LA REINA CON LOS COMUNEROS
Pliego redactado por Jaime de Garcillán. Septiembre del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
El sábado, primer día de septiembre, nos personamos en palacio Juan de Padilla, Juan Bravo, Juan de Zapata, Bachiller de Guadalajara, Alonso y yo.
La palabra «palacio» le venía grande; era más un caserón que un palacio real. Nada que ver con la grandiosidad del edificado por Pedro I, que, convertido en convento, ocupaban las monjas clarisas. Nada que ver tampoco con los palacios flamencos, el de Bruselas y el de Gante, que tuve ocasión de visitar cuando Juana era archiduquesa de Austria y Princesa de Asturias.
El carácter nómada de la corte quizás explicase que no se dedicaran muchos ducados a la edificación de cada uno de ellos, prefiriendo en general los reyes instalarse en los palacios nobiliarios como el del conde de Benavente, en la ciudad de su nombre, o en el de Valladolid o en la Casa del Cordón de Burgos, propiedad del condestable de Castilla, Íñigo Fernández de Velasco.
Solo salvaban la magnificencia del de Tordesillas los bellos tapices y los hermosos cuadros que cubrían las paredes y que en su mayor parte se había traído la reina de Bruselas, y la magnífica vista del Duero y de la fértil vega castellana. Y naturalmente la presencia de la reina.
En la antesala, mientras esperamos a que esta nos recibiera, me recreé con los cuatro grandes tapices de una misma serie, de cuatro metros de alto por tres y medio de ancho aproximadamente, situados cada uno en una pared, que según me informó un edecán tenían un título común: Triunfo de la Madre de Dios, en los que brillaban una gran cantidad de hilos de oro. La serie estaba constituida por sendos episodios de la vida de la virgen titulados: Dios envía el arcángel Gabriel a la Virgen, Coronación de la Virgen, Nacimiento de Cristo y Anunciación.
No tardó en recibirnos la reina, a quien acompañaba la infanta Catalina, su hija menor. Su estampa no se me olvidará. Apareció con el vestido negro de los grandes acontecimientos, adornado con un camafeo, que le colgaba del cuello, con una miniatura del rey Felipe, su añorado esposo; sus ojos, tristes y penetrantes, me hicieron un guiño de reconocimiento. Puede que le faltara voluntad, pero no memoria ni entendimiento. La infanta nos miraba juguetonamente y no disimulaba su empeño en que su mirada se encontrara con la de Alonso, en un intento de superar malentendidos.
Rodilla en tierra, besamos su egregia mano, que nos otorgó con elegancia: la mía la apretó deferente. Acto seguido, nos rogó que nos levantáramos y nos indicó un banco para que nos sentáramos.
—Traed unos cojines —ordenó a un edecán— y una silla para don Juan, pues la conversación puede dilatarse, ya que son muchos los asuntos que debemos tratar. Hablad Padilla.
En ese momento irrumpió en la sala el marqués de Denia, provocando sorpresa general y un sobresalto en la reina.
—Tened la bondad, señor marqués, de abandonar la sala —conminó fríamente aquella a su carcelero.
En cuanto Denia cerró la puerta por fuera con ostensible disgusto, Padilla tomó la palabra.
—Señora, los aquí presentes, Bravo, Zapata y yo, en nombre de la Comunidad a la que representamos, os reiteramos pleito homenaje y os pedimos que os hagáis cargo de la gobernación cuanto antes, pues el reino está patas arriba desde que falleció nuestro señor y venerado padre vuestro.
—Es un hecho muy doloroso del que no he tenido noticia hasta hace unos días, cuando me dio cuenta de ella el presidente del Consejo de Castilla. De haberlo sabido, hubiera reclamado para mí la dura tarea de gobierno, que es mi deber como su legítima heredera.
—No creo, señora, que don Antonio de Rojas, que detenta este cargo indignamente, os pusiera lealmente al corriente de las muchas desgracias que vuestros súbditos están sufriendo desde que vuestro hijo, don Carlos, ejerce el poder.
—Mi hijo, señor Padilla, no es culpable; sus errores son producto de su mocedad. La culpa es de los flamencos que le mal aconsejan y de los que actúan torpemente en su nombre.
Mientras Padilla enumeraba las innumerables desgracias que devinieron con el gobierno de su hijo, mi atención revoloteó por los tapices y cuadros que adornaban sendas paredes de la cámara real, de la misma serie de los que contemplé en la antesala referentes a la vida de la Virgen, y que me recordaban los que anteriormente había visto en el palacio de la archiduquesa en Bruselas.
Eran El cumplimiento de las profecías y La presentación en el templo, salidos del taller de Pierre van Aelst. En los otros dos muros habían colocado una galería de retratos de personas de la mayor devoción de su majestad. En lugar preferente, el de su madre la reina Isabel, pintado por Juan de Flandes, que nos miraba preocupada como diciendo: «Que Dios se apiade de ti, querida y desgraciada hija», aunque también podría ser un mensaje para sus amados súbditos: «No se os puede dejar solos», según me divirtió imaginar, sabiendo la obsesión de Isabel, nuestra amada soberana, por controlar todos los asuntos.
Junto al de su madre aparecía un retrato suyo, de Juana, y otro de Felipe el Hermoso, en el que la entonces archiduquesa y Princesa de Asturias aparecía bellísima de rostro, con ojos enamorados y luciendo un traje rojo con botonadura de oro en el que destacaba un discreto escote trapecial enmarcando un bello medallón orlado de perlas. La toca dejaba ver el inicio de una cabellera negra peinada con raya en medio.
El atuendo me recordaba al que solía usar con la mayor picardía Catalina Manuel, Cata, la hija de don Juan Manuel, señor de Belmonte, a quien conocí en la corte de los archiduques y a quien no he logrado arrancar de mi corazón. Me refiero a Cata, naturalmente, y no a su señor padre, que a punto estuvo de ahorcarme. El pintor supo expresar en el retrato del malogrado Felipe de Austria, primero de los Felipes y de los Austrias de la monarquía española, su carácter disfrutón y un tanto infantil, una inmensa alegría de vivir y la arrogancia de quien acaricia la posesión del reino más dilatado de la tierra.
En el muro adyacente, en lugar de honor, llamó mi atención un díptico en el que identifiqué a los seis hijos de Juana y un cuadro de su hijo Carlos, nuestro monarca, adolescente. El artista, que no supe identificar, había reflejado fielmente la cara caballuna de los Austrias y una arrogancia que desarrollaría con el tiempo y las circunstancias favorables que supo aprovechar.
Completaban la ornamentación del muro pinturas de las hermanas de la reina, tías del emperador: la joven Catalina cuando era Princesa de Gales, quizás dibujada por Michel Sittow, y la mayor, Isabel, reina de Portugal, que mostraban el estilo de los ágiles dedos del de Flandes, aunque no estoy seguro de ello.
La reina ordenó que la Junta de Ávila se trasladara a Tordesillas y aseguró que a partir de entonces ostentaría el título de Cortes y Junta General del reino. Mandó que se informara a todas las ciudades de que esta era su voluntad y que se invitara a participar en la nueva Junta a las ciudades que hasta ahora no estaban representadas. E hizo saber su deseo de que se eligiera a cuatro o cinco hombres buenos para que pesara sobre ellos las tareas del gobierno del día a día. Padilla le pidió que eligiera ella misma a esos hombres, pero declinó el ofrecimiento y requirió que los nombraran los allí presentes.
—Y no os olvidéis de castigar a los malos, para lo que contáis con toda mi autoridad.
—Así se hará, señora.
—Y finalmente os ordeno que echéis de mi casa a los marqueses de Denia y a toda su parentela. Y, por supuesto, a las malditas mujeres que me martirizan.
—Inmediatamente procederemos a ello. Denia abandonará hoy mismo el palacio y la ciudad, y vos, señora, podréis disponer de quien será el jefe de vuestra real casa y de las damas que queréis que os acompañen.
La reina nos hizo una seña de que podíamos retirarnos, pero Padilla pidió permiso para hacer una última petición.
—Señora, ¿tendríais inconveniente en firmar un documento sobre lo que aquí se ha acordado? Creemos que sería lo mejor para la paz.
—Ya hablaremos de esto más adelante. Os sugiero que llamemos a los escribanos de palacio para que den fe de lo que aquí hemos acordado. Ello servirá igualmente para respaldaros. Y tú y yo, fiel Padilla, nos veremos siempre que sea menester.
De lo allí convenido dieron fe los notarios Juan de Mirueña, Antonio Rodríguez y Alonso Rodríguez de Palma. Pero yo estaba seguro de que Padilla no renunciaría a obtener la preciosa firma.
Nos marchamos felices de las decisiones adoptadas. Miré discretamente a Alonso y a la infanta y pude observar cómo esta le hacía una seña con la mano de que era imperioso encontrarse de nuevo.
Los acontecimientos se precipitaron. El marqués de Denia, agotadas sus argucias para permanecer en palacio —obligó a Catalina a escribir una carta amenazándola con denunciar ante don Carlos su connivencia comunera—, se marchó a Valladolid, donde lloró sus penas sobre los hombros del cardenal regente y se refugió en sus posesiones de Lerma.
En su lugar puso Padilla, a petición de la reina, a doña Catalina de Figueroa, mujer de Quintanilla, y para sustituir a las brujas se reclutaron personas de la villa recomendadas por la abadesa de Santa Clara.
El llamamiento de la reina de que la Junta se trasladara desde Ávila se cumplió puntualmente, y mandaron procuradores las ciudades de Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia y la villa de Madrid.
Juan de Padilla, tranquilo con la marcha de los acontecimientos, se volvió a Toledo dejando en Tordesillas a Pedro Girón al cuidado de la corte, pero aseguró a la reina que se personaría en palacio a su menor indicación.
Una delegación de la Junta se dirigió a Valladolid con el propósito de hacer cumplir la orden verbal de la reina de que se disolviera el Consejo Real, que sobre la marcha se transformó en la decisión de ordenar a la Comunidad de Valladolid que apresara a los miembros del Consejo, pero se encontró con la reticencia de aquella, que se negó a ello y sugirió que si la Junta quería apresarlos que lo hiciera con sus propias fuerzas.
Pero lo más importante es que, por fin, el 9 de septiembre, el rey decide tomar la iniciativa que hasta ahora había dejado al arbitrio de Adriano de Utrech y lo hace con notable habilidad. Nombra al condestable de Castilla Íñigo de Velasco y al almirante Fadrique Enríquez regentes adjuntos al cardenal. No son los nobles más poderosos, pero sí los que ostentan simbólicamente los cargos militares más representativos desde tiempos muy antiguos.
El joven, pero sumamente astuto monarca, encarga a cada uno de los recién nombrados que actúen, uno en plan bondadoso y moderado y el otro mostrando la mayor severidad e intransigencia. En la carta que el emperador envía al cardenal lo establece de forma inequívoca: «El almirante Fadrique se valdrá de su paciencia y el condestable Velasco usará de intransigencia…».
Además, declara sin efecto el discutido servicio fiscal que se había votado en las Cortes reunidas en Santiago y La Coruña y que fue la causa primera de la reunión. No perdía nada con ello, ya que dichos impuestos los recaudaban los rebeldes; asimismo prohíbe que se dieran cargos públicos a los extranjeros, así como la exportación de moneda. Finalmente promete regresar cuanto antes a Castilla.
Con estas medidas se habían liquidado las razones de la protesta popular. En cierta manera, era un éxito del levantamiento comunero, pero en realidad representaba una herida mortal para el mismo. La consecuencia más dañina fue la separación de los nobles, muchos de los cuales habían simpatizado con un movimiento del que esperaban conseguir más poder frente al rey.
El rey había reaccionado finalmente tras la impotente carta que Adriano, el regente y cardenal de Tortosa, le había remitido el 31 de agosto, cuya copia nos había hecho llegar una persona de su secretaría adicta a la causa. Se quejaba el cardenal, según el resumen que nos remitiera el informante, de lo siguiente:
En cuanto a los negocios de este reino, parece que van a total perdición (…). Las ciudades rebeldes tienen gran armada en el campo, y Valladolid les ha enviado mil infantes para su ayuda (…). Medina, después del miserable incendio y fuego, ha entregado la artillería de vuestra majestad a don Juan de Padilla y otros capitanes y a 29 de este mes ha entrado en Tordesillas. Dícese que se llevarán a la reina nuestra señora al lugar donde ellos quisieren (…). Han solicitado muchas veces a la reina que proveyese en estos alborotos y escándalos. Su alteza les ha respondido prudentemente en algo, aunque ha mezclado en ello algunas cosas por las cuales fácilmente se comprende que su alteza no está cumplidamente en sí (…). Dícese que los procuradores que se han juntado en Ávila, con autoridad de la reina, quieren nombrar gobernador o gobernadores y detener o arrestar todo el dinero (…). Casi todas las ciudades, incluso Burgos, Valladolid y Guadalajara, quieren enviar sus procuradores para lo que no encuentro medio para estorbarlo (…). Ningún procurador de los que otorgaron el servicio se tiene por seguro. A muchos del Consejo y a otros oficiales amenazan y son muchos los huidos para librarse del peligro. Si todos se van, en fin, he de seguirles, mas no sabemos en qué lugar de Castilla podríamos estar seguros (…). A todos los grandes y más sabios del reino, y yo soy de la misma opinión, les parece que es menester usar de clemencia y perdonar lo que en otro tiempo no se debería permitir para que las cosas no vayan a peor y que después no haya remedio sino con un gran ejército y por vía de guerra, de la cual es siempre incierta la salida. Suplico a vuestra majestad que con toda celeridad me mande responder a esto (…). Dicen que los españoles, y mayormente el duque de Alba, no son bien tratados por vuestra majestad, lo que conmueve los ánimos de muchos y dice que vuestra majestad no se ocupa de estos reinos. Si se sometieran a otro rey, será muy difícil si no imposible mantener estos reinos (…). Me parece que no sería conveniente el envío de los tres mil alemanes de los que se habla (…). Muchos del Consejo han huido y los que quedan conmigo están atónitos y muestran tener más cuidado en poner sus personas y haciendas a salvo que en todo lo demás.
Cinco días después, el 4 de septiembre, el cardenal enviaba al rey otra misiva cuya copia nos llegó por el mismo conducto que la anterior. «Lo peor —decía el regente— es que los comuneros han convencido a la gente de que la reina está en pleno conocimiento para gobernar, para que no puedan ser llamados rebeldes sino obedientes a los reales mandamientos». Informaba al emperador de que «casi todos los servidores de la reina dicen que su alteza ha sido agraviada y detenida por la fuerza durante once años en aquel castillo, habiendo estado siempre en buen seso y tan prudente como lo fue en el principio de su matrimonio. Los criados y servidores de la reina dicen públicamente que el padre y el hijo la han detenido tiránicamente y que es tan apta para gobernar como lo era en edad de quince años y como lo fue la reina doña Isabel».
Tordesillas había entrado en fiestas y Jaime y yo tuvimos que trabajar mucho y rápido para contar en la plaza tantas novedades, según el acuerdo que habíamos establecido con los cómicos. Las fiestas de la ciudad eran singulares. Había alanceados de toros, torneos y juegos de cañas a cargo de los nobles a los que acudía toda la ciudad, pero el espectáculo rey era la corrida popular de los toros por la vega.
Los ciudadanos enarbolaban espadas cortas y largas, lanzas y cuchillos con los que perseguían a los animales. El premio era para quienes asestaran la estocada letal con riesgo y elegancia. Pero había también sitio para el teatro y para la representación de los acontecimientos que en aquellas circunstancias tan dramáticas se seguían con pasión. La colecta, de la que Alonso y yo recibiríamos la mitad, era voluntaria, pero esperábamos que fuera tan generosa como lo había sido en las anteriores lecturas de nuestros pliegos sueltos.
Terminadas las fiestas y llegados a Tordesillas todos los procuradores de las ciudades y de las villas con derecho a representación en Cortes, Pedro Laso de la Vega, como presidente de la Santa Junta, pidió a la reina que presidiera la reunión solemne de la misma.
La sesión se celebró el 24 de septiembre. Pedro Laso hincó la rodilla en el suelo y tomó la mano de doña Juana. Después, tras la petición de esta de que se pusiera en pie, dijo lo siguiente:
—Señora, soy Pedro Laso de la Vega y de Guzmán, presidente de la Santa Junta por elección de la misma. Soy procurador por la noble ciudad de Toledo, la primera que se alzó al servicio de vuestra alteza por el bien de estos reinos.
—No gastes mucho en decirme quién eres, ni de tu lealtad, que conozco bien de qué familia eres y tengo un gran recuerdo de tu padre, que sirvió fielmente al mío, a mi esposo y a mi persona —interrumpió la reina.
—Es un gran honor el que me hacéis. Ahora me honro en hablaros en nombre de los demás procuradores que siguiendo vuestras reales órdenes han venido desde la ciudad de Ávila, donde primero se reunió la Santa Junta. Estamos aquí, señora, para obedeceros en todo como nuestra reina y señora natural. Y dicho esto y reiterándoos mi absoluta lealtad y disposición para lo que queráis mandar, con vuestro permiso, tomará la palabra el doctor Zúñiga, catedrático de Salamanca, que hablará en nombre de los presentes.
—Hablad, pues, en buena hora, doctor Zúñiga, que es mucha la sabiduría que se imparte en Salamanca —dijo la reina sonriente. Se la notaba feliz; estaba disfrutando a lo grande.
—Reitero, señora, lo dicho por Pedro Laso, el mucho celo que hemos puesto los representantes del reino para venir a Tordesillas a besar la mano de nuestra reina y señora natural. —El doctor Zúñiga besó la mano de doña Juana y siguió su plática rodilla al suelo—. Es mucha nuestra esperanza de que a partir de hoy se pueda reparar el gran daño que estos vuestros reinos han padecido a causa de la mala gobernación que en ellos ha habido desde que Dios quiso llevarse al Católico Rey su padre y después que el hijo de vuestra alteza, nuestro príncipe, entró en estos reinos de vuestra alteza con esa gente extranjera que vuestra alteza conoció mejor que nadie. Ellos trataron tan mal estos vuestros reinos que entre los muchos males que trajeron, que no habría tiempo para relatar ahora, nos han dejado casi sin ningún dinero y a vuestra alteza en penosa reclusión. Vuestros súbditos se dejarán morir por vos y están ansiosos de obedecer lo que disponga vuestra alteza en la seguridad de que podrán arreglarse las cosas, si así lo manda la más poderosa reina y señora del mundo.
—Levantaos, doctor Zúñiga, y decidme cuál es vuestro consejo.
Y dirigiéndose a un edecán mandó que le trajeran unas almohadas, explicando que quería escuchar despacio a los enviados del pueblo. El doctor Zúñiga relató con más detalle la situación del reino y concluyó:
—Señora, lo que os pedimos los representantes de vuestros súbditos es que ejerzáis como la reina propietaria que sois y que no os sintáis abrumada por semejante carga, pues nosotros, la Santa Junta, constituida en Cortes permanentes por vuestro mandato, procederemos a poner orden en la república, siempre con vuestro consentimiento.
La reina transmutó su expresión risueña por un ademán grave pero benevolente y habló con parsimonia, como si tratara de convencerse a sí misma, más que a los que le pedían un compromiso tan severo.
—Me habéis proporcionado un gran placer, doctor Zúñiga, con vuestras sabias y comedidas palabras. Desde que Dios quiso llevar para sí a la Reina Católica, mi señora, siempre obedecí al rey mi señor, mi padre, por ser mi padre y marido de la reina mi señora; y yo estaba bien descuidada con él, porque no había nadie que se atreviera a hacer cosas mal hechas. Y al saber que Dios se lo llevó para sí, lo he sentido mucho y quisiera que estuviera vivo, porque su vida era más necesaria que la mía. Yo quisiera haber sabido antes de su muerte para remediar todo lo que pudiere.
La reina hizo un silencio emocionado y abandonó el frío discurso político para dejar hablar a su corazón. Los que allí estábamos contuvimos la respiración.
—Yo tengo mucho amor a todas las gentes y me pesa cualquier mal que hayan recibido. Pero siempre he tenido malas compañías y me han dicho falsedades y mentiras y me han tratado con doblez. Pero yo no he podido hacer nada, pues fue mi padre quien me apartó de todo, no sé si por consejo de su segunda esposa o por otras consideraciones que mi padre sabría y que vuestras mercedes quizás conozcan mejor que yo.
La reina se interrumpió con un nudo en la garganta, haciendo esfuerzos por no llorar. Juana parecía echar la culpa a Germana de Foix, con quien se había casado su padre a poco de morir la reina Isabel, una mujer que ahora era amante del hijo de Juana, el rey don Carlos, quien no dudaba en acostarse con su abuelastra. Al menos el Rey Católico se casó con Germana por razones políticas: conseguir el apoyo de Luis XII de Francia en su pugna con el malogrado Felipe el Hermoso, pero Carlos I se acostaba con Germana por pura concupiscencia.
La verdad es que yo tuve el inconfesable honor de compartirla durante el tiempo que despaché con ellos asuntos de propaganda por instrucciones de su esposo. Doña Germana es una dama de poca gracia física, gorda y algo coja, pero juguetona y caprichosa. De ella aprendí juegos que hubieran escandalizado al propio Eros y que tan severamente me reprochará mi adorada Cata Manuel.
Las palabras de la reina me habían transportado con nostalgia —qué joven y apasionado era entonces— a aquella descarnada lucha por el poder para la que fui reclutado. Yo milité en el ejército de plumíferos de Fernando el Católico, el político que, junto con César Borgia, inspiró a Maquiavelo, hábil funcionario al servicio de la república de Florencia. Este hombre admirable y no suficientemente valorado había enviado a don Juan Manuel, el valido de Felipe el Hermoso, un borrador de un libro al que tituló El príncipe, con el ruego de que el retorcido señor le hiciera las sugerencias que creyera convenientes.
Me cupo la fortuna de acceder a su lectura durante mi estancia en el castillo de Belmonte, su predio de la tierra de Campos, en circunstancias que algún día contaré. Me explicó don Juan Manuel que Maquiavelo no pensaba dar su librito a la imprenta, conformándose con hacer llegar unas pocas copias a las personas que le habían ayudado y que sabrían aprovechar sus observaciones.
—Y cuando supe de los extranjeros que entraron en Castilla —Juana había recuperado un timbre de voz audible—, me pesó mucho y pensé que venían para atender a mis hijos, pero no fue así. Si yo no me opuse, fue por temor a que hicieran mal a mis hijos. Ahora sois vosotros los que tenéis que remediar estos males y así os lo encargo con toda solemnidad y vehemencia, y si no lo hacéis, caiga la culpa sobre vuestras conciencias.
La reina había pasado de lo íntimo a lo solemne y de ahí a lo práctico. Pidió que los allí reunidos nombraran a «cuatro de los más sabios» para que hablaran con ella y resolvieran de forma efectiva con su respaldo absoluto. Intervino entonces don Juan de Ávila, confesor de la reina:
—Podrían reunirse con vuestra alteza una vez al mes —sugirió el franciscano.
—Todas las veces que fuere menester —rectificó la reina—, como si fuera cada día y a cualquier hora.
—Señora, nombrad vos a esos cuatro que gobernarán con vos —pidió Pedro Laso.
—No, es mejor que los elijáis vosotros, los representantes del pueblo.
Juan de Padilla interrumpió a la reina, que se había levantado de sus almohadas haciendo ademán de marcharse.
—Señora, os pedimos que avaléis con vuestra poderosa firma las graves decisiones que la Junta ha tenido que tomar apresando a los del Consejo Real, apoderándose de los libros de cuentas y del sello real.
La reina meditó unos momentos y se negó a ello rotundamente.
—Señor Padilla, hay cosas que habéis hecho que más vale que las asumáis vos mismo. Yo firmaré lo que decidamos con los cuatro que elijáis a partir de ahora. Pero, de lo hecho por vosotros hasta ahora, solo vosotros sois los dueños.