayo de 1497, palacio del Serrallo, en el harén
El jenízaro tocó con la punta de la lanza el vientre de su compañero de guardia, que se había amodorrado de pie. Éste reaccionó poniéndose en posición de firmes y miró a derecha e izquierda antes de lanzarle una mirada furiosa al otro, que aún se reía. Después, a un gesto de su colega, comprendió por qué le había despertado. Entre la fina bruma del alba, el extranjero loco había vuelto a la acción.
—Mira, Kamil, acaba de comer flores y hierbas —dijo el primero.
—A lo mejor se cree una cabra.
—Para mí que es un demonio, un dracul.
Kamil escupió tres veces por encima del hombro izquierdo.
—Audu billah mina schaitani ar rajim. ¡Que la misericordia me proteja!
—Si el imán te oye recitar esas tonterías, hará que te corten los testículos. Recuerda que, cuando vuelva el profeta Jesús, liberará de las supersticiones a los cristianos y a los hebreos, y el mundo musulmán y cristiano se unirán en una única fe, y la Tierra disfrutará de un periodo de paz, seguridad, felicidad y bienestar. Pero si sigues con esos gestos te hundirás en la Geenna, como dice el profeta Jesús.
—Sí, sí, tú siempre tienes razón, Yasar, pero mi abuelo llevó la cabeza del gran dracul en su lanza en los tiempos del rey Basarab, y cuando volvió a casa se encontró todas las vacas muertas y…
—Y a tu abuela, que había huido con el único asno. Me lo has contado cien veces, Kamil.
—Fue el poder del dracul.
—A lo mejor fue tu abuela, que se prometió con el asno…
—¡Cuidado con lo que dices, Yasar; no me desafíes!
—Espera, mira qué hace… De dracul no tiene nada.
Ada Ta se había pasado varias veces las manos por encima de la cabeza, en círculo, y luego las había juntado en posición de oración, frente al pecho. Pero con la última rotación había bajado los brazos hasta el suelo y ahora se sostenía sobre tres dedos de cada mano. Impulsándose con un movimiento de la zona baja de la espalda, dio una voltereta hacia delante y luego otra, y otra más, sin tocar el suelo con los hombros y deteniéndose cabeza abajo, apoyado otra vez sobre tres dedos de cada mano. Los dos soldados se lo quedaron mirando con la boca abierta. Tras recuperar la posición vertical, con los brazos tras la espalda, Ada Ta inició una serie de saltos de al menos tres brazas de longitud, como si fuera una rana, elevándose mínimamente del suelo. Luego empezó a girar el bastón con tal velocidad, pasándoselo de una mano a la otra, que Kamil y Yasar solo veían un círculo mágico hecho de viento. Una vez terminados los ejercicios, se acercó a los dos soldados, que, contraviniendo el reglamento, le dejaron acercarse armado del bastón.
—Yasar es muy sabio —dijo Ada Ta, dirigiéndose a Kamil—. No obstante, yo creo que la paz solo podrá llegar cuando todos los hombres dejen de creer que su dios es el único. De otro modo, sería como si para obtener la paz definitiva en un lago, el lucio tuviera que comerse al resto de los peces. Mejor el equilibrio entre las especies que la victoria de una sola. El equilibrio es importante, ¿veis?
Con extrema lentitud, ante sus propios ojos, el monje hizo la vertical cabeza abajo, primero sobre dos manos, luego con una mano sola y por fin apoyándose únicamente en un pulgar. Kamil puso unos ojos como platos.
—Eso es magia, magia negra.
Ada Ta volvió a ponerse en pie.
—La magia es lo que no se cree posible hasta que no se practica. Entonces se comprende que no es magia. En las montañas de dónde venimos hay mucha gente que hace esto.
—¿Cómo es posible? —preguntó Yasar.
—¿Tú has visto volar a un burro alguna vez?
—No, nunca. Los burros no vuelan.
—Dices bien, porque tú conoces a los burros, y a veces incluso les haces compañía. —Ada Ta sonrió—. Pero si no hubieras visto nunca un burro y te hubieran dicho que vuelan, no podrías saber que no es así.
El monje juntó las manos y se alejó en dirección a las dos estancias que les había asignado el sultán en el interior del palacio del Serrallo, aunque aún no se había dignado a recibirlos. Encontró a Gua Li asomada a una mesa llena de bandejas colmadas de dulces, y a un satisfecho Ahmed de pie a su lado. La mujer se llevó a la boca un pastelillo en forma de rosa, y una combinación de sabores de nuez, avellana, pistacho y limón le llenó el paladar. Satisfecha tras aquella primera prueba, se dejó tentar por otro pastelillo en forma de pirámide: un intenso aroma a sésamo penetró en su nariz e hizo una pequeña mueca.
—Tenéis razón, el halva es demasiado dulce —dijo él, quitándoselo delicadamente de la mano—. En cambio, el baklava es el preferido del sultán. Según dicen, tiene además grandes poderes afrodisiacos.
Ada Ta se acercó a ambos.
—Hasta el gusano de una manzana puede ser afrodisiaco si la mente así lo cree. Pero, sin duda, este dulce resulta mucho más apetitoso que el gusano.
—El Magnífico ha solicitado veros —anunció Ahmed, cruzando los brazos frente al pecho—. Y me ha pedido que os trajera estos dulces para disculparse por la larga espera.
—La espera es larga si es desagradable —respondió Ada Ta—, mientras que si es agradable siempre se hace corta.
—Tened la cortesía de seguirme.
Salieron por el jardín. Un halcón chilló en lo alto, por encima de sus cabezas. Gua Li observó el vuelo circular del animal, que iba en busca de alguna presa sobre la que lanzarse. Ahmed los llevó hasta una verja alta que había a la derecha, decorada con flores y púas de hierro negro. Dos eunucos montaban guardia.
—Yo no puedo entrar en el harén —dijo Ahmed. Señaló a Ada Ta, y Gua Li sintió un escalofrío—. No obstante, el sultán no les considera una amenaza y les espera a ambos en sus estancias privadas, lejos de ojos y de oídos indiscretos.
—Hace honor a la confianza puesta en él por el protector de la Meca y de Medina —repuso el monje, juntando las manos—. Además, aún soy demasiado joven como para poder deleitarme con las delicias de los sentidos.
El secretario del sultán esbozó una sonrisa de circunstancias y con un gesto ordenó a los dos guardias que abrieran la verja. Una mujer, cubierta con un burka de un azul intenso, les mostró el camino a través de un laberinto de blancos pasillos. Se detuvo frente a una puerta de madera grabada con versículos del Corán y, tras hacerles una reverencia, la abrió. Vieron a algunos dignatarios de la corte, que también los saludaban y salían rozándolos, entre el murmullo del terciopelo y la seda. El sultán tenía a los lados a dos jóvenes mujeres, tumbadas sobre cojines y vestidas con anchos pantalones de seda ajustados a los tobillos. Un sutil velo les cubría la nariz y la boca, pero dejaba a la vista los ojos, maquillados de verde. Sobre los pies desnudos brillaban unas tobilleras doradas de las que colgaban pequeños cascabeles. Beyazid sonreía.
—Cuando un invitado sigue la sunna sin estar obligado a ello, aquel día la sonrisa de Alá se hace muy grande.
Gua Li se inclinó levemente.
—Y ese día —respondió Ada Ta—, cada uno será recompensado según se merezca: ese día no habrá injusticia. Alá es rápido haciendo cuentas.
El sultán abrió los brazos y los alzó al cielo. Las mangas del largo batín blanco bordado oscilaban como las alas del cisne.
—Nuestro invitado no solo conoce nuestra lengua, sino también la cuadragésima sura, Al-Ghâfir, la del Perdonador. Siento que la última vez que nos vimos no fuera posible ponerla en práctica —suspiró Beyazid—. Pero no es de esto de lo que quiero hablaros. Tengo una gran deuda con vos, y la honraré como siempre he hecho, del mismo modo que siempre he querido cobrar las deudas. Y tengo también una gran curiosidad que espero que queráis satisfacer inmediatamente. Existe un tiempo para hablar y otro para escuchar, el sagrado Corán nunca ha corregido al Libro de los Libros en ese punto. Dado que habéis evitado que mi cuerpo acabara envuelto en una cándida mortaja, es un día perfecto para escuchar la vida del segundo profeta. ¿Es cierto que llegó a la India cuando era apenas un muchacho?
—Eso dicen algunos testimonios. —Ada Ta lanzó una mirada a Gua Li para darle ánimos—. No obstante, el que tenemos nosotros está confirmado por el propio protagonista, que nos dejó una prueba viva.
—¡Pero si hace quince siglos que murió! —exclamó el sultán—. ¿Qué puede quedar aún con vida?
—Justa observación —respondió Ada Ta, que sin decir más se sentó en el suelo.
Gua Li meneó la cabeza y sonrió a Beyazid, que le devolvió la sonrisa. Luego unió las manos, cogió un gran cojín redondo y se sentó encima, cruzando las piernas. Inspiró profundamente con los ojos cerrados e inició su relato frente a la autoridad suprema del islam.
En Samarcanda el puesto de Sayed fue tomado al asalto por los fiduciarios de diversas tribus mongolas. Los precios aumentaron y se pagaron muchas monedas de oro, plata y piedras preciosas por el aceite, los frutos secos, la cebada y los sacos de semillas de todo tipo. En dos días, la mercancía se acabó y el mercader indio se vio obligado, a su pesar, a despachar a algunos de sus clientes más fieles que habían llegado demasiado tarde, sin poder atenderlos. Sus arcas ya estaban llenas a reventar y no tenía nada más que vender. Intercambió algunas piedras por magníficas dzi, talladas en un ágata oscura y decoradas con muchos ojos. La más preciosa tenía veintiuno.
—Ten —le dijo a Jesús—. Este es un talismán muy potente, y representa la unión del hombre con el espíritu. Te ayudará a poner en práctica los pensamientos que pasen por tu mente.
Sayed se dejó convencer por un monje bon para que comprara una trompa de cinco brazas de largo, porque había visto el asombro en los ojos de Jesús cuando el vendedor les había contado que soplando fuerte verían levantarse las piedras. Compró también muy cara una estatua del Buda de un marfil nunca visto, muy pesado. El mercader chino le dijo que procedía de unos elefantes gigantescos y peludos, muertos de sed en el desierto de Gobi. Sayed se rio ante aquellos embustes, y Jesús con él, pero la estatua presentaba una talla perfecta del Buda durmiente.
—Este hombre duerme, y sin embargo sonríe —observó Jesús.
—Quiere decir que hay paz en su alma. Tú, en cambio, pones muecas y te lamentas. ¿Por qué no me hablas de ello?
—Mi madre siempre me decía que, en el sueño, felicidad y tristeza viajan libres como jóvenes camellos sin bridas.
—¿Y si yo te hablo, esos camellos serán más felices?
—La palabra libera la mente y el corazón de los hombres. Es el aliento que les dio la Madre Eterna para que se distinguieran de los otros animales.
—Pero ¿tu madre no pertenece a las tribus judías, y tu dios no es terrible?
Jesús no respondió y, desde aquel momento, se encerró de nuevo en el silencio. Sayed no comprendió, pero tampoco insistió, pensando que lo habría ofendido de algún modo. El camino a Debal, frente al gran mar, duraría muchas semanas. A pesar de la llegada del verano, algunos puertos de montaña aún estaban nevados y un alud se llevó por delante hombres y caballos. Durante una pausa para pernoctar en Bagram, les asaltó un grupo de bandidos mongoles a caballo. Los años anteriores, Sayed había conseguido evitarlos, buscando protección en las tribus pastunas que durante el verano recogían el veneno negro de las amapolas en flor. Pero aquel año la estación llegaba tarde, y las hogueras encendidas para alejar a los animales atrajeron a los bandidos.
Un criado de guardia intentó gritar, al ver cómo se iluminaba de pronto la ladera de la montaña con decenas de llamas, pero el grito no llegó a salirle de la garganta, ya que una flecha de fuego se la atravesó limpiamente. La tierra tembló antes incluso de que pudieran oír las pisadas de los caballos al galope, y los miembros de la caravana apenas tuvieron tiempo de despertarse y recoger las armas antes de que la horda atravesara el campamento sembrando el terror. Algunos carros empezaron a arder y, al ver aquello, los jinetes detuvieron los caballos y volvieron atrás, esta vez espada en mano. Sayed conocía su técnica y ordenó a todo el mundo que se dispersara para evitar el impacto. Había que plantarles cara, obligándolos a rodear los carros. Los bandidos intentaron entonces lanzar los caballos en su dirección, pero estos se encabritaron, negándose a avanzar.
Entre los relinchos de las bestias y los gritos de rabia de los bandidos, una densa lluvia empezó a levantarse desde el suelo. Al agua le siguieron pequeños guijarros y, por fin, piedras, algunas de ellas grandes como huevos. Sayed y los suyos se vieron sumergidos hasta la cintura en un lago de piedras que fluctuaban a su alrededor, y bajaron las espadas, mirando sin entender nada. También los bandidos se dieron cuenta de aquel prodigio y se detuvieron, vacilantes. La barrera que formaban aquellas piedras fluctuantes no solo les asustaba a ellos: los caballos pateaban el suelo, dominados a duras penas por sus jinetes, y buscaban con sus ojos vítreos una vía de escape. El jefe de los bandidos soltó un grito y agitó la espada sobre la cabeza. Tan rápidamente como habían llegado, desaparecieron entre la oscuridad. Poco después las piedras volvieron a caer al suelo. En aquel momento, Sayed y los demás vieron a Jesús en medio de todos ellos, con la trompa en la mano. No dejaba de mirarlos a ellos y al instrumento, y sonreía. Sayed comprendió y se le acercó.
—¡Entonces funciona! Tu fe nos ha salvado.
—Mi madre siempre me ha dicho que no crea a quien dice que los burros vuelan, pero siempre añade que, si nunca has visto un burro, al menos puedes dudar.
Pasaron otra cadena montañosa y llegaron por fin al amplio valle del río Hindi. Se detuvieron en Mankera, en la orilla izquierda, donde Sayed compró carros y caballos más rápidos, aptos para correr por la llanura, y Jesús quedó fascinado por un oso encadenado que bailaba en el centro del pueblo. Ya tenían a la vista Debal, donde se encontraba la casa de Sayed, que escrutó la niebla protegiéndose los ojos con la mano, lleno de alegría y de temor. Había pasado mucho tiempo, y piratas y rajás podían haber causado mucho más daño que las misteriosas olas que de vez en cuando se abatían sobre la costa. Las había visto, y más de una vez. El mar se retiraba de pronto, aquella era la señal, para después lanzarse con una furia inmensa sobre la ciudad, llevándose por delante barcas, destruyendo casas y templos y ahogando a hombres y animales, y por fin volvía a replegarse en silencio, un silencio roto únicamente por el lamento de los supervivientes. Estaba inmerso en aquellos pensamientos cuando, de pronto, se sintió observado y vio a Jesús con los ojos clavados en él.
—No es cierto que el dios de los judíos sea terrible y amenazante. Cuando estás en peligro y te diriges a alguien que está por encima de ti para que te defienda y te proteja, ¿no es acaso el de tu madre el primer nombre que te viene a la boca?
Sayed se tocó el cabello y sonrió.
—Te pido disculpas; no quería ofenderte a ti ni a tu religión. En cualquier caso, lo que has dicho es cierto. Pero ¿eso qué tiene que ver?
—En nuestro idioma, la segunda palabra del nombre secreto de YHWE corresponde a Hei, es decir, Imma, madre, que también significa «el acto de darse». ¿Y acaso no es cierto que el amor es el regalo más grande que se puede dar? Si Dios es amor, es que es madre, y una madre nunca es terrible.
El hombre tiró de las riendas y detuvo el carro. Se quedó pensativo por un momento, luego se cruzó de brazos y frunció las cejas.
—Me estás tomando el pelo.
—Quizá —respondió Jesús sin mirarlo—. Pero hay algo de cierto en lo que te he dicho. Querría conocer a vuestro dios, y saber si es mucho mejor que el nuestro.
Se miraron por un instante, y por primera vez desde que lo habían apartado de sus padres, Jesús se echó a reír, y Sayed con él. Hasta se les saltaron las lágrimas, y aquel fue el inicio de su amistad. Sayed sacudió las riendas, que golpearon en el cuello de los dos caballos, y estos reemprendieron la marcha enseguida, como si sintieran el olor de una casa que nunca habían tenido.
—Lo creas o no, yo no tengo un dios, pero intento seguir las leyes de un príncipe al que llamamos «el que se ha despertado». Nació entre las montañas más altas, en la Morada de las Nieves Eternas. Las viste, de lejos, unos días después del ataque de los bandidos.
—Iré a ese lugar, antes de volver a casa, pero después de estudiar. Y tú me ayudarás, ¿verdad, Sayed?
Sayed sintió un escalofrío y comprendió que su vida nunca sería la misma. Quizás Aban tuviera razón; tal vez aquel muchacho le secaría el alma, o quizá le daría un nuevo significado a su existencia.
Gua Li se detuvo. Beyazid parecía dormir. Se puso en pie, ligera. Ada Ta abrió la puerta, pasaron y la cerraron, deslizándose en silencio por el largo pasillo.