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JUANA VUELVE AL ENCIERRO Y NOSOTROS A CASA

Pliego escrito por Alonso de Torrelaguna. Diciembre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Padilla no estaba errado. El condestable había entrado triunfalmente en Burgos el 1 de noviembre tras conceder todo lo que la ciudad le pedía. El día 18, la Junta le relevó del mando y le dio el bastón de capitán general a Pedro Girón, y Padilla, muy dolido, regresó a Toledo, la madre de la revuelta, con sus tropas y de nada sirvieron las apelaciones de la Junta para que regresara a Tordesillas.

A finales del mes, don Pedro Girón inició la marcha hacia Medina de Rioseco, situándose en Villabrágima, a unos pasos de la ciudad, dispuesto a dar la batalla final a las tropas del emperador. Pero el 3 de diciembre, ante la sorpresa de comuneros y caballeros, Girón enfiló la ruta de Villalpando, que tomó sin dificultades ni fruto alguno, dejando libre para sus enemigos el camino a Tordesillas. La ciudad, desguarnecida, no tenía posibilidad alguna de defensa ni nosotros necesidad de seguir en ella.

—Hacéis bien en marcharos —suspiró la infanta Catalina—, mejor teneos lejos que muertos.

—Nos gustaría quedarnos como cronistas de la batalla de Tordesillas, pero Jaime y yo nos hemos comprometido en exceso con la causa para poder hacer nuestro trabajo libremente con el respeto de ambos bandos, como hiciera Jaime en Medina del Campo.

—No sé si os dije, alteza —explicó Jaime—, que yo me valgo de la estrategia del gato que se defiende huyendo.

—El pobre gato Juan no tuvo esa posibilidad —reflexionó Catalina—. No vio venir al enemigo que se escondía en la trucha. Os voy a echar mucho de menos. Han sido cuatro meses libres, alegres, maravillosos. Ahora nos toca soportar a los Denia, esclavas, tristes y desesperanzadas.

—La guerra no ha concluido, alteza —dije con buen ánimo—. Tordesillas cae por la traición de Girón, pero las fuerzas de la Comunidad siguen siendo muy superiores a las reales.

—Ya os había prevenido sobre Girón… Tampoco me fío de Laso, como te dije, Alonso. Supongo que ahora pedirán perdón a Juan de Padilla y le devolverán el bastón del que nunca debieron desposeerle. Es noble, sencillo y valiente. ¿Y ahora qué vais a hacer?

—Nuestra misión, que conocéis bien, ha terminado.

—Y con éxito. Lograsteis hacer a mi madre reina efectiva. Por cierto, la reina ha preparado una cena para vosotros. Os ha tomado aprecio. No me habéis dicho qué vais a hacer ahora.

—Pues cada mochuelo a su olivo, alteza. Jaime a Segovia con su monja y yo a Toledo con mi mujer; a seguir luchando con la pluma, que es lo nuestro; hay mucho que contar y hay que contarlo bien, infanta. ¿Y vos?

—Veremos si los Denia han aprendido la lección y nos dan otro trato; en estos momentos es arriesgado hacer planes. Me refugiaré en la música y en mis lecturas. Me preocupa más mi madre; me aterra que vuelva a ser recluida en su cámara después de haber catado las mieles de la libertad y del poder, aunque sé que tiene mucho aguante, ya veremos.

—Bien, nos veremos esta noche —se despidió Jaime—. Yo voy a hacer cuentas con los actores que representaron nuestros pliegos en las fiestas y a despedirme de Santiago y de las buenas clarisas.

—Despídeme de ellos, Jaime, por si no tengo ocasión de hacerlo personalmente. Supongo que la hermana Luisa os obsequiará con muchos recados para tu monja Inés.

—Ya, supongo que no tienes tiempo que perder…

Garcillán, ejerciendo de Celestina, no desaprovechaba ocasión de dejarnos solos a la infanta y a mí para una despedida que exigía intimidad. En esta ocasión, no hubo resistencia por mi parte ni por la de Catalina, que sonrió agradecida.

—Si te parece, Alonso, podríamos dar un paseo por la vereda del Duero. Ojalá no fuera el último. Este río, que hasta ahora veía fluir desde mi ventana sin apenas reparar en él, estará asociado para siempre a ti en mi memoria.

—El pensamiento es lo que cuenta, alteza, pero esperemos que no sea el último. Rezaría por ello si mis plegarias no fueran contraproducentes, pues Dios no me ha concedido el don de la fe.

—Pues rezad a Eros, que yo lo haré al Dios cristiano, aunque me apoyaré también en Afrodita, así, con una doble recomendación, mis deseos tendrán que ser atendidos.

—Es, desde luego, la diosa más popular del Olimpo, así que yo también me encomendaré a ella y no solo a su hijo Cupido. Espero no caer en el error de Anquises.

—El humano del que se enamoró la diosa. Veo que estás versado en la mitología griega. —La infanta soltó una carcajada—. Efectivamente, Anquises se perdió por irse de la lengua, algo irresistible para un cronista.

—Afrodita le prohibió que divulgara su amor, pero lo que más deseaba el afortunado Anquises no era tanto trastearse a una diosa como divulgarlo entre sus amigos mortales.

—Y Afrodita le castigó dejándolo ciego. Que te sirva de lección.

—Desgraciadamente, no tengo nada que contar al respecto. No osaré amores con la diosa.

—Pero puedes presumir de que la diosa enloquece por ti —dijo Catalina al tiempo que tomaba mi mano.

—Es que Zeus ha castigado a su alteza con la ceguera.

—Me gustaría que trocaras el alteza por amor.

—Alteza, no tentéis a este pobre mortal y no os expongáis vos.

—La verdad es que te envidio. Ahora vuelves con tu mujercita que te espera amorosa en Toledo, cumplirás como un caballero, probablemente le hagas un hijo y después, ¡hala!, a por nuevas aventuras donde no te faltarán damas o plebeyas que cautivar.

—Mis aventuras son más prosaicas que las de Amadís de Gaula. No rescato doncellas cautivas. Mis empresas son más banales, señora.

—Y las mías más aburridas. Nadie me liberará de mi tedioso cautiverio. Cuando entren las tropas del cardenal, Tordesillas dejará de ser la corte de la que hemos disfrutado durante un verano, el verano revolucionario. La corte se instalará probablemente en Valladolid, que está a pocas leguas de aquí, pero infinitamente lejos para quien no pueda salir del pequeño espacio que va del palacio al convento de las clarisas.

—Hasta que vuestro hermano el rey os lleve en volandas con las alas de Eros a un reino donde seréis reina, esposa y madre.

—Cógeme fuerte del hombro, Alonso, que tengo frío.

Caminamos en silencio un largo rato. No hacía falta hablar para compartir el agudo puñal de la separación, de una despedida que, para qué nos íbamos a engañar, sería definitiva.

La reina nos recibió en su cámara. Jaime y yo nos arrodillamos, pero doña Juana nos hizo levantar con un gesto y nos tendió su larga y delicada mano que encontré muy fría. La cena tendría lugar en la intimidad, con pocas músicas y un sucinto protocolo y sin más luz que la que nos proporcionaban las lámparas de aceite. En la mesa, cubierta de blanco, destacaba como en un bodegón que el veneciano Jacopo de Barbari había trabajado para Felipe el Hermoso una hermosa sinfonía de frutas.

El maestresala había colocado las frutas con un fino criterio pictórico, en una bella combinación de colores: el rojo de las cerezas, el naranja de las naranjas junto al amarillo de los limones, en contraste con el verde de las uvas y destacando por su elegancia coronada la cálida impronta de las granadas.

A pesar de que un buen banquete debía iniciarse con la fruta, no era una oferta que me convenciera, por mucho que los médicos aseguraran que era lo más saludable.

—Me abandonan mis más fieles vasallos —dijo melancólica doña Juana—. Os merecéis títulos de nobleza, pero mucho me temo que a esta reina se le van a retirar de nuevo sus prerrogativas, así que tendréis que conformaros con mi agradecimiento de mujer.

—Haber tenido la oportunidad de serviros es, señora, nuestro más valioso título.

Juan, desde el otro mundo, también os está reconocido por aclarar y vengar su muerte. Era un gato clarividente que me quería de veras. Murió por salvarme la vida. No sé si merecía la pena.

—¡Señora!

—Pero, en fin, no nos entristezcamos; esta cena de despedida, esta última cena, debería transcurrir con alegría.

La reina agitó su campanilla de plata y apareció el maestro de capilla, Martín Sánchez.

—He pedido a Martín que abra su recital con Alta, una pieza de Francisco de la Torre muy apreciada en la corte de mis padres. Después ejecutará música para vihuela de mi inolvidable maestro, el padre Juan de Anchieta, a quien mi hermano Carlos acaba de retirar de la capilla real con todos los honores y con todos sus maravedíes, que seguirá percibiendo mientras viva.

Concluida la primera parte del concierto, apareció el maestresala, quien nos cantó los platos de la cena que, según instrucciones de su alteza, sería ligera.

—No conviene que carguéis si mañana tenéis que partir al alba. Estáis bien alojados, supongo.

—Nos ha aposentado en una alcoba muy confortable con vistas al Duero. Estamos muy agradecidos, señora.

—Y yo de que hayáis aceptado pasar unos días en palacio. Vuestra presencia me ha dado seguridad y una amable compañía. ¿Disponéis de cabalgadura?

—Sí, alteza, hemos dispuesto de los caballos que nos prestó en Segovia Bachiller de Guadalajara. Son de fiar, son rápidos y nobles.

—Lo que no se puede decir de muchos palaciegos. Todavía me asombra la traicionera maldad de mi secretario.

—Ahora rinde cuentas ante Dios, señora.

—Pues que Dios le perdone; yo también le he perdonado. ¿Creéis que mi hijo lo consintió?

—No podría asegurarlo, alteza. De lo que tengo constancia es de que el obispo de Burgos se valió de su nombre, quizás en vano.

—No me cabe en la cabeza que Juan de Fonseca, un hombre de Dios que tantos servicios ha cumplido a la corona, a mi querido padre, que Dios tiene en la gloria, y a mí misma, tramara tamaña vileza.

—Este hombre se cree que Dios le ha dado licencia para matar. Es un obispo duro y soberbio que está convencido de que puede utilizar cualquier medio por infame que sea en aras del mantenimiento de lo que él considera el divino orden del mundo.

—El fanatismo extravía el entendimiento, incluso el de los hombres más sabios como este ilustre prelado.

No me sorprendió demasiado que no nos sirviera Matilde. Dos muchachas de buena estampa nos pusieron los aguamaniles de plata con agua de rosas y se marcharon con paso ceremonioso bien ensayado. A continuación, entraron cuatro sirvientes que nos colocaron un caldo de carnero.

El probador metió una cuchara de madera y probó el de la reina. Lo olió, lo saboreó lentamente apalancando con la lengua el caldo contra el paladar, lo tragó en pequeños sorbos, se limpió la boca con una servilleta e inclinó la cabeza ante doña Juana con gesto de complacida aprobación. Luego, se sirvió un poco de vino en un adminículo dorado unido a una cadena bañada en oro que le colgaba al cuello. Movió el vasito de plata con destreza y zambulló su prominente nariz, lo movió circularmente con energía sin que cayera una sola gota, lo volvió a oler y pareció satisfecho con el veredicto de su apéndice nasal; entonces se echó a la boca el contenido de la vasija y tras saborearlo con suprema concentración dio su aprobación definitiva.

—Es un magnífico vino de San Martín de Valdeiglesias —explicó—. Espero que disfruten sus altezas y vuestras mercedes.

El vino llegó acompañado por unos torreznos humeantes, unas almendras fritas, unas aceitunas negras y unos pastelitos de venado que me compensaron de la saludable fruta que por cortesía me había visto obligado a comer.

El entrante, un asado de ternera a la naranja bellamente presentado, llegó acto seguido, al tiempo que aparecía el maestro de capilla seguido por sus ministriles y cantores.

—Señora —anunció el maestro—, si os place, cantaremos un ramillete de villancicos, canciones sencillas y alegres del pueblo, tanto navideñas como profanas, con motivos de amor y otros temas de la vida corriente.

—Son, en efecto —añadió la reina—, cantos de villanos, de ahí su nombre, pero han entrado en los palacios con buena acogida por parte de todos, sin por ello desmerecer la música culta. El repertorio ha sido seleccionado por la infanta Catalina, que sabe mucho de música y que la ejecuta con notable virtuosismo.

—He pedido al maestro que empiece por un villancico religioso y culto de Mateo Flecha el Viejo, titulado Riu, riu, riu. Después iremos a los más sencillos de tema amoroso y pastoril.

Me gustaban más las ensaladas de Mateo Flecha padre, pero aquel Riu, riu, riu tenía ritmo pegadizo y desprendía sencilla elegancia. Era un homenaje a la Virgen, a la que se la liberaba por decreto de todo pecado, incluido el original. Se me quedó grabado el estribillo.

El lobo rabioso

la quiso morder,

mas Dios poderoso

la supo defender.

Los otros villancicos, en su mayoría anónimos como voces del pueblo, eran amorosos. Me pareció que la infanta los había seleccionado con picardía. Uno de ellos se quejaba:

Cómo puedo yo vivir

si el remedio tras que ando

no tiene cómo ni cuándo.

Uno de ellos, muy sentido, sí tenía padre: nada menos que Juan del Enzina. El estribillo todavía permanece en mi memoria:

Yéndome y viniéndome fui enamorando,

una vez riendo

y otra vez llorando.

Me emocionó el de Gabriel Mena:

Males que no tienen medio,

pues vara tener remedio,

el remedio es no curarlos.

Y este otro, anónimo en su concepción, pero que señalaba al remitente:

Veros harto mal ha sido,

mas no veros peor fuera;

no quedara tan perdido,

pero mucho más perdiera.

El segundo parecía una cita apremiante:

Si la noche hace oscura

y tan corto es el camino,

¿cómo no venís, amigo?

La media noche es pasada

y el que me pena no viene…

La capilla se despidió con una canción atrevida:

Tan mala noche me distes,

serrana, dónde dormiste.

A ser sin vuestro marido

y sola sin compañía,

fuera la congoja mía

no tan grande como ha sido.

No por lo que habéis dormido,

mas por lo que no dormiste,

tan mala noche me distes.

Los músicos y cantores se marcharon premiados por sinceros aplausos.

—Entonces dais por seguro que es inminente la toma de Tordesillas por las tropas del cardenal —retomó la conversación la reina.

—Muy inminente, señora. Se han producido escaramuzas en Peñaflor con mal resultado para nosotros, así que pronto estarán aquí. El pueblo luchará con toda su alma, pero no tenemos fuerza para enfrentarnos con alguna posibilidad de éxito con las tropas del rey y de la nobleza, que caminan ahora a un mismo paso. Solo contamos con doscientos caballos y quinientos infantes. En dos o tres días su alteza podrá recibir al regente, al obispo de Tortosa.

—Espero que no se atreva a presentarse ante mí el obispo de Burgos.

—Lo hará con el mayor aplomo y probablemente encantado de que no haya sido necesario acabar con la vida de su alteza. En algo se tiene que notar que es un hombre de Dios y fiel vasallo de la corona.

—Y dices que el culpable de vuestra derrota es don Pedro Girón.

—Así es, señora, Girón nos ha traicionado y se ha pasado con sus tropas al cardenal.

—¿Y el intrépido obispo sexagenario?

—¿Su reverencia Antonio de Acuña, el obispo de Zamora? Se ha marchado con sus curas a Toro. Padilla volvió a Toledo y Laso anda por ahí zascandileando. Mucho nos tememos que se pase también al cardenal.

—¿Vuestra santa causa se la ha llevado entonces por delante el diablo?

—El mayor descalabro es haber perdido a la reina nuestra señora, pero la guerra no está perdida; de hecho, apenas ha comenzado. Todavía no se ha entablado una batalla propiamente dicha, pues los realistas la rehuyeron cobardemente en Rioseco; aún tenemos más tropas y más dinero que el rey.

—La reina nunca olvidará vuestro comportamiento, verdaderamente caballeresco, más noble que los nobles y caballeros que se han afanado en mi deservicio; habéis mostrado más consideración que mi propio hijo. Yo no firmé vuestros pergaminos ni he firmado los que quería Carlos.

—Nosotros respetamos vuestras razones, señora, como yo respeté que no firmarais los que os ponía delante vuestro esposo a la muerte de nuestra llorada Isabel la Católica, hace ya catorce años.

—Nunca firmaré nada. Tampoco parece que mi firma tenga mucha importancia; vosotros habéis actuado con entera libertad en mi nombre, lo mismo que hacía antes mi hijo y tal como seguirá haciendo. La diferencia es que con vosotros yo era libre y mi hijo, el príncipe Carlos, me volverá a encerrar a cal y canto en esta jaula dorada. Veréis cómo los Denia, mis desaprensivos cancerberos, entrarán con las primeras lanzas que entren en Tordesillas. No os podéis imaginar lo que me han hecho sufrir estos ladrones.

La reina bebió de un trago una copa del vino de San Martín y cambió de tema.

—Este vino se deja beber. Realmente los españoles son mucho mejores que los flamencos y los que en Flandes me servían de Francia, de Alemania y de otras partes de Europa. Este tinto se lleva muy bien con el asado de ternera.

—Me alegro señora de que hayáis recuperado el gusto por la comida. Se dice que os negabais a comer durante vuestro cautiverio.

—Así es, yo no soy un pájaro para la cautividad. Solo comía queso, membrillo y algo de fruta. Protestaba con ello del mal trato que me inferían la marquesa de Denia y las malas mujeres; protestaba negándome a comer y a ir a las misas y administración de sacramentos. Me quedé muy delgaducha, pero en estos meses de libertad he ganado peso y mejorado mi color. Os lo debo a vosotros.

Llegaron los postres, todo un despliegue de tortas y frutas de sartén, generosamente cubiertas de miel, y una buena selección de rosquillas, bizcochos y mazapanes. Y con los postres, los vinos generosos de Andalucía. La cámara real se había caldeado por efecto de los troncos de encina que un criado dedicado exclusivamente a esa función colocaba en la chimenea. La cara de la infanta, brillante y colorada, y sus ojos dilatados acusaban el efecto del vino más que el de la chimenea.

—Levantemos la copa —propuso la infanta— en reconocimiento de la amistad verdadera, porque esta triste despedida sea enmendada por la alegría de un próximo reencuentro. Para que nos veamos pronto en un reino en paz.

Los cuatro chocamos emocionados nuestras copas y bebimos su contenido de un solo trago.

—¡Que así sea! —añadió la reina.

—Señoras, permitidme que exprese nuestros más sinceros sentimientos —tercié con un hilo de voz—. Jaime y yo, vuestros fieles vasallos, no olvidaremos jamás, señoras, este momento ni todas las muestras de amistad que nos habéis otorgado. Ojalá volvamos a vernos en un reino más justo y en paz como pide la infanta.

—Que así sea —corroboró Jaime, y volvimos a chocar nuestras copas.

Esta ceremonia de chocar las copas y expresar un deseo, sellar un acuerdo o celebrar un acontecimiento feliz es muy antigua y está originada en la desconfianza. El choque de las copas se hacía para que salpicaran unas gotas mezclándose el contenido de las mismas conjurando así el miedo al envenenamiento. En este caso, evidentemente, no había tal peligro y, por el contrario, expresaba una comunión de propósitos y el sello de la amistad.