EPÍLOGO

Escrito por Jaime de Garcillán en noviembre del año 1524 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Han pasado casi cuatro años desde que los imperiales se hicieran con Tordesillas y con la reina y nosotros tuvimos que abandonar la villa. Los pliegos que escribimos relatando fielmente aquellos acontecimientos, debidamente expurgados, los imprimió Zapata en Segovia, pero fueron secuestrados durante una inspección a la imprenta ordenada por el alcaide del alcázar, Fernando de Cabrera y Bobadilla, marqués de Moya y conde de Chinchón, en mayo de 1523. Afortunadamente, guardo una copia que quizás algún día vea la luz.

Ha pasado, como digo, mucho tiempo, y ahora, cuando he releído lo que Alonso y yo escribimos entonces, he sentido la necesidad de referirme, aunque sea brevemente, a los acontecimientos que sucedieron a partir de aquel nefasto mes de diciembre de 1520, cuando la muy noble villa de Tordesillas cayó bajo la férula de la tiranía.

No sufrimos ningún incidente digno de mención en el camino a Segovia. Alonso se instaló en mi casa, donde pasaría unos días antes de emprender el camino a Toledo. A los pocos días, llegaron a la ciudad del acueducto Bachiller de Guadalajara y Juan Bravo, quienes se reunieron con el concejo para decidir sobre la situación.

El 31 de enero del año del Señor de 1521 recibimos una carta de Santiago, enviada a mi domicilio, con ruego de que si me era posible le hiciera llegar una copia a Alonso. La misiva decía:

Queridos amigos:

Os escribo desde la cárcel. De momento conservo la vida, lo que no pueden decir otros compañeros a quienes han degollado sobre la marcha al entrar las tropas del rey mandadas por el conde de Haro, el hijo del condestable, en Tordesillas. Han cortado el cuello a los plebeyos que se distinguieron en la defensa de la ciudad y nos reservan a los miembros del concejo un proceso del que no me hago ilusiones. Quiera Dios que pueda afrontar la muerte como un cristiano y con la dignidad propia de un buen comunero que ha tenido que matar, muy a su pesar, en defensa de la santa causa y que debe saber morir.

Amigos Jaime y Alonso, nuestra derrota era inevitable tras la traición de Girón, a quien Dios confunda, y el abandono de los comandantes de la Comunidad, a los que no quiero juzgar, que sea Dios y el pueblo quien lo haga. Aun así, nos defendimos como bravos. Un fraile de los del obispo Acuña mató él solo a veinte carlistas con una puntería admirable. A cada ballestazo que daba en el blanco, y daban todas sus flechas, el buen fraile se santiguaba con el arco, hasta que recibió un disparo letal. Son innumerables las muestras de heroísmo de la gente del común. Los realistas bombardearon con sus cañones la muralla sin lograr agujerearla e intentaron escalar los muros una y otra vez, encontrándose con agua hirviendo, saetas, balas y con ladrillos, piedras y cuantos objetos contundentes encontramos lanzados por hombres, mujeres y niños. Pero don Pedro Velasco mandó a un soldado, un tal Dionisio, que buscara un punto vulnerable. Para nuestra desgracia, encontró un agujero que se había tapado chapuceramente con cal y arena, que, por estar en lugar escarpado y de difícil acceso, habíamos descuidado. Una cuadrilla audaz del conde de Alba de Liste logró elevarse a ese punto y consiguió abrir un boquete con sus falconetes. El agujero solo permitía pasar a los soldados de uno a uno, pero los que lograron entrar, enarbolaron la bandera con la cruz blanca de los imperiales cantando victoria, generando el desconcierto entre los nuestros. Pronto reaccionamos y quemamos una casa próxima y conseguimos frenar la entrada de nuevos soldados. Pero Pedro Velasco se lanzó entonces con azadones a una de las puertas que lograron desencajar. Eran ya las nueve de la noche y algunos nobles hablaron de retirarse hasta la mañana siguiente, pero Velasco dijo que de allí no salía nadie hasta que cayera la ciudad.

Tordesillas resistió con furor pero de forma desordenada, mientras el conde de Haro organizaba el ataque final con extremada precisión, debo reconocerlo. A los mercenarios del cardenal se les había autorizado el libre saqueo, así que tú, Jaime, que estuviste en Medina del Campo, te puedes imaginar lo que yo he visto con estos ojos que pronto apagará la tierra.

Te diré que la rapiña llegó hasta el extremo de saquear iglesias y hospitales y de quedarse con la mula y otras pertenencias de la infanta Catalina, sin que los caballeros hicieran nada por impedirlo limitándose a lamentar posteriormente tal exceso.

De palacio no te puedo dar más detalles que los que me han contado el teniente Camacho y fray Juan de Ávila. El marqués de Denia, como podéis suponer, ha entrado en la ciudad con los primeros, con el almirante, el conde de Benavente, el marqués de Astorga, el conde de Haro, el conde de Alba, el conde de Luna, el conde de Osorno, el conde de Miranda, el conde de Oñate, con don Bertrán de la Cueva y su hermano Luis y otros grandes. Y pensar que por la traición de Girón se encontraban en Villalpando ochocientas lanzas y nueve mil infantes de los nuestros… Debíamos haber dejado que More, el bravo soriano, hiciera el servicio que propuso a Padilla, según me contasteis. ¡Cuántas vidas se hubieran ahorrado!

La reina y la infanta han procedido con la habilidad que las caracteriza. Según me cuenta Camacho, doña Juana les ha asegurado a los nobles que eran muy bienvenidos y que les había enviado numerosos mensajes urgiéndoles que llegaran cuanto antes y que se desesperaba porque no lo hacían. Les ha dicho también, poniendo en ello mucho acaloramiento, que dos días antes de que los caballeros cercaran Tordesillas, nosotros intentamos forzar su firma amenazándola con no darla de comer a ella ni a su hija Catalina y que la engañamos asegurándole que los realistas pensaban encerrarla en el castillo de Benavente.

Y que cuando los nobles y caballeros sitiaron la ciudad ordenó a los procuradores que les abrieran las puertas y que no trabaran batalla, pues no venían a hacer daño sino a servirla como buenos vasallos. La verdad, según me cuenta Diego Camacho, es que la reina y la infanta intentaron huir. Doña Juana mandó preparar un carro donde meter el cadáver de su esposo el rey don Felipe, así como su cofre de joyas, pero los caballeros que primero llegaron a palacio, don Juan Manrique y don Jerónimo de Padilla, se lo impidieron y las hicieron regresar a sus aposentos, con mucho respeto y besando a ambas las manos, pero con firmeza.

El conde de Haro ha tratado a la reina de forma exquisita y esta le ha agradecido la lealtad del condestable, su padre, rogándole que le hiciera llegar su agradecimiento por haberle enviado a liberarla. El almirante se mostró más desconfiado, afeándole con delicadeza su connivencia con nosotros. Doña Juana les dijo que siempre había mandado a los de la Junta que no hicieran daño a nadie. Se olvidó de decirle que les había ordenado que castigaran a los malos.

El almirante pretendió tomarle juramento de lo dicho, pero los otros nobles se opusieron. Entonces el almirante pidió a la reina que ordenara a los de nuestra Santa Junta que no hicieran daño a las posesiones de los nobles en los lugares donde mandaban, a lo que ella accedió, y de ello dieron fe los escribanos, los mismos que certificaban las decisiones que tomábamos nosotros con permiso de doña Juana. Ello significaba reconocer la legitimidad de doña Juana como reina y por tanto la usurpación de su hijo Carlos, pero ya se sabe que los nobles miran más su patrimonio que cualquier otra cosa. Están muy asustados, ya que hasta sus vasallos e incluso sus criados se pasan a la Comunidad. En una carta enviada por el comendador al rey, le dice que la señora España le está poniendo los cuernos con su enamorado que es la Comunidad.

La reina llama con frecuencia al almirante y al conde de Benavente y mantiene largas conversaciones con ambos, pero cuando este último le dijo si firmaría en beneficio de su hijo para quitar toda razón a los sublevados, les dio de nuevo largas. Como sabéis la reina es única en el arte de dar excusas y de no comprometerse con nadie. ¿Quién sabe lo que pasa por su cabeza? Pero lo que han podido comprobar nobles y caballeros que estos días le hacen la corte es que no tiene un pelo de tonta ni de loca. El cardenal ha pedido ver a su alteza con alguna insistencia, pero doña Juana se excusa una y otra vez. Me cuenta fray Juan, que tiene buena amistad con el cardenal regente, que este le ha escrito a Carlos I y le ha dicho con la confianza que su antiguo preceptor puede permitirse: «Dicen que entre vuestra majestad y la reina nuestra señora hay esta diferencia: que vuestra majestad es menos prudente que ella y firma y que doña Juana es más sabia no queriendo firmar».

La infanta derrocha encanto por doquier y, según me cuenta fray Juan, ha mandado una carta a su hermano Carlos en la que explica que no le ha podido escribir antes porque, desde que se habían ido los marqueses de Denia, no tenía libertad para hacerlo, ya que nosotros se lo impedíamos. Habrase visto tamaña cuquería. Catalina expresa a su hermano su alegría y agradece a Dios la llegada de los caballeros, pues el enojo que le hemos dado los comuneros no es poco. El rey le ha contestado resaltando lo malvados y traidores que somos, y ha insistido en que ni se le ocurra volver a hablar con ninguno de nosotros y que obedezca en todo a los Denia, que han sido repuestos en sus cargos.

Mucho me temo que las argucias de la reina no le han servido con los marqueses de Denia, que han vuelto más déspotas de lo que se fueron. Lope Hurtado de Mendoza, de la poderosa familia de los Mendoza —que, al ser segundón, ha sido destinado a la corte y ha conseguido mucha ascendencia con el emperador—, le ha pedido a este que no vuelva a imponerle las odiosas mujeres de antaño, pues si la reina llegara a firmar lo que pide el emperador, «los malos —esa fue su expresión— dirían que lo hacía porque la tenían por la fuerza». Otros nobles han abundado en la misma petición, lamentando que el marqués de Denia, un personaje mal visto por todos, haya irrumpido en palacio con tanta saña. Sin embargo, este, que se sabe protegido por el emperador, no se corta un pelo y pone pringando a todos ellos, incluyendo al almirante. No se atreve a tanto con el cardenal Adriano, que ha pedido al rey que modere a los marqueses, pero tampoco le hace caso. Cada día estoy más convencido de que fue el rey quien ordenó el asesinato de la reina mientras estaba en nuestras manos, con la intención de echarnos a nosotros las culpas. Denia se permite bromas de mal gusto con Carlos I, a quien, según me cuenta fray Juan, le dice que el almirante pretendía curar a la reina. A lo que añade el marqués: «Así que podremos ver otra resurrección de Lázaro».

Ya pueden decirle lo que quieran los gobernadores, nobles y caballeros al rey, lo que más importa a este es que la reina muera o que enloquezca cada vez más y, en todo caso, que se la mantenga fuera de todo contacto humano. Eso solo se lo puede garantizar el marqués de Denia. Para colmo, los marqueses siguen arrebatándole a Juana sus joyas y tesoros sin disimulo. No la dejan asomarse al corredor que da al río para que no la vea nadie del pueblo. No puede salir de su alcoba, que no tiene ventanas y que la obliga a valerse todo el día de velas. Nunca se ha visto tanta soberbia ni tanta crueldad. La reina responde a las infamias negándose a asistir a misa y a recibir los santos sacramentos, desnudándose y no aceptando comer más que pan y queso. Aunque lo peor de todo, lo más humillante, es cómo tratan la marquesa y sus hijas a la infanta Catalina. Me cuenta Camacho que la marquesa amenazó a la infanta con sacarle los ojos si seguía escribiéndose con la esposa del almirante, la condesa de Módica, y ha tratado de apartar de ella y de la reina a su confesor, fray Juan de Ávila, intentando colocarle un dominico paniaguado suyo, a lo que ambas se han negado en redondo, y el marqués no ha logrado convencer al emperador. Las hijas de los marqueses han arrebatado a la infanta sus mejores ropas y algunas joyas, la obligan a darles prioridad en el uso de su retrete y la tratan en público como si su alteza les estuviera subordinada.

Los ayudantes que pusimos a doña Juana están presos en otras celdas, pero no sé si los Denia se atreverán a imponer a la reina las odiosas mujeres que la azotaban y la sometieron a tantas humillaciones y vilezas. Para colmo, ha muerto de daño de costado María de Cartama, la moza de cámara de la reina, lo que ha afectado profundamente a esta, que no quiere que la sustituyan. Solo admite que dos muchachos de irnos doce años le barran la cámara.

El franciscano Juan de Ávila ha demostrado ser un buen hombre y me visita con frecuencia tratando de darme ánimos. Sé que ha intercedido por mí ante el conde de Haro, pero su influencia ha caído mucho, pues sospechan que el franciscano no hizo con la reina, con la debida diligencia, lo que le pidió el rey y que en el fondo simpatiza con nosotros. La caída de Tordesillas ha sido una desgracia, sobre todo porque los tiranos se han hecho de nuevo con la reina, pero yo que he visto la fiereza con que han luchado los villanos estoy convencido de que pronto la Comunidad podrá tomarse la revancha. Que Dios os bendiga, amigos. Nuestra causa es justa. ¡Viva Castilla libre, viva el pueblo y mueran los tiranos!

En Tordesillas, a 31 de enero del año 1520 después de Jesucristo.

Aún no habíamos perdido la guerra. Lo primero era liberar a Santiago, y ello solo podía conseguirse con el canje con un prisionero de la Comunidad, así que escribí una carta a la hermana Luisa rogándole que instara a la madre superiora a mover sus hilos.

Los acontecimientos se precipitaron. El 10 de diciembre, la Santa Junta, reunida en Valladolid, había nombrado capitán general a Pedro Laso de la Vega, lo que provocó el disgusto de la gente del común que pedía la reposición en el mando de Juan de Padilla.

Una semana después, el emperador envió una carta desde Worms al cardenal regente declarando «traidores desleales, rebeldes e infieles a cuantos apoyen a la Comunidad…» y exigiéndole el máximo rigor en las represalias; le adjuntaba una lista de doscientos cuarenta y nueve comuneros que debían ser condenados a muerte con ejecución inmediata de la sentencia.

El 31 de diciembre, Juan de Padilla llega a Valladolid con mil doscientos hombres y nueve piezas de artillería. Valladolid era totalmente nuestro, pero unos días después sufrimos un gran descalabro en Burgos, donde el condestable Íñigo de Velasco sofocó una rebelión del común y el 22 de enero se hizo definitivamente con la plaza.

La defección de Burgos, muy volcada a la exportación y cuyos grandes comerciantes tenían intereses diferentes a los de la mayoría de las ciudades castellanas, sería nuestra perdición. Los burgaleses habían hecho tres peticiones para volver al orden y entregarle al condestable el gobierno de la ciudad: la primera, que se les dispensara de la obligación de dar hospedaje gratuito a la familia real y a los cortesanos que le acompañaban cuando el rey se instalaba en la ciudad. La segunda, que se les concediera, para siempre, el privilegio de que cada miércoles se celebrara mercado exento del pago del impuesto de la alcabala tanto para el comprador como para el vendedor. Y, en tercer lugar, que se perdonasen todos los delitos cometidos durante la rebelión.

Naturalmente, el condestable prometió cumplir con todo. Los comerciantes de Burgos habían aceptado de mala gana y solo por miedo a los populares la proclamación de la Comunidad, pero tuvieron la habilidad de ponerse al frente de la misma.

Los ricos burgaleses pugnaban por conseguir títulos de hidalguía y esperaban lograr sus aspiraciones, tanto económicas como de reconocimiento, pacíficamente, por concesión del rey. Comulgaban con algunas reclamaciones populares, pero no con los métodos comuneros. Sostenían, con el monje trinitario Alonso Castrillo que hacía mucha propaganda en la ciudad, que las reclamaciones de la Comunidad eran justas, pero que perseguirlas con la violencia les quitaba toda razón. Argumentaba el trinitario, de acuerdo con el ideario pacifista de la orden, que «no se debe pedir la justicia ofendiendo a la justicia, porque en balde pide favor de la ley aquel que algo comete contra la ley». El partido de los comerciantes acuñó la fórmula: «La Junta propone, y el rey decide en último término y gobierna».

Los populares no aceptaban esta doctrina, pues para ellos las formas eran muy importantes y no era admisible recibir como una concesión del rey aquello de lo que tenían derecho. Tampoco aceptaban limitarse, como en las viejas Cortes, a «proponer», querían también gobernar. Pero los plebeyos solo tenían la calle. La Junta era de los burgueses y ellos no disimularon sus propósitos, como se prueba por una carta que envían a la Comunidad de Valladolid en el otoño de 1520, en la que proclamaban:

Por evitar los males del reino y por remediar los agravios, y para conservar y aumentar las libertades y franquezas, fue acordado que se hiciese junta General de los procuradores de las ciudades, para que juntamente entendiesen lo que sobre ello se debía hacer, y aquello que fuese justo y bueno hubiesen de suplicar a la real majestad lo mandase hacer de manera que fuese a servicio de Dios y al bien de la república, para que fuese regida y gobernada en paz, y no con rigurosa sujeción, por el yugo suave que libra la carga. Y lo que se hace con amor, permanezca, y lo que con violencia, no es perpetuo.

Cuando el condestable irrumpió con sus tropas en la ciudad, los plebeyos resistieron duramente, pero fueron machacados por las tropas del condestable apoyados dentro de la ciudad por los burgueses temerosos por la integridad de sus bienes e incluso de sus vidas. La represión fue tremenda: el Ebro se coloreó de rojo y no quedó árbol sin ahorcado sin que la orden trinitaria levantara su piadoso pendón con la cruz roja y azul con la que rescataba cristianos presos por el turco.

Disfrutamos de algunas victorias, ciertamente. El 23 de enero, el obispo Acuña sitia Magaz de Pisuerga. El 5 de febrero, Padilla toma Mucientes y, el 25, ocupa Torrelobatón, el feudo del almirante, lo que llenó de entusiasmo a los comuneros pero que era poca cosa para compensar la caída de Burgos.

A primeros de abril, Antonio de Acuña, en volandas de las masas adictas, se proclama arzobispo de Toledo. El día 12, los imperiales cometen su mayor tropelía en la ciudad de Mora, a pocas leguas de Toledo, de la que es difícil encontrar parangón en la historia de la vesania universal. Mientras se celebran severos combates, tres mil personas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, se refugian en la iglesia. Los realistas le prenden fuego y no dejan salir a nadie. Mueren todos abrasados. Un capitán justifica su acción: «Quien se oculta de las tropas del rey comunero es, y como tal ha de ser tratado».

En aquellos días todavía nuestras tropas eran superiores a las de la tiranía. Estas contaban con tres mil infantes, seiscientas lanzas, dos cañones, dos culebrinas y varias piezas de artillería.

Nosotros contábamos con casi cinco mil infantes, unas cuatrocientas lanzas y mil escopeteros. Ambos ejércitos se vigilan, pero ninguno se decide a plantear una batalla que se supone definitiva. Esta se entabla finalmente el 23 de abril, día de San Jorge, en Villalar, a dos leguas y media de Tordesillas, sin que Padilla lo esperara. El condestable, el almirante, el conde de Haro, el de Benavente y la mayor parte de los nobles y caballeros concentrados en el lugar vieron su oportunidad y sin esperar a la infantería, se lanzaron con la caballería contra los soldados del toledano que después de muchas vacilaciones se dirigían a Toro en espera de refuerzos.

Agotados tras una larga marcha bajo la lluvia y sin poder mover la artillería hundida en el barro, los comuneros apenas pudieron reaccionar. Caían como ovejas alobadas ensartados por las lanzas del condestable y del conde de Haro. Allí perdieron la vida mil comuneros y se perdió la causa. Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, tras un breve juicio sumarísimo, fueron degollados al amanecer. Murieron valientemente, sin arrogancia, pero con la dignidad de quienes saben que han cumplido con su deber.

Juan Bravo, al oír la acusación de traidor, respondió airadamente: «Tú mientes y aun quien te lo mandó decir. Traidores, no; celosos del bien público, sí, y defensores de la libertad del reino». Padilla le reprende suavemente: «Bravo, ayer había que luchar como soldados, ahora toca morir como cristianos». El capitán segoviano pide entonces ser el primero en subir al cadalso porque, dice: «No quiero ver morir a tan gran caballero».

El último cuello cortado es el de Francisco Maldonado, que en realidad muere casi por equivocación, por encontrarse en mal sitio en el peor momento. El Maldonado importante era su primo Pedro, capitán de las milicias salmantinas y delegado de la ciudad en la Santa Junta; su suegro, el conde de Benavente, uno de los realistas más conspicuos, se opuso a su ejecución inmediata. Esta se produjo, no obstante, un año después. Las tres cabezas —la de Padilla, la de Bravo y la de Maldonado— fueron colocadas en sendas picas en la plaza de Villalar.

A partir de entonces fueron rindiéndose una plaza tras otra y solo Toledo resistió en una rebelión sin salida que mantuvo con extraordinaria energía María Pacheco, la viuda de Padilla, de quien tomaría su nombre, aunque todos la llamábamos la Leona de Castilla. Finalmente, María, condenada a muerte en ausencia, huiría a Portugal, disfrazada de aldeana, donde recibió la hospitalidad del arzobispo de Braga. El obispo Acuña intentó huir a Francia, pero fue detenido antes de llegar a la frontera y encerrado en el castillo de Simancas a la espera de que el papa autorice su ejecución.

El 7 de julio de 1522, Carlos I desembarca en Santander con cuatro mil soldados alemanes, una tropa similar a la que acompañara a su padre, Felipe el Hermoso, el primero de los Austrias, para tomar una corona que se había quedado sin herederos varones nacidos en España. Entonces y ahora, la legitimidad de la corona correspondía a la misma mujer, Juana I de Castilla, esposa del primero, Felipe, y madre del segundo, Carlos.

No voy a rasgarme las vestiduras por una mera cuestión de legitimidades. Nuestra añorada Isabel la Católica se autocoronó en un golpe de estado contra Juana, la legítima heredera como hija del rey Enrique IV, hermano de Isabel, al precio de una guerra civil, una modalidad de fuerte arraigo en España.

Fernando el Católico, un artista de la propaganda, basó los derechos de su esposa en que aquella Juana no era hija legítima de Enrique sino de Beltrán de la Cueva. Fernando y sus cronistas consiguieron que Juana recibiera el infamante mote de la Beltraneja y Enrique el de Impotente. Es imposible dirimir la veracidad de estas especies, pero cabe la consideración de que si los hijos adulterinos hubieran sido excluidos de la línea sucesoria a lo largo de la historia, hace tiempo que se hubiera acabado la monarquía.

Por fin ha venido el rey cuando todo estaba sofocado y se ha acabado la fiesta. Ha proclamado solemnemente el perdón, exceptuando del mismo a doscientos noventa y tres comuneros. No podía castigar a todos los implicados, porque se hubiera quedado sin súbditos, sin manos para trabajar, sin pecheros que pagaran los impuestos. A Padilla le persiguió hasta después de muerto. Derribó las casas que él y su familia tenían en Toledo y el solar fue cubierto de sal para que no volviera a nacer la hierba.

Todos ansiábamos la paz, sabiendo que sería injusta, aunque nos arrebatara el sueño de libertad y de un gobierno elegido, temporal y responsable, bajo la indiscutida pero limitada autoridad de la corona. Sin embargo, los sueños nunca mueren y tarde o temprano nos regiremos en democracia como en la antigua Grecia o como lo hacen ahora Venecia y las demás repúblicas italianas, pues todos nacimos iguales y libres.

Como escribiera el comendador mayor de Castilla a Carlos I: España le puso los cuernos con su enamorado, que hoy es la Comunidad y mañana Dios sabe quién. Ha nacido un nuevo mito. No son pocos los nobles y plebeyos que le pondrían los cuernos al emperador con su hermano, el infante Fernando, que, nacido en Alcalá de Henares, fue criado y educado en España por los Reyes Católicos.

Carlos, que es tirano pero no tonto, le ha neutralizado por el momento sacándole de España a toda prisa y despidiendo a los Guzmanes, sus ayudantes, cabezas de la rebelión leonesa.

Como he dicho, la vida de Juana volvió a la sórdida rutina anterior a nuestra llegada a Tordesillas, agravada por el cruel comportamiento de los marqueses de Denia, que extremaron las medidas para que el aislamiento de la reina fuera más riguroso que en el pasado.

De nada sirvieron los ruegos y consejos de los grandes, incluso de los muy grandes, del cardenal y del almirante. El rey solo escuchaba los mensajes del marqués de Denia que ridiculizaba a los nobles que pedían médicos y un trato humano para doña Juana. En su opinión, no había mejor medicina que la del palo, una prescripción compartida por el condestable.

Lo que sí cambió fue el estatus de la infanta Catalina, sobre todo desde el momento en que el rey comunicara a su hermana su decisión de casarla con Juan III, el rey de Portugal, uno de los más prósperos de Europa. La situación de la infanta había mejorado desde finales de 1521, cuando recibió una asignación de su hermano de mil ducados que subieron a mil quinientos el año siguiente.

Catalina pudo permitirse sufragar los costes para que se corriera un toro en su honor y encargó joyas a su platero Diego Martínez, entre ellas un collar con cincuenta cuentas de oro, un gorjelín de oro, un hermoso diamante y un collar y cascabeles de plata para su perra. A su sastre Juan Valenciano le ordenó la confección de un vestuario muy variado entre el que destacaban varios vestidos hilados con oro.

Sor Inés, mi fiel enamorada, me había proporcionado una carta que le había enviado la hermana Luisa, su homóloga de las clarisas de Tordesillas, por la que nos enteramos de las últimas novedades. Sor Luisa explicaba en su misiva:

Aquí todo está patas arriba desde que, el 3 de octubre, llegó el rey para cuidarse de los esponsales de su hermana, la infanta. Su alteza está exultante y muy agradecida a su hermano, que la casa con Juan III, el joven y rico emperador de Portugal, el reino más próspero de Europa. La reina Juana está, sin embargo, muy triste por la próxima marcha de su hija querida, su único acompañamiento en su largo cautiverio. La infanta expresa su dolor por la separación de forma excesivamente dramática, incluso ha tenido un desvanecimiento bastante convincente, pero se la nota exultante.

Su hermano el rey le ha asignado mil quinientos ducados que vuelan de su mano antes de recibirlos. Jaime no se lo podrá creer, pero la marquesa de Denia se ha hecho muy amiga de ella y le adelanta lo que necesita, y las marquesitas le hacen todo tipo de reverencias y aceptan su prioridad en el uso del retrete.

El rey la ha colmado de joyas y otros valiosos presentes. ¿Te puedes imaginar de dónde han salido tales tesoros? Seguro que Jaime sí se lo imagina. Me cuesta poner esto por escrito y pido a Dios que esta carta no caiga en malas manos. Lo mejor es que la quemes en cuanto tú y tu amado la hayáis leído.

Pues bien, todos estos tesoros se los ha requisado el rey a su madre sin el conocimiento de esta. Don Carlos ha ido más lejos en su expolio hasta el extremo de pagar la dote acordada con el rey portugués del peculio de la reina sin poner él un solo ducado.

Es más, el rey ha sacado del baúl de su madre mucho oro para su propio bolsillo como ya lo había hecho, por cierto, cuando en 1519 se casara su hermana mayor, Leonor, con el monarca portugués Manuel I, que solo le duró dos años. La madre Clementina no lo creía hasta que le dio cuenta de ello el confesor de la reina y de la infanta, fray Juan de Ávila.

La infanta Catalina se lo confirmó justificándolo a su manera. Asegura que su madre no lo necesita y que si estuviera en sus cabales se lo entregaría ella misma. Ahora Clementina, nuestra querida y admirada superiora, está indignada tanto por el robo real como por la actitud de la infanta, que siempre ha sostenido que la reina estaba sana y ahora ha tomado el partido de sus carceleros.

La marquesa de Denia se había ocupado de la operación quedándose para ella misma valiosas joyas con permiso del emperador, que estimaba justo proporcionarle una comisión. Arramplaron con todo: piedras preciosas, colgantes, collares, gargantillas, cruces, cadenas de oro, cinturones, anillos, pulseras, alfileres para el sombrero, medallones, camafeos, botones, lazadas, platería, libros, manuscritos iluminados, pinturas… La infanta asistió excitada a la rapiña sin sentir remordimiento alguno al requerir las joyas más queridas por su madre: el joyel del penacho con diamantes, el joyel del Jesús con cuarenta diamantes, trece rubíes y perlas colgantes, el de la estrella, un rubí y diamantes con tres grandes perlas, el del avestruz con un gran rubí, el del corazón, una esmeralda y una perla colgante unidas a una cadena de oro con representaciones de las cinco llagas de Cristo, el de las flores, el de oro de unas hojicas, un gran rubí con siete perlas que su marido Felipe el Hermoso le regaló cuando nació su hijo Fernando; una gargantilla compuesta de treinta y cuatro eslabones de oro en forma de A, inicial de la casa de Austria, otra joya en forma de P, la inicial de su esposo en francés, Philippe, engarzada con seis diamantes y una perla, una cruz de San Andrés de cinco diamantes que era de la madre de su esposo y que este regaló a Juana en el año nuevo de 1497; un gran diamante punta con tres perlas colgantes en forma de garbanzo y muchas otras maravillas que tan buenos recuerdos traían a la reina. Todo el oro y la plata los fundió el emperador sin cuidarse de que tenían para Juana un valor que no se compra con dinero, como las joyas que le regalara su madre, la reina Isabel.

Sor Luisa revelaba en su carta algo que sorprenderá a Alonso. Resulta que su alteza la infanta Catalina, que tanto porfiara expresando ante mi amigo sus temores de que su hermano la casara con algún monarca vejestorio, había sido prometida por el rey antes de que llegáramos a Tordesillas con Juan Federico de Sajonia, más joven que Catalina, hijo del elector de Sajonia.

Don Carlos quería ganarse con este matrimonio al elector para que votara a su favor para lograr la corona imperial. Pero, conseguida la corona, el emperador perdió interés por este enlace, quizás porque el elector se había convertido en el principal valedor de Lutero. Para justificar la disolución del contrato matrimonial, el rey pidió a Catalina que fuera ella quien lo rompiera, apelando a razones de conciencia. Las mujeres nunca nos lo cuentan todo, amigo Alonso, y si nos lo cuentan lo hacen a su manera.

Las circunstancias son a veces caprichosas y también lo serán las de la boda con Juan III. Poco antes de que muriera el padre de este, el rey Manuel I, don Carlos había urdido la boda de su hijo Juan, que tenía dieciséis años, con la infanta Leonor, hermana de Catalina. Sin embargo Manuel I el Afortunado, que acababa de enviudar de la infanta María, hermana de la reina Juana y tía de Catalina, se encaprichó de Leonor y convenció a Carlos de que era conveniente para ambos reinos que la nueva reina fuera una princesa española, como lo habían sido sus dos esposas anteriores: Isabel y María, hijas de los Reyes Católicos. Leonor, la hermana de Carlos y de Catalina, tenía cuando se casó veinte años, y su esposo cuarenta y nueve. Catalina se casaría, pues, con el hijastro de su hermana Leonor.

Juan, muy enamorado de esta, nunca perdonó a su padre que le usurpara su prometida. Jamás la apartó de su corazón y abrumado por la melancolía se entregaría al consuelo de las devociones religiosas. Cuando, a la muerte de su padre el rey Manuel, subió al trono el joven como Juan III, el nuevo monarca, fiel a los intereses de su reino, mantuvo la apreciada alianza con el emperador aceptando casarse con Catalina, es de suponer que con escaso entusiasmo. Cuando se casen, el próximo 2 de febrero si Dios quiere, el rey Juan habrá cumplido veintidós años y la infanta Catalina, dieciocho. A este respecto no podrá quejarse.

Ya veremos si nuestra infanta, esta joven bella, graciosa y culta, con un alto concepto del papel de la mujer, consigue ver realizados sus sueños. Conociendo su carácter, sus artes de seducción y su sentido práctico, estoy seguro de que cuidará de los intereses de su nuevo reino pasando, si fuera posible, por los de su hermano. También estoy convencido de que el rey de Portugal, de carácter blando y melancólico, se rendirá ante el fuerte carácter de la nueva reina, la infanta española doña Catalina de Habsburgo.