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IMPLICADOS EN LA TRAMA

Pliego redactado por Jaime de Garcillán. De mediados de octubre a mediados de noviembre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

El teniente me explicó al pie de la torre la situación del prisionero y, breve y concisamente, acordamos la técnica a seguir.

—Le tengo incomunicado desde ayer por la tarde, así que ha pasado la noche y todo el día de hoy sin hablar con nadie. Se le sirvió anoche la misma olla que tomamos los alabarderos, pero se negó a meterle cuchara. Afirmó que lo único que necesitaba era hablar conmigo cuanto antes para aclarar lo que parecía un malentendido o una infame trampa, quizás la calumnia de la que se vale la cruel venganza del traidor. Esta mañana ha aceptado desayunar, pero al mediodía rechazó el almuerzo. Asegura que no comerá nada, que está dispuesto a morir de hambre si no se le aclara de qué se le acusa.

—Parece que está en las mejores condiciones para hablar.

—Hablará por los codos, desde luego, pero no será fácil sacarle la verdad. Lo mejor es que yo le apriete un poco y que tú te muestres compasivo.

—El viejo truco inquisitorial.

—De la Santa Inquisición y de los tribunales seculares. Lo primero que hay que hacer es ablandarle metiéndole el miedo en el cuerpo, y de eso me encargo yo. Hay que arrebatarle su escudo de autoestima, que se sienta un miserable.

—Sé lo que es eso, teniente.

—Pues en eso quedamos.

—Cuando se haya desmoronado, me lo dejas una hora. Me mostraré comprensivo y amistoso, le haré notar que sus superiores le han inducido a error, pero que él es un hombre de honor, que sus intenciones son loables, pues busca la paz, pero el camino señalado por quien le haya encomendado su misión era infame y contraproducente. Finalmente, le haré concebir esperanzas y le juraré que le ayudaré si él colabora lealmente.

—Solo tiene que señalar a quien le ha metido en semejante embrollo.

—Ciertamente, solo eso, lo único que queremos saber es quién es el verdadero magnicida, pues apreciamos que Granados es un vasallo leal a un señor que no se lo merece; que el secretario es un simple peón de la trama.

En cuanto alcanzamos la torre, Camacho mandó que le trajeran al prisionero. Su aspecto era lamentable; llevaba la camisa sucia y arrugada, tenía el pelo revuelto, los ojos febriles se le hundían en un oscuro círculo verde. Me pareció que aquel hombre no precisaría de una fuerte dosis del tratamiento preparado por Camacho.

El prisionero adelantó dos torpes pasos y se tiró de rodillas ante nosotros, llorando como una Magdalena. El correoso secretario parecía una piltrafa humana. Camacho se mantenía imperturbable, observándole con desprecio, como a un asqueroso insecto al que se disponía a aplastar.

—Señores, soy víctima de un error o quizás de una villanía. Quizás alguien que me odia ha urdido una trampa para hundirme. ¿De qué se me acusa? ¿Quién me ha denunciado? En palacio nadie está libre de envidias…

—Levántate, traidor, y en lugar de lloriquear como una mujerzuela, haz frente, como un hombre, a las consecuencias de tus crímenes.

—Señor teniente, os aseguro que os equivocáis, que alguien nos ha tendido una trampa a vuestra merced y a mí.

—Tu cara te delata, miserable asesino. Si te queda algo de hombría, contesta a nuestras preguntas de buen grado antes de que me vea obligado a someterte a tormento.

—Señor teniente, contestaré gustoso a todo lo que me preguntéis. No voy a ocultaros nada, porque no he hecho nada que pueda ser censurado. ¿Qué es lo que ha ocurrido? No puedo entenderlo, os juro que soy inocente.

—No jures en vano, miserable. No añadas más delitos a los que has cometido. Pórtate como un hombre y disponte a morir con dignidad.

—¿Morir yo? Yo no he hecho nada, señor teniente, os lo juro por lo más sagrado. Tengo derecho a saber de qué se me acusa —imploró el secretario con la mirada extraviada por el terror.

—Solo los hombres tienen derechos, no los reptiles. Cuéntanos de seguido y en buen orden cómo organizaste el magnicidio y quién te ordenó cometerlo. Enmienda con tu confesión lo infame de tu conducta.

—¿Magnicidio? ¿Qué magnicidio? ¿De qué magnicidio habláis, señor teniente? —preguntó exasperado.

—No te hagas el inocente, puerco. Confiesa tu delito por las buenas o tendrás que hacerlo por el tormento.

—Os digo la verdad, señores. Vos sabéis que mi condición de letrado de la corte me exime del tormento.

—Las normas han cambiado, amigo. Ahora no hay más leyes que las que dicta la Comunidad y refrenda la reina.

—Os juro que no sé de qué me habláis. Mi fidelidad a la reina es inquebrantable. Daría la vida por doña Juana.

—Me obligas a refrescarte la memoria.

El teniente llamó a dos monteros que arrastraron al preso hasta el pilón. Le metieron la cabeza en el agua y la sacaron en el límite de lo que un hombre podía resistir.

Pero Granados resistió. Me había equivocado al pensar que no sería necesario mucho esfuerzo para hacerle confesar. Los monteros iban a proceder a una segunda inmersión del prisionero cuando decidí que había llegado el momento de desempeñar mi papel.

—Por favor, teniente, no sigáis atormentándole. Dejadme que hable con él a solas, de hombre a hombre, que a lo mejor las cosas se pueden resolver de una manera honorable.

—Bien, Garcillán, no perdemos nada por intentarlo. Os lo confío por unos minutos. Le tengo preparados otros argumentos. No perdáis mucho tiempo con ese montón de estiércol.

Me metí con el prisionero en una sala y pedí que nos trajeran una jarra de vino.

—Tranquilizaos, Granados, y recuperad el ánimo. Este vino nos ayudará.

El prisionero se lanzó a la jarra y dio cuenta de la mitad de la misma.

—Gracias, señor Garcillán —murmuró untuoso—, la sed no me dejaba hablar.

—El vino es el mejor alimento para el espíritu. Bebed lo que necesitéis. Ya pediré más si es preciso.

El prisionero apuró la jarra y me la devolvió con un gesto de disculpa.

—Lo necesitaba más que comer. Sin vino uno es hombre muerto. Vuestra merced es un hombre de honor, un caballero compasivo. Tenéis que creerme, señor Garcillán.

—De vuestra merced depende; os creeré si me decís la verdad. Si no lo hacéis, os aseguro que puedo ser tan severo como el teniente.

—Os aseguro que os diré la verdad.

—Debo admitir, amigo Granados, que admiro vuestra entereza —dije en el tono más suave que pude modular—. Sois un valiente equivocado, un buen soldado de una mala causa. Habéis sufrido lo que no muchos podrían resistir y no habéis delatado al instigador de la tragedia y eso debe ser apreciado. Pero todo tiene un límite y os aseguro que ni vos ni yo resistiríamos el tormento que prepara Camacho.

Granados rompió en un llanto convulso, un llanto agradecido por quien le trataba de vos y le devolvía la honra.

—Quizás me haya equivocado, pero lo que he hecho, señor Garcillán, ha sido por una buena causa y obedeciendo a quien tiene autoridad para ello. Pero no puedo deciros más. Me va en ello la honra de cumplir un juramento sagrado.

Al fin admitía que algo había hecho; sobre ese punto de apoyo debía aplicar mi palanca, siguiendo el principio de Arquímedes. Admitido lo principal, lo demás era cuestión de paciencia.

—Por fin estáis en el buen camino, Antonio. De nada servía persistir en una negativa que desmienten los hechos. Sois inteligente y no se os escapa que, tarde o temprano, tendréis que admitir lo que habéis hecho. El espíritu puede ser fuerte y el vuestro lo es, pero, al final, es el cuerpo quien manda, y Camacho tiene un conocimiento perfecto de cómo conseguir un dolor que nadie podría aguantar.

Al secretario se le puso la cara blanca como la pared. Casi podía seguir su pensamiento. Deseaba encontrar un argumento que le justificara y traté de suministrárselo.

—Ya habéis cumplido como un hombre, y de eso dejaré constancia fehaciente donde proceda, pero ahora toca sincerarnos. Si me contáis los detalles de la conspiración contra doña Juana, si me decís quién os ordenó envenenarla, os prometo que convenceré a la reina para que os perdone. La operación, en la que participasteis porque considerabais que era lo mejor para el reino, ha fracasado. Los reyes pasan, pero los reinos persisten y la gente tiene que seguir viviendo. Vuestro deber es colaborar con el nuevo orden, con las nuevas leyes, con el nuevo poder.

—¿Me prometéis, amigo Garcillán, que la reina me perdonará?

—Os prometo que trataré de convencerla de ello. Tenéis suerte, Antonio, pues no nos interesa divulgar el magnicidio, sino poner todos los medios para evitar que pueda repetirse. Por eso es imperioso saber quién lo ha ordenado, porque pudiera volver a intentarlo. Vuestro arrepentimiento y sincera colaboración serán muy apreciados por la reina. Amigo Antonio, entre vos y yo: no hay necesidad de que quien os encomendó la tarea se entere de vuestra colaboración con nosotros.

Esta última promesa fue el argumento definitivo. Ahora Granados lloraba con profusión de lágrimas de esperanza y agradecimiento y hacía proclamas eternas de amistad y sometimiento a mi persona.

—Tenéis razón, Garcillán, ahora toca colaborar. Debéis saber que quien me mandó perpetrar el atentado fue el obispo de Burgos.

—¡Juan de Fonseca!

—El mismo.

A partir de ahí, la confesión fluyó incontenible, atropelladamente, como un arroyo de montaña. El obispo había sido muy persuasivo. «Amigo Granados —le había instruido—, los tiempos son excepcionales y requieren acciones excepcionales. Dios nos ha señalado a ti y a mí para ejecutar sus propósitos y no podemos rehusar su mandato. Siempre he contado con tus leales servicios y yo creo haber correspondido con largueza. ¿No es así?».

—Y ciertamente —explicó Granados—, mi familia, que es de Toro como la del obispo, estuvo al servicio de los Fonseca durante mucho tiempo y el obispo pagó los gastos de mi carrera de leyes en Salamanca. No me faltó una buena residencia, buenos alimentos, ropa digna, los libros necesarios e incluso el pago de profesores particulares cuando se me atascaba una asignatura. Terminada la carrera, le serví como secretario en el desempeño de los cargos a los que fue promovido mi ilustre paisano hasta que decidió conveniente enviarme a este palacio como secretario de doña Juana. Se lo pidió al rey y este le ordenó a Denia que me diera el destino. Como comprenderá vuestra merced, no me podía negar a cumplir lo que el prelado me pidiera.

Granados continuó su relato con más calma, con orden admirable y, aparentemente, sin omitir detalle; me pareció que disfrutaba con la elegancia de su propio relato:

—El obispo me indicaba que había llegado el momento de pagar la deuda que había contraído con él.

»—Habéis correspondido sobradamente, reverencia —admití con sincero agradecimiento—, me habéis prodigado de bienes y, lo que es más valioso, de paternal amor con una generosidad que no olvidaré mientras viva. Mande vuestra reverencia lo que estime conveniente, que yo cumpliré como un hijo devoto y agradecido.

»—Lo que yo os pido no es para mí, sino para la cura del reino —añadió el obispo—. Considera, amigo Granados, la terrible circunstancia de que la reina ha sido secuestrada por los enemigos del rey y de todo orden, que estando fuera del alcance real hay que evitar que doña Juana firme lo que los enemigos le presentaran, que si así fuera el rey podía dar por perdida su principal corona y sus súbditos la paz. Son tan graves estas novedades que procede una solución inmediata; el rey y yo confiamos en tu lealtad y pericia.

»—Gustoso y muy honrado cumpliré la encomienda —contesté abrumado, y entonces me soltó la naturaleza de mi misión con una frase que al primer pronto no comprendí.

»—Debes facilitar a la reina un trance rápido e indoloro para la vida eterna.

»Confundido en extremo finalmente pude balbucear:

»—Queréis decir…

»Y Fonseca, esta vez con impaciencia desabrida, me sacó de dudas.

»—Quiero decir lo que he dicho, Granados.

—¿Vuestro agradecimiento llegaba hasta el extremo de asesinar a la reina, a la soberana a la que jurasteis servir? —No pude evitar la interrupción que contrariaba las técnicas del interrogatorio que yo dominaba en mis entrevistas para la redacción de mis pliegos sueltos. Lo mejor es dejar que la gente se exprese y conseguir que, enredado en sus confidencias, llegue a olvidarse de mi presencia. Pero Granados estaba lanzado, disfrutaba con su relato como si limpiara su alma confesando.

—Ya conocéis al obispo, es un verdadero seductor. Tal como me lo planteó, la misión parecía justa y necesaria.

—Continuad.

—No estaba yo muy convencido, la verdad, y, humildemente así se lo hice notar. Le rogué que apartara de mí ese cáliz, pero ya sabéis cómo es Fonseca; me abrumó con su elocuencia.

»—A veces —me dijo—, es difícil comprender los mandatos divinos; son inescrutables y nos ponen a prueba. Así que hay que acatarlos simplemente, pues responden a un orden que solo Él conoce, que está lejos de nuestros limitados alcances; acciones que sublevan nuestro bondadoso corazón pueden ser precisas para el buen orden del mundo.

»Me puso ejemplos de la Biblia, que a veces nos muestra un Dios terrible, vengativo y sanguinario.

»—Nos horroriza —añadió— que la Santa Inquisición mande a la hoguera a un hombre, contraviniendo el mandamiento divino y la caridad cristiana, el amor que Dios siente por todas las criaturas. Sin embargo, de esta forma se le da al hereje una oportunidad de arrepentirse y salvar su alma del fuego eterno, pues Dios es infinitamente justo, pero también misericordioso. Con el saludable ejemplo de la quema del cuerpo mortal que en todo caso se lo han de comer los gusanos, se frena la herejía y el desorden. Ahora —continuó— vivimos en el mayor de los desórdenes y está en nuestra mano que no vayan a más.

»Concluyó el sermón recordándome que el rey debía cumplir el mandato divino de asegurar el orden terrenal y que una reina en las condiciones en las que está doña Juana se había convertido, sin saberlo, en el instrumento perfecto de los sublevados para establecer el caos y el reino del diablo.

—Todo muy convincente si nos olvidamos de los mandamientos de Dios, el mandato de «No matarás» sigue vigente que yo sepa —volví a interrumpir.

—La muerte no es el mayor de los males, señor Garcillán. Lo peor es el desorden que produce males mayores, en eso le doy la razón al obispo.

»—Es de todo punto necesario, amigo Granados —me aleccionó su reverencia—, aplicar el máximo rigor con quienes desafían la autoridad real. Y me reiteró los términos de mi tarea: —Es voluntad de Dios— me dijo —arrebatar a la reina a esa pandilla de desalmados. No podemos admitir que se sirvan de su alteza como de un escudo y un salvoconducto para legitimar sus atrocidades.

»Le pregunté si no había otra forma de resolver el asunto, por ejemplo por medio de una acción audaz que la sacara de palacio.

—¿Y?

—Me dijo que no era posible. Que probablemente fracasaría el intento y que entonces sería utilizado por los comuneros en su propaganda. Que la solución era una muerte que pareciera natural e, insistió piadosamente, que no fuera dolorosa.

—Y después, con confesaros, todo quedaría resuelto.

—Me aseguró su reverencia que me daba la absolución por adelantado y que Dios me recompensaría en el cielo y él en la tierra. Daría inmediatamente instrucciones para regalar a mis padres una buena casa de su propiedad en Toro y a mí una buena renta vitalicia, porque, aunque él sabía que no me movía la codicia, el importante servicio prestado merecía el debido reconocimiento.

—Así que por fin el malnacido se decidió por la acción directa.

—¿Os referís a su reverencia?

—Me refiero al rey. Su madre lo parió bien, aunque fuera en un retrete en el palacio de Gante, pero él es un malnacido. A vos no se os oculta que el rey hizo todo lo posible para que la reina muriera de muerte natural. Bien sabéis que despidió a don Luis de Quintanilla porque consiguió que se hicieran progresos en la salud de doña Juana. Tampoco desconocéis que en las tres epidemias de peste que se cebaron sobre Tordesillas, Denia pidió trasladar a la reina y don Carlos no dio el consentimiento.

—Me acuerdo bien. La peste nos pasó muy de cerca y llegó a llevarse por delante a una camarera de la reina.

—También es un malnacido el obispo que ha intentado servirle al rey Carlos en bandeja la cabeza de doña Juana. ¡Os daría el muy bribón una buena bolsa para los gastos del trabajillo!

—Su reverencia me entregó una bolsa con cien mil maravedíes para los gastos de la operación.

—Y os prometió que el rey premiaría vuestros desvelos.

—Me aseguró que don Carlos no se olvidaría de quien le había salvado la posesión de su reino más preciado.

—Así que procedisteis a ello con la debida diligencia y limpia el alma de remordimientos.

—No del todo. La verdad es que me alegré de que muriera el gato en lugar de la reina. Pero comprendo las altas razones de su reverencia.

—Procedisteis, como os decía, con la debida diligencia y encargasteis la ejecución a Pascual, ese pobre infeliz. Decidme, Granados, ¿el cardenal Adriano está informado del asunto?

—El obispo me aseguró que solo estábamos al tanto del mismo el rey y yo. Y el obispo, naturalmente.

—Y Pascual… ¿Por qué os valisteis de él?

—Era la persona adecuada, tenía acceso a las cocinas. Detesta a los comuneros y necesitaba dinero para casarse y abandonar el campo, que odia.

—Pero os arriesgasteis mucho al proponérselo. Podía costarle el tormento y la horca.

—Le fui tanteando en varias ocasiones. Hice amistad con él y me di cuenta de que era uno de esos mozos que mataría por satisfacer sus deseos.

—¿Y Matilde sabía algo?

—Le hice jurar que no le diría nada. Porque si se enterase Matilde, capaz sería de sacarme los ojos. No dudaría, desde luego, en denunciarme.

—Pues su relación con vuestra merced no le pasó desapercibida. Es la pista que nos ha llevado hasta vuestra merced.

—Es lista, mucho más que el simple de su prometido.

—¿Dónde está ahora este Pascual?

—Cuando fracasó la operación, le di parte del dinero que me había entregado su reverencia para ejecutarla y una carta en la que pedía a un familiar de Briviesca que le acogiera.

—¿Qué familiar?

—Un fraile del convento de San Francisco; pero insisto en que es inútil intentar atraparle. El convento es como la casa de don Fadrique, el almirante, y de Ana de Cabrera, su esposa.

—Y será su tumba.

—Así está previsto, en efecto; el convento debe mucho a los almirantes. La verdad es que lo siento por el muchacho, pero uno no puede eludir las consecuencias de sus actos. Así que a lo hecho pecho.

—Yo lo siento por Matilde. Será para ella un mazazo terrible.

—Se repondrá, Jaime, se repondrá. De todas formas, no es seguro que logréis apresarlo. Briviesca está lejos de vosotros y cerca de Burgos. Allí manda Fonseca.

—Es el obispo quien merece la muerte. Bien, sigamos con lo nuestro.

—Se lo debo todo a su reverencia —murmuró Granados.

—Pero ahora lo tendréis que pagar con creces, quizás con la vida.

—Me habéis prometido que no me matarán.

—Os he prometido hablar con la reina y pedirle clemencia por vuestro arrepentimiento y leal colaboración. Es evidente que nuestro amigo Fonseca ya sabe del fracaso de la operación.

—Sí, le informé enseguida.

—¿Os ha pedido que insistáis en ello?

—No.

—Pero pensáis que persistirá en su intento.

—No sé si piensa en ello, pero no creo que me vuelva a encargar a mí del asunto. El obispo cuenta en palacio con más gente dispuesta a seguir sus órdenes.

—Nombres, Granados, necesito nombres.

—No puedo deciros de nadie en concreto, pero casi todo el servicio está por el rey y a nadie se le oculta la autoridad del obispo.

—¿Incluido fray Juan de Ávila?

—Incluido. El rey le estima mucho y según creo le escribe con frecuencia.

—¿Le creéis capaz de algo semejante?

—En estos tiempos todos seríamos capaces de hacer cosas de las que nos avergonzaríamos en tiempos de paz. ¿Qué va a ser de mí, Garcillán?

—Como os he dicho, intercederé por vos ante la reina.

—¿Y Camacho?

—No os preocupéis. Ahora le informaré de los términos de nuestro acuerdo.

—¿No recibiré tormento?

—Eso os lo garantizo.

Camacho me esperaba impaciente.

—Por el tiempo que habéis pasado juntos, yo diría que le habéis hecho una confesión general. ¿Qué cuenta ese pájaro?

—Ha cantado de plano, ha hecho una confesión general.

Le puse al corriente de la revelación del secretario y decidimos que lo mejor, antes de informar a la infanta, era aprovechar que Juan de Ávila había salido de palacio para registrar su alcoba. De otra forma, pudiera ocurrir que la infanta no se atreviera a autorizarnos a someter a semejante ultraje a su confesor.

El franciscano estaba bien instalado. Disponía de una cámara amplia con dos ventanas que daban al río y de una antecámara de buen tamaño. Empezamos nuestro registro por los armarios de la antecámara. Miramos uno a uno los papeles que abarquillaban con su peso los anaqueles de madera. Encontramos muchas cartas, ocho escritas por el emperador.

Las leí con calma. Seis eran instrucciones de cómo tratar a la reina y dos se referían a la infanta. En una pedía al fraile que le dijera si estaban justificadas las quejas de la infanta del trato demasiado severo que le dedicaba la familia de los Denia. La otra, posterior en fecha, parecía responder a la respuesta dada por el franciscano al rey en la que daba la razón a Catalina. En esta, el monarca aseguraba que había pedido al marqués que diera más libertad a la infanta y le pedía que comprobara si aquel había cumplido la orden puntualmente. Se le pedía que en todo caso procurara compensar con su paternal dulzura la severidad del marqués. Los demás papeles tenían menos interés. Eran sermones escritos según las distintas ceremonias religiosas y cartas enviadas por familiares y por otros franciscanos.

Analizamos su ropa y sus pertenencias de aseo, pero tampoco apareció nada sospechoso. Luego echamos una ojeada a la pequeña biblioteca y sacudimos los libros por si había algún papel escondido. Finalmente, cuando ya nos marchábamos, pasé revista a la mesa de trabajo situada debajo de la ventana y el corazón me dio un vuelco. Allí, a la vista, junto al breviario, había una carta con la firma del rey. La tomé con el presentimiento de que habíamos encontrado algo importante y le di un codazo a Camacho.

—Diego, mira esto —le dije exaltado.

—Lee, Jaime. ¿De qué se trata?

—Es una carta del rey, aunque no lleva firma ni sello. La ha escrito don Carlos con su propia mano.

—Lee, lee.

Era una misiva breve que rezaba así:

Reverendo padre:

Me han informado de que alguien ha tratado de matar a la reina, mi madre y señora. Gracias a Dios, el infame atentado no ha tenido éxito. Es mi deseo que confortéis a mi querida madre que se habrá llevado una impresión terrible. He llegado a la conclusión de que la reina no debe pasar más tiempo en Tordesillas, pues corre el peligro de que los sublevados vuelvan a intentarlo, ya que ella no accederá nunca a sus peticiones. En consecuencia, deberás poner todo lo que puedas de tu parte para sacarla de ese palacio sacrílegamente tomado por los rebeldes. Una persona de mi confianza se pondrá en contacto con vuestra reverencia para organizar la liberación de su alteza. Él os dará los detalles precisos.

—Madre mía —suspiró Camacho—, ahora resulta que el rey nos echa la culpa del atentado a nosotros. ¿Crees que es ignorancia o cálculo?

—Yo deduzco que el rey sabía del atentado y de la procedencia del mismo. Y ahora le pide al fraile que colabore en su secuestro.

—¿Qué hacemos entonces, Jaime?

—Hablemos con la infanta y que ella decida si debe informar a su madre. La reina no quiere salir de Tordesillas bajo ningún concepto, como nos ha dicho con suma vehemencia y absoluta determinación. Me parece que va a ser necesario poner en antecedentes a Padilla y abrir una investigación a fondo. No nos podemos fiar de nadie.

—Pero antes vamos a ver qué dice la infanta, que es una chiquilla aguda y decidida. Mientras tanto, ordenaré a un montero que vigile estrechamente al fraile, veremos con quién se junta.