Y MURIÓ EL GATO
Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Octubre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
En lo que a las cosas de palacio se refiere, no habíamos recibido novedad alguna, lo que parecía indicar que todo transcurría con absoluta tranquilidad. Pero nada transcurría con normalidad en aquellos días. El día 1 de octubre recibí una misiva de la infanta Catalina. Me pedía que acudiéramos Jaime y yo lo más pronto posible a palacio para un asunto de la mayor importancia.
El portero, informado de nuestra llegada, nos llevó sin hacer preguntas a la cámara real. La reina y la infanta se habían sentado al estilo moro en unos cojines colocados sobre la alfombra. En torno a ellas, de pie, se encontraban su nueva dama de honor, doña Catalina de Figueroa; el franciscano Juan de Ávila, su confesor; doña Leonor, que sustituyó a Renata al frente de las mujeres que se ocupaban de sus necesidades diarias; y Diego Camacho, el teniente de los monteros de Espinosa.
El ambiente era tenebroso. La reina lloraba, la infanta y las otras mujeres se esforzaban en contener las lágrimas y los hombres exhibían extremado pesar.
—Han matado a Juan —nos informó a bocajarro.
De momento me quedé desconcertado pensando en cuál de los Juanes había sido asesinado: Padilla, Zapata o Bravo. De pronto me di cuenta de que la reina se refería a su gato, a quien había puesto el nombre de su malogrado hermano, el príncipe Juan. A punto estuve de soltar la risa, pero pude contenerme. La cosa podía ser más grave de lo que parecía, como pronto pude ver cuando la reina continuó explicándonos el terrible percance.
—Mi fidelísimo gato Juan ha muerto por salvar mi vida. Ha cumplido con lealtad hasta el final. Ha caído fulminado cuando le he dado a probar un trocito de mi trucha que un miserable envenenó. —La reina estaba preocupada por el magnicidio frustrado, pero parecía más afectada por la muerte de su compañero, confidente y amigo. Juana dio rienda suelta al llanto y cuando pudo hablar lo hizo como rezando—: Bien sabe Dios —balbuceó entre lágrimas— que yo no utilizaba a Juan para protegerme del veneno, sino porque quería que compartiera conmigo los placeres de un buen plato. Yo he contado siempre, tanto en Flandes como en Castilla, con el talento de buenos catadores cuyo oficio era detectar la presencia de veneno. Sin embargo, el marqués suprimió este puesto asegurando que aquí, en mi casa que era la suya, no había peligro alguno.
—El probador tampoco os da seguridad absoluta, señora —indicó Jaime—. Recordad lo que ocurrió con vuestro querido esposo, a quien no dudo que envenenaron con unas hierbas. El catador probó todos los platos y bebidas y no pudo evitar… Por cierto, que el probador murió un año después envenenado. Quizás había ido acostumbrando a su estómago poco a poco a la ingestión de pequeñas cantidades de veneno, pero al cabo del tiempo, por un proceso de acumulación, perdió la vida. Nuestro desgraciado rey Felipe no tomó una pizquita como el catador, sino que se dio a una copiosa comida regada abundantemente por un buen vino.
—Así que tú crees, Jaime, que mi esposo murió envenado. Yo también me lo he maliciado, pues la explicación que dieron de que había perecido por un vaso de agua fría tomada después del juego de pelota no me pareció convincente.
La reina entró entonces en una de sus ausencias y yo lamenté que Jaime sacara el tema a colación. No había podido contenerse, ya que había dedicado mucho tiempo a investigar las circunstancias que culminaron con la muerte de Felipe el Hermoso y, tras hablar con unos y con otros, llegó a la conclusión de que se utilizó el veneno. Así lo había escrito en un pliego suelto que había sido secuestrado en tiempos del cardenal Cisneros.
Yo tenía la convicción de que el envenenador había sido un rufián pagado por Lope de Conchillos, el segundo secretario de Fernando el Católico y hombre para todo, sobre todo de lo que no era confesable. Conchillos es uno de esos «eso-te-lo-arreglo-yo» del que se valen los príncipes.
Cuando doña Juana volvió con nosotros, se dirigió a Jaime y a mí, abandonando un tema que le debía resultar muy doloroso.
—Amigos, os agradezco la prontitud con que habéis atendido mi llamada. De ti, Jaime, guardo buenos recuerdos de cómo arriesgaste tu vida en Bruselas por cumplir la encomienda de mi querido padre y de tu exquisita discreción. Y de ti, Alonso, me ha hablado muy favorablemente mi hija Catalina. Además, la prisión a que fuiste sometido por el ladino te libra de toda sospecha.
—Fue atrapado, madre, por llevaros la propuesta de la Comunidad —añadió Catalina.
—Lo sé, lo sé, querida… Lo mejor es que, mientras se aclara esto, Jaime y Alonso se instalen en palacio. Ocupaos de ello, Leonor —ordenó la reina.
—No tengáis cuidado, señora, les instalaré en la cámara que ocupaba la hija del ladino.
—Bien, sigamos, pues, analizando la cuestión. Es preciso descubrir cuanto antes al regicida. Veamos, no dudo de la lealtad de mi santo confesor, ni de la de mis nuevas damas, ni, en principio, de mis alabarderos, y los marqueses, que podían haber perpetrado tamaña felonía, han puesto pies en polvorosa. Creo que vosotros, ajenos a palacio, podéis averiguar con más libertad y menos miramientos que los que emplearían los que son de mi servicio.
—¿Y no se resistirán a dejarse interrogar por unos extraños?
—Contáis con mi autoridad para escudriñar todos los rincones e interrogar a todos mis servidores, incluidos los nuevos cortesanos, a los que vosotros conocéis mejor que yo. Os ruego, amigos, la mayor discreción. Sé que es difícil mantener el secreto, pero me gustaría que no se supiera hasta que no hayamos atrapado al culpable.
En efecto, en Tordesillas ya no cabía ni un alfiler. Habían llegado en oleadas sucesivas, junto a las tropas enviadas por las ciudades, multitud de capitanes, caballeros, frailes y letrados. Todos querían ver a la reina y rendir pleitesía a quien hacía legal su rebelión, y algunos se creyeron con derecho a permanecer en palacio como los nuevos y leales cortesanos dispuestos a dar la vida por proteger a doña Juana.
Muchos lo hicieron con buena fe, pero otros buscaban beneficiarse de la nueva situación. No podía descartarse que entre tanto recién llegado se hubieran infiltrado espías del cardenal o del mismísimo rey, que podía sentir que en la cámara de su madre se cernía la mayor amenaza para el mantenimiento de sus reinos. Lo raro sería que no lo hubieran intentado.
Terminada la solemne ceremonia del entierro del gato Juan en la huerta, se nos acercó la infanta Catalina y se ofreció para acompañarnos en nuestras pesquisas alegando que su presencia allanaría la natural reserva de servidores y cortesanos. Jaime se lo agradeció efusivamente; mi agradecimiento fue algo más frío, lo que fue acogido por Catalina con algo de sorna.
Finalmente, concluimos que lo mejor era empezar por la cocina, por los servidores que manipulaban los alimentos. Queríamos averiguar si el veneno había sido puesto por uno de ellos y, en ese caso, quién había sido el inductor del atentado, o si se había producido algún descuido que facilitara la operación a algún intruso. Este era el primer paso, después ya veríamos.
Camino de las cocinas se me acercó la infanta y Jaime tuvo la delicadeza de atrasar el paso.
—Alonso, veo que me acusas de haberte denunciado.
—Yo no os acuso de nada, alteza.
—Hasta un niño lo notaría. Alonso, las cosas no fueron como tú pareces pensar.
—¿Y cómo fueron, alteza? ¿Quién sino vos podía decir al marqués que yo pretendía seduciros? Os recuerdo que en el paseo solo estábamos vuestra alteza y yo.
—La verdad es que me sentó muy mal que no lo intentaras. No me diste la menor oportunidad de rechazarte castamente. Es una ofensa que a una mujer le cuesta perdonar. Pero no llegué a consumar mi venganza…
—No os esforcéis, alteza, en dar explicaciones a un plebeyo que no las merece.
—Te ruego, Alonso, que me dejes dártelas.
—Alteza —dije risueño, quitando hierro a la dureza de la réplica—, Excusatio non petita, accusatio manifiesta.
—Acúsame si eso alivia tu rencor, pero la verdad es la verdad…
—La diga Agamenón o su porquero.
—Estás hoy en vena de citas, cronista. La verdad es la verdad y tarde o temprano se abre camino. La explicación de lo que ocurrió es muy sencilla. Denia me había dado cierta libertad de movimientos, como te dije durante nuestro paseo, pero ordenó a un criado que vigilara mis salidas y que me siguiera allá donde fuere. La verdad es que íbamos tan abstraídos que no le debió resultar difícil seguirnos sin que nos percatáramos. Así que, en cuanto me separé de ti y, tenlo en cuenta, antes de que a mí me pudiera dar tiempo de denunciarte, te hicieron preso.
—Es verdad que el apresamiento se produjo apenas traspasó vuestra alteza la puerta de palacio —tuve que aceptar entre aliviado y pesaroso de descontar razones a un resentimiento que no dejaba de ser una forma de relación íntima con la infanta.
—Después —continuó Catalina crecida por el efecto producido—, cuando el marqués me interrogó sobre nuestra caminata, preferí no poner mucho énfasis en una negativa inútil de que nuestra charla tuviera alguna intimidad, porque era negar la evidencia y porque lo que más temía es que hubieran oído nuestra conversación sobre la verdadera misión que os trajo a Tordesillas. Si hubiera trascendido, a estas alturas estarías muerto, mi querido Alonso.
—¿Y no podíais haberme enviado un recado a mi prisión que aliviara mi incertidumbre? —Trataba de asirme a algún motivo de queja.
—La gente de Denia no me perdía ojo, así que intentarlo hubiera sido inútil y hasta contraproducente. Os hubiera perjudicado. Pero velé por tus intereses hablando con mi madre, que, a su vez, puso sobre aviso al capitán de los monteros, y explicando lo acaecido a la superiora, que movió poderosas influencias para que el marqués no te pasara por las armas sin dilación.
—O sea que os debo la vida —dije con un residuo de ironía pero en franca retirada.
La infanta no contestó, y mandó recado al teniente Camacho de que nos acompañara en los interrogatorios. En cuanto estuvo formado el cuarteto, rogamos al capitán que nos trajera a Francisca, la encargada de la cocina.
Al poco apareció una mujer pequeña, de avanzada edad pero de movimiento rápido, que se acercó al cuarteto muy nerviosa, repitiendo como en una letanía: «¡Qué desgracia! ¡Qué tragedia! ¡Qué infamia! ¡Qué horror! ¿Cómo ha podido perpetrarse semejante contradiós?».
La infanta le indicó una silla y Jaime reiteró en forma de pregunta la última exclamación de la atormentada dama.
—Calmaos, señora, y decidnos cómo ha podido ocurrir semejante contradiós.
—No lo sé y no me lo puedo perdonar, pero ¿cómo iba yo a sospechar tamaña felonía?
—Pensemos con frialdad y paso a paso. ¿Qué camino siguen las truchas desde el Duero hasta la mesa de la reina?
—¿Qué…?
—Que quién es o quiénes son los que dan entrada a las truchas en palacio, quién o quiénes las cocinan y qué gente tiene la oportunidad de meter veneno en las entrañas del pez destinado justamente a la reina, pues parece ser que solo ese estaba envenenado —aclaró Jaime—. Bendito sea Dios y el gato Juan que nos ha salvado de la tragedia.
—Bendito sea Dios. —Unir al pobre gato en sus bendiciones debió de parecerle a la piadosa dama una blasfemia.
—Bendito sea, pero, Francisca, hay que pasar a la acción para que no se repita un acto semejante.
—Ciertamente, ciertamente… No sé cómo ha podido ocurrir… Las truchas nos las trae desde hace mucho Aurelio, un honrado pescador, y se guardan en la fresquera; por poco tiempo, porque la reina hace buen aprecio de ellas. Después, Jero, el jefe de cocina, que es de toda confianza, las raja, coloca en la abertura trozos de jamón, manteca y algo de romero u otra hierba aromática y las pasa por la sartén. Finalmente las camareras sirven las truchas a la reina, a la infanta y a sus acompañantes.
—Empezando por la reina, naturalmente.
—Naturalmente.
—¿Siempre es la misma camarera quien sirve a la reina o lo hacen indistintamente una u otra?
—Matilde es quien tiene ese honor por petición de su alteza. Solo ella pone el plato de la reina.
—Y afortunadamente su alteza se la daba a probar a su gato. Por si las moscas.
—Así es.
—Su desconfianza le ha salvado la vida.
—La reina sospechaba que alguien atentaría contra su vida. A nosotros nos parecía una obsesión injustificada, pero su alteza tenía razón.
—¿Ha trasteado en la cocina alguien diferente al servicio habitual?
Francisca meditó con fuerza.
—Ahora que lo dice, recuerdo que apareció por allí el prometido de Matilde. Está muy enamorado y Matilde muy atareada, por lo que no tienen mucho tiempo para pelar la pava, así que de vez en cuando se ofrece a echarnos una mano en la cocina para poder estar un poco más con su amada, aunque sea en compañía de más gente. Le consideramos como alguien del servicio.
—Y cuál es la gracia del servicial enamorado.
—Es un buen muchacho. No quisiera yo involucrarle en un crimen tan deleznable.
—¿Cuál es su gracia, señora?
—Pascual.
—¿Pascual qué?
—Pascual de Tordesillas, el hijo de Pascual de Tordesillas, una familia de bien de cristianos viejos.
—¿Y a qué se dedica Pascual, cuál es su oficio que le permite pasar las horas muertas junto a su amada?
—Es agricultor, que es trabajo esforzado, pero que permite algunas libertades, sobre todo porque su padre y sus hermanos comprenden por lo que está pasando. ¿No estará sospechando del buen Pascual? Es un alma de Dios, incapaz de matar una mosca.
—Ya lo veremos —concluyó Jaime, y miró al capitán.
El montero de Espinosa, hombre de pocas palabras pero de rápida acción, se levantó de un salto.
—De ese me ocupo yo. —Y salió escopetado.
La infanta agradeció a Francisca su valiosa colaboración y le rogó que no dijera a nadie lo que allí se había tratado.
—Alteza, ¿sospecháis de este Pascual? —preguntó Jaime.
—Lo que sospecho es tremendo y no me atrevo ni a pensarlo.
—Vayamos, pues, a por él.
—Está muy lejos de aquí, Jaime. Me refiero al instigador, a quien ha pagado el servicio.
—¿No creéis que la orden haya salido de palacio?
—Podría haberlo mandado el marqués o sus hijas, o la bruja que dirigía a las mujeres, alguien de los que se ha quedado sin trabajo. No lo excluyo. Tampoco sería imposible que lo haya ordenado el arzobispo de Granada o el obispo de Burgos, que son de los que piensan que una buena causa justifica todos los atropellos. Es posible que alguien haya querido hacer un gran servicio a mi hermano, el rey, sin el conocimiento de este.
—Y don Juan de Ávila, el confesor…
—Don Juan recibe frecuentes cartas del rey, y alecciona a mi madre para que haga lo que su hijo quiere. Haría cualquier cosa por Carlos. Casi cualquier cosa. No creo que llegara a tanto el buen franciscano, pero nunca se sabe. Los eclesiásticos se toman las cosas tan a la tremenda que nunca puede estar una segura. Bien, Alonso, qué crees que hay que hacer ahora.
—Creo que habría que hablar con el doctor, que nos cuente algo sobre el veneno empleado que pudiera proporcionarnos alguna pista. No debemos excluir nada. Naturalmente, lo más importante es evitar que se repita el intento. Habrá que vigilar a la reina, día y noche.
—Ya lo hacen. Los alabarderos por el día y los monteros por la noche. Habrá que mandar que se ocupen solo los monteros, que morirían por la reina. De los alabarderos, bueno… hay de todo. Y ahora que no tenemos gato habrá que buscar un animal que pruebe sus comidas. Hay que vigilar la elaboración de las mismas. Deberíamos hablar con Matilde.
Al poco tiempo apareció en nuestro cuartel general de la parra el doctor Villalobos.
—¿Me había mandado llamar su alteza? —interrogó retóricamente a la infanta.
—Así es, doctor. ¿Podrías decirnos algo sobre el veneno utilizado?
—Puedo decíroslo, alteza. La reina no me ha dejado hacer la autopsia del gato Juan, pero he podido trabajar sobre el veneno. El gato se zampó una trucha de la que no dejó rastro sin que su fino olfato le señalara la pócima, pero quedó intacta la otra trucha que se reservaba doña Juana. Reconozco que me he interesado sobre el tema de los venenos desde hace tiempo y me he empapado de El libro de los venenos, escrito por Magister Santes de Ardoynis hace un siglo, pero que sigue teniendo vigencia y es una obra notable.
—¿Y? —La infanta ordenaba con la mirada que el doctor no se fuera por las ramas de su erudición.
—Ejem…, como iba diciendo, tenía a mi vista dos elementos sospechosos: en el relleno de la trucha brillaban con luz propia el jamón y la panceta, pero estaban también presentes, como discreto acompañamiento, romero y unas hierbas cuya función era más aromatizante que nutritiva, lo que me hizo sospechar que podían estar allí para ocultar algún olor extraño. El segundo elemento que llamó mi atención fue la salsa que acompañaba al pescado, que también podía enmascarar algún líquido maligno. Si el veneno estaba en la salsa, habría sido más difícil de detectar a no ser probándolo y, como comprenderá su alteza, no me decidí a ello. Algún día se inventará algo para escrutar las cosas más allá de lo que las lentes permiten, pero de momento tengo las limitaciones de unos ojos que ya no son lo que eran.
—¿Y bien? —La infanta le llamaba de nuevo al orden.
—Así que me dediqué a las hierbas y creo haber encontrado la solución.
—¿Y cuál es ella, doctor? —La infanta se impacientaba.
—Pues algo muy sencillo y al alcance de cualquiera: hierba mora cuidadosamente troceada en partículas minúsculas, una seta letal que abunda en nuestra hermosa campiña.
—O sea que ha podido hacerlo cualquiera —comenté desanimado.
—En cierta manera —discrepó Jaime—, al menos sabemos que el atentado ha sido organizado con poca anticipación, parece que lo han montado sobre la marcha. De haberlo tramado con más tiempo, el asesino se habría valido de productos más exóticos que no pudieran detectarse ni siquiera con el concienzudo examen de nuestro doctor. Si lo hubiera cavilado el arzobispo de Granada, el obispo de Burgos o alguien del Consejo Real de los que han huido de Valladolid, habrían recurrido a otros procedimientos, a venenos de efectos retardados, de forma que la muerte de la reina fuera atribuida a una dolencia natural.
—Como el vaso de agua letal tomado por Felipe el Hermoso —apunté con sorna.
—La gente muere de muy diversas formas que llamamos naturales: una indigestión, un fallo de la respiración durante el sueño, una parada del corazón o un resbalón desgraciado —argumentó Jaime.
—Supongo que sabéis la historia de la trucha envenenada que le ofreció César Borgia al cardenal Minetto.
—Sirviéndose de unas hierbas que le había proporcionado Leonardo da Vinci, siempre atento a los deseos del Borgia.
Jaime y la infanta conocían la historia, pero quizás la desconozca alguno de mis lectores. César Borgia, el hijo guerrero del papa Alejandro VI, una familia escasamente ejemplar, pidió a Leonardo da Vinci, que vivía en aquellos días en su palacio, que le buscara un veneno que fuera indetectable, con fines que no podían ser muy santos. Leonardo, un genio en las materias más variadas, como sabéis, se esforzó en satisfacer el sospechoso encargo con la pulcritud con que cumplía todos los pedidos.
El ilustre florentino visitó a los más prestigiosos boticarios y alquimistas, que le ofrecieron sus mejores productos, pero Leonardo no se satisfizo con ellos, siempre encontraba algún fallo, una característica por la que se podía seguir el rastro al elemento mortal.
Finalmente, la suerte le puso en contacto con un marinero que había acompañado a Cristóbal Colón en su tercer viaje a las Indias. Charlando y bebiendo, el marinero le confió que tenía en su poder una pócima muy efectiva por la rapidez de su acción y la extremada discreción de su presencia, que no desprendía ni olor ni sabor sospechosos.
Leonardo le compró una porción de la hierba al genovés y para cerciorarse de su efecto la puso en la comida de la gata de Lucrecia Borgia, la hermana de César y concubina de su padre Alejandro VI. En los días siguientes el gato no volvió a aparecer, para alivio de Leonardo y desesperación de Lucrecia, que era una pájara, pero que adoraba a su gato. Así que Da Vinci, seguro de la eficacia de la pócima, se la entregó a César.
El astuto guerrero valenciano había convidado a cenar al cardenal Minetto, un enemigo acérrimo de los Borgias, aspirante al papado, a quien quería mandar al cielo por la vía rápida. Había dispuesto una mesa espléndida, como solía, con abundancia de los mejores vinos y licores y las viandas más exquisitas. César hizo colocar la hierba perniciosa en las truchas que le sirvieron al cardenal.
Este se había presentado con su catador personal, pues la fama de César como envenenador la había acreditado con numerosos ejemplos. El catador probó los vinos que desprendían una fragancia irresistible, pero que eran el vehículo que utilizaban los Borgias para desprenderse de sus adversarios.
El catador no sufrió percance alguno, sino que, por el contrario, sus ojos expresaron felicidad. El cardenal disfrutó del vino y relajó algo su desconfianza. En ese momento apareció el gato de Lucrecia, que provocó una inmensa alegría en esta y la consiguiente perplejidad de César y Leonardo. El catador probó la trucha y dio un salto, se echó la mano al cuello y cayó fulminado al suelo. La culpa no era del veneno, sino de una espina que se le había clavado en la garganta.
Los Borgia no disfrutaban del monopolio del envenenamiento ni mucho menos, aunque los suyos eran los más dulces, pues enviaban a sus huéspedes a la otra vida por medio de vinos generosos. Los Medici eran también envenenadores de gran celebridad.
Pasado el susto del intento fallido de envenenar a la reina con el fatal resultado del asesinato del gato Juan, allí estábamos nosotros tres, disfrutando del fresco que nos proporcionaba la parra en aquel día de octubre, que se había presentado caluroso, y gozando con historias de venenos. Me sentía como las viejas comadres que se deleitaban con el terror que les producían sus historias de apariciones de ánimas benditas salidas del purgatorio para pedir a sus deudos misas, oraciones o el pago de una deuda que no se pudo o no se quiso satisfacer en vida.
El capitán interrumpió nuestra amena sesión con noticias. Según lo que había podido averiguar, Pascual de Tordesillas había huido a uña de caballo hacia Burgos, lo que le hacía bastante sospechoso. Camacho había enviado a dos monteros a su caza y captura.
—No se ha despedido de su padre ni de sus dos hermanos, o al menos eso deduje de la sorpresa que mostraron los tres cuando les interrogué. Estoy seguro de que me decían la verdad.
Cuando el capitán estaba seguro de algo, había que creerle, y de ello doy fe de cuando estaba bajo su custodia.
—Sospecho que Matilde, su prometida, puede saber algo. Si me lo permitís, alteza, tendré con ella una charla.
—Haz lo que creas necesario, pero no olvides que es la preferida de la reina —advirtió Catalina.
—No os preocupéis, alteza, que procederé con mesura.