2

Valle de Ladakh, Tíbet, 1476

—La niña está viva, pero su madre se está muriendo, Ada Ta.

—Una vida a cambio de una vida, el ciclo se cumple, pero este es un día muy triste.

—El padre no volverá nunca, ¿verdad?

—Como las abejas, él ha cumplido su karma, y su espíritu ya está lejos.

Ada Ta sintió por un momento el peso de sus muchos años y dirigió la mirada al otro lado de la ventana.

Empujada por el viento, una nube blanca se abrió en dos sobre la cima del Chogori, la Gran Montaña, y las dos partes se alejaron en direcciones opuestas a lo largo de la trayectoria del sol. A lo lejos, Ada Ta oyó el agudo graznido de una urraca que cortaba el aire. Quizás el pequeño roedor de orejas redondas estaba de guardia, y a la llegada del ave se había sacrificado para permitir que sus compañeros se refugiaran en las madrigueras. Además, su carne permitiría a los polluelos de la rapaz sobrevivir al próximo otoño. Mientras Ada Ta sacudía la cabeza, el joven monje sintió los deditos de la niña apretándole el índice, y se tranquilizó. Después de lavarla y perfumarla, la colocó sobre el pecho de su madre. Al contacto de su hija, la serenidad se impuso al sufrimiento y la mujer se abandonó a la paz.

—¿Cómo la llamamos? —El joven intentaba contener las lágrimas—. Es muy guapa y se merece un nombre hermoso.

—El mérito no es suyo aún, pero Gua Li me parece un nombre apropiado, el nombre del amor y de la sabiduría, los valores en los que la educará este pobre viejo. La sangre que corre por sus venas hará el resto. Y deja de llorar.

—La madre ya no respira…

—Pues dame a la niña; es demasiado pequeña para inhalar el olor de la muerte. Aún queda lejos el momento de conocerlo, y el ciclo de la vida se repetirá en ella. ¿Oyes su silencio? Ya no llora, aunque tiene hambre: es un buen inicio. Tráeme la cabra; tiene las ubres llenas de buena leche. Y cuando hayas envuelto a la madre en el velo blanco, llevaremos su cuerpo a donde ni siquiera los buitres puedan llegar. El cielo recibirá su espíritu con una sonrisa.

Valle de Ladakh, Tíbet, veinte años después, año 1496

Al atardecer, el anciano Anás ben Seth, con las manos juntas en señal de oración y la cabeza gacha, llegó, a paso lento. La multitud, muda, observó con ansia y curiosidad cómo se acercaba el que había sido sumo sacerdote. Se maravillaron de que hubiera subido a pie, solo, la cuesta de la colina donde se ejecutaba a los malhechores: el Gólgota, el lugar de la calavera, así lo llamaban. Frente a la cruz, Anás levantó la mirada en dirección a Issa. Por un momento volvió a ver en aquel rostro adulto los rasgos del muchacho que tiempo atrás se había dirigido a él con tanta arrogancia, cuando Anás estaba aún al frente del Sanedrín. Un escriba le ayudó a quitarse el abrigo y el precioso miznefet, la mitra decorada con piedras blancas y negras. Otro le pasó la maza, que el viejo levantó con esfuerzo, apretando los dientes. Miró bien a su alrededor, para constatar que lo estaban observando y, en el momento en que una ráfaga de viento le refrescaba el rostro, levantó la maza sobre los hombros y golpeó con todas sus fuerzas las tablas de la ley apoyadas al pie de la cruz. La piedra se rompió en pedazos y el golpe hizo temblar la madera: Issa abrió los ojos y una punzada de dolor le atravesó la espalda.

Sabía que abandonar el cuerpo era la única vía para soportar los sufrimientos físicos y evitar enloquecer, pero la vibración había interrumpido su distanciamiento de los sentidos. Tuvo un espasmo aún más fuerte cuando sus ojos se encontraron, y lo reconoció, a pesar de que hubieran pasado veinte años. En su estado, cada movimiento le agotaba, y tenía que mantener a raya incluso la respiración, pero ante aquella visión se le aceleró el corazón. Ladeó la cara y en la acuosa niebla del dolor vio abajo la figura de su madre, compuesta y orgullosa, rodeada de sus hermanos, de María y de otros amigos, y aquello le tranquilizó. Volvió a cerrar los ojos para alejarse con la mente de aquel lugar y sumergirse en el blanco de las montañas y en sus cúmulos de suave nieve. Escuchó la llamada del águila, el lamento del peludo yak, y entró en sintonía con el mantra más grave que había oído nunca. Sonrió al oír la voz de Gaya y de sus hijos, y ante las eternas preguntas de su amigo Sayed. Entró así en aquel estado de muerte aparente del cuerpo, en la que los sentidos se duermen pero la razón se mantiene alerta. Los pensamientos se vuelven más agudos y consiguen de este modo atravesar los muros que protegen la conciencia, revelando lo que la propia mente rechaza a veces, o es incapaz de aprehender. Fue en este abandono cuando comprendió físicamente, por primera vez, el significado de los flujos de energía de los que tanto le habían hablado los monjes bön. Cuando se dio cuenta de que ya podía ver con los ojos cerrados lo que ellos llamaban el sexto chakra o el tercer ojo, sintió que se elevaba del suelo y su espíritu voló lejos. Volvió a ver a sus compañeros de meditación sentados en círculo y se unió a su alegría. La voz del viejo Anás le llegaba lejana, como un murmullo contenido de la Tierra.

—¡Este hombre ha pecado contra nuestros padres! —Ante aquellas palabras, que los golpeaban como piedras, la multitud se echó atrás—. Contra la tradición de Abraham, contra su tierra. Ha provocado tumultos y escándalos. Y esto ha hecho con nuestras leyes: se ha reído de ellas, las ha corrompido y destruido, y el estado en que han quedado ha de ser justo ejemplo de su condena.

Con ayuda de sus asistentes, Anás volvió a ponerse la mitra y la túnica de lana negra, pero quiso dejar la estola que le cubría los hombros sobre las tablas. Todos debían recordar lo que había hecho en el nombre y por cuenta de Dios. En cuanto se fue, ante la mirada indiferente de dos soldados de Roma, Judas cogió la túnica y la escondió en uno de sus bolsillos. Entre aquella tarde y la mañana del día siguiente, se fue también la mayor parte de los reunidos, seguidos de los vendedores de algarrobas y de cerveza de cebada, con sus carros ya vacíos. El sol estaba alto cuando un manípulo de soldados del templo se detuvo frente a Cayo Casio, recién llegado para el cambio de guardia.

—¿Qué queréis? —les espetó el centurión romano.

—Tenemos orden del Sanedrín de supervisar la muerte de los tres condenados —dijo el hombre que blandía la lanza de Herodes Antipas.

—Aún no están muertos.

—Es nuestra misión encargarnos de ello, entonces.

La lanza del rey les concedía aquella autoridad: el centurión se vio obligado a dejarlos pasar. La silenciosa agonía de Gestas y Dimas, crucificados a los lados de Issa, fue acelerada a bastonazos. Les partieron las piernas. Y después de convertirlas en una masa informe de carne y sangre, los ejecutores de la justicia les partieron el cráneo a los condenados, con lo que el funcionario del Sanedrín quedó convencido de su muerte. Lo mismo ocurría en las lapidaciones de las mujeres adúlteras: hasta que no se comprobaba que la cabeza de las condenadas estaba destrozada, no podía certificarse su muerte.

Cayo Casio prefirió no mirar, pero el ruido de los huesos partidos le asqueó. En su vida de soldado había presenciado y había participado en carnicerías de todo tipo. También había honor en la ferocidad, incluso en cortarle la cabeza al enemigo muerto, pero no en masacrar a hombres desarmados y moribundos, y mucho menos con aquel método bárbaro que no era lícito usar siquiera con los animales.

Más que los golpes, fue el crujido de los huesos lo que despertó a Issa de su sopor. Comprendió que enseguida le llegaría su turno, y que esta vez no había nada que pudiera salvarlo. Expulsó todo el aire que pudo para aturdir los sentidos y se preparó para morir.

Cayo Casio miró a sus soldados, que, tranquilos, jugaban a los dados, y reflexionó brevemente sobre su propia circunstancia. Dentro de unos meses, si mostraba una conducta intachable, le darían un pedazo de tierra en Bitinia o, con un poco de suerte, en Cantabria. Quizá tendría suficiente dinero para comprarse una mujer, aunque no sabría qué hacer con ella, salvo alguna noche fría. No había nada que la última loba de un prostíbulo no pudiera satisfacer por unos cuantos ases.

—Esta es mi jurisdicción, no la vuestra —dijo, con una mueca, y le arrancó fácilmente la lanza de la mano al judío.

Miró entonces al hombre en la cruz, que parecía que entendía lo que estaba a punto de suceder y cerró los ojos. El oficial romano clavó la lanza en el pecho de Issa, y le partió una costilla. Sabía dónde y cómo golpear.

—Está muerto —gritó—. La sangre no fluye.

Ordenó a dos de los suyos que montaran guardia frente a la cruz y con violencia volvió a poner la lanza sobre la mano del funcionario del Sanedrín. Éste se sorprendió, pero no objetó nada. Cayo le indicó con un gesto que se alejara. Estaba seguro de que le denunciaría. Al no poder usar la fuerza, los judíos nunca dejaban pasar una buena ocasión para vengarse de los soldados romanos. El oficial gritó a los suyos que le hicieran un hueco y que no se atrevieran a hacer trampas, o les cortaría la garganta. Mientras lanzaba los dados se sintió satisfecho: recibiría su pensión y le caerían otros cinco años de guerra en alguna provincia, pero mucho mejor morir de fiebre o bajo el hierro que de aburrimiento.

Gua Li juntó las manos con los dedos orientados hacia arriba e interrumpió su relato, a la espera de que el rostro de Ada Ta revelara alguna expresión, de aprobación o de disentimiento. El viejo monje, en cambio, parecía concentrado murmurando un mantra, apoyando rítmicamente la mano derecha sobre el brillante cráneo. La mujer se puso en pie, levantó la planta del pie derecho a la altura de la rodilla izquierda y abrió los brazos, arqueándolos un poco, con los dedos hacia el suelo.

Ada Ta, por su parte, siguió repitiendo rítmicamente aquel gesto suyo hasta que el sol cubrió toda su trayectoria celeste, hasta que los glaciares se tiñeron de rojo y de azul, y hasta que asomaron las cuatro estrellas que habían aparecido por primera vez el día de la muerte del Buda.

—¿No te cansas de hacer la grulla? —le preguntó entonces Ada Ta.

—La grulla vencerá a la serpiente con sus alas —rebatió enérgica la mujer.

—¿Y si la serpiente no quiere luchar?

Gua Li empezaba a sentir la fatiga en los miembros, pero no quería ceder.

—¿Por qué no me respondes? —insistió Gua Li.

Con una rápida flexión de las rodillas, Ada Ta abandonó la posición del loto y se puso en pie de un salto.

—¿Cuál era la pregunta?

La mujer dobló ligeramente los codos, ya al límite de su resistencia.

—Me has interrogado sin cesar durante un mes para ver si me había aprendido de memoria la historia de Issa y me has preguntado los episodios más dispares en orden aleatorio. Creo no haber olvidado nada y haberte explicado sus vicisitudes como mejor podía. Y tú, al final, no me has dicho nada.

—Tendrías que estar contenta. ¿O no recuerdas que el silencio del maestro es la más alta señal de aprobación, puesto que significa que no tiene nada que corregir a su alumna?

Gua Li bajó los brazos y puso en el suelo el pie derecho. Ada Ta, con los ojos cerrados, esbozó una leve sonrisa. Gua Li le tendió los brazos para abrazarlo, pero el monje fue más rápido y se escurrió bajo el sari de la muchacha, apareciendo a sus espaldas sin que ella se diera cuenta.

—¿Cómo has hecho eso? Tú mismo me has enseñado que las alas de la grulla tienen poder sobre la serpiente. Me has engañado, viejo padre.

—¿De verdad te he dicho eso? Puede ser, pero depende mucho del tipo de grulla y del tipo de serpiente. ¿Eso no te lo he dicho?

—No —gruñó Gua Li, nada convencida—. Eres un liante.

—Es la propia naturaleza de la serpiente, que sabe adaptarse a todas las circunstancias, incluso fingiéndose muerta. Habría podido darme la vuelta sobre la barriga, con la boca abierta, y emanar un olor nauseabundo. Y aprovecharme así del estupor del predador para morderle en el momento en que expusiera el morro para olisquearme. Pero tú eres mi hija grulla, y no puedo hacerlo. Para empezar, si me vieras muerto, te preocuparías, y además no podría dejar la huella de mis dientes sobre ti.

Ada Ta la besó suavemente sobre la frente y suspiró.

—¿En cuántas lenguas puedes hacer hablar a tu alma? —le preguntó.

—En las que me has enseñado, padre, y las sé escribir con la velocidad de la araña que corre sobre la tela.

—¿Estás lista para partir?

Gua Li abrió los ojos como platos, vaciló un momento, luego lo abrazó y apoyó la cabeza sobre su pecho un instante, suficiente para que el monje diera gracias a Maha, la Gran Madre Naturaleza, por haberle concedido aquella alegría.

—Tu respuesta silenciosa es más que elocuente. Ahora ve a preparar lo esencial; lamentablemente la serpiente no sabe volar como la grulla y nos esperan al menos ocho meses de camino. Querrá decir que podrás repetirme la historia al menos seis veces.

La mujer se separó y lo miró con sus ojos negros como la obsidiana.

—Será, pues, un largo viaje, padre.

Ada Ta se tendió sobre la piedra y, apoyando las dos palmas de las manos en el suelo, levantó el cuerpo, permaneciendo en equilibrio. La mujer ya estaba a unos pasos.

—El espacio se valora en relación con el tiempo necesario para unir la salida con la meta. Pero el tiempo es como el dinero; si tienes cien monedas, utilizar una es como renunciar a una pluma de la almohada. La cabeza ni se dará cuenta.

Gua Li, curiosa, observó cómo desplazaba el peso del cuerpo, levantando la mano izquierda y manteniendo el equilibrio únicamente con la mano derecha, como una grulla de patas cortas.

—Por el contrario —prosiguió el monje—, si solo tienes dos monedas, antes de desprenderte de una de ellas lo pensarás muy atentamente. Pero nosotros —añadió, sonriendo— somos ricos en tiempo.

Gua Li, que tuvo que agacharse hasta el nivel del suelo para poder mirarlo a los ojos, se puso seria.

—Ada Ta, ¿por qué tenemos que hacer este viaje?

—Los deberes forman parte de la vida. Del mismo modo que has tenido que estudiar de memoria muchos libros, del mismo modo que la lluvia no ha podido hacer otra cosa que caer del cielo. El agua no tiene un motivo para fluir, ni el sol para calentar la tierra. Es su destino.

—Quizá todo forme parte de un designio del que solo vemos los efectos, y no las causas.

—Muy bien pensado, hija mía. Ni siquiera yo conozco el designio; para descubrirlo, debería volar como el águila que conoce los senderos de las liebres, y eso aún no puedo hacerlo. De momento solo puedo seguir los caminos desde el suelo. Pero sí sé que del hombre a quien iba destinado el libro que relata la vida de Issa ha partido una línea. En aquel momento nació el designio.

—Y ahora nosotros tenemos que interpretarla, ¿no es eso?

—Es nuestra obligación: complacer al otro. Si todos lo hicieran, el mundo sería más feliz. El noble Giovanni Pico della Mirandola, antes de morir, nos quiso transmitir su secreto deber. Eso nos convierte en un instrumento de felicidad.

—¿Estás seguro? Quizá no aprecien lo que les llevamos.

—Es cierto, es un riesgo, pero en la lengua de nuestros ancestros, el ideograma «insidia» se escribe igual que «ocasión». Cuando el kan Tamerlán me preguntó si debía dirigir sus conquistas a Occidente o a Oriente, yo…

—¿El kan Tamerlán? Pero si lleva muerto más de un ciclo… Ada Ta, nunca te lo he preguntado: ¿cuántos años tienes realmente?

El monje había cambiado la mano de apoyo y solo tocaba el suelo con la izquierda, mientras mantenía la derecha tras la espalda y el cuerpo perfectamente horizontal, solo unos centímetros por encima del suelo. Giró la cabeza hacia ella sin ningún esfuerzo.

—Empecé a contarlos cuando los bandidos mongoles les cortaron el cuello a mis padres, pero al llegar a cien paré de contar.

Gua Li se alejó en silencio: por lo que ella recordaba, Ada Ta no le había mentido nunca.