EL PRINCIPIO DEL FIN
Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Noviembre y primeros días de diciembre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Padilla, barba en mano y cabeza ligeramente caída hacia adelante, medía la sala de mando de la fortaleza una y otra vez con rápidas zancadas; diez pasos de sus largas piernas para un lado y otros diez para el otro. De vez en cuando, se paraba en seco, pasaba la mano por su negra pelambrera o acariciaba su poblada barba igualmente negra y levantaba los ojos al artesonado techo. Al poco tiempo volvía a sus zancadas ajeno a nuestra silenciosa presencia, la de Bachiller de Guadalajara, la de Jaime y la mía, que le observábamos desde nuestras sillas de tijera. Finalmente, el capitán general de la Comunidad rompió el silencio agitando con energía una campanilla de bronce. El asistente, un soldado toledano con buena planta, se personó en el acto.
—More —ordenó Padilla—, tráenos una jarra de vino y cuatro vasos. Y pon también queso bien curado, si es manchego mejor, y algunos embutidos, aunque sean sorianos.
—A las órdenes de usía, voy volando. —Y More salió a toda prisa y volvió de inmediato con el pedido, lamentando no poder ofrecernos chorizos de su tierra, en su opinión, los mejores del mundo.
—Aquí no disponemos de las copas de cristal de Murano con las que nos obsequió la reina, pero nuestro vino no desmerece el suyo y nos sentará divinamente, aunque los vasos sean de tosco castrense. Debo reconocer que el vino de esta tierra es mejor que el de Toledo, pero en el comer aguantamos la comparación. Echo de menos las perdices que me preparan en casa, la caldereta de cordero, los mazapanes y el buen aceite de La Mancha. ¿No te pasa a ti lo mismo, paisano?
—Es que no hay nada como la comida de casa, Padilla —apoyé sincero y melancólico—. Las perdices al modo de nuestra tierra no tienen igual y algo hace el aceite de nuestros olivos, el mejor del mundo. Cocidas a fuego lento hasta conseguir la ternura adecuada, rehogadas con cebollas y zanahorias, escanciadas con algo de vino tinto, que tampoco es malo el de La Mancha, amenizadas con unos granos de pimienta y coronadas con el laurel de la victoria desprenden estas deliciosas princesas de la caza, grandes andadoras del llano, un aroma irresistible que no defrauda al hincarle el diente.
—Para, Alonso, no te embales que se me hace la boca agua… bien que las echo de menos y sobre todo ahora que llegan los fríos. Esta fortaleza amenaza ruina y deja pasar el frío con liberalidad. El vino es aquí de primera necesidad.
—Tampoco el palacio es una maravilla —apunté para consolarle.
—Pero al menos hay buenas chimeneas. Bueno, no me quejo, que en peores garitas he servido. El que mejor vive es Bachiller, en el mesón de Peláez. Allí no falta calor, buen yantar, generosas bebidas, ni mujeres de buen ver no menos generosas.
—Soy casado, Padilla.
—También lo soy yo, y con doña María Pacheco, una formidable hembra con quien uní mi vida hace nueve años gozosos; la echo de menos, a ella, a nuestro querido hijo, Perico, y a mi buen suegro, que es para mí como un padre, pero el buen ver de una moza alegra el ojo cristiano y no menoscaba lo sagrado que tenemos en casa.
María Pacheco es, desde luego, una real hembra de mucho carácter; todo un hombre, se podía decir. Es hija de un Mendoza, don Íñigo López de Mendoza, marqués de Mondéjar, y de una Pacheco, Francisca, hija del marqués de Villena.
A su lado, los Padilla, sin ánimo de desmerecer su linaje, son poca cosa. Los Mendoza son mucho Mendoza y don Pedro González de Mendoza, el que fuera arzobispo de Toledo antes que Cisneros, era considerado en tiempos de los Reyes Católicos como el tercer rey de España. Las malas lenguas propalan que si Padilla se había metido en Comunidad fue por la ambición de María, que quería hacer a su esposo virrey de las Españas, o quién sabe si rey.
Pocos entendieron un matrimonio tan desigual teniendo María tan altos pretendientes. El padre de Juan de Padilla era Pedro López de Padilla, un hidalgo muy querido que fue corregidor de Toledo. Yo creo que si María la Brava se casó con Juan, fue por indicación del padre de aquella, que supo ver los grandes méritos de Padilla. Este no exageraba al decir que don Íñigo, el marqués de Mondéjar, era como un padre para él. María la Brava, la Leona de Castilla, era de ambición ilimitada y de un valor a toda prueba.
—Creo que me traéis malas noticias, amigos —dijo Padilla, sentándose frente a nosotros.
—No son las mejores, aunque podían ser peores —resumí el diagnóstico.
—¿Eres gallego, acaso?
—Bien sabes que soy de Torrelaguna, aunque recriado en Toledo, que es mi verdadera patria, pues es allí donde me hice un hombre bajo la generosa protección del cardenal Cisneros de gloriosa memoria, mi ilustre paisano. La nueva que te traemos es que han tratado de matar a la reina y que ahora intentan secuestrarla.
—¿Y cómo podían ser de peores, Alonso?
—Podían haberla matado, pero la salvó su gato.
Me extendí en los pormenores que el lector conoce. Padilla se mesó la barba y extrajo de ella una muestra de pelos que hizo volar de un vigoroso soplido.
—Son sucesos graves que no quedarán sin castigo, pero eso no es lo que más me preocupa. Amigos, con vosotros puedo sincerarme. —Padilla bajó la voz—. Tenemos el mal dentro, y mucho me malicio que pronto tendremos a los carlistas en Tordesillas y secuestrarán a la reina para siempre.
—Pero nuestra fuerza militar es superior. Nosotros administramos los ingresos fiscales del rey y el cardenal ha huido a Medina de Rioseco con el rabo entre las piernas. El rey no tiene ni un maravedí —repuso Bachiller.
—El tirano está a punto de conseguir un préstamo de Manuel I de Portugal y algunos nobles y grandes comerciantes se están rascando los bolsillos, con lo que está rehaciendo su ejército, pero no es esto lo que más me preocupa. Como os decía, tenemos el mal dentro. No me fío de Laso, a quien lo único que le mueve es su ambición por ser señor de Toledo; desconfío también de los caballeros que están con nosotros, pero que no comulgan con nuestra causa; se han enrolado por motivos egoístas y están siendo hábilmente trabajados por el condestable, ese viejo zorro, virtuoso en el soborno y el engaño. Hemos recibido con satisfacción en nuestras filas a los nobles y caballeros para dar categoría a nuestra causa y, ahora que el condestable está dispuesto a prometerles lo que piden, podemos temer la traición.
En aquel otoño las lenguas se movían con más celeridad que las espadas. La gente del común murmuraba que don Pedro Girón se había apuntado a la causa para hacerse con el ducado de Medina Sidonia, al que creía tener derecho; de hecho, se hacía llamar duque de Medina; que don Antonio de Acuña, el bravo obispo de Zamora, suspiraba por el arzobispado de Toledo; que el conde de Salvatierra ansiaba las Merindades; que Quintanilla soñaba con hacerse con Medina del Campo; don Pedro Pimentel con Salamanca, Ramiro Núñez con León y Carlos de Luna con Soria; que el abad de Compludo ansiaba ser obispo de Zamora; el licenciado Bernardino, oidor en Valladolid; Fernando de Ulloa quitarle el mando de Toro a su hermano; que Fernando de Ávalos buscaba venganza, y así todos.
—Amigo Padilla —corroboró Bachiller de Guadalajara—, lo que decís es bien cierto, pero el problema es más de fondo. Lo peor no es que los nobles y caballeros vacilen y sus oídos escuchen las promesas del condestable, falsas promesas, por cierto, pues don Íñigo de Velasco es muy ligero con su palabra, es taimado y sin escrúpulos. Lo peor, sin embargo, es que nuestra mejor gente, la más instruida y prudente, los letrados y hacendados de las ciudades están aterrorizados por los excesos de gentes de poco seso y ambición desorbitada.
No podía estar más de acuerdo. El pueblo llano, los comunes, en general sensatos, estaban siendo envenenados por pelaires, esquiladores, sastres, zapateros, pellejeros, zurradores, tintoreros y otras gentes de baja condición y malos instintos que se han descubierto a sí mismos como tribunos de la plebe.
En Valladolid, el frenero Alonso de Vega, comunero radical, apuntó con su ballesta al cuello del infante de Granada; Escalante le puso al condestable su arma en pleno rostro cuando salía de la iglesia mayor al acabar la misa mientras la gente gritaba: «Muerte a los tiranos»; Collantes le mostró una flecha señalándose el corazón y Bernal de la Roca le tiró un dardo por encima de la cabeza. Finalmente, los procuradores restablecieron la calma y facilitaron la salida de Valladolid al condestable, que se ha refugiado en su palacio de Briviesca.
—Cada día nos nacen nuevos caudillos —añadió Jaime—. Acordaos de Bobadilla, el tundidor de paños y pieles de Medina del Campo. Yo fui testigo de cómo acuchilló a Gil Nieto, de quien había sido criado, de cómo liquidó a Téllez, un librero cuyo único delito era ser un bocazas, y cómo se cargó al regidor Lope de Vera.
—Ahora —abundó Bachiller— ha puesto casa y se hace llamar señoría. No es el único caso: en Segovia tenemos que sufrir a Antón Colado, mi paisano, con quien Alonso tuvo unas palabras; en Salamanca, la gente está envenenada por el pellejero Villoria…
—Decís bien. Si no establecemos un mando único y actuamos con energía en el restablecimiento de la disciplina, esto se nos va de las manos —pronosticó Padilla.
—En mi opinión —tercié yo—, lo más grave no son estos excesos que, desde luego, no nos favorecen; lo peor es que responden al sentimiento de muchos que han visto la oportunidad de resarcirse de sus penalidades y de las de sus ancestros. Tienen poderosas razones y es de justicia atenderlas en la medida de lo posible, pero si no encauzamos el movimiento, no podremos ganar la guerra, que es lo primero.
—Ciertamente —corroboró Bachiller—, es peligrosa la deriva radical que está tomando nuestra causa. La gente ya no se conforma con limitar el poder omnímodo del rey con nuevas Cortes en las que estén bien representados; no les basta con exigir impuestos justos y que paguen todos y no solo los pecheros. Ahora quieren gobernar ellos y que el rey se limite a sancionar lo que le presenten a la firma.
—Requieren algo más —apuntó Jaime—, desposeer a los ricos, y me parece que eso es llevar la guerra demasiado lejos. Están imbuidos del espíritu de Espartaco.
—El conde de Buendía —opinó Padilla— ha sido el desencadenante de que el levantamiento contra la tiranía devenga en revolución. Los vasallos del conde, como los del condestable, los del conde de Benavente, los del duque de Nájera y demás, han empezado pidiendo que estos señoríos se hicieran de realengo, desposeyendo a los nobles de su jurisdicción, y ahora ansían desposeerles también de sus riquezas, quedarse con sus tierras.
La Santa Junta había tratado de poner orden en el asunto y restablecer la legalidad, pero al final tuvo que elegir entre los caballeros y el pueblo y se inclinó por este. La Santa Junta había ganado apoyos del campo sumando este a las ciudades, que eran la base del movimiento, pero los nobles, que inicialmente trataron de mantenerse al margen, se asustaron y estaban reclutando ejércitos para defender sus feudos y el orden real.
Al principio, los nobles creyeron que podían beneficiarse de la revuelta recuperando viejos privilegios que les habían arrebatado los Reyes Católicos, pero ahora que veían peligrar sus bienes y su cabeza, habían considerado, como decía Jaime, que la guerra había ido demasiado lejos y que era hora de evitar el mal mayor auxiliando con sus tropas y su dinero al monarca.
—Don Pedro Girón sigue con nosotros —dije para templar el pesimismo.
—Girón sigue con nosotros, por el momento, pero no es de los nuestros. Supongo que detectáis, como yo, movimientos en la Junta para sustituirme en el mando. ¿O me paso de suspicaz? —apuntó Padilla con amarga sonrisa.
—A mí no me dicen nada, pues saben la amistad que nos une, pero sí, algo he oído —admitió Bachiller—. Hay procuradores embobados con Girón, pero los de Segovia, Toledo y Madrid te seguiremos hasta la muerte. Mucho me temo que la mayoría de nuestra gente cree que el duque, con su categoría y experiencia, nos llevará a la victoria.
—Dios les oiga. Si yo lo estimara así, no me costaría un ardite ponerme a sus órdenes o si le molestara mi presencia no dudaría en regresar a Toledo. Pero creedme que Girón no es de fiar. Bastaría con que el cardenal le prometiera Medina Sidonia para que se le acabaran las ínfulas comuneras.
—Si me deja usía, yo acabo con ese fantasmón en menos que canta un gallo —se ofreció More.
—Supongo que por la fuerza de tu irresistible persuasión, amigo —ironizó Padilla.
—De la persuasión de mi amiga —aclaró More, señalando la escopeta que llevaba al hombro.
—Gracias More, pero será mejor que le perdones la vida y le demos otra oportunidad. —Padilla se volvió a mí—: ¿Qué opina la reina, Alonso?
—La verdad —reconocí, previendo el disgusto de Padilla— es que doña Juana desconfía de ti y prefiere a Girón y a Laso. Lo del conde de Buendía la tiene muy inquieta, pero teme aún más que la gente de su hijo entre en Tordesillas con los marqueses de Denia y la vuelvan a encerrar, esta vez para siempre.
—Amigo Alonso, has trabajado mucho y bien para que la reina se pusiera de nuestra parte y te has jugado la cabeza en el empeño. Ahora te toca hacerla entrar en razón. Que comprenda que los halagos de Laso y Girón pueden ser gratos a sus oídos pero también letales.
—Cruda tarea, Padilla, la de hacer que la reina entre en razón. Es muy inteligente, pero a veces se desentiende de todo y no hay forma humana de que descienda a la tierra. Solo Dios sabe lo que pasa por su cabeza.
—Más fácil le resultará a Alonso seducir a la infanta Catalina. —Jaime aprovechó la ocasión para burlarse de mí—. La infanta, amigos, ve por los ojos de Alonso y se bebe sus palabras como si de un elixir mágico se tratara; yo me malicio que se bebería algo más.
—La infanta es joven pero madura —consideré, fingiendo que ignoraba la pulla—. Catalina es, desde luego, el mejor camino para acceder a la reina, que la adora.
—Pues sigue ese ameno camino, Alonso. La reina, en su debilidad, es nuestra fuerza. Como decía, la carcoma trabaja desde dentro y pudiera demoler lo que hemos edificado con tanto esfuerzo.
—Me maravilla tu percepción, Padilla —observó Jaime—. Es de notable mérito percibir la tragedia cuando la Comunidad brilla en todo su esplendor, cuando nuestros adversarios tiemblan desesperados y no se sienten seguros en parte alguna. Disponemos en Tordesillas de una concentración de fuerzas como nunca se había visto.
Tenía razón Jaime: don Pedro Girón se había presentado con ochenta lanceros pagados de su bolsillo y con una tropa de quinientos soldados que habían desertado del ejército real; Maldonado traía de Salamanca mil infantes; don Antonio de Acuña había llegado con setenta lanzas reclutadas y pagadas por él y cuatrocientos clérigos de armas tomar; a lo que había que sumar las tropas de Bravo, de Zapata, del conde de Salvatierra… Todas las ciudades gritaban Comunidad. Los de Haro habían echado al conde de Haro, los de Dueñas habían expulsado al conde de Buendía… Y teníamos con nosotros a la reina propietaria, que si no firmaba, consentía, y unas Cortes bien representativas a quien todos los capitanes rendían su espada.
—Disponemos de fuerza y legitimidad —insistió Jaime— y, sin embargo, Padilla, a ti todo esto no termina de convencerte.
—Lo que dices parece cierto, Garcillán, pero a veces las apariencias engañan. Hoy por hoy, no hay fuerza militar que pueda hacernos frente sin caer fulminada por nuestras tropas. Lo que me preocupa no es el enemigo sino las discordias internas. No temo que nos ganen en el campo de batalla, sino que nos desmoronemos por virtud de nuestros propios méritos. Me preocupa que la gente de orden se inquiete por la deriva que está tomando la revolución. Ha sido una tragedia que Burgos se pase a la autoridad real y que Valladolid se lo esté pensando. Y mientras tanto, nosotros nos pavoneamos y nos creemos invencibles porque hemos reunido a veinte mil soldados.
—Piensas que el éxito podría matarnos, comandante —concluyó Jaime.
—Lo que pienso es que habría que aprovechar nuestra fuerza militar y política, que ha llegado a su punto más alto, para pactar con el rey. Estamos en condiciones de que Carlos rectifique y acepte nuestras propuestas básicas. De hecho, ya ha empezado a rectificar.
En efecto, Carlos había renunciado a los impuestos que le votaron en las Cortes de Santiago y La Coruña y había nombrando a dos castellanos —el condestable y el almirante— gobernadores, junto a su fidelísimo Adriano, cardenal de Tortosa. El emperador había iniciado su recuperación y contaba con un gobierno estable y seguro en Medina de Rioseco, una corte adónde iban peregrinando los nobles y caballeros, y además disponía de las tropas del almirante.
—Solo con el pacto, con un acuerdo digno y aceptable por ambas partes, alcanzaremos una paz definitiva —remachó Padilla.
—El rey tiene que entender que sus concesiones ya no son suficientes —apuntó Bachiller reticente—. Tendrá que gobernar de acuerdo con el pueblo. Carlos conoce nuestras propuestas, pero no quiere ni oír hablar de ellas.
—El memorándum que le enviamos el mes pasado era elocuente y respetuoso —meditó Padilla en voz alta—, pero el joven monarca es muy tozudo y refractario a los consejos del pueblo.
—Quizás fuera un poco arrogante en la forma —comentó Bachiller.
—A mí me pareció correcto, le dábamos el tratamiento de príncipe-rey y al final el de sacra cesárea majestad católica. Quizás lo de príncipe-rey debió molestar al joven y orgulloso monarca, pero es la pura verdad —observó Padilla.
—E iniciábamos el memorándum —matizó Bachiller— recordándole que las leyes de sus reinos, que obligan tanto a los príncipes como a los súbditos, disponen que deben estos guardar a su rey de sí mismo para que no haga cosas que perjudiquen a su alma ni a su honra ni a sus reinos. Debió de sentarle a cuerno quemado.
—Un bonito preámbulo —reconoció Padilla con sorna.
—Después apuntábamos razonables exigencias —remachó Bachiller—: que se cargue a todos sus consejeros; que castigue a los Fonsecas, a Gutierre Quijada, el siniestro corregidor de Medina del Campo; al infausto Ronquillo y a los demás malvados que arrasaron la ciudad y, lo que es más importante, que nos liberara a nosotros, los castellanos, de las cargas del imperio, pues, argüimos, cargados de razón, por supuesto, «que, siendo estos reinos los más ricos, se han convertido en los más pobres y menguados».
—Todo muy razonable —corroboró Padilla, que parecía haber recuperado el humor perdido—. Pero el joven cesar no solo no se dignó recibir a los mensajeros que las Cortes enviaron a Flandes, todos ellos muy discretos, sino que los mandó prender en cuanto superaron la frontera y a punto estuvo de pasarlos por las armas. Menos mal que, finalmente, se ha conformado con encerrarlos en sus mazmorras flamencas.
—¿Y seguís pensando en el pacto, Padilla? —tercié en la conversación—. Solo puede haber acuerdo cuando ambos bandos lo desean y están dispuestos a ceder algo, o mucho.
—Habría que intentarlo de nuevo. Al principio de toda negociación cada partido extrema sus exigencias y cuando parece que no hay nada que hacer es cuando más cerca se está de la avenencia. A veces, es mejor un acuerdo insuficiente que un choque victorioso que siembra resentimientos y no asegura una paz duradera. No vamos a renunciar a nuestros principios, que son nuestra dignidad, pero sí a algunas parcelas de poder.
Con estas palabras, Juan de Padilla parecía dar por concluida nuestra reunión.
—¿Y en cuanto a los que trataron de asesinar a la reina? —pregunté cuando nos pusimos en pie.
—Ajusticiaremos al secretario infiel sin más dilación. No podemos dejar sin castigo a un regicida.
—Yo le había prometido clemencia si confesaba. —Jaime había palidecido.
—Es lícito mentir por una buena causa, pero comprenderás que la clemencia está fuera de lugar en este caso.
—Yo no mentía, Padilla. Yo le hice una oferta de buena fe.
—Lo creo, Jaime, y siento contrariar tu palabra, pero no estabas autorizado a empeñarla. Consuélate con que le has ahorrado el tormento más temible que la muerte. Lo más que puedo hacer es dejarle elegir el instrumento: garrote, horca, ballesta, escopeta o degüello. En todo caso, te prometo que tendrá la debida asistencia espiritual.
—Pues hablando del espíritu, ¿qué decides sobre fray Juan de Ávila?
—No habéis encontrado pruebas fehacientes, ¿no es cierto?
—Solo la carta que te hemos entregado. En ella se decía que alguien se pondría en contacto con el fraile, pero le hemos vigilado y no hemos visto ningún contacto sospechoso.
—Es posible que el contacto se haya establecido aprovechando la confesión. Seguid vigilándole, pero de momento no conviene hacer nada más. Cuando llegamos nosotros, fray Juan me vino a ver en compañía de un franciscano nuestro y me hizo vehementes promesas de devoción a la causa. Aseguraba que el rey no hacía más que apremiarle para que la reina firmara en su favor y que él no puso mucho celo en el asunto, hasta el extremo de irritar al monarca, que le ha reprochado con severidad que no se aplicara a fondo. No sé, pondrá una vela a Dios y otra al diablo. De momento, nos viene bien su compromiso con nosotros, aunque no sea sincero.
—¿Nos olvidamos entonces de él?
—No he dicho eso. Apretadle sutilmente las clavijas para que os diga quién se ha puesto en contacto con él. Al fraile sí podéis ofrecerle inmunidad si canta. Procurad que cante misa y confiese sus pecados, pero respetando en lo posible sus sagrados hábitos.