16

NO NOS PODEMOS FIAR DE NADIE

Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Octubre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

La tarde caía y sentimos algo de frío en el jardín-huerta donde habíamos instalado nuestro cuartel general, constituidos por mandato de la reina en inquisidores del magnicidio, así que nos dirigimos a la biblioteca. La infanta mandó encender la chimenea. No era del todo necesario pero proporcionaba un ambiente acogedor propicio a las confidencias… Llegó el teniente de los monteros que no se perdió en prolegómenos.

—Efectivamente, Pascual ha huido a toda prisa hacia Burgos sin despedirse de la familia. Y aunque he enviado a dos monteros en su persecución, esta no es tarea fácil, pues es evidente que allí tiene quien le proteja.

—La gente del condestable —sugerí yo.

—Y la del obispo Fonseca —añadió Camacho.

—Burgos es nuestro punto más débil —medité en voz alta—. El condestable lo sabe y ha prometido a los burgaleses que el rey les concederá todas sus peticiones.

—¿Qué hacemos ahora, Camacho?

—Sugiero un interrogatorio a fondo de su prometida. Su alteza me autorizó a interrogarla con cuidado, pero no he podido hacerlo antes al estar ella ocupada en el banquete. De todas formas, prefiero que esté su alteza presente. Para mí es muy delicado hacerlo, ya que no ignoro el cariño que le ha tomado la reina y a mí lo mismo se me va la mano…

—Pues llámala a capítulo ahora mismo —ordenó la infanta.

No tardó mucho en llegar Camacho acompañado por Matilde. Su rostro, muy colorado, parecía al borde de la congestión. Era una moza pequeña, morena, de rasgos finos, ojos pequeños y barbilla alzada, delgada quizás de puro nerviosa, se notaba en el acto que era de las que no paran, siempre en movimiento, siempre pendiente de todos los detalles.

—¿En qué puedo serviros, alteza? —dijo con voz casi inaudible, bajando la cabeza.

—Matilde, tienes que atenderme bien. Sabes que la reina y yo te queremos.

—Sí, señora.

—Todos deseamos ayudarte, pero tienes que ser muy sincera.

—Daría mi vida por la reina, señora.

—No te pedimos tanto, Matilde. Solo que nos ayudes. Sospechamos que Pascual pudiera ser el autor del atentado.

—Me parece que estoy viviendo una pesadilla. —La voz de la muchacha se había convertido en un susurro—. No puedo creer que Pascual lo haya hecho. Es tan pacífico, tan dulce, y me quiere de verdad. ¿Cómo podría cometer un dislate semejante? ¿Puedo preguntar por qué sospechan de él?

—Tú misma, Matilde, serviste a mi madre la trucha rellena de veneno.

Matilde ya no pudo contener el llanto. Lloraba a lágrima viva, inconsolable, horrorizada.

—Cálmate, muchacha, nadie duda de que tú serviste la pócima sin saberlo.

Los llantos de la joven se transformaron en un penoso vahído; apenas podía respirar, se ahogaba.

—Tranquilízate, Matilde, y considera que otro ha podido poner en el plato el veneno, quizás nuestras sospechas sean infundadas. ¿Quién pudo acercarse al plato? ¿Quién estaba en la cocina en aquel momento?

Matilde dejó de llorar en un arranque de coraje y cerró los ojos con fuerza como exigiendo a su memoria una respuesta.

—Señora, me cuesta admitirlo, pero en la cocina solo estábamos Marina Redonda, Juana Cártama, Remedios Contreras y yo.

—Y Pascual…

—Sí, y Pascual. Había venido a ayudarme como otras veces. Quería estar conmigo…

—¿Has vuelto a verle desde entonces?

—No, señora, y la verdad es que me sorprendió, porque esperaba que viniera para ayudarme a preparar el banquete, pues con el trabajo que teníamos no había mano que sobrara.

Matilde ya no lloraba, pero tenía la cara blanca como la leche. Empezaba a abrirse a la terrible realidad. Daba pena verla.

—Matilde, lo lamento mucho, pero todo señala a tu prometido. ¿Sabías que se ha dado a la fuga?

Fue como un mazazo. Matilde no fingía. Se acababa de enterar de la huida de Pascual y, aunque le costaba admitirlo, iba penetrando en su cabeza la sospecha de que aquella marcha precipitada solo podía tener un significado.

—Ahora, Matilde, tienes que hacer memoria. —La infanta había suavizado el tono—. ¿Habías notado a Pascual raro durante estos días? ¿Te dijo algo que pueda ayudarnos?

—Estaba algo taciturno, y se lo hice notar. Me dijo que teníamos que casarnos pronto, y yo le recordé que aún no habíamos ahorrado lo suficiente y que yo tenía un buen trabajo al lado de la reina. Me respondió que me quería solo para él, atendiendo la casa que pondríamos y los niños que no tardarían en llegar. Ah —Matilde se sobresaltó con el recuerdo—, Pascual añadió algo a lo que entonces no di importancia, pero que ahora veo que puede tenerla. Me dijo que no me preocupara por el dinero, que pronto tendríamos todo lo necesario y mucho más.

—¿Te explicó de dónde procedería el dinero?

—Ni me lo explicó, ni yo insistí, pues no le di ningún crédito. Pascual es muy fantasioso y no era la primera vez que me aseguraba que pronto cambiaría su fortuna, que lo suyo no era el campo, ni lo mío el servicio a casas ajenas, aunque fueran palacios reales.

—¿Te habló alguna vez de política?

—¿De política? —Parecía que la palabra le sonaba a chino.

—Bueno, de lo que está pasando, Matilde —aclaró Jaime—. De la reina, del rey, de los comuneros…

Varios surcos aparecieron en su frente en un ímprobo esfuerzo por recordar.

—Él era, es, muy de orden. Decía que los comuneros son gente envidiosa, lo peor de cada casa, la escoria de la república, y que la rebelión contra el rey nos traería desgracias.

—Ahora piénsalo despacio, muy despacio… —intervine yo—, ¿le viste en algún momento con alguien de palacio?

—Con la gente del servicio.

—Me refiero a algún señor…

De nuevo aparecieron los surcos en su frente. Pareció dudarlo, pero finalmente se decidió.

—No sé si tiene importancia… Un día le vi charlando con don Antonio Granados. Le dije en broma que si había hecho amistad con un hombre tan principal.

—¿Y qué te contestó?

—Se rio y se limitó a explicarme que Granados es un hombre muy sencillo, amable y generoso, que pagaría bien el servicio que él le hiciera.

—¿Le preguntaste a qué servicio se refería?

—Se lo pregunté, pero salió con evasivas, quería hacerse el interesante.

—¿Recuerdas sus palabras?

—Me dijo que la curiosidad mató al gato.

—Interesante lo de la muerte del gato —terció el teniente Camacho.

—Es un dicho vulgar.

—Sí, pero que en estas circunstancias tiene un sentido macabro —remachó el teniente.

—Ciertamente —coincidió la infanta—. Una última pregunta, Matilde. ¿Sabes dónde ha podido esconderse Pascual?

—No lo sé. Tiene familia en Briviesca y en Burgos.

Matilde les dio los nombres y señas de la familia en ambas ciudades y se marchó con paso muy lento, como si hubiera envejecido de repente.

—¿Quién es ese Granados? —Pregunté a la infanta.

—Se ocupa de la correspondencia de mi madre y lleva las cuentas del palacio. Es un personaje untuoso y relamido, un hipócrita redomado siempre nadando entre dos aguas. Los marqueses le tenían en mucha estima y no pierde ocasión de halagarnos a mi madre y a mí. Se le ve que tiene grandes ambiciones y pocos escrúpulos.

—Creo que procede detenerle —propuso el teniente, poniéndose en pie con energía.

—Pues proceded a ello —apremió la infanta.

—Le llevaré a la torre y allí cantará las «Coplas del Provincial», las «Cantigas de Nuestra Señora» y todo el gregoriano. Dos de mis monteros registrarán su cámara con pericia, que en este asunto conviene alejar a los alabarderos, flojos y fáciles de comprar.

—Podéis ordenarlo en nombre de la reina.

Camacho salió a paso ligero.

—Espera, Diego, que te acompaño —resolvió Jaime, dedicándome un guiño de complicidad al que respondí con mirada asesina. Quería dejarnos solos a la infanta y a mí, un panorama que me aterraba.

—¿No es mejor que dejes a Camacho hacer su trabajo? —insinué a la desesperada.

—Creo que Garcillán puede ser útil. A mí se me pueden escapar ciertas sutilezas en las que difícilmente repara un rudo soldado —dijo el teniente, sonriendo con alguna coña pero sin acritud—. Más valen cuatro orejas y cuatro ojos que dos de lo mismo. Además, un testigo es esencial para el proceso. Yo aplicaré mis técnicas de persuasión, pero Garcillán tiene más percepción política para interpretar las palabras y las evasivas del secretario, un zorro difícil de cazar.

—Humildemente, creo que puedo ayudar en la investigación —insistió Jaime—. Nuestro teniente sabe cómo convencer a Granados para que cante, pero quizás, como él dice, yo pueda interpretar lo que nos diga en un contexto más amplio.

—El teniente tiene razón —corroboró la infanta con su sonrisa más inocente—. Lo mejor que puede hacer Jaime en estos momentos es ayudaros en vuestra tarea.

La orden de la infanta zanjó la cuestión y a mí me dejó indefenso ante lo que preveía un ataque inmisericorde, sin tregua ni cuartel. En cuanto desapareció la pareja, Catalina se sentó en la silla contigua a la mía e inició su propio interrogatorio.

—¿Qué me dices de Matilde?

—Que es una moza muy garrida y de buen palmito.

—Me refiero a si te crees lo que nos ha contado. ¿Te parece que podemos fiarnos de ella?

—Estaba muy afectada y no me pareció que mintiera; cuando pudo reaccionar al mazazo recibido por la desaparición de su prometido, nos proporcionó información válida.

—Eso sí. Lo de Granados me lo creo, puesto que no tenía ningún motivo para inventárselo, pero no estoy tan segura de lo que dijo del posible destino de Pascual, de que no lo haya dicho para alejarnos de él.

—Bueno, Camacho nos aseguró que se dirigía hacia Burgos. Debe de ser verdad.

—No sé, no sé. Me huele que lo de Briviesca lo haya soltado para despistarnos; me huele que nos oculta algo.

—¿Por qué lo decís, alteza?

—Porque de no hacerlo, dejaría de ser mujer. Es que todas las mujeres somos un poco putas, ¿no crees?

—Si su alteza lo asegura.

—Si hay un hombre que te tira, aunque sea el mismísimo diablo, pierdes el oremus y todo lo demás.

—Su alteza es demasiado joven para saber esas cosas… y, si me lo permite su alteza, para decirlas.

—Pero no para sentirlas, Alonso. No todas las mujeres se conforman con el papel que nos hacéis representar los hombres.

—A vos que domináis el latín y que os defendéis con el griego, os recomiendo, alteza, la lectura de los clásicos y de los modernos autores que han escrito sobre la preparación de la mujer para el matrimonio.

—Ya he leído a Plutarco, pero presta más atención a los tiernos mancebos que a las mujeres, a quienes niega derechos al placer. Y Platón, como os decía, duda de si situar a las mujeres entre los seres racionales o entre los animales, y solo nos reconoce el noble papel de asegurar la especie; Aristóteles sostiene, como Platón, que la mujer es un hombre incompleto, un varón mutilado. Para qué molestarme…

—Sin embargo, Aristófanes propone el gobierno de las mujeres, ya que el de los hombres ha resultado un desastre.

—Pero lo hace ridiculizándonos. Como algo absurdo que provoca risa.

—Hasta cierto punto. Praxágora, su heroína, argumenta que las mujeres gestionarán mejor la república que los hombres, pues ellas, por lo general, administran bien sus casas, mientras que la república mandada por hombres está corrompida y manirrota.

—En eso tienes razón, pero Aristófanes era un cómico. Los filósofos lo ven de otra forma. El culpable es, como te decía, Platón. Los modernos no se salen de su injusta cantinela.

—Luis Vives opina que la mujer es veloz con el pensamiento, pero que por lo común este es tornadizo, vagaroso y andariego de acuerdo con su lubricada ligereza.

—Y eso que Vives es un humanista moderno. No te engañes, vivimos todavía bajo el estigma de Platón. Hasta nuestro sabio valenciano nos niega la condición de seres humanos con todas las de la ley. Lo mismo que su amigo, y también de Jaime, Erasmo de Rotterdam, el hombre más influyente de nuestro tiempo. Un gran humanista ciertamente, pero ciego ante la mitad del género humano.

—Yo también conozco a Erasmo, menos que Jaime, que es un verdadero amigo suyo. Asegura que la mujer es un animal inepto y estúpido aunque agradable, gracioso y placentero, de modo que su compañía en el hogar sazona y endulza con su estupidez la tristeza del carácter varonil.

—Bueno, algo es algo. Yo me quedo con Florencia Pinar, espejo para la mujer moderna, a fuer de que tu amigo Erasmo me tilde de necia.

—Erasmo es cruel a este respecto. Aplica a la mujer el proverbio griego: «Aunque la mona se vista de púrpura, mona se queda». Sostiene que la mujer será siempre mujer; es decir, estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.

—Un imbécil, aunque se vista de sabio —replicó indignada la infanta—. Florencia Pinar asegura que el pobre Erasmo no ha conocido a una mujer de verdad.

—He leído algo de Pinar y me parece una buena poetisa, aunque un tanto atrevida.

—Era muy amiga de mi abuela Isabel y lo es de mi madre. Le he escrito pidiéndole que pase unos días con nosotros. Os voy a cantar una canción suya:

Tanto más crece el querer

y las penas que sostengo,

cuanto más quiero esconder

el gusto que de vos tengo.

El gusto crece mirando

en tanto que más os miro,

y las penas suspirando si

de mirar me retiro.

Ya no me puedo valer,

que al punto de morir vengo,

cuanto más quiero esconder

el gusto que de vos tengo.

—Una canción muy bella, alteza, aunque un poco procaz para una mujer.

—Una bella canción, según dices, pero que no parece decirte nada, Alonso. Ella nos iguala en el amor. Escucha esta otra:

El amor ha tales mañas

que quien no se guarda de ellas

si le entra en las entrañas,

no puede salir sin ellas.

El amor es un gusano,

bien mirada su figura:

es un cáncer de natura

que come todo lo sano.

Por sus burlas, por sus sañas,

de él se dan tales querellas

que, si entra en las entrañas,

no puede salir sin ellas.

—Habrá que guardarse de tales mañas, señora. No vaya a ser que no pueda salir de ellas. Pero creo recordar que hablábamos de Matilde.

—Y de sus amores con Pascual, pero una cosa lleva a la otra. Es que tú eres duro de entendederas.

—No creo que se os oculte, señora, las diferencias que nos separan.

—Para el amor no hay distancias.

—Quizás no para el amor, que de eso se ocupa perversamente Cupido con sus flechas dulcemente envenenadas, pero sí para la relación amorosa. Podría llegar a convencerme de que la edad no cuenta, aunque termina contando, pero la distancia que separa la sangre real de la roja es insuperable. Podría engañarme también a este respecto durante algún tiempo, siempre breve, pero acabaría mal para vuestra alteza y para su humilde súbdito.

—Quizás mereciera la pena, Alonso. Solo te pido que satisfagas mi sana y natural curiosidad.

—No os engañéis, señora, lo que creéis sentir por mí no es amor verdadero sino la natural curiosidad de una joven sana y despierta, además de soñadora, por las cosas de la vida, por la vida que está a punto de vivir.

—Al menos me podrías instruir con tu rica experiencia. Dices que lo que siento por ti no es verdadero amor. ¿Cómo he de reconocer entonces al auténtico?

—Lo sabréis, alteza, a su debido tiempo.

—Sé, Alonso, que mi hermano el rey está haciendo planes para casarme con alguna cresta coronada para mayor enaltecimiento de la casa de Austria y de los Habsburgos. Dime, maestro, con el corazón en la mano, si será ese mi verdadero amor.

—Habría que preguntárselo al oráculo de Delfos y yo solo soy un profeta para el pasado. El amor de vuestros augustos padres fue auténtico y fulminante; Cupido acertó a la primera. Ni siquiera pudieron esperar a la celebración oficial de la boda, que tendría lugar con la solemnidad requerida al día siguiente de que doña Juana, vuestra augusta madre, llegara a Flandes. Y solo se conocían por unos retratos no demasiado realistas. El obispo don Diego Ramírez de Villaescusa les ofició una ceremonia de urgencia y vuestros padres apenas pudieron esperar a que acabaran las bendiciones. Se encerraron en su alcoba y parece que hicieron el amor con pasión inagotable.

—Poco duró la pasión por parte de mi llorado padre, siempre en busca de nuevos amores. Yo no lo habría soportado.

—Tampoco lo soportó de buen grado vuestra madre, que sufrió lo indecible y no de forma callada.

—Yo no sé si sentiré pasión alguna por quien me tenga destinado mi hermano, que lo mismo es mayor que tú, que lo mismo solo se ocupará de que le dé herederos. No puedo decirte que no me volveré loca por nadie, pues eso no se puede predecir, pero no iré detrás de él mendigando, te lo aseguro.

—¿Qué haría su alteza?

—No sé, no sé, pero creo que nunca me resignaré al oficio de paridora, de mera paridora quiero decir, que hijos quisiera tener. Pero pagaré con la misma moneda, por dignidad más que por goce. Cuando llegue ese momento me gustaría tenerte cerca, Alonso.

—¿Para instruiros, señora? ¿Qué será entonces de mí? Dios sabe por dónde andaré yo entonces. Pero no se preocupe su alteza, que no os faltarán caballeros que os cortejen.

—Desde luego, yo no haré como mi madre, para quien no ha habido más hombre que Felipe, mi hermoso pero infiel padre. Ni siquiera cuando ha muerto ha consentido conocer a otros varones. Ha tenido varios pretendientes, pero hasta ahora se ha mantenido firme. No quiere casarse con nadie.

—Os voy a contar un secreto: Laso quiere casarla con Fernando de Aragón, el duque de Calabria.

—Lo conozco. Es el primogénito del último rey de Nápoles, de donde fue destronado cuando mi abuelo Fernando conquistó el reino. No pudo ser rey, mi abuelo lo trajo preso a Castilla, pero le trató como a un príncipe. Es apuesto y más joven que mi madre, pero ya sabes que yo a eso de la edad no le doy la importancia que tú le atribuyes. ¿Pero qué interés tenéis los comuneros en esa boda?

—Se me escapan las intenciones de Laso, pero, según me cuenta Bachiller de Guadalajara, está convencido de que es necesario que la reina se case, y el de Calabria les parece que podría ejercer una sana influencia sobre ella. Dicen que es culto y refinado y un humanista de pro, que al parecer simpatiza con nuestro movimiento.

—¿Y se lo ha dicho Laso a mi madre?

—No lo creo, parece que antes quiere convencer a Padilla. Quien debería casarse es su sacra cesárea majestad católica, vuestro joven y poderoso hermano, que ya ha cumplido veinte años.

—Es su obligación. Los reinos se sienten más seguros cuando hay herederos.

—No parece tener mucha prisa, y es que no le faltan diversiones a nuestro rey. Supongo que no ignoráis que ha tenido amores con vuestra abuelastra Germana de Foix, de los que ha resultado una hija, Isabel, que el rey no reconoce, pero a quien Germana hace tratar como infanta.

—Algo he oído, pero me dicen que ya no se frecuentan.

—No tanto como antes. Vuestro hermano ha tenido la delicadeza de casarla con el marqués de Brandeburgo para salvar las apariencias y le ha nombrado a este capitán general. Y a Germana virreina de Valencia, donde, por cierto, gobierna la buena señora con mano de hierro.

—El rey cuida las apariencias.

—Mientras la lujuria no apriete. Ni Germana ni Carlos se cuidaron del qué dirán cuando el año pasado, y el anterior, recorrieron juntos Aragón para tomar posesión del reino, mientras se posesionaban mutuamente.

—Ahora la ha dejado bien matrimoniada, y todos tan contentos.

—No creo que lo esté tanto Brandeburgo, el marido cornudo. Es un personaje curioso este marqués, servicial en extremo con vuestro hermano, a quien acompaña allí donde va.

—Bueno, lo pasado, pasado está. No se le puede llamar propiamente cornudo por los amores a los que se entregó Germana antes de casarse.

—Pero la cosa es que sigue poniéndole astas. La verdad es que doña Germana es un poco puta. Ahora está liada con el conde de Benavente, que, por cierto, es mayor que yo y no creo que esté para muchos trotes.

—Parece que no se te escapa ni un detalle escabroso —dijo Catalina con risa nerviosa—. ¿No eres un poco ligero al describir a la virreina de Valencia y viuda de nuestro gran Fernando?

—Es que también mantuvo juegos amorosos con mi amigo Jaime, por eso lo digo, alteza, que es más bien puta. Es algo coja y está engordando en exceso, pero no le faltan amantes. Supongo que la alta cuna es el mejor afrodisíaco. Mejor que la pócima que llevó a la tumba a vuestro abuelo, el gran Fernando, justo con su intención de procrear un hijo con Germana.

—Eso no lo sabía. ¿Qué tomó mi abuelo para tal efecto?

—Cantaridina, princesa.

—¿Qué es eso, Alonso?

—Un afrodisíaco de fama mundial preparado a base de testículo de toro, cuerno de rinoceronte y escarabajos triturados.

La infanta estalló en una carcajada y me hizo repetir la fórmula.

—¿Y qué efectos produce, si se puede saber?

—Se consigue…, bueno, infanta, no me parece que deba hablaros de esto.

—Venga, Alonso, que no me chupo el dedo. ¿Qué se consigue con la cantaridina?

—Que uno puede servir durante horas…

—La felicidad completa, supongo. —La infanta volvió a reír con risa nerviosa—. ¿Tú también te sirves de ella?

—No, alteza. Mis años me han liberado en buena hora de la esclavitud del sexo. Además, la cantaridina perjudica al riñón. A vuestro abuelo le dio hidropesía, diarreas, vómitos, desmayos y mal del corazón.

—Quizás le mereciera la pena.

—Probablemente, vuestro abuelo, como vuestro padre, fue un gran fornicador.

—Y mi abuelo, por lo que decís, hasta edad más tardía que la vuestra.

—Dejemos actuar a la naturaleza, que es sabia.

—¿Quieres decir que ya no amas?

—Quiero decir que no es una obsesión para mí. No rehúyo el sexo cuando surge, pero tampoco lo busco desesperadamente.

—Conmigo sí pareces rehuirlo desesperadamente.

—Alteza —supliqué azarado—, ya os dije que sois muy deseable, pero os merecéis otra cosa. Ojalá tengáis suerte en el matrimonio.

—No quiero violentarte, Alonso, pero permíteme abusar de nuestra amistad, pues debes saber que contigo hablo con entera confianza. No he tenido nunca un confidente con quien expresarme con tanta libertad.

—¿Qué queréis saber, alteza?

—Dicen que el coito puede deparar enfermedades infamantes. En eso insiste nuestro médico, el doctor Villalobos, que aunque le veas tan sencillo es un ilustre catedrático. ¿Lo dice para atemorizarme, para que no cometa imprudencias, o es un peligro real?

—El doctor López Villalobos está reconocido como una eminencia en la materia y ha hecho meritorios trabajos sobre el mal francés. Él os informará mejor que yo de este asunto, pero lo mejor es que no hagáis méritos para ello. O para quedaros embarazada, que sería más difícil de ocultar y eso sí que comprometería vuestro futuro.

—Al pobre Villalobos le ha tomado entre ceja y ceja Lucero y no le deja en paz. Sostiene el inquisidor cordobés que consiguió su cargo de médico real por artes de hechicería. Es verdad que es judío converso, pero eso no le impide ser un gran médico sin necesidad de utilizar filtros ni bebedizos. Y para colmo de desgracias, acaba de perder a su mujer en el parto. Su esposa estaba al servicio de la marquesa de Denia, pero era una persona decente. La verdad es que Villalobos os tiene a los comuneros un miedo cerval. ¿Te puedo pedir que no le hagáis daño alguno? Es muy divertido, te partes de risa con sus ocurrencias, pero pasa por un tiempo plagado de desgracias.

—En Salamanca dejó buena fama. Es un hombre de valía y nosotros no perseguimos a los hombres de valía… si no nos vemos obligados a ello. La mala racha pasará. Es una eminencia. Se sabe que, además del rey, los nobles más poderosos, como el duque de Alba, el condestable, el marqués de Priego, el conde de Benavente y muchos otros se disputan sus servicios.

—Asegura Villalobos que Enrique VIII, el esposo de mi tía Catalina, padece el mal francés. Pobre tía, lo que está sufriendo con Enrique… clama al cielo.

—Es una reina admirable, en efecto, y vos también lo seréis, alteza. Y con vuestro buen genio e ingenio y con vuestra fresca belleza tendréis encandilado a vuestro esposo.

—¿Y a esos efectos, no me podrías impartir alguna lección práctica, cronista?

—Querida infanta, sois muy hermosa, dulce e inteligente, una tentación irresistible para el espíritu y la carne. Pero, por vuestro bien, debo embridar mi pasión. Me vais a volver loco, señora…

—Enseñadme por lo menos cómo es un beso. Solo a título instructivo.

Se acercó, cerró los ojos y la estreché entre mis brazos y la besé con un ardor sumamente instructivo, sintiendo su respiración entrecortada. Me separé de ella, colorada como un pimiento recién llegado de las Indias, con algo de brusquedad, y me fui hacia la puerta dando traspiés.

—Hoy he aprendido algo sobre los besos que solo conocía en teoría, con la discutible ciencia del Amadís de Gaula y de Tirant lo Blanc. Espero ansiosa la próxima lección.