LOS COMUNEROS POR LA REINA
Pliego redactado por Jaime de Garcillán. Del viernes 24 al miércoles 29 de agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Los ejércitos de la Comunidad entraron en Medina del Campo, la ciudad calcinada, en medio del entusiasmo dolorido de sus ciudadanos, que portaban pendones con crespones de luto. Abrían el desfile los capitanes, secundados por los procuradores de Toledo y Segovia, entre los que me alegró ver a Bachiller de Guadalajara.
Los aplausos más calurosos se dirigieron a Juan de Padilla, que a su condición de capitán general unía la de aportar el ejercito más numeroso y mejor pertrechado. También fue muy jaleado Juan Bravo, quien, boca en mano, lanzaba besos a la multitud.
El segoviano repetía una y otra vez que Segovia había contraído con Medina una deuda que no olvidaría a lo largo de los siglos. Y añadía que sus heroicos hijos, sus hermanos, podían talar gratis en los bosques segovianos cuantos árboles necesitaran para reconstruir la ciudad.
Al llegar a la plaza donde brillaba el bronce artillero tan eficazmente custodiado, los caudillos de la Comunidad, Juan de Padilla, de Toledo; Juan Bravo, de Segovia; y Juan de Zapata, de Madrid, descabalgaron a la vez, en un emotivo movimiento, que por su precisión parecía ensayado, y pusieron rodilla en tierra en homenaje al pueblo mártir en medio de aclamaciones delirantes.
—La noble ciudad de Medina —proclamó Javier Polanco en nombre de sus paisanos— tiene a bien entregaros estos cañones que los tiranos no han podido arrebatarnos, para que sirvan a la santa causa popular.
Los gritos se hicieron ensordecedores. Cuando finalmente se restableció el silencio, tomó la palabra Juan de Padilla.
—¡Noble ciudad de Medina! ¡Con hombres como vosotros, la victoria final es segura! Ante tamaño ejemplo de valor, ante tan alto testimonio del honor, ante tanta sangre derramada, ante semejante muestra de solidaridad con Segovia y los demás pueblos hermanos, sobran las palabras. Solo me valdré de ellas para prometeros que estos cañones que habéis defendido con tanto empeño serán la vanguardia de nuestra noble lucha contra la tiranía. ¡Honor para Medina! Permitidme ahora que me arrodille humildemente ante vosotros y bese vuestras benditas cenizas.
Y el capitán general de los sublevados desenvainó la espada y, rodilla en suelo, la rindió al pueblo y besó la tierra, un gesto que fue imitado por los demás caudillos. Se hizo un silencio absoluto, un silencio del alma que finalmente rompió la banda de música y la entusiasta multitud, que prorrumpió en un grito delirante que me puso la carne de gallina.
Cuando concluyó el acto y el corneta tocó el rompan las filas, me acerqué a Bachiller de Guadalajara, a quien conté los acontecimientos que habían sucedido en Tordesillas: la prisión de Alonso y el resultado de la misión que se le había confiado cerca de la reina Juana.
Bachiller lamentó sinceramente el encarcelamiento de Alonso, del que me expresó el alto concepto que su esposa y él tenían, aunque, desgraciadamente, solo había permanecido en su casa una noche. Añadió que, inmediatamente, se reunirían los dirigentes de la Comunidad para decidir qué camino tomar y que pediría permiso para que yo expusiera los hechos que le había relatado y las propuestas a las que me había referido. Tanto Padilla, como Bravo y él mismo apoyarían vivamente mi propuesta de dirigirnos de inmediato a Tordesillas y tomarla por sorpresa, y estaba seguro —concluyó— que todos acordarían con entusiasmo liberar a la reina y pedirle que coronara nuestra causa.
La reunión, celebrada en el salón de actos del ayuntamiento, fue la más solemne que recuerda la ciudad. Javier Polanco, que se había constituido, con el beneplácito de sus compañeros, en la primera autoridad de la ciudad, expresó con palabras encendidas la adhesión de la misma y pidió a los comandantes que se sintieran como en sus respectivas casas. Todos saludaron cordialmente a Polanco, que abandonó la sala, y Juan de Padilla ocupó el sitial del corregidor y dirigió la reunión.
—Queridos compañeros —dijo—, estoy seguro de que lamentáis como yo el cruelísimo castigo que ha sufrido esta heroica ciudad. No obstante, el dolor que sentimos no debe ocultar que tamaña barbaridad movilizará a los indecisos de Castilla entera y que desde Valladolid, Burgos y las grandes ciudades del reino hasta el último pueblo abrazarán nuestra sagrada causa. Debemos, pues, estar preparados para encauzar y coordinar los miles de hombres que se ofrecerán para combatir la tiranía.
Todos se pusieron en pie, levantaron las espadas y juraron no desmayar en la tarea. A continuación, Juan de Padilla dio cuenta de los testimonios que le habían llegado de adhesión y lo mismo hicieron los demás capitanes. Me pareció que todos contaban con buenas fuentes de información.
En resumidas cuentas, me enteré de que Antonio de Fonseca había huido a Portugal acompañado de Ronquillo y desde allí habían embarcado para Flandes; que el cardenal Adriano no paraba de decir que no había mandado quemar Medina y que le pesaba mucho lo que Fonseca había hecho y mandó que se disolviera la tropa; que habían entrado en Comunidad León, Palencia, Soria, Cuenca, Salamanca, Cáceres, Badajoz, Sevilla, Jaén, Úbeda, Baeza, Madrid y, lo que era más importante, Valladolid, donde residía el Consejo Real y el cardenal regente, y que Burgos, la rica ciudad mercantil, no tardaría en integrarse. De las dieciocho ciudades que tenían representación en Cortes se habían alzado quince, las cuales mandaron representantes a la Junta de Ávila.
—El descrédito del Consejo Real se ha generalizado —apuntó Bachiller—, pero tenemos que ser celosos con nuestro crédito, evitando en el futuro los excesos que se han cometido en Medina, en Cuenca y en otros pagos.
—Desde luego que la santa causa debe evitar los excesos e impedir que haya quien se aproveche del levantamiento para vengar viejos agravios —terció Padilla—, pero ya que citáis a Cuenca, es poca la burla que allí hizo un comunero de don Luis Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y Beteta, comparada con la venganza con la que respondió su esposa, doña Inés de Barrientes Manrique.
Doña Inés, mujer de armas tomar, había invitado a cenar a los capitanes comuneros, cargándolos de vino, y cuando estuvieron dormidos los mandó matar a todos y los colgó de las ventanas de su palacio.
—Nosotros no queremos la guerra —proclamó Padilla, solemne—, sino establecer una paz con justicia y libertad, pero, como decían los antiguos, jamás de los tiranos se alcanzará la deseada paz si no es acosándolos con la enojosa guerra.
El toledano había concluido con una arenga que fue celebrada con frenesí y yo encontré la ocasión de meter baza explicando lo que ya he contado. El entusiasmo por la prometedora actitud de doña Juana fue unánime y la reunión terminó con el grito pronunciado por Padilla: «¡La Comunidad por la reina!», que fue coreado por todos los presentes.
Las tropas de la Comunidad fueron aposentadas con mucho mimo los cinco días que permanecieron en Medina, y tras reparar los cañones partieron para Tordesillas, donde fueron recibidos triunfalmente, sin disparar un solo tiro, el 29 de agosto.
Santiago salió a mi encuentro y temí que mis huesos se rompieran por su abrazo. Ambos estábamos ansiosos de intercambiar noticias, pero lo que no admitía espera era saber cómo estaba Alonso.
—Ya hablaremos con calma, Jaime, durante el almuerzo.
—Pero dime, Santiago, ¿está bien Alonso? —insistí ansioso.
—Está bien. Sigue preso, pero vivo; entre todos hemos conseguido librarle de la muerte y del tormento y suavizar el rigor de la prisión. Con decirte que cada día recibe la comida de las clarisas, te digo bastante. El peor de los peligros ha pasado, y ahora, con las tropas de la Comunidad en Tordesillas, espero que su liberación sea inmediata.
—Eso espero yo también. Hablemos con Padilla y Bachiller ahora mismo, pues no hay nada más urgente que sacar a nuestro amigo de las mazmorras.
Y, sin perder un minuto, nos dirigimos a la fortaleza donde se habían instalado los ejércitos comuneros. La cuestión se resolvió con la celeridad esperada: Juan de Padilla entregó a Bachiller una conminatoria orden por la que se exigía al marqués de Denia la libertad inmediata de Alonso de Torrelaguna, al tiempo que se requería a aquel que se presentara ante el firmante de la misma.
Inmediatamente Bachiller y yo nos dirigimos a palacio. El marqués nos recibió en el acto, leyó la orden, hizo grandes protestas de colaboración, pero se mostró remiso a cumplir lo que la orden prescribía.
—El general Padilla debe saber que los cargos contra Alonso de Torrelaguna son extremadamente graves. Su delito es de lesa majestad. Yo no puedo cometer la arbitrariedad de soltarlo sin un proceso que, por supuesto, se celebrará con todas las garantías…
—Estimado marqués, no parece que hayáis entendido la orden que os acabo de entregar, firmada por quien tiene la legítima autoridad de la Santa Junta.
—Estimado Bachiller, la legítima autoridad procede del rey don Carlos y yo estoy aquí para servirla. El cronista Torrelaguna ha perdido el respeto a la infanta Catalina, la hermana de nuestro soberano, y ni Padilla, ni vuestra merced, ni yo, el humilde servidor de su sacra cesárea majestad católica, podemos dejar impune tan monstruoso delito.
—Señor marqués, parece que seguís sin entender el alcance de la orden que os transmito. Os voy a poner la cuestión meridianamente clara: o nos entregáis en estos mismos momentos al preso o me marcho y vuelvo con un regimiento que se haga cargo del palacio y del preso. Espero que, ya que nuestra entrada en Tordesillas se ha producido sin que se derrame una gota de sangre, no nos pongáis en el brete de que se derrame aquí. Tened la seguridad de que la vuestra, vuestra noble sangre, sería la primera en derramarse.
—Que conste que me veo obligado por la fuerza, pero sabed que el emperador será informado de este atropello.
—No os preocupéis por ello. La carta que os entrego os cubre de toda contingencia.
El marqués hizo sonar entonces una campanilla y acudió un secretario a quien dio instrucciones de traer a su despacho a nuestro amigo. El astuto marqués cambió con inaudita celeridad de humor pasando de la severidad a una franca cordialidad.
—Espero, señores —al fin había tenido la deferencia de considerar, aunque fuera en la amplitud de un plural, las presencias de Polanco y la mía—, que comprendáis mi delicada situación. Al fin y al cabo, vuestras mercedes son también fieles súbditos del emperador y no se os ocultan mis obligaciones como garante de la seguridad y de la dignidad de la casa de doña Juana, nuestra querida reina, tal como el rey y emperador me ha ordenado. Os confieso que mi tarea no es fácil y que, a veces, para cumplir mi sagrada misión, tengo que ayudar a la reina empleando una firmeza que ella no siempre comprende.
Conociendo en qué consistía semejante firmeza, tan próxima de la crueldad, me percaté de las intenciones del marqués al adoptar un tono conciliador: ganar apoyos para mantener su puesto de guardián de la reina.
Denia nos obsequió un extenso relato de lo mucho que sufría para cumplir las severas órdenes del emperador conciliándolas con sus filiales sentimientos para con la reina y de lo difícil que resultaba cumplir el encargo con firmeza y delicadeza. En último término, estaba en cuestión la salud de la reina, a quien deseó que mejorara de sus diversos trastornos y que viviera muchos años.
Su discurso fue interrumpido por la entrada de Alonso custodiado por dos alabarderos, a los que el marqués despidió en el acto. Mi amigo había envejecido varios años en unos pocos días, aunque no había perdido la sonrisa bondadosa. Nos abrazó a su tocayo, Bachiller, y a mí, y Alonso y yo no pudimos reprimir las lágrimas.
—Sois, libre, Alonso de Torrelaguna. Espero que no os llevéis de nosotros un mal recuerdo, dadas las circunstancias, que deseo que comprendáis.
—Gracias, marqués, pero, si me lo permitís, os diré que aún no sé de qué se me acusa ni quién me acusa. Por lo demás, no tengo queja del trato recibido como involuntario huésped vuestro.
—No os hemos informado de las causas de vuestra detención siguiendo lo establecido en los procesos. Como sabéis, el procedimiento exige que antes de formularos los cargos es preciso hacer una información exhaustiva y recoger los testimonios de quienes puedan aportar algo al respecto. Como también sabréis, no estoy autorizado a daros el nombre de vuestro denunciante, ni de quienes testificaron contra vuestra merced. Pero como, según las atribuciones que me son concedidas, tengo potestad para dirigir el proceso, os puedo decir informalmente que se os acusa de conducta impropia con la infanta.
Aquello prometía una trifulca que podía deparar funestas consecuencias, pues el diablo siempre está al acecho, así que me pareció un acierto que Bachiller zanjara la cuestión.
—Amigo Alonso, dejemos este enojoso asunto para mejor ocasión, que tiempo habrá para ello. Ahora lo mejor es que no demoremos más tu libertad y que cumplamos con el estómago, que, al menos el mío, reclama atención y respeto.
—De eso me encargo yo —apuntó Santiago—, y creo que no saldréis hambrientos. —Y dirigiéndose a mí me prometió—: Ahora te voy a resarcir de la sobria colación que recibiste en mi humilde choza con un histórico almuerzo en el mesón de la Aldaba.
Y sin más palabras, tras una despedida obsequiosa del marqués, los cuatro abandonamos en buena hora el palacio de la reina.
José Luis Peláez, el joven mesonero, nos instaló en su mejor reservado, el preferido por los nobles y letrados que tenían responsabilidades o acceso a palacio. El pequeño comedor estaba enmarcado por bellos tapices donde se representaban escenas de caza, a las que los altos candelabros y las anchas velas, en su ligerísima danza, proporcionaban la impresión de movimiento.
La mesa, de recia madera de nogal, se cubría pudorosa con un inmaculado mantel blanco bordado con finas labores por las monjas clarisas. Los mismos dibujos adornaban las servilletas que colocaron en cada flanco de la tabla junto a unos cubiertos de plata, entre los que se había incluido un instrumento que solo podía verse en casas nobles, un artilugio con dos puntas al que llaman tenedor.
Las sillas, también de nogal, de estilo gótico con algún elemento románico en el respaldo y con asiento de buen cuero noblemente envejecido, no desmerecerían las de un Mendoza.
Habían abierto buenos hospedajes en Tordesillas desde que instalaron a la reina en la ciudad, pero el de Peláez era el más solicitado por la comodidad de sus habitaciones, el diligente servicio y la habilidad del dueño en atender y halagar a los clientes sin caer en un zafio servilismo.
—¡Qué gran honor, don Santiago e ilustre compañía! —exclamó Peláez, con voz cuidadosamente modulada—. ¿Tendréis la bondad de presentarme a vuestros distinguidos amigos?
—Hoy te traigo, José Luis, a gente muy principal: don Juan Alonso Bachiller de Guadalajara, ilustre caballero segoviano, la inteligencia de la Comunidad.
—Espero, Bachiller, que no será esta la última vez que honréis mi casa que es la vuestra. Había oído hablar mucho y bueno de vuestra merced. La Comunidad necesita gente serena y de mucha cabeza.
—Santiago exagera…
—No hagas caso de su modestia y créeme a mí, José Luis. Y aquí tienes a dos buenos cronistas, Alonso de Torrelaguna, que fue paisano y secretario del cardenal Cisneros, y Jaime de Garcillán, que nos ha contado con precisión y agudeza lo que ha acontecido en estas tierras desde los buenos tiempos de los Reyes Católicos.
—Pues seáis también bienvenidos. Ya me habían dicho que pensáis darnos cuenta de los últimos acontecimientos en las fiestas. No faltaré a vuestras lecturas, tenedlo por seguro. Bien, ya que nos conocemos todos, podéis ordenar la cena si os place.
—Confiamos en tu buen criterio, amigo —concedió Santiago.
—Es mucha la responsabilidad que echáis sobre mis hombros. Lo mejor es que yo proponga y vuestras mercedes decidan. Sobre el vino no hay duda, pues lo hacemos en la casa con las mejores uvas de la comarca. Os sugiero, para empezar, una sopa fría de la reina o un sabroso caldo del rey. Podemos seguir con un manjar blanco de las clarisas y un pollo al ajillo con pimientos choriceros o, si lo preferís, unos pichoncitos a la cazuela; ambos platos cumplen fielmente la función de prepararos para el lechazo que es obligatorio en esta casa. De postre son de rigor unos tostones de Santa Clara, unos bocaditos reales y unos pedorrillos de Salamanca, dicho sea con perdón de vuestras mercedes.
Todo parecía apetecible, así que pedimos a Peláez, con gran contento suyo, que no usara la vocal «o», sino la conjunción «y», aunque le rogamos que reprimiera su propensión a excederse en las raciones.
—El primer día temí por mi vida —inició Alonso su relato, apremiado por nuestras insistentes preguntas—. Me habían encerrado en una mazmorra oscura y húmeda sin que ninguno de los dos alabarderos que me custodiaban me dijera una sola palabra. No sé el tiempo que pasé en aquella zozobra, durante el cual me preguntaba sobre la causa de mi prisión y sobre quién me había denunciado. Sospechaba que alguien me había visto paseando con la infanta, pero no podía estar seguro de que esta, quizás herida en su amor propio, no se hubiera vengado de mí cruelmente.
—Pero, Alonso, ¿qué le hiciste a doña Catalina? ¿Es que no respetas a nadie que lleve faldas? —pregunté bromeando mientras metía mano al plato de jamón y chorizo que nos había puesto Peláez fuera de programa.
—Déjate de bromas, Jaime. La infanta es muy novelera y yo me limité a seguirle la corriente en un plano puramente poético.
—¿En plan platónico? Perdóname, Alonso, pero me cuesta creer que no pasases de la poesía a la acción.
—Hubiera pasado si no estuvieran tan sagrados asuntos en juego —insistió muy serio—. En mis horas de oscuridad no sabía si el motivo de mi prisión era el de atentar contra la virtud de la infanta o si esta le había informado al marqués del mensaje que habíamos llevado a la reina. Rogaba a Dios que fuera lo primero.
—Y, por lo que ha dicho Denia, así fue —terció Bachiller.
—Sí, el marqués de Denia me dejó cocerme en mi jugo hasta la mañana del día siguiente, cuando me subieron a su despacho. El marqués me increpó con palabras duras, pero no me formuló preguntas que indicaran sospechas de espionaje. «Comunero, tenéis la suerte —me confió condescendiente— de que personas a las que respeto hayan intercedido en tu favor, de lo contrario a estas alturas estarías muerto, que no se necesitan procesos cuando se te ha pillado en flagrante delito de lesa majestad». Yo traté de defenderme asegurando que en ningún momento había perdido el respeto a la infanta, pero el marqués no me dejó terminar y, a un gesto suyo, los alabarderos me llevaron de nuevo a la mazmorra.
—¿Y has permanecido todos estos días en ese agujero insalubre? —preguntó Santiago.
—No. Allí pasé todo el día y la noche. Al día siguiente me instalaron en la torre junto a los monteros de Espinosa, donde me dejaron un cuarto pequeño y cochambroso para dormir, pero desde donde podía ver la ciudad y durante el día charlar con mis guardianes. Era evidente que alguien muy principal había intercedido por mí.
—Algo de culpa tengo yo, que removí Roma con Santiago. La abadesa se mostró muy diligente y yo convencí al corregidor del rey de que interviniera para evitar lo inevitable. Ambos exigieron un trato humano y un juicio justo.
—Me consta, pero lo que quizás no sepáis es que la propia reina se interesó por mí y pidió a su confesor Juan de Ávila que convenciera al marqués de que, por su propio bien, no debía extremar la dureza. Y la abadesa llevó su amabilidad hasta el extremo de enviarme cada día un almuerzo suntuoso, que yo compartía con el teniente Camacho. He hecho buena amistad con él, un hombre recio pero noble, quien me tenía al tanto de lo que pasaba en palacio.
—Y pasaron cosas importantes —intervino Bachiller, espoleando la satisfacción de Alonso por contarnos novedades.
—Cosas tan importantes —corroboró Alonso con la felicidad de quien puede dar una exclusiva y con los colores en la cara producidos por el vino de Peláez— como la visita que hizo a la reina el presidente del Consejo Real, el siniestro arzobispo de Granada.
Los tres permanecimos expectantes. Alonso se valió de todas las artes de la intriga aplazando su narración.
—Dediquemos antes un respeto al pollo y a los pichoncitos, que reclaman nuestra atención. No es educado hablar con la boca llena.
Terminada la degustación, y mientras esperábamos a que hiciera su solemne entrada en el reservado su majestad el lechazo imperial, reanudó su relato. Nos contó lo que el capitán pudo escuchar desde la galería de lo que acontecía en la cámara de la reina.
Se había presentado el arzobispo Antonio de Rojas con otros tres miembros del Consejo del Reino, reclamando la presencia del duque de Denia. El presidente y los tres consejeros se encerraron en conciliábulo en el despacho de este. Acabada la charla, los miembros del Consejo pidieron sumisamente que la reina se dignara recibir a sus fieles vasallos. Doña Juana les hizo esperar un buen rato, al cabo del cual, el capitán les abrió la puerta de la cámara real y los consejeros, acompañados del marqués, se arrodillaron ante la soberana. Esta dio un respingo al ver a su carcelero, pero no dijo nada.
—Sentaos, invitó la reina. —Y el marqués les indicó unas sillas de tijera.
—Siéntese el obispo en una silla —ordenó doña Juana— y los demás háganlo en un banco, como en tiempos de la reina Isabel, mi señora. Marqués, proceded a ello.
El arzobispo se acomodó en la silla al tiempo que los tres consejeros esperaban de pie, algo corridos, mientras el marqués ordenaba que trajeran un banco.
Cuando todos tomaron asiento, el arzobispo se interesó por la salud de la soberana.
—Pues teniendo en cuenta que me tenéis encerrada en esta prisión y sometida a muy mal trato, puedo decir que estoy bien, gracias a Dios.
Las orejas del marqués enrojecieron mientras su rostro palidecía.
—¿Qué pasa en el mundo, señor arzobispo? Considerad que yo llevo aquí encerrada once años y no me entero de nada. Solo se me dicen mentiras.
El marqués cayó de rodillas, y entre lágrimas que apenas dejaban escuchar sus palabras, dijo:
—Perdonadme, señora, confieso que he tenido que trataros como la ciencia manda para curaros, pero sabed que me ha dolido a mí más que a vos la amarga medicina que os he tenido que aplicar.
—Y me habéis mentido, marqués. Me ocultasteis que mi querido padre había fallecido.
—Cierto, cierto, pero todo lo he hecho en aras de vuestra curación. Yo estuve presente en sus últimos suspiros y puedo deciros que sus últimas palabras fueron para la reina Isabel y para su alteza. Nuestro querido rey Fernando me encomendó encarecidamente que os cuidase.
—A buenas horas me lo decís, cuatro años después de que muriera…
—Lo hice para no turbaros.
—Y ya de paso para ocultarme que yo era la reina con todas las de la ley.
—El rey vuestro padre pensó que lo mejor era que reinara vuestra majestad, pero que se hiciera cargo de la pesada tarea de la gobernación el cardenal Cisneros.
—De cuya muerte tampoco me he enterado por vos.
—Todo lo que he hecho ha sido por orden de vuestro augusto hijo, su sacra cesárea majestad católica, que reina en vuestro nombre, nuestra legítima reina propietaria.
—¿Propietaria de qué? —La reina reprimió una lágrima. Mi hijo es todavía un muchacho, y mucho me temo que su mano es movida por gente vil, mezquina y… y… y… ladrona.
—Señora —terció el arzobispo contemporizador—, lamento vuestro penoso encierro, que os ha tenido ajena a los graves acontecimientos que se están produciendo. Unos indeseables se han rebelado contra vos y contra vuestro augusto hijo y pretenden hacerse con vuestra augusta persona. Son gente desastrada y sin escrúpulos que utilizan el nombre de vuestra alteza contra vuestro hijo, que ahora es rey de romanos y que pronto será coronado emperador.
—¿Y qué queréis que haga esta indefensa prisionera?
—¡Señora! Somos vuestros más fieles vasallos y estamos deseosos de cumplir vuestros soberanos mandatos. ¿Prisionera decís?
—Estoy sometida por Denia, ese canalla, a la peor de las prisiones.
—Señora —el marqués cayó de nuevo de rodillas y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos—, yo me limito a cumplir los mandatos de su sacra cesárea majestad católica, lo que me ha encomendado vuestro augusto hijo, que os quiere y que desea vuestro restablecimiento.
—Quitad de mi vista a este bellaco embustero —replicó la reina con asco.
—Os ruego que me perdonéis señora y que consideréis que son nobles mis razones.
El arzobispo le hizo una indicación de que se marchara, y el marqués lo hizo encorvado y rojo como una amapola. Doña Juana contempló su huida con delectación, y luego se volvió hacia el arzobispo.
—Bien, ¿qué es lo que espera vuestra reverencia de mí?
—Los del Consejo os pedimos humildemente, por la paz y la prosperidad del reino, que firméis este documento en el que reconocéis los derechos de vuestro augusto hijo a compartir, junto a vos y en vuestro nombre, las tareas de gobierno. De esta forma, nadie podrá poner en duda torticeramente su legitimidad. Si así procedéis, habréis hecho un milagro más grande que los que hiciera San Francisco y seréis celebrada por los siglos de los siglos. Seréis, después de Dios, quien más habrá hecho por la salvación de España y el ensanchamiento de la cristiandad.
—Despedid a mi carcelero y después hablaremos.
—Alteza, el Consejo no está autorizado para contrariar las órdenes de su cesárea majestad, pero tened la seguridad de que hoy mismo el cardenal regente enviará una epístola a su majestad indicándole la conveniencia de que os asista una persona de vuestra confianza.
—Pues quitadme de encima a las mujeres, son gentuza que disfrutan mofándose de mí; incluso me ponen las manos encima.
—Contad con ello. A partir de este momento, esas mujeres están despedidas y podéis elegir a las señoras que vuestra alteza desee para vuestro real servicio.
—Quiero que se las someta a juicio por lesa majestad y porque me han robado a manos llenas.
—También se procederá a ello, alteza. ¿Tenéis alguna otra petición, señora? Si no es así, no creo que tengáis inconveniente en firmar este documento.
La reina se sumió en un largo silencio. Finalmente esbozó una sonrisa enigmática y despidió a los visitantes.
—Es una dura tarea la que echáis sobre mis espaldas. Lo mejor es que descanse yo y descansen vuestras señorías y que vuelvan otro día, que yo ya habré pensado con ayuda de Dios lo que es más conveniente.
—Y volvieron —adivinó Bachiller.
—Volvieron ayer mismo.
—¿Y…? —Estábamos todos en ascuas—. ¿La reina firmó?
—No, la reina les dio nuevas largas. Doña Juana se aplicó el refrán castellano: «Quien dé algo suyo antes de su muerte, merece que le den con un mazo en la frente».
—Y luego dicen que está loca —interrumpí con aquiescencia general.
—Les dijo que volvieran a Valladolid —continuó su relato Alonso—, que reunieran el Consejo y que recabaran la firma del cardenal y de todos los miembros y que entonces firmaría.
—Pero en eso vinimos nosotros —concluyó radiante Bachiller—. Y ahora la reina tendrá que firmar un documento bien distinto.
—No será tan fácil, Bachiller; hay experiencias de la resistencia de doña Juana a comprometer su firma. Solo lo hizo en su día en beneficio de su padre, aunque la carta nunca llegó a su destino, pues la interceptó don Juan Manuel, el valido de don Felipe, su desgraciado esposo.
—Mañana veremos; tendremos que extremar el tacto. La libraremos de los Denias y la repondremos en el trono con todos sus derechos, privilegios y honores.
—Ya veremos, en efecto, que la reina ni firma ni quiere gobernar. No quiere gobernar ni que la gobiernen; pero no adelantemos acontecimientos. Ahora retribuidme a mí contándome con todo detalle lo que ha acontecido desde que estoy encerrado.
Mientras luchábamos con el lechazo, a cuyo cocinero debería otorgarse el Toisón de Oro, contamos a Alonso, al ritmo que nos permitía la degustación del sabroso animal, el terrible incendio de Medina; la entrega a Padilla de los cañones que los medineses negaron a Fonseca; las venganzas que el incendio había provocado; la huida del capitán general Fonseca con Ronquillo a Flandes; cómo se había ocultado el hermano de aquel, el obispo de Burgos; el incendio de sus bienes; cómo el cardenal regente, asustado de las consecuencias del incendio, había disuelto al ejército real y cómo habían hecho su entrada triunfal en Tordesillas.
—En definitiva, que estamos ganando.
—Y ganaremos si atamos corto a los nuevos caudillos del pueblo, gente que no se contiene y da pábulo a sus bajos instintos. Pero, ciertamente, Dios y el pueblo están con nosotros. Solo nos falta la reina.
—Mañana será otro día, Bachiller —profeticé yo, afectado por el vino, y me dediqué a los bocaditos reales, que pedían un lugar en mi agradecido estómago.
—Pero hoy brindemos con este maravilloso licor elaborado por las monjas.
Los cuatro levantamos nuestras copas y Bachiller expresó el deseo general:
—Por una paz duradera que solo puede asegurarse con justicia, libertad… y algo de prosperidad. ¡Viva la reina y abajo los malos gobiernos!
—¡Viva la reina y abajo los malos gobiernos! —replicamos todos.
—¡Vivan Padilla, Bravo y Zapata, las espadas del pueblo!
—¡Vivan!
—¡Vivan también las plumas del pueblo! —propuso generoso Bachiller.
—¡Vivan!
—¡Y que vivan sus cabezas pensantes, Bachiller de Guadalajara, Pedro Laso y compañía!
—¡Que vivan!
En aquella gloriosa jornada nos sentíamos generosos con la vida de todos, especialmente con las de los nuestros, pero la generosidad no se extendió al titular del Sacro Imperio Romano Germánico, cuya corona pagaba don Carlos desatendiendo los asuntos de Castilla y Aragón.
Los vítores atrajeron al mesonero, quien se sumó a los últimos vivas, y en su honor Bachiller propuso un deseo para el pueblo:
—¡Lechazo para todos!
El grito fue coreado unánimemente, pero Peláez expresó sus reservas.
—No os engañéis, señores comuneros, que no hay en el reino lechazo para todos. Más prudente sería que reclaméis pan, y aun así no sería tarea fácil.
—Pues, al menos —concilio Alonso—, reclamemos vino para el pueblo, que con pan y vino se anda el camino.
—Un justo reclamo —aceptó el mesonero—, pero no olvidéis que el pueblo es como los niños, insaciable y caprichoso, y cuanto más le deis más exigirá. Pero no me hagáis demasiado caso, que yo no entiendo de políticas y me conformo con que la gente que llega a mi casa se vaya a la suya satisfecha.
Le aseguramos que nos marchábamos más que satisfechos, y Peláez celebró que todo estuviera a nuestro gusto, rogándonos que volviéramos pronto a honrar su casa. Bendito sea Peláez.
La sobremesa era muy grata, pero tuvimos que interrumpirla para participar en el triunfal desfile que había organizado Juan de Padilla. Al llegar ante palacio el toledano hizo una parada durante la cual la banda militar interpretó himnos de victoria y de pleitesía a la reina.
Doña Juana saludó a la tropa desde la ventana e hizo señas a los capitanes para que subieran a su cámara. Cuando estos estuvieron ante su presencia, se arrodillaron, pero ella les pidió que se pusieran en pie.
—Señora, la Comunidad os rinde homenaje y os jura la más exacta obediencia —dijo Padilla, inclinando la cabeza.
—¿Quién sois vos, caballero? —inquirió la reina, con abierta sonrisa de simpatía.
—Soy Juan de Padilla, hijo de Pedro López de Padilla, señor de Padilla de Yuso, que fue capitán general de Castilla y fiel servidor de los Reyes Católicos.
—Bien, leal Padilla, yo os otorgo el mismo cargo que con tanta honra desempeñó vuestro padre. Sois, pues, el nuevo capitán general del reino, así que yo respaldaré lo que tengáis que hacer.
—Señora, acepto agradecido el muy honroso título de capitán general de la reina nuestra señora. Juro cumplir con lo que tan alto cargo exige con total entrega y lealtad.
—Id, pues, en buena hora y venid a verme el sábado para que tengamos una reunión más resolutiva.
Concluida la improvisada audiencia, Padilla mandó romper filas y nuestro pequeño grupo se dispersó. Bachiller se quedó en la Aldaba, donde había apalabrado unas habitaciones, y, para mi sorpresa, también recaló en la hospedería Santiago, nuestro anfitrión, a quien sobraban habitaciones en su generosa casa. Era evidente que había contratado algo más que una buena habitación. Apenas regresamos a casa de Santiago, pregunté ansioso a Alonso qué había pasado en realidad entre él y la bella infanta Catalina. Esperaba que a mí, su mejor amigo, me contara sin restricciones lo que no habría querido confiar a los demás.
—Pasó que paseamos por la ribera del río hablando de poesía y de amor.
—En términos puramente poéticos. De amor platónico, naturalmente —observé con sorna, tal como había hecho durante la cena.
—Te estás poniendo un poco pesado, Jaime, con lo del platonismo. Así fue, aunque te cueste creerlo. Eso fue lo que yo intenté con toda mi alma, aunque reconozco que la tentación era fuerte, pero ella tenía apetencias más concretas e inmediatas y le contrarió en extremo mi prudencia, que debió interpretar como desdén.
—Y, claro está, luchaste como un bravo para impedirlo. Ya sabemos que tú estás por Platón.
—Ríete todo lo que quieras, pero esa es la realidad, y la infanta no supo apreciar mi caballerosidad. Se enfureció conmigo, pero yo iba a lo que iba, como os conté en la cena. La verdad es que Catalina había cumplido lo que le pedíamos, había transmitido nuestra oferta a su madre e informó a la abadesa del asunto para que llegara a vuestros oídos. Así que no sé a qué atenerme, no sé si fue ella quien me denunció o un espía del marqués.
—Mañana tendrás ocasión de hablar con su alteza después de la audiencia con la reina. Ahora ambas son libres; el marqués durará menos en su cargo que lo que se tarda en rezar el avemaría y tú tienes vara alta en la nueva situación, que bien te la has ganado con tu martirio. Espero que mantengas el buen sentido, porque veo que lo de la joven infanta Catalina te ha llegado a lo más hondo.
—No olvido, querido Jaime, tu sabia advertencia, la de que esta gente no son como nosotros.
—No lo son, pero ahora ni Catalina ni el marqués pueden mandarte a la horca. Es una diferencia apreciable con el tiempo pasado.
—Esperemos que el tiempo haya pasado definitivamente.