LA REINA NOS INVITA A ALMORZAR
Pliego escrito por Alonso de Torrelaguna. Octubre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Los dirigentes de la Comunidad presentes en Tordesillas habían pedido una audiencia a la reina y esta les invitó a almorzar. Nos sentaríamos a la mesa de la reina, la infanta Catalina; Pedro Laso, presidente de la Junta; Juan de Padilla, capitán general; don Pedro Girón, un noble pasado a nuestras filas porque el rey no le había reconocido el ducado de Medina Sidonia; Juan de Zapata, capitán de Madrid; Juan Alonso Cascales Bachiller de Guadalajara; doña Catalina de Figueroa, dama de honor de la reina; el franciscano Juan de Ávila, su confesor; Jaime de Garcillán y yo. Juan Bravo no asistió por encontrarse en Segovia.
Doña Juana, que apareció con un traje negro con adornos de hilo de oro y escote trapezoidal circunvalado por un sencillo collar de perlas, nos ofreció un refresco que tomamos de pie bajo la parra. Nos saludó a todos con simpatía, llamándonos por nuestro nombre y dedicándonos una pequeña frase personal a cada uno, una exhibición de deferencia y memoria. Enseguida hizo un aparte con Pedro Laso.
Pegué la oreja, pero solo me llegó alguna palabra suelta. La reina parecía preocupada, y Laso trataba de tranquilizarla, al tiempo que parecía disculparse de algo. Cogí al vuelo alguna frase como «no me iré de aquí», dicha en tono desafiante, y un nombre que se repitió varias veces en forma recriminatoria, «conde de Buendía», que me dio que pensar. Mucho me temía que el asunto Buendía, que había generado un peligroso precedente, nos traería problemas, y me dio la impresión de que Laso sería uno de ellos.
La infanta se me acercó, mientras Jaime pegaba la hebra con Bachiller de Guadalajara, que de momento orientaba su charla por los asuntos de Segovia.
—¿Qué le preocupa a la reina, alteza? —pregunté a la infanta.
—¿Aparte de que mataran al gato y quieran asesinarla a ella?
—Aparte de eso, que comprendo es bastante. Me ha parecido que decía a Laso que no quería irse de Tordesillas.
—Ya. Juan de Ávila la ha convencido de que queréis llevárosla a Toledo o a Segovia, y ello la ha turbado en extremo. No te puedes imaginar los gritos que ha pegado esta noche. Gritaba «¡No me sacarán!» una y otra vez, alternados con lamentos por la muerte del gato Juanito y llamadas a su padre, a quien pedía consejo: «¡Qué puedo hacer, padre mío!», decía a lágrima viva.
—¿Y no invocaba a su esposo?
—No lo hacía, y eso empieza a no sorprenderme. Ahora que es libre de salir de palacio cuando quiera, no ha ido una sola vez al convento a rezar junto a su esposo.
—La verdad es que es sorprendente… para una mujer que dicen que enloqueció por él.
—Mi madre estaba muy celosa y a veces se desquiciaba con sus infidelidades, pero te aseguro que la reina siempre ha estado en su sano juicio, y eso es lo que sacaba de quicio a los marqueses y me temo que a mi hermano. Con mucho genio, eso sí, y con grandes vaivenes de humor, pero ella es muy sabia y muy inteligente.
—No lo dudo, alteza; y volviendo a lo que decíamos. ¿De dónde ha sacado el buen fraile que queremos raptar a vuestra señora madre?
—El buen fraile es un gran zascandil, un zascandil medroso; recibe acuciantes mensajes de mi hermano y del cardenal para que torture a mi madre en la confesión, que la amenace con el demonio si firma lo que queréis vosotros. Carlos le hace responsable y le advierte que de ello depende su elevación o su desgracia. Yo también he recibido una carta muy dura de mi hermano, el rey. Alguien le ha dicho que me he hecho comunera.
—¿Y qué le habéis contestado?
—Lo he negado con la mayor vehemencia, faltaría más, y le he reiterado mi fidelidad absoluta. Fray Juan me ha enseñado una misiva de mi hermano. Le exige que me vigile, que me aparte de las malas compañías, que me aconseje lo que verdaderamente me conviene y que le cuente todo lo que hago, hasta el más pequeño detalle.
—¿Y qué piensa la reina?
—No firmará, Alonso. Nunca firma nada. Ni a favor de su hijo, ni en vuestro beneficio.
—Pero parece estar sinceramente con nuestra causa.
—Lo que no quiere es volver a lo de antes. Es libre por primera vez en once años, pero el fraile le está haciendo un trabajo muy fino.
—¿Y ella le escucha?
—La noto algo dudosa. Os aconsejo que no exijáis demasiado de ella, que no la apremiéis. Ya te habrás dado cuenta de que se ha acercado a Laso, que mira con desconfianza a Padilla y con cierto desprecio a Girón. Padilla, que es un soldado de una pieza, le asusta un poco, y desprecia los ruines motivos de Girón para sumarse a vuestra causa. Se encuentra más cerca de Pedro Laso. No olvides que su padre, Garcilaso, un hombre cultísimo y bueno, comendador de Santiago en tiempos de mi abuelo Fernando el Católico, quien le encargó importantes misiones, fue ayo de mi hermano Fernando. Sirvió fielmente al rey mi padre, pero defendió siempre a mi madre.
—Recuerdo que fue de los que se opusieron a que la declararan incapaz, dando fe y jurando por su alma que estaba tan sana como su madre Isabel, que también tenía su genio.
—Sí que lo tenía. Mi madre lloró mucho a Garcilaso cuando murió.
—¿Y lo de sacaros a vuestras altezas de Tordesillas, de dónde le ha venido a fray Juan?
—Eso se lo ha contado el cardenal. Asegura que nos queréis sacar de Tordesillas a mi madre y a mí; supongo que para alejarnos de la gente de palacio, que no toda es de fiar. Tú sabrás.
—La verdad es que Medina de Rioseco, desde donde el cardenal está reclutando soldados, está demasiado cerca. Rioseco es ahora el cuartel general de los realistas, donde se han concentrado los nobles que finalmente han tomado partido, como nos temíamos: Benavente, Altamira, Astorga, Miranda…
—Me da la impresión de que Adriano cuenta con el presidente de la Comunidad de Valladolid, uno que dice ser de los vuestros.
—El infante de Granada.
—El mismo. Yo de vosotros no me fiaría de él.
—Es un personaje intrigante este infante, que lo es no por ser de vuestra real familia sino por descender de Boabdil, el último rey de Granada. Fue uno de los pocos acuerdos de la rendición de este reino que respetaron vuestros abuelos.
—No sé cómo podéis creer que ese hombre sea adicto a vuestra causa. Yo tampoco me fiaría de Laso ni de Girón —dijo la infanta, bajando la voz—; como ves, soy una fiel comunera, lo que tampoco es normal.
—De vos nos fiamos.
—También soy una buena amiga tuya…
—Y yo vuestro rendido servidor.
—Pues no sé para qué me sirves.
—¿Sabéis algo sobre Laso que le comprometa? —No quería seguir por la senda por la que la infanta quería llevarme.
—Cosas que oigo aquí y allá.
Las conversaciones se interrumpieron, pues la reina, a la que nadie perdíamos ojo, había depositado el vaso de limonada sobre la mesa e iniciaba la marcha hacia el interior del palacio.
Habían situado la mesa en la antecámara real. Habían adornado la sala con las enseñas de los Reyes Católicos y las banderas comuneras entrelazadas. Aquello nos causó una gratísima impresión.
No era una mesa maciza como la de la posada. No hubiera sido práctico, ya que los banquetes se servían en los palacios en distintas cámaras según las circunstancias, y lo mismo ocurría en el de Tordesillas. Así que se habían montado unos paneles sobre unos trípodes forrados con telas bordadas con escenas mitológicas, fáciles de transportar.
Las tablas estaban cubiertas por un mantel blanco inmaculado. Las servilletas eran igualmente blancas y de inmaculada plata los cubiertos, cuchara, cuchillo y tenedor, un endemoniado puñal con dos puntas de difícil manejo que se estaba imponiendo en la corte y en casa de los grandes.
Catalina de Figueroa, en un aparte, nos impartió instrucciones, procurando no herir nuestros sentimientos, sobre la forma de estar en la mesa y de tratar a la reina.
—Perdonad vuestras mercedes mi atrevimiento si les recuerdo algunas normas de etiqueta que seguro no desconocen sus señorías, pero el recuerdo nunca sobra, y todos estamos obligados al esplendor de la real casa y al prestigio de nuestra soberana.
—No os preocupéis, señora —la tranquilizó Laso—, continuad, que a nadie le viene mal en estos tiempos de guerra hacer puntual observancia de la etiqueta.
—Gracias, señor Laso, aunque sé que vuestra merced no necesita recordatorios, ya que en vuestra casa siempre se observaron los buenos modales. No dudo de que los demás estén familiarizados con ellos, especialmente don Pedro Girón, pero yo, que conozco personalmente a la familia Laso y me honro con la amistad de Garcilaso de la Vega, mi poeta preferido, puedo dar fe de que han observado las normas de etiqueta desde siempre. No os ofendáis, pues, señores.
—No nos ofendemos —aseguró Zapata, algo impaciente—, por favor, proseguid con vuestra instructiva lección.
—Bueno, procedo a ello; en realidad, son muy pocas las normas que tenéis que recordar: los tratamientos ya los conocen y los utilizan vuestras mercedes con la mayor corrección. A la infanta le corresponde, como sabéis, el tratamiento de alteza. La genuflexión la habéis hecho perfectamente, así que no hay nada más que decir al respecto. Se ve que todos los presentes han tenido tratos con los Reyes Católicos.
—Todos hemos tenido ese honor, en efecto —corroboró Padilla—, y de forma muy estrecha Jaime y Alonso, nuestros cronistas aquí presentes.
—Pues tanto mejor, amigos. En cuanto a la reina, podéis llamarla alteza o bien señora. No debéis hablar con ella hasta que no se dirija a vuestras mercedes u os autorice expresamente a ello.
—¿Y si necesitamos hablar con su alteza de asuntos importantes, qué hacemos doña Catalina? —La pregunta era de Zapata, que era el que menos tratos había tenido con la realeza y tenía en poca estima los protocolos.
—Si precisáis dirigiros a ella, bastará con una inclinación de cabeza, un gesto que su alteza captará enseguida. Si no os dirige la palabra en ese momento, no debéis tomarlo a mal, porque puede estar en otros pensamientos, pero tened la seguridad de que tarde o temprano atenderá a quien haga un signo como el que he señalado.
—Mi inclinación de cabeza será muy evidente, os lo aseguro. ¿Puedo golpear con ella la mesa, señora? —insistió Zapata.
—Bromeáis, señor capitán… No debéis preocuparos, que la reina nunca ha dejado a nadie con la palabra en la boca. Prosigo ahora con algunas normas para estar en la mesa. Habréis observado que hemos colocado junto a las cucharas unos tenedores. Son instrumentos de mucha utilidad que evitan que nos manchemos los dedos al comer. En las casas nobles de España empiezan a estar de moda, aunque aún encuentran muchas resistencias. En Italia es de uso obligado en los palacios.
Por las miradas que nos echamos era evidente que no todos sabíamos manejar semejante utensilio. Doña Catalina nos dedicó una encantadora sonrisa y trató de tranquilizarnos.
—En cuanto le cojáis el tranquillo os resultará sumamente útil, pero comprendo que cuesta hacerse a él y que incluso, a veces, puede inferir heridas en los labios, en la lengua o en el paladar y hasta en la garganta, según con la fruición con que se lleve el bocado a la boca. Yo estoy intentando que en la real casa se vaya introduciendo como ocurre en la mesa del emperador, como se hace en los palacios del Infantado, de Villena, de Benavente, entre otros, y como se practica desde hace tiempo en la corte francesa, en las repúblicas de Florencia, Pisa y Venecia, y como empieza a introducirse en Inglaterra.
—Creo que seguiré utilizando mis dedos —protestó Zapata—, si no os parece mal.
—Puede hacerlo su señoría. Nadie debe preocuparse por ello. Si no os sentís cómodo con esta arma, podéis serviros de los dedos, como promete Zapata, pero, eso sí, debéis lavaros las manos con frecuencia y secarlas con la servilleta. Para ello hemos colocado un aguamanil para que cada cual lo utilice a discreción, pero, insisto, con cierta frecuencia. No hace falta que recuerde a vuestras mercedes que no es conveniente limpiarse las manos con el vestido. La reina, la infanta, el padre Juan y yo usaremos el tenedor, que hemos logrado dominar, pero, insisto de nuevo, que cada cual proceda como desee, dentro de las elementales normas de cortesía.
—Yo voy a intentar valerme de ese gancho —dijo Laso con risita nerviosa—, aunque si viviera mi padre se reiría de mí, pero los tiempos cambian y no se renuncia a los principios por estar a la moda.
—Estoy segura de que lo manejaréis muy bien, señor presidente —animó Catalina de Figueroa.
—No os voy a dejar solo, amigo Laso —se apuntó Bachiller—. No nos va a dominar un simple gancho a quienes manejamos diestramente la espada.
—Pues yo no voy a ser menos —bramó Padilla—. Mi esposa María, que es de los Mendoza, la mejor familia de España, se quedará con la boca abierta cuando muestre semejante habilidad.
—Yo, con vuestro permiso, doña Catalina —anunció Zapata—, no pienso meterme un gancho de hierro en mi delicada boca.
—¿Y qué dicen los cronistas?
—Que ya hemos tenido nuestro primer encuentro en el mesón de la Aldaba —explicó Jaime—. A mí no me importaría practicar un poco más.
—A mí tampoco. Cosas más raras hemos hecho tú y yo, Jaime. Practiquemos, pues, el nuevo arte —apoyé divertido.
Resuelta la espinosa cuestión, doña Catalina de Figueroa fue indicando nuestro sitio en la mesa montada en forma de U. Doña Juana ocupaba el curvado vértice. En el lado derecho se situarían, en orden de proximidad a la reina, Pedro Laso, fray Juan de Ávila, Pedro Girón, Bachiller de Guadalajara y Jaime de Garcillán. En el costado izquierdo nos sentaríamos, en el mismo orden de proximidad, la infanta Catalina, Juan de Padilla, Juan de Zapata, Catalina de Figueroa y yo.
Matilde acercó una jofaina con agua de rosas y tomillo a la reina y la vertió sobre su aguamanil de plata. Cuando esta se lavó las manos y se hubo secado con una servilleta blanca, entre el silencio respetuoso de los presentes, otro criado se acercó a la infanta para que procediera a la misma operación. Concluida esta, entraron en la sala ocho camareros con recipientes y servilletas para cada uno de nosotros.
Sobre la mesa habían preparado frutas, dulces fríos y de sartén y manjar blanco. Fray Juan de Ávila bendijo la mesa al estilo franciscano, y en cuanto pronunciamos el amén, tomó la palabra la reina.
—Mis fieles súbditos, este palacio es vuestra casa. Mucho nos complacería a mí y a la infanta mi hija que en vuestra estancia en Tordesillas, donde llevo yo recluida once años, os encontréis tan felices como yo me siento ahora. Os agradezco vuestros servicios y el respeto con que me habéis tratado, como corresponde a mi condición, pero que me había sido arrebatado por la mala gente, que, gracias a vosotros, ya no puede hacerme daño. Me complacería que disfrutarais de este banquete, en el que ha puesto mucho amor mi gentil dama Catalina de Figueroa.
Todos inclinamos la cabeza en signo de respeto y agradecida aprobación a sus palabras, pero nadie usó las suyas siguiendo las instrucciones recibidas.
El silencio se mantuvo mientras el catador real introducía una cuchara de madera en el caldo, lo olía con la mayor concentración, saboreaba su contenido manteniéndolo en la boca en movimientos de la lengua contra el paladar, y se lo bebía en pequeños tragos. El catador inclinó la cabeza con gesto de satisfacción y doña Juana metió su cuchara y se la llevó a la boca como quien declara inaugurado el banquete. Era un sabroso caldo de tortuga muy caliente que exigía tiempo para dominarlo sorbo a sorbo.
A una señal del maestresala entraron en la sala ocho ministriles y doce cantores de la Capilla Real. El director de la capilla pidió permiso a la reina, con una inclinación de cabeza, para iniciar su repertorio, a lo que ella accedió con la mirada. La infanta me miró con sonrisa traviesa. El maestro de capilla nos informó de que, de acuerdo con su alteza la infanta Catalina, había seleccionado para nosotros unas canciones de Juan del Enzina, el poeta más popular.
—Alteza, empezaremos, si os parece bien —añadió el maestro, dirigiéndose a la reina—, con una canción dedicada a vuestros augustos padres.
La canción era bien conocida y no solía faltar en las ceremonias reales. Los Reyes Católicos habían dejado una huella imborrable. Tampoco solían faltar los romances de Juan del Enzina sobre la conquista de Granada y la muerte del príncipe Juan.
Rey y reina, tales dos
nunca fueron en el mundo,
reyes sin tener segundo,
siervos muy siervos de Dios.
Siervos de Dios y su Madre,
reyes mucho más que reyes,
muerte de las falsas leyes,
vida de la de Dios padre.
Así que Dios es con vos,
pues por Él sois en el mundo,
reyes sin tener segundo,
siervos muy siervos de Dios.
—Ahora, señora, si le parece a su alteza cantaremos Triste España sin ventura.
Esta canción la cantaban en los palacios de la nobleza y entre el pueblo llano. La muerte del joven príncipe Juan había frustrado las esperanzas de que continuara una monarquía española en Castilla y en Aragón, y se canta con cierta intención política ante los nobles traídos de Flandes por Carlos I. También se aprecia en ella una referencia a los placeres que había experimentado el joven príncipe, que murió por excesos en el amor.
Triste España sin ventura,
todos te deben llorar.
Despoblada de alegría,
para nunca en ti tornar.
Tormentos, penas, dolores,
te vinieron a poblar.
Sembróte Dios de placer
porque naciese pesar.
Hízote la más dichosa
para más te lastimar.
Tus victorias y triunfos
ya se hubieron de pagar.
Pues que tal pérdida pierdes,
dime en qué podrás ganar.
Pierdes la luz de tu gloria
y el gozo de tu gozar.
Pierdes toda tu esperanza,
no te queda qué esperar.
Pierdes príncipe tan alto,
hijo de reyes sin par.
Llora, llora, pues perdiste
quien te había de ensalzar.
En su tierna juventud
te lo quiso Dios llevar.
Llevóte todo tu bien,
dejóte su desear,
porque mueras, porque penes,
sin dar fin a tu penar.
De tan penosa tristura
no te esperes consolar.
Las siguientes canciones tenían por asunto el amor, el tema eterno:
Del amor viene el cuidado
y del cuidado el penar,
de la pena el suspirar
del leal enamorado.
La infanta me miró con intención cuando entonaron la siguiente canción, que me sabía de memoria, pero que en esta ocasión me conmovió más de lo acostumbrado.
Querría no desearos
y desear no quereros,
mas, si me aparto de veros,
tanto me pena dejaros
que me olvido de olvidaros.
Si os demando galardón
en pago de mis servicios,
me dais vos por beneficios
pena, dolor y pasión,
por más desconsolación.
Y no puedo desamaros
aunque me aparto de veros,
que si pienso en no quereros
tanto me pena dejaros
que me olvido de olvidaros.
No faltaron tampoco las canciones moralizantes:
Las cosas que deseamos
tarde o nunca las habernos,
y las que menos queremos
más presto las alcanzamos.
Porque fortuna desvía
aquello que nos place,
mas lo que pesar nos hace
ella misma nos lo guía.
Y por lo que más penamos
alcanzar no lo podemos,
y lo que menos queremos
muy más presto lo alcanzamos.
La infanta no apartó tampoco los ojos de mí en la siguiente canción. Empezaba a sospechar que algo había tenido ella que ver en su introducción en el repertorio.
Ninguno cierre las puertas
si Amor viniere a llamar,
que no le ha de aprovechar.
Al Amor obedezcamos
con muy presta voluntad;
pues es de necesidad,
de fuerza virtud hagamos.
Al Amor no resistamos,
nadie cierre a su llamar
que no le ha de aprovechar.
Amor amansa al más fuerte
y al más flaco fortalece;
al que menos le obedece
más le aqueja con su muerte.
A su buena o mala suerte
ninguno debe apuntar
que no le ha de aprovechar.
Amor muda los estados,
las vidas y condiciones;
conforma los corazones
de los bien enamorados.
Resistir a sus cuidados
nadie debe procurar
que no le ha de aprovechar.
Aquel fuerte del Amor
que se pinta niño y ciego
hace al pastor palaciego
y al palaciego pastor.
Contra su pena y dolor
ninguno debe lidiar
que no le ha de aprovechar.
El que es Amor verdadero
despierta al enamorado,
hace al medroso esforzado
y muy pulido al grosero.
Quien es de Amor prisionero
no salga de su mandar
que no le ha de aprovechar.
El Amor con su poder
tiene tal jurisdicción
que cautiva el corazón
sin poderse defender.
Nadie se debe esconder
si Amor viniere a llamar,
que no le ha de aprovechar.
Los cantores hicieron mutis con nuestro aplauso, pero se quedaron los ministriles, que nos acompañaron con su música hasta los postres. La salida de los cantores fue la señal para la solemne entrada del segundo plato y de los vinos. El maestresala cantó sus excelencias.
—De acuerdo con las indicaciones de doña Catalina de Figueroa, empezamos con unas cositas para abrir el apetito. Espero que estas manitas de cerdo con manzana sean de vuestro agrado. El vino es tinto de nuestra tierra, algo fresco como corresponde a la estación.
El catador probó las manitas, saboreó el vino y dio su aprobación. La reina levantó su copa y todos nos pusimos en pie.
—Que este vino de la Ribera nos caliente e ilumine para la hermosa tarea que habéis emprendido, señores comuneros.
Juana apenas se había mojado los labios, pero los demás apuramos nuestros vasos de cristal de Murano. Habían puesto un vaso para cada uno, por lo que uno no debía preocuparse de limpiar por donde había bebido al pasarlo a otro comensal. La corte de doña Juana extremaba su refinamiento.
—Amigo Pedro, ¿qué nuevas tenemos? —La reina iniciaba con esta pregunta las deliberaciones del Consejo.
—Señora, las nuevas son todas buenas. Pero antes de relatároslas me permito agradeceros que hayáis aceptado nuestra petición de audiencia y que hayáis respondido a ella ofreciéndonos este espléndido banquete.
—He creído más conveniente y ameno que hablemos en un clima grato, que facilita nuestro conocimiento y el de los hechos con saludable llaneza, mejor que con discursos. Así que contadme esas buenas nuevas sin protocolos ni florituras, tal como los hechos son.
—Hemos tenido que actuar con suma energía, señora, siguiendo vuestras reales órdenes de dar castigo a los malos. No pueden quedar impunes quienes abrasaron Medina del Campo, que es una pena ver la que fuera tan próspera y orgullosa villa. El incendio lo mandó efectuar el cardenal regente, mal aconsejado por el arzobispo de Granada y por el obispo de Burgos y ejecutado por el hermano de este, Antonio de Fonseca, y por el alcalde Ronquillo.
—¿Qué ha sido de ellos?
—Don Antonio de Fonseca, a quien quemaron su palacio de Valladolid y saquearon otras casas, y Rodrigo Ronquillo han huido a Flandes.
—¿Y el obispo de Burgos, Juan de Fonseca? Es un hombre orgulloso, pero sirvió divinamente a mi padre, quien, por cierto, le recompensó con creces. Es riquísimo y le gusta vivir como un príncipe.
—La persecución que le hicieron fue despiadada. Le quemaron todas las pertenencias y le robaron muchas joyas. Escapó a Villafruela, una aldea de su diócesis, pero Burgos organizó una tropa de indignados ciudadanos que marcharon a esta aldea con el ánimo de matarle. Al frente de la tropa se pusieron los ricos mercaderes que habían sido muy perjudicados por el incendio de Medina. El obispo, desesperado, abandonó Villafruela y fue de un lado a otro pidiendo protección a gente que le debía favores y a clérigos que conocía, pero todos le dieron con la puerta en las narices.
—Pobre Fonseca. Un obispo tan rico y poderoso huyendo como un forajido…
—El obispo huía, en efecto, alteza, pidiendo inútilmente asilo. Finalmente, disfrazado de mercader, se encaminó a Galicia y allí se refugió en casa del marqués de Astorga.
—¿Y cuál ha sido la suerte del arzobispo de Granada y presidente del Consejo Supremo?
—El odiado y odioso Antonio de Rojas huyó a uña de caballo por las montañas de Burgos y se ha refugiado en el convento benedictino de Oña.
—¿Y el condestable? ¿Y el almirante?
—A Velasco le encerraron en su casa, pero ha podido huir. El almirante se ha marchado a Barcelona, en las tierras de la corona de Aragón, adonde no llega la Comunidad.
—Habláis en tercera persona, «hicieron», «encerraron», «quemaron», «persiguieron», como si la cosa no fuera con vosotros, mis fieles capitanes. —La reina se había puesto sardónica.
Se hizo un silencio oprobioso. Laso miraba a Padilla invitándole a contestar y este a Bachiller, que fue quien bebió de un trago el vaso de vino que le sirvieron y tomó la palabra.
—Señora, habéis tocado un punto muy sensible y que preocupa a vuestros leales capitanes. El pueblo tenía muchos atrasos y se los está cobrando de forma espontánea. Pronto podremos asegurar el orden más completo, pero de momento tenemos que andarnos con cautela para no perder autoridad.
—¿Qué ha sido del cardenal regente, preceptor de mi hijo en la corte flamenca? —La reina no parecía muy convencida de las explicaciones de Bachiller, pero prefirió cambiar de tema.
—Está detenido en Valladolid con todos los miramientos propios de su dignidad cardenalicia. De ello me he encargado yo con mis veteranos de los Gelves, ochocientas gloriosas lanzas —se ufanó Pedro Girón—. Ya no hay más Consejo que el de la Santa Junta.
—Hay quien lo denomina «el mal Consejo» —ironizó la reina.
—El Consejo de vuestra alteza, bueno o malo, ya no se limita a aconsejar. Delibera y gobierna.
—Está bien, Girón, disimulad lo del «mal Consejo», que no lo digo yo, sino que procede de bocas desleales. Pero me complacería que no os excedierais en rigor con quien no lo merezca y que embridéis a la plebe.
De nuevo cayó sobre nosotros un bochornoso silencio, que rompió la reina como si no hubiera pasado nada.
—Ya sabéis que Adriano de Utrech fue preceptor de mi hijo en la corte flamenca, donde tuve ocasión de conocerle bien —dijo en tono muy suave, como queriendo compensar el desabrimiento de su réplica—. Es un buen hombre, un santo varón lleno de buenas intenciones, pero que no está hecho para estos trances.
—Así es, señora. El rey vuestro hijo le ha confiado una responsabilidad que parece desbordarle y que no es propia de un príncipe de la Iglesia —corroboró Girón contemporizador.
—Ahora ha puesto para ayudarle al condestable de Castilla y al almirante —apuntó Bachiller—. Ha sido una decisión inteligente dar cargo de gobernadores a dos castellanos de larga estirpe, lo que probablemente decidirá a los nobles que hasta ahora han permanecido neutrales, o al menos pasivos, a tomar partido por la tiranía.
—¿Y en ese caso, Bachiller?
—La Comunidad vencerá, señora, pues tenemos a Dios de nuestra parte, porque nuestra causa es justa y santa y porque actuamos en nombre de la reina legítima.
—Y porque contamos con diez mil valientes soldados que están a vuestro servicio —interrumpió Padilla—. De aquí a Sierra Morena todas las tierras se han levantado por la Comunidad.
—No le oculto a su alteza —Laso retomó el uso de la palabra— que si los nobles levantan armas, habrá guerra de verdad, que hasta ahora solo han sido, salvo lo de Medina, escaramuzas y movimientos pacíficos de gente del pueblo. Y es que el rey no tiene tropas ni dinero, ya que los impuestos los recaudamos nosotros.
—Señora, la tiranía está dispersa y descorazonada —abundó Bachiller—. Nuestra gente se ha hecho con una carta que el condestable ha mandado al rey el pasado día 30, en la que expresa su negro estado de ánimo: «Yo, señor, no tengo gente que baste para irme derecho a Tordesillas a tomar a vuestra madre, a quien os la tienen tomada, ni el cardenal tiene libertad para venir adonde yo estoy. El almirante está en Cataluña…».
—Bien tomada me han tenido hasta ahora y no me dejaban ni asomarme a la ventana. Todo por mi bien, según decían con cinismo.
—Eso se acabó para siempre, señora. Todo el pueblo está con su reina. Nuestra tarea es demostrar que lo que decían sobre vuestros trastornos es falso.
—De ello no estoy tan segura, Bachiller. Trastornos los tengo y mucho genio y a veces me entra una inapetencia de todo, que el marqués decía que era herejía. Pero lo mío creo que procede de los humores de mi sangre, más que de mis devociones.
—Nosotros, señora, como Santa Junta y corte, hemos enviado a las ciudades noticia de lo que estamos haciendo por vuestra salud; que hemos llamado a los médicos más famosos. No sabéis hasta dónde llega la insistencia de los marqueses de Denia de volver a ocuparse de su alteza.
—Ante tamaña amenaza se me vuela la melancolía. Son avariciosos y crueles. Son unos ladrones.
—Ya hemos explicado por escrito a la ciudad de Valladolid, que es la que más ha insistido en que vuelvan los marqueses, que consideramos inconveniente su presencia en esta villa. Les hemos dicho «que pues tan poco se ocuparon en procurar la salud de su alteza el tiempo que tuvieron cargo de la gobernación de su real persona y casa» no ayudarían a este propósito.
—Bien dicho, Bachiller.
—Y hemos hecho más. Hemos recurrido al verdadero remedio, que es Dios, y hemos ordenado que se hagan solemnes y devotas procesiones y plegarias por la salud de su alteza en todas las ciudades y villas de estos reinos.
—Todo hace, señores —dijo la reina con un toque de sorna.
Doña Juana es muy leída y sabidilla de latines, griegos y filosofías, pero un tanto escéptica en cuestiones metafísicas, aunque no creo que sea cierto que se haya hecho luterana como propagan insidiosos flamencos deseosos de servir a don Carlos argumentos que justifiquen la aplicación de mano dura a su madre. Incluso alguno de ellos ha llegado a insinuar que su muerte sería de gran beneficio para el reino y la cristiandad.
—Así es, Bachiller, el verdadero remedio es Dios —terció, solemne, fray Juan de Ávila—. Elogio que vuestra Junta, que os honráis en proclamar santa, siga fielmente y con tanta devoción lo que manda la Santa Madre Iglesia en estos momentos de tribulación, por la insensata acogida que está teniendo el perjuro, el heresiarca, el apóstata, el agustino depravado y borracho… ese Martín Lutero, maldito entre todos los malditos.
—Nuestra gente es muy devota y no tolera burlas con la religión —apuntó Zapata, el capitán madrileño—, y son muchos los curas y frailes, entre ellos bastantes franciscanos como vos, que han besado nuestra bandera.
—Otra cosa es el alto clero —apuntó Jaime—, los obispos como Fonseca y Rojas.
—Pero no te olvides de Antonio de Acuña, el obispo de Zamora, que ha reclutado una tropa de curas y frailes —consideró Zapata—. Trescientos bravos clérigos, trescientos soldados de Dios insobornables que vienen para Tordesillas para proteger a su alteza. Acuña está a punto de llegar y arrodillarse ante su alteza.
—¿Y quién oficia las misas en Zamora? —apuntó la reina con impostada preocupación.
—Ha autorizado a los curas, los más viejos, que han quedado en Zamora, a que canten tres misas diarias cada uno, pero a los que están en la tropa les ha prohibido bajo pena de muerte que lean el breviario. Nada de distracciones en el servicio al Dios de los ejércitos.
—Recibiremos al obispo de Zamora como se merece —prometió doña Juana, y no pude apreciar si lo decía con doble intención.
—¿Es cierto —preguntó el franciscano— que habéis pedido el apoyo del papa, nuestro venerado León X?
—Es cierto. León, como buen Medici, es un pontífice ilustrado y de amplias miras —añadió Laso—, y ahora tiene la sartén por el mango en lo que concierne a la coronación como emperador de don Carlos, que, de momento, no puede llamarse en puridad emperador aunque lo haga, pues, hasta que no le corone el papa, es solo rey de romanos. La verdad es que el papa está algo quejoso de la actitud de don Carlos ante Lutero.
—¿Mi hijo, luterano? —exclamó asombrada la reina.
—No exactamente —explicó el franciscano—, el emperador, pues ciertamente puede ostentar este título, ya que el papa no tendrá más remedio que aceptar…
—… el hecho consumado, supongo —completó Girón la frase en clave irónica—; el emperador es un virtuoso de los hechos consumados y de adelantarse a la ley. Y a veces, de suplantarla con caprichos, como ha hecho conmigo. Ostenta con el mismo derecho el título de emperador antes de que le corone el papa, como usa el de rey que le correspondería cuando muera la reina propietaria, que Dios quiera viva muchos años. Como dispone a su antojo de mi derecho a Medina Sidonia.
Se hizo un silencio denso en el que se percibía la irónica aquiescencia de la infanta, el entusiasta respaldo de Zapata, el burlón asentimiento de Jaime, la incomodidad de Laso, el abierto reproche del franciscano y la sonrisa divertida de la reina. La tesis que me había transmitido la infanta sobre el resentimiento y el interesado compromiso del noble se abría camino en mi pensamiento. El silencio fue roto con toda naturalidad por la reina, que insistió en su pregunta.
—¿Creéis entonces, fray Juan, que mi hijo se ha hecho luterano?
—No, señora. No en lo que a la fe se refiere, pero le favorecen las posiciones políticas del agustino, que retoma las de quienes, desde hace siglos, niegan el derecho del papa a tener posesiones terrenales y, sobre todo, la preeminencia que Lutero concede a los reyes sobre el papa en lo que concierne a la gobernación de los reinos.
—Dad a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar —recitó la reina.
—Así es, pero hay además razones más inmediatas. Algunas de las noventa y cinco tesis que el agustino clavó en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg contra el derroche papal y la vida licenciosa de la curia romana, no olvidemos que León es un Medici, han calado fuertemente entre los príncipes alemanes; están divididos, pero predomina la simpatía por Lutero. Y no olvidéis, señora, que el emperador no puede reinar de forma despótica en Alemania; sus viejas constituciones sitúan al kaiser como primus inter pares, su cargo es más simbólico y de prestigio que de poder.
—Tiene que andar con pies de plomo —apuntó Laso—, pues, además de lo bien dicho por fray Juan, el papa no ve con buenos ojos la pretensión de don Carlos.
—¿Cómo es posible? —preguntó incrédula la reina—. Mi hijo es el nieto de Maximiliano, mi suegro, que en paz descanse, que fue emperador hasta su desgraciada muerte.
—Tenéis razón, señora —aclaró Pedro Laso—, pero desde que murió el emperador Maximiliano el año pasado, a quien Dios tenga en su gloria, el papa quiere que la coronación pontificia no sea automática, y por eso no le interesa crear derechos de herencia. Desea poder decidir libremente, como los papas que le precedieron. La verdad es que al pontífice, que es un hábil político y que mira por la seguridad de sus estados, no ve con buenos ojos que a la potencia que representan Castilla, Aragón, las Indias y demás territorios de la corona se una la del Sacro Imperio Romano Germánico.
—Tampoco es que el rey de Francia, Francisco I, sea poca cosa —porfió la reina, que en este asunto estaba con su hijo.
—León X duda entre ambos, pero parece inclinarse por el francés —aseguró Laso.
—Se rendirá a la evidencia cuando compruebe que no puede hacer nada contra lo decidido por los príncipes electores —profetizó fray Juan.
—Comprados con nuestro dinero. —Girón volvía a la carga, esta vez con la franca aquiescencia de todos y el silencio abstraído de la reina.
—Pero mientras se convence de ello —señaló Zapata—, el papa no ve con buenos ojos a don Carlos; esta circunstancia, que no ha sido buscada por nosotros, resulta beneficiosa para nuestra causa, ante la que el papa ha mostrado simpatía.
En ese momento irrumpió la procesión del faisán, el plato principal, revestido con todo su plumaje sobre sus dos patas y echando humo por la boca. Parecía realmente vivo. El trinchador cortó delicadamente un trozo del ave haciendo un uso magistral de un tenedor de gran tamaño y de un cuchillo muy afilado y se lo entregó al catador, que no tuvo nada que objetar. El faisán fue recibido con un fervoroso aplauso que se prolongó al entrar un grupo de danzantes que se inclinaron ante la reina y, recibido su permiso, iniciaron la representación.
—Esta danza, amigos —nos explicó la infanta—, tiene que ver con el plato que estamos disfrutando. Es la «danza del juramento del faisán» tal como se representó en Lille en 1454 por mandato del rey Felipe el Bueno. El buen rey borgoñón pretendía obtener fondos para reclutar una cruzada que liberara Constantinopla, que acababa de ser conquistada por los turcos. Aquel fue un espectáculo de una grandiosidad como nunca se había visto y que no sería fácil reproducir en estos momentos, pues necesitaríamos mucho espacio, elefantes, jinetes que cabalgaran al revés, de espaldas al caballo, y una gigantesca empanada donde debían instalarse los músicos.
—Una cruzada que, si su alteza me permite añadir, nunca tomó las armas —interrumpió el franciscano.
—Efectivamente, padre, nunca pasó de las baladronadas a los hechos, como tantos buenos propósitos. Quizás queráis continuar con esta historia que parece conocéis mejor que yo —contestó la infanta, claramente molesta por la interrupción de su relato, con el que estaba disfrutando.
—Perdonad, alteza, mi falta, pero es que como siervo de Dios no puedo contenerme ante el decaimiento del espíritu cristiano que alentaron en tiempos pasados las cruzadas. Os ruego que continuéis con vuestra historia, que es muy aleccionadora, de cómo, ya en aquel tiempo, reyes, príncipes y nobles trocaron la batalla cristiana por los torneos y juegos de salón. Una crítica que no afecta a vuestros gloriosos abuelos, los Reyes Católicos, que conquistaron para Cristo el reino de Granada. Os ruego que aceptéis mis disculpas.
—Aceptadas están, buen padre. Pues me permitía recordar al hilo de nuestro plato principal una historia que quizás conozcáis todos, por lo que os pido que me disculpéis.
La infanta estaba pidiendo con estas palabras gestos de aprobación, que fueron expresados por todos, conociéramos o no el voto del faisán, del que yo tenía un vago conocimiento.
—Como os decía, y con esto acabo, el rey Felipe invitó a un banquete a ciento cincuenta caballeros, la flor y nata de la nobleza, que juraron ante Dios y ante el faisán reconquistar Constantinopla para Cristo. El espectáculo preparado para la ocasión fue fastuoso. Un caballero que representaba la religión entraba a lomos de un elefante en el salón donde se celebraba el festín. Y como decía fray Juan, jamás se hizo semejante cruzada.
Cuando se marcharon los músicos y danzantes y el trinchador acometía su tarea con maestría con otro faisán, fray Juan volvió a la carga.
—¿No os resulta embarazoso, señores comuneros, que el papa os apoye no por vuestra religiosidad, sino porque combatís a vuestro rey en su empresa imperial que a todos nos engrandece?
El franciscano se había ido animando con el vino, el espectáculo y la presencia del segundo faisán, descuidando su cautela. También pareció relajarse por similares efectos mi amigo Jaime, que dio salida a su vena crítica.
—Creo que, ciertamente, el papa no nos apoya por nuestra religiosidad, pues es muy dudosa la suya.
—¡Qué decís! —se indignó el fraile.
—Lo que digo es que hay testimonios de que en realidad el papa no cree en Dios. O cree poco.
—¡Qué barbaridad! —El franciscano miraba a mi amigo con ojos desorbitados.
—No lo digo yo, lo dice un cardenal. Ya sabéis que León X, que hacéis bien en recordar que es florentino y Medici, nada menos que el hijo de Lorenzo el Magnífico, ha hecho cardenales a poetas, pintores y otros artistas de mérito, sin tener muy en cuenta sus méritos religiosos.
—Es potestad suya ungir a quien desee con la sagrada púrpura —interrumpió de nuevo fray Juan.
—De acuerdo —concedió Jaime—, y algunos de los nombrados son divinos en su destreza artística. Estoy convencido de que a Dios Nuestro Señor, que debe ser amante de las bellas artes, le complace la decisión de su representante en la tierra. Nuestro buen papa agnóstico ha hecho cardenales a buenos poetas y humanistas, a Bernardo Dovici, a Pietro Bembo, a Giulio Sadoletto…
—Bien, ¿y qué cardenal asegura que el papa es ateo? ¡Qué barbaridad!
—Pietro Bembo, su secretario, uno de los cardenales nombrados por León, asegura que el papa le envió una carta en la que decía: «Quantum nobis notrisque que ea de Chisto fábula profuerit, satis est omnibus seculis notum…».
La reina, buena latinista, alumna predilecta de Beatriz Galindo, la Latina, se permitió traducirlo con delectación: «Desde tiempos inmemoriales es sabido cuan provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo».
—¡Qué barbaridad! Eso es una calumnia que merecería la excomunión. —El franciscano estaba a punto de saltar sobre el cuello de Jaime.
—¿La excomunión del papa? —porfió Jaime, provocador—. León X es el responsable de la rebelión de Lutero al vender indulgencias para la construcción de la basílica de San Pedro. Nuestro papa perdona los pecados con dinero.
—Pues no será el papa el excomulgado, como parecéis desear, sino vuestro Lutero, que es el papa quien excomulga y no un piojoso agustino recoleto.
—Lutero no es nada mío, pero sus críticas al poder temporal de los papas, a los derroches y escándalos de pontífices y cardenales, son acertadas, y así lo piensan cristianos intachables, como Erasmo de Rotterdam, que ese sí es amigo mío, y no Martín Lutero, con cuyo fanatismo no comulgo. Reconozco, sin embargo, que tiene valor al quemar públicamente la bula Exsurge Domine enviada por el papa para que se retractara. Lutero ha respondido con una carta a la nobleza cristiana de la nación alemana en la que llama al papa el Anticristo.
—Pues tras la bula vendrá la excomunión. Y veremos si salva de ella nuestro amigo Erasmo. La verdad es que admiro la sabiduría de este, pero está acercándose demasiado al fuego.
—Al menos, fray Juan, estaréis de acuerdo con Lutero en la abolición del celibato sacerdotal.
Todos nos reímos y se inició un turno de cuentos sobre la lujuria sacerdotal en los que participó con espíritu abierto fray Juan de Ávila. La entrada de los postres y los vinos dulces fue recibida con ovaciones. Los turrones y mazapanes eran pequeñas esculturas de pastores, ovejas, perros y caballos. El maestresala presentó a la reina una tarta que reproducía la Torre de Babel y la invitó a inaugurarla quitando una galleta colocada en su parte superior. Al hacerlo salieron volando dos pajarillos que provocaron gritos de cómica sorpresa. Acto seguido, la torre que desafió el poder divino fue derruida y repartidos sus dulcísimos cascotes.
A continuación entraron seis jóvenes, ataviadas con los trajes de fiesta, que colocaron en la mesa frutas confitadas, bolitas de piñones, anillos de naranja secos, tostones de Santa Clara y almendrados calientes al estilo de las clarisas. Están estos elaborados con clara y yemas de huevos en honor de la santa fundadora; se tratan por separado claras y yemas, que confluyen en el abrazo final sobre un lecho de almendras molidas, azúcar y ralladuras de limón. Finalmente, aparecieron los bocados reales, elaborados también con almendras, azúcar y limón, pero sin huevos, una masa delicada colocada sobre bizcochos redondos y coronadas con sendas guindas confitadas.
El alboroto no se calmó hasta que la reina hizo un gesto indicando que quería hablar. Doña Juana retomó sus preguntas sobre los últimos acontecimientos políticos.
—¿Y qué más cuenta el condestable?
—Tengo aquí una copia, señora, de la carta que mencionamos antes, una misiva que el condestable escribe desde Briviesca —informó Bachiller—. Hay párrafos de un patetismo conmovedor, como este que os leo: «Hasta aquí no me parecía que debía entrar gente extranjera; ahora, señor, digo que vengan alemanes, y vengan franceses, y vengan turcos, que todo es menester para restituiros en vuestro estado. Y si los tres mil alemanes que vuestra majestad quería enviar a Navarra están a mano, a la hora vengan, que los saldré a recibir…».
—No debió traer tanta gente extranjera mi hijo. Debió confiar en sus súbditos, que solo le piden que reine en persona, según la costumbre castellana.
—Eso es lo que le pide el condestable; asegura que el único remedio es que venga en persona.
—Pues que venga en buena hora, que hable con su madre. Estoy segura de que este reino volverá a la armonía y con ella a un mayor engrandecimiento.
La reina hizo una seña a fray Juan indicando que daba por terminado el banquete y que era el momento de pronunciar una oración de gracias por los alimentos recibidos.