MEDINA LEVANTA A CASTILLA CONTRA EL REY
Continúa el pliego redactado por Jaime de Garcillán. Lunes 20 y martes 21 de agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Me alegré de que el obispo me hubiera liberado del almuerzo, una invitación que no hubiera podido rechazar. Las intenciones de don Juan Rodríguez de Fonseca eran sumamente inquietantes para Segovia y para Medina, así que no podía perder tiempo. Saqué a Javier Polanco del ayuntamiento y le conté mi charla con el obispo.
Al día siguiente, martes 21, nos despertamos antes del amanecer. Desayunamos fuerte y Javier me informó de que todo estaba preparado. Nos dirigimos a la plaza mayor, a la que, en un breve espacio de tiempo, fueron acudiendo los miembros del grupo de incondicionales al que Javier había aludido. En menos de media hora, la plaza estaba ocupada por una multitud enardecida armada con los utensilios más diversos, desde escopetas y espadas a palos, azadones, hoces, martillos y cuerdas.
El concejal Pozas informó a Polanco de que los vigías que había situado en los accesos a la ciudad le habían avisado de que se acercaba un contingente de soldados y paisanos. Uno de ellos había precisado que al frente de aquella tropa se encontraba Antonio de Fonseca, al que seguían mil soldados bien uniformados y armados, doscientos escopeteros y ochocientas lanzas.
Detrás del capitán general venía el alcalde Ronquillo con gente menos vistosa y multitud de paisanos que había conseguido reunir por medio de levas y voluntarios a los que se prometió libertad para apropiarse de todo el botín que pudieran obtener.
—Es interesante —comenté yo— que el rey no haya podido reunir un ejército en condiciones, bien presentado, adiestrado y disciplinado, y que tenga que improvisar sobre la marcha recogiendo gente de la peor ralea.
—El rey anda escaso de fondos —corroboró Javier—. Su fuerza reside en la autoridad moral de la corona, por eso es tan importante que la reina legítima tome la palabra. También sería de gran utilidad que la nobleza permanezca al margen como hasta ahora.
—La fuerza del rey don Carlos está, en efecto, tal como decís, en la sumisión, casi religiosa, que genera la realeza, pero, como muy bien señalaba don Fernando, es importante obtener la aprobación del pueblo o al menos evitar su reprobación.
—También cuenta a favor del emperador —apostilló Javier— la necesidad de orden que todos tenemos; ese es el origen de la autoridad. Pero cuando un pueblo se pone en pie, con justa cólera, la autoridad y el orden saltan por los aires.
Javier mostró su capacidad para movilizar a aquel heterogéneo ejército civil que vibraba de exaltación con gritos de combate. Los que más se repetían eran: «¡Medina con Segovia!», «¡Viva el rey y muera el mal gobierno!», «¡Comunidad, Comunidad!» y «¡Que viva, que viva el pueblo!». Había peleteros, tundidores, tintoreros, herreros, zapateros y multitud de agricultores, pero también comerciantes y respetables letrados, así como la totalidad de los guardias municipales.
—Lo primero que hay que hacer —mandó con voz que no admitía réplica— es rescatar la artillería.
El irregular ejército medinés se dirigió a la fortaleza y fue sacando uno a uno los cañones de bronce sin que los escasos artilleros que los custodiaban hicieran más que un amago de resistencia, que decayó cuando Javier se hizo responsable de la orden invocando la autoridad del concejo. La mayor parte de la fuerza se había encerrado en el castillo dispuesta a resistir un posible asedio.
—Ahora —ordenó Polanco— situemos cañones en las principales bocacalles por donde entrará la canalla, y los que sobren los traeremos a la plaza, donde estarán vigilados y defendidos con nuestra vida. Habrá que quitarles las ruedas para dificultar su movimiento y destruir los que podamos.
El concejal del pueblo dio instrucciones a sus colaboradores para que seleccionaran gente de su confianza que decidiría la forma de situar los cañones. En esos momentos, cuando el sol apuntaba en el horizonte, todo el pueblo, incluido el corregidor, parecían unidos en el firme propósito de que no se llevarían la artillería si no era por encima del cadáver de los medineses. Numancia emergía de nuevo.
Un vigilante, destacado a la entrada de la ciudad, llegó galopando hasta la plaza donde conversaban el corregidor y el concejal del común, acompañados del resto del concejo, letrados y gente principal.
—Antonio de Fonseca y Rodrigo Ronquillo —informó el vigía, dirigiéndose a Polanco— han dejado las tropas a la puerta de la ciudad y se dirigen hacia aquí.
—Pues esperémoslos en buena hora.
Gutierre Quijada, dirigiéndose a Polanco, a quien de hecho reconocía como el jefe de la situación, le rogó que le permitiera hablar con los visitantes en nombre de la ciudad.
—Quisiera agotar todas las posibilidades de arreglar el asunto pacíficamente —argumentó el corregidor.
—Eso quisiéramos todos —alentó Javier con aquiescencia general.
A los pocos minutos se personaron Fonseca y Ronquillo en actitud conminatoria. El pueblo se agolpaba a su alrededor en un silencio insólito; nadie quería perder una sola palabra.
—Venimos a pediros en nombre del rey nuestro señor —ordenó Fonseca con la mayor solemnidad— que nos entreguéis la artillería que aquí está depositada para defensa del reino.
Yo estaba convencido de que el corregidor era partidario de entregar la artillería, pero que no ignoraba que el pueblo que le rodeaba excitado no lo consentiría, así que trató de dar largas al asunto.
—Señor capitán general, la artillería depositada aquí por nuestro querido rey Fernando el Católico está para defender el reino, como vos decís, pero también, y antes de todo, está para defender a esta leal ciudad. No queremos permanecer indefensos ante un ataque, venga de los comuneros o de otros…
—La lucha contra los rebeldes es cosa nuestra —insistió Fonseca—, así que la mejor forma de servir a su majestad es cumplir sus órdenes de inmediato.
—¿Traéis acaso una orden escrita del rey, señor capitán general?
—Traigo instrucciones muy precisas del cardenal regente, Adriano de Utrech.
—Lo siento, pero los cañones no pueden moverse de aquí sin una cédula firmada por el rey en persona.
—Insisto, señor corregidor, que la orden ha sido dada por el cardenal regente en quien el rey, nuestro señor, ha delegado todo su poder.
—Bien, pues mostradnos la orden escrita por el cardenal regente.
—La orden me ha sido confiada de viva voz. Me veo en la obligación de advertiros que, si dificultáis nuestra tarea, seréis reo de traición. —El capitán general había utilizado un tono sumamente amenazante.
—Lo siento mucho, señor capitán general. Creo que lo más conveniente para el bien de todos es que recabéis formalmente la debida autorización real o del virrey. Cuando nos la traigáis, los ciudadanos de Medina obedeceremos cumplidamente la voluntad de su majestad como sus más fieles vasallos.
La conversación se mantuvo en estos términos durante un buen rato, hasta que Fonseca, exasperado, la dio por concluida.
—Señor corregidor, en ese caso, me veo en la obligación de tomarla por la fuerza. La responsabilidad de lo que ocurra será suya y del concejo.
Fonseca, Ronquillo y los cuatro capitanes que les acompañaban se encaramaron a sus caballos y volvieron grupas en medio de un inmenso griterío de insultos y amenazas. Por encima del griterío, destacaba la enérgica voz de un tundidor de paños y pieles, de nombre Bobadilla, que me recordaba a Antón Colado, mi paisano. Medina también había engendrado un caudillo de la plebe.
—No se llevarán la artillería sin pasarla por encima de nuestros cadáveres —gritó Bobadilla, a cuya consigna la multitud coreó: «¡No se la llevarán!».
La distribución de los cañones se había realizado con precisión matemática. Los situados en las bocacalles estaban dispuestos para ser disparados; los colocados en la plaza aparecían bien alineados, unos sin las ruedas y otros reducidos a un amasijo de metal, pero todos en un orden perfecto de revista.
No tardaron en llegar los soldados, que, sin que mediara palabra, fueron recibidos a cañonazos. Contemplé a una treintena de soldados en el suelo, destripados o muertos. Rehecho de la sorpresa, Fonseca reorganizó a su tropa y disparó sobre la multitud, que, enardecida, no pensó en protegerse, sino en impedir con sus cuerpos el avance enemigo. La carnicería fue espantosa.
Los medineses contraatacaron con furia, unos con escopetas, otros con espadas, pero la mayoría haciendo uso de piedras, picos, azadas, guadañas, hierros y cuantos medios de fortuna pudieron ingeniar. Habían colocado carros, sacos, ladrillos, maderas, ruedas de carros, chatarras y los más diversos bultos improvisando parapetos que dificultaran el avance realista.
Yo no iba armado. Estaba con los medineses que se jugaban la vida para salvar a Segovia, pero mi intención era ayudar en lo que pudiera sin derramar la sangre de nadie. Yo había llegado a Medina para hablar con los capitanes de la Comunidad que debían estar acercándose en auxilio de la ciudad, tal como me habían asegurado tanto Santiago como Javier. Mi misión era política y no guerrera. Así lo entendió este último, que me pidió que no me enzarzara en la pelea y que mantuviera los ojos muy abiertos para escribir la gloriosa gesta que se estaba fraguando.
Con esa intención traté de ver la refriega desde los dos campos, en la medida de lo posible, con la esperanza, escasamente fundada, de que ambos bandos respetarían mi posición de no combatiente y con el temor de que los unos o los otros acabaran con mi vida.
En una de las pausas que se producían, como si ambos bandos se pusieran de acuerdo, me acerqué al capitán general realista, a quien me presenté por mi nombre, y le expliqué mi condición de cronista así como mi larga amistad con su hermano.
—Espero, cronista, que serás imparcial y sabrás distinguir entre quienes defendemos la legalidad y los que provocan los desórdenes.
—Siempre he tratado de contar lo que he visto con honradez e imparcialidad, pero a lo largo de mi dilatada vida de cronista he llegado a la conclusión de que nadie posee el monopolio de la verdad, de que todas las causas tienen algo de razón, pero no toda la razón, y de que el mundo no está dividido entre malos sin mezcla de bien alguno y buenos inmaculados.
—La verdad es que no parece este el momento ni la ocasión de que tú, cronista, y yo, soldado, nos enzarcemos en discusiones bizantinas. Me conformo con que cuentes honradamente lo que veas y oigas. Te aconsejo que mires la batalla desde cierta distancia, pues mucho me temo que, dada la actitud del populacho, no me va a quedar más remedio que reprimir la rebelión con el máximo rigor y lo mismo se nos va la mano. No quedará cabeza sobre sus hombros, amigo Jaime. Así que lo mejor que puedes hacer es ponerte a buen recaudo.
En ese momento se acercó Gonzalo Vela Núñez, alcaide de la fortaleza de Alaejos, el hombre de confianza de Fonseca, señor de esta localidad, quien se dirigió al capitán general en voz baja, pero no lo suficientemente baja para que no pudiera escuchar su macabra sugerencia.
—Señor, si me permitís un consejo, os sugiero que prendamos fuego a algunas casas. De esta forma, esta gentuza dejará los cañones para acudir a sofocarlo y salvar sus pertenencias.
Uno de los capitanes de Fonseca, a quien este llamó Alumbres, que debía tener un oído tan fino como el mío, se entusiasmó con la idea.
—Dejadlo de mi cuenta, señor. Si me lo permitís, me llevaré conmigo a unos cuantos soldados y os aseguro que en poco tiempo Medina será un infierno.
Lo había dicho en voz alta, provocando la atención general. El corregidor Gutierre Quijada, que se había pasado a los suyos en cuanto tuvo ocasión, intervino alarmado.
—No es justo que arda toda la ciudad por unos cuantos miserables. Si os parece, señor, yo iré con el capitán y le señalaré las casas que debe quemar y las de la buena gente que convendría respetar.
—Hacedlo en buena hora —gritó exasperado Fonseca, sin que pareciera importarle mi presencia—. Que aprendan a respetar a la autoridad.
Yo aproveché el momento para despedirme del capitán general. Quería seguir al pelotón incendiario y advertir a Javier de lo que se tramaba. Empecé, naturalmente, por esto último.
—Javier, estos cabrones van a quemar la ciudad. Parece que finalmente va a arder Troya.
—No caeremos en la celada. De aquí no nos movemos aunque ardamos todos en una descomunal pira, como en Numancia.
—Si os parece, Javier, me acerco a vuestra casa por si las Isabeles necesitan ayuda.
—Ni se os ocurra. De aquí no se mueve nadie y menos para socorrer mi casa. Pero sí sería de utilidad que sigáis al capitán de la tea y me tengáis informado de lo que sucede.
Alumbres mostró una eficacia diabólica, quizás mayor de lo que deseaba Fonseca. Sus soldados se habían hecho con unas alcancías llenas de alquitrán que lanzaban a las casas.
Por sugerencia del corregidor, empezaron el trabajo por la de Pedro de Villafrades, un procurador del pueblo y ardiente comunero que vivía en la calle de San Francisco, la arteria principal, donde también residía Polanco y yo estaba aposentado.
Corrí hacia la casa que sería la siguiente en recibir el ígneo castigo. Encontré a Isabel madre y a Isabel hija preocupadas, pero no llorosas, con buen estado de ánimo. No querían salir de su casa y tuve que ponerme serio amenazando con desalojarlas a la fuerza. Solo lo conseguí cuando les dije que esa era la orden terminante de Javier. Entonces accedieron, e Isabel me dijo que hablaría con las vecinas para organizarse también ellas, que algo podrían hacer por la ciudad.
Me despedí y seguí el siniestro rastro que Quijada, su teniente y el capitán Alumbres iban trazando. Este había dividido a su tropa en cinco parejas; una se ocupaba de San Francisco y las otras cuatro se lanzaron, respectivamente, a la rúa Nueva, a la calle de la Plata, a la de la Joyería y a la plazuela de San Juan.
El fuego se extendía con rapidez debido al fuerte viento que se había levantado, de forma que las llamas no podían distinguir entre las casas realistas y las comuneras. También fue inútil intentar evitar que ardiera el monasterio de San Francisco, de gran mérito arquitectónico y por el que sentían gran devoción los medineses de todas las clases y donde los comerciantes guardaban sus géneros entre feria y feria.
Gutierre Quijada, el corregidor, no quiso o no pudo impedir que ardieran seis casas de un fervoroso realista medinés, las del doctor Francisco Pérez de Vargas, que se encontraba ausente, pues había sido nombrado alcalde de la Real Chancillería de Granada. Debía de haber viejas querellas entre ellos, ya que el corregidor se desentendió de la rapiña a la que procedió el capitán Alumbres con sus facinerosos.
Los soldados de Alumbres arrebataron a la esposa del doctor, doña Constanza, y a su hija, doña Isabel, sus pulseras de oro y sus ajorcas y las amenazaron poniendo sus espadas en la cabeza y entre los pechos para que les dijeran dónde guardaban el dinero, el oro, la plata y las joyas. Una criada del doctor, Francisca García, les gritó que eran unos malnacidos, lo que le valió golpes en la cabeza y el saetazo de una ballesta que erró el corazón, pero que le atravesó el brazo izquierdo de un lado al otro.
Terminada la tarea en las calles principales, Alumbres distribuyó a sus incendiarios por los barrios adyacentes: la calle del Pozo, donde había una casa del citado Pérez de Vargas; la plaza de San Agustín, con la iglesia del mismo nombre; la calle de Ávila, la del Almirante y la plaza de la Rinconada. El corregidor Quijada y su teniente, sin bajarse de sus respectivos caballos, disfrutaban señalando la siguiente víctima.
—Quemad esa, que es de Álvaro Bracamonte, el peor de los traidores, pues es rico y comunero.
Bracamonte era, efectivamente, rico y comunero y tenía cinco casas y un gran almacén, puesto que dirigía una compañía dedicada a la exportación de textiles. No quedó ni una en pie. Como había prometido el obispo, no quedaría piedra sobre piedra.
Volví corriendo al encuentro de Javier, pues el incendio estaba tomando dimensiones horrorosas. Le pedí encarecidamente que reconsiderara sus órdenes y que dirigiera a la gente a sofocar el de su casa, pero se mostró impermeable a mis argumentos y a mis ruegos.
—Ya os lo he dicho, Jaime, de aquí no se mueve nadie.
Y, ciertamente, de allí no se movía ni Dios, como si hubieran firmado un pacto de morir abrasados antes de entregar la artillería. Los medineses estaban sobrecogidos por el dantesco espectáculo. Miraban aterrados cómo las llamas subían al cielo y un denso humo negro envolvía la ciudad. Pero se impuso la rabia y la decisión de no moverse de los cañones, aunque se quedaran sin casa y perecieran sus mujeres y sus hijos.
Poco a poco fueron llegando al campo de batalla las mujeres con sus hijos. Isabel parecía dirigir al ejército femenino que jaleaba a sus hombres, a sus maridos y a sus hijos, gritándoles que siguieran en su puesto y que no se preocuparan por sus casas y pertenencias.
—No desfallezcáis —arengó Isabel—, que nosotras trabajaremos doble con el huso para que no falte la comida. Nuestra causa es justa y Dios nos ayudará.
El fuego se propagaba voraz alentado por los paños, mantas y vestidos almacenados en gran cantidad en las casas de los comerciantes. Una escena me dejó petrificado. Una mujer lanzó a su niño, que no tendría más de un año, por la ventana y después se abalanzó ella de cabeza para morir de forma menos dolorosa que consumidos por el fuego. Vi a otra dama envuelta en llamas intentando apagar las que achicharraban a su hija, y a un niño y a una niña, probablemente hermanos, que corrían, como antorchas con pies humanos, lanzando alaridos.
La densa humareda había dibujado un gigantesco sombrero que cubría la ciudad, ocultando el sol y generando un aire irrespirable. Una bandada de chiquillos corría hacia la plaza gritando, animosos y divertidos, las consignas que habían escuchado de sus padres. Otra manada, esta vez de franciscanos, huía del monasterio en llamas levantándose los hábitos hasta las rodillas, blasfemando y exigiendo armas contra el invasor.
El monasterio de San Francisco se alzaba al cielo en llamas. Fue una pérdida dolorosa e irreparable, pues allí no solo guardaban los industriales medineses el género entre feria y feria, como he dicho, sino que también depositaban el suyo los artesanos de otras ciudades, de Segovia, Ávila, Valladolid, Arévalo y otras poblaciones cercanas que acudían a las afamadas ferias de Medina. Allí se guardaban también oro, plata, diamantes y otras joyas de gran valor que los medineses y los de las ciudades vecinas guardaban pensando que los dejaban en el lugar más seguro de Castilla.
Al frente del grupo franciscano destacaba un fraile renegrido por el humo que llevaba el santísimo sacramento elevado con sus tensos brazos por encima de su cabeza.
—¿Dónde pongo al Señor? —preguntaba espantado a sus compañeros.
Los frailes conversaron sobre cuál sería el mejor refugio para el Hijo de Dios y finalmente decidieron colocarlo en el hueco de un olmo. Allí se quedaron dos franciscanos haciéndole compañía, pues no estaba bien dejar a Cristo solo.
La batalla se prolongó con resultado incierto a lo largo de todo el día, con momentos de descanso que me sorprendían, ya que nadie los organizaba, pero que parecían responder a un ritmo marcado por algún espíritu superior, ángel o diablo, o quizás por Marte, el dios de la guerra.
Al anochecer, los soldados del rey abandonaron todo recato y se introdujeron en las casas que quedaban en pie, de donde salían cargados hasta doblarse con su botín. No había hombres para defender sus casas y las mujeres no podían hacer más que increpar a los intrusos llamándoles ladrones, rufianes y asesinos, insultos que eran recibidos con risotadas y palabras soeces por la soldadesca.
Una mujer, ya mayor, que se lanzó sobre un soldado que se llevaba sus alhajas, fue degollada en el acto por este, lo que provocó el aplauso y la hilaridad delirante de sus compañeros. A otra mujer, más joven, que trataba de ocultar su mano, se le acercó un energúmeno y le cortó el dedo para sacarle un anillo. Ello dio una idea a los compinches que atrapaban a todas las mujeres, dedicándose divertidos al juego de cortarles los dedos para sacarles las sortijas.
Vi cómo cercenaban a una mujer la muñeca para que saliera con más facilidad su pulsera. Otros se conformaron con desnudarlas para llevarse sus vestidos y disfrutar con sus cuerpos. Uno de escasa estatura, casi un enano, se regodeaba disparando su escopeta sobre los niños sin que ello le reportara ningún beneficio.
Me sentía como Dante Alighieri cuando recorría el infierno sin poder hacer nada por los condenados sometidos a unos tormentos que costaba creer que Dios hubiera inventado. Grité al que acababa de cortar la muñeca a una mujer, y que se había hecho con otro brazo femenino, si no le daba vergüenza lo que estaba haciendo. Aquel animal se quedó parado por unos segundos y de pronto saltó hacia mí con la espada levantada. Yo estaba desarmado, así que no me quedó otro recurso que salir corriendo, la admirable defensa de los gatos. Afortunadamente, el cortador de muñecas estaba más borracho que una cuba y apenas pudo dar unos vacilantes pasos.
Me dirigí inmediatamente en busca de Antonio de Fonseca en la confianza de que acabara con el horror. Estaba en conciliábulo con sus capitanes, a los que hablaba con voz cansada y gesto de extrema desolación. Me indicó con la mano que esperara; me alejé unos pasos discretamente para dejar claro que no venía de espía. Al poco tiempo, la charla concluyó y los capitanes se dispersaron para cumplir órdenes.
—Bien, ¿qué te trae por aquí, cronista? No has venido en un buen momento, pero cuéntame.
—Apelo, señor capitán general, a vuestra conciencia de soldado y a vuestro honor de militar. Estoy seguro de que sois el primero en lamentar lo que está ocurriendo.
Inicié el relato del aquelarre, pero el capitán general escuchaba distraído.
—Supongo que exageras, cronista.
—Me quedo corto, señor…
—La guerra no es un espectáculo para espíritus delicados, es siempre cruel. Por eso debe ser el último recurso, pero cuando no es posible el arreglo no sirve de nada llorar. Y por ello intenté convencer a esta gente de que cumplieran mis órdenes. Tú eres testigo de que les advertí de que suya sería la culpa de lo que ocurriera.
—Pero, señor, lo que está ocurriendo es demasiado horroroso incluso para una guerra; las guerras son siempre crueles, pero hay reglas.
—Quizás alguno se ha excedido —reconoció hastiado—, pero luchamos con lo que tenemos. Estoy seguro de que los que han mutilado a las mujeres para robarles no son mis soldados; ellos tienen derecho al botín como complemento acordado a su soldada, pero nunca llegarían a esa bajeza. Debe de ser la gente que ha reclutado Ronquillo entre los rufianes que ha encontrado por los caminos. Pero es lo que hay.
—Entonces, ¿no vais a hacer nada para acabar con esas salvajadas? —pregunté incrédulo.
—Escucha, Jaime, esto está acabado y yo también lo estoy, pues no he logrado someter a unos miserables civiles armados con picos y palas. Voy a ordenar retirada para que los vecinos puedan salvar sus casas y no arda toda la ciudad. Lo hecho, hecho está, y yo me voy con las manos vacías, sin la artillería que ahora caerá en las peores manos. Ahora lo que toca es organizar la retirada y no ponerme a castigar a esta gente, que son unos bandidos, pero que son mi gente.
—Y por tanto quedarán impunes —repliqué indignado.
—Te aconsejo que si quieres castigar a los culpables, hables con mi hermano. Yo no soy más que un general derrotado infamemente por unos paisanos. Ahora me afearán cínicamente el incendio de la ciudad, lo que sería mencionado como un mérito si hubiera tomado los cañones.
—Nunca debisteis quemar Medina, general.
—Mi intención era que ardieran unas pocas casas, esperando lo más natural, que la gente dejara los cañones y corrieran a apagar el fuego. Ahora tendré que abandonar Castilla y con vergüenza.
—Podéis consolaros con que no sois el único fracasado; el rey está perdiendo todas las batallas.
Estaba amaneciendo y yo estaba exhausto; ronco de gritar, me dolían los pies de correr de un lado a otro. Mis ojos, irritados por el humo, no me permitían ver más allá de unas pocas varas. El cuadro que ofrecía Medina, una de las ciudades más prósperas de Europa, era desolador; un anticipo del infierno donde el olor a alquitrán y a resina recordaba al azufre del Averno y donde se oían llantos desesperados y espantoso crujir de dientes.
Por encima del alboroto se alzaban las maldiciones y los juramentos contra los Fonsecas, el soldado y el obispo, y contra el alcalde Ronquillo. Amenazaban con matar a los tres, quemar sus casas y repartirse sus propiedades. Las mujeres elevaban sus gritos contra el cardenal regente y otras contra el mismísimo rey. Unas pocas increpaban a Dios.
Los realistas se habían retirado sin artillería y con el rabo entre las piernas, pero dejaban atrás una ciudad abrasada. Habían ardido unas setecientas casas, casi las dos terceras partes. Su inmensa riqueza había desaparecido, bien por el fuego, bien por los soldados del virrey. Medina del Campo, hasta aquel momento ejemplo de prosperidad y progreso, se había convertido en cenizas como Numancia. El obispo había cumplido su amenaza.
Yo debía cumplir mi promesa de contar lo que había visto, pero en aquel momento me sentía incapaz de reproducir tanto horror. Lloré como una mujer sin poder controlar las lágrimas mientras tragaba saliva impregnada de ceniza. Alonso tenía razón: en esta guerra era imposible permanecer al margen.
Javier me dio una palmada en el hombro.
—Bobadilla, el caudillo de la plebe, se dirige al frente de gente exaltada a consumar la venganza con los más débiles. Pretende ahorcar a los sospechosos de realismo y a los que estima dudosos, empezando por el corregidor.
—Como habéis dicho, Javier, solo han quedado en Medina los más débiles. He visto al corregidor y a otra gente que parecía rica que salían de la ciudad acompañando a Fonseca. Deberíamos contener a Bobadilla. No se debería ejecutar a nadie sin un juicio justo. Nosotros no somos como ellos. La democracia no debe actuar como la tiranía.
—No os engañéis, Jaime, solo conseguiríamos enfurecer más a su gente, a los fanáticos. La verdad es que no están las cosas para juicios ni templanzas. Es la ciudad entera la que clama venganza. Es la hora del castigo. Aquí hay gente que ha jugado a dos barajas y desaprensivos que han conspirado contra la salud del pueblo. En el fondo, reconozco que, aunque me repugna la purga, quizás sea necesaria. Deben temernos a nosotros tanto como a ellos, como tanta buena gente del pueblo teme al rey.
—¿No sería mejor, Javier, que convocarais al concejo y de la forma más serena posible caviléis lo que conviene hacer?
—No confío mucho en el resultado, cronista, pero vamos a intentarlo.
La multitud se había concentrado junto al ayuntamiento en espera de que sus regidores les dieran explicaciones e instrucciones. Se había calmado el furor de la lucha contra el enemigo común y ahora la gente parecía dividida entre quienes, temerosos de que el regente enviara más tropas, buscaban una forma de obtener paz y perdón, mientras que otros clamaban por tomar venganza instantánea sobre los traidores, y algunos exigían venganza contra los nobles y los ricos, sin mayores distinciones.
Las intenciones de Polanco de convocar una reunión de notables en el salón de actos del ayuntamiento era inviable, pues el pueblo quería participar en las deliberaciones, así que buscó con la vista a los regidores e improvisó una especie de tribuna. Gregorio Muñoz, un letrado querido por la ciudad, tomó la palabra en primer lugar.
—Medineses, el pueblo ha dicho su palabra y ha mantenido su juramento hecho a los segovianos. Y hemos vencido, a pesar de nuestros escasos medios, a un ejército armado hasta los dientes que no ha dejado crueldad sin procurar.
Las palabras de Muñoz fueron acogidas con gritos de autocomplacido entusiasmo, alternados con los habituales: «¡Que viva, que viva el pueblo!». Muñoz pidió silencio y continuó con su discurso.
—¡Amigos medineses! Nuestro valor será reconocido por el mundo entero. Hemos demostrado que con el pueblo no se juega. —El letrado atajó los intentos de nuevas interrupciones, pidiendo que le dejaran hablar—. Hemos demostrado, como decía, nuestro valor y la firmeza de nuestras convicciones. Ahora ha llegado el momento de actuar con inteligencia y con suma prudencia. Os propongo que formemos una embajada que marche inmediatamente para Valladolid y que pida al cardenal regente reparación de los daños causados, castigo para los culpables, para los Fonseca, Ronquillo y demás ralea. Prometido esto, los enviados pedirán perdón por nuestra desobediencia a las órdenes del virrey y prometerán, en nombre del buen pueblo medinés, que de ahora en adelante cumpliremos con nuestros deberes de buenos vasallos, como siempre lo ha hecho esta leal ciudad.
La multitud acogió estas palabras con murmullos de aquiescencia y gritos de indignación. Los regidores tomaron entonces la palabra. Salvo Alonso Pardo, que sostuvo airado que el pueblo había hecho lo que tenía que hacer y que la petición de perdón estaba fuera de toda lógica, los demás coincidieron en que la propuesta de Muñoz era la más acertada: castigo para los culpables y perdón por la desobediencia de la ciudad, haciendo constar que había actuado con la mejor de las intenciones, salvar a los segovianos. Les interrumpió Bobadilla, que, custodiado por otros tres tundidores, se metió entre los regidores y gritó:
—Aquí huele muy mal. Huele a traidores.
Y el caudillo de la plebe desenvainó su espada y la clavó en el costado de Gil Nieto.
—Este es el castigo por tu traición y tu menosprecio al pueblo —sentenció Bobadilla sobre el cadáver, y dirigiéndose a la multitud, explicó—: No os apenéis por él, ciudadanos, que este es el mayor culpable y ahora os lo voy a probar.
Y el tundidor registró la ropa del regidor y sacó una carta en la que la ciudad de Segovia comunicaba a la de Medina que Fonseca se acercaba para arrebatarles la artillería, una carta que jamás mostró al concejo y les impidió haberse preparado con tiempo reclutando gentes de armas.
—La carta —informó Bobadilla— está fechada el pasado viernes. Os leo: «Aquí hemos sabido cómo el obispo de Burgos hace unos días que está ahí, en Medina, y que pide con mucha insistencia la artillería. Y su fin no es sino que su hermano Antonio de Fonseca, señor de Coca y Alaejos, venga con ella a Segovia». Añade la carta que habían sabido que en Medina había dudas sobre si entregar o no los cañones, pero que los segovianos estaban seguros de la nobleza de los medineses y que considerarían las voces de los que recomendaban la entrega como tentaciones del demonio. «Porque —sigo leyendo— muy injusto sería que Segovia envíe sus paños para enriquecer las ferias de Medina y Medina nos pague enviando su munición y artillería para destruir los muros de Segovia». Y atended lo que dice a continuación: que Padilla se dirigía a Medina con una fuerte tropa para socorrernos. ¡Qué diferente hubiera sido todo, queridos conciudadanos, de haberlo sabido! Finalmente, los segovianos apelaban al buen sentido del concejo: «¿Qué puede ganar Medina de la destrucción de Segovia? Porque vuestras ferias no se hacen de caballeros y tiranos, sino de mercaderes solícitos».
Al grito de «¡Traición!», la multitud se ensañó con el regidor, quien en poco tiempo arrojaba sangre por todo su cuerpo. No conocía al tal Nieto, pero Javier me había apuntado al oído que Bobadilla había sido criado suyo. Sin duda, Gil Nieto merecía la muerte, pero podía imaginarme la inmensa satisfacción de un criado elevado a la mayor notoriedad vengando su pasado insignificante, empezando por la persona a la que había servido, quien, presumiblemente, le habría tratado con menosprecio sin percibir que quien le servía aspiraría a gobernar la ciudad.
El trío de tundidores agarró el cadáver de Gil Nieto y lo llevó en volandas a una esquina de la plaza donde sus compinches habían prendido una hoguera improvisada con sarmientos, maderas, telas y resinas.
Andrés, un anciano tintorero, que se dirigió a Bobadilla afeándole su conducta y pidiéndole cristiana piedad, fue atado y lanzado también sobre las llamas mientras los cuadrilleros le pinchaban con sus espadas para impedir que escapara del terrible círculo del fuego.
—¡Prended a Tello! —gritó Bobadilla, dirigiéndose a Andrés Tello, un librero que no había ocultado sus simpatías realistas.
Tello tuvo más suerte que el tintorero, pues Bobadilla le atravesó limpiamente con la espada y le lanzó a la hoguera ya muerto.
Nadie se atrevió a pronunciar palabra. Los nobles, regidores, letrados y la gente rica se fueron retirando discretamente. La plaza fue tomada por una multitud exaltada. La consigna era ahora apoderarse de Gutierre Quijada, la máxima autoridad de la ciudad, el corregidor del rey, al que no se le vio en el ayuntamiento, y Bobadilla pensó que estaría recogiendo sus joyas para huir de la ciudad.
Yo me camuflé entre la multitud y les acompañé hasta la mansión de Quijada. Bobadilla golpeó la aldaba de la puerta, que abrió enseguida una vieja criada, como si les estuviera esperando.
—Dile al corregidor que salga —ordenó con voz solemne el caudillo popular.
—El corregidor ya salió hace tiempo, señor Bobadilla. Se fue con los realistas. El corregidor nos ha vendido, Bobadilla. Aquí solo quedamos los criados, todos fieles a la Comunidad. De haberlo sabido, no habría salido vivo, pero el muy hipócrita nos tenía engañados. No paraba de insultar a los Fonseca.
Un grito de indignación salió de la multitud. Exigían venganza y muerte, pero el ajusticiamiento del corregidor no estaba en su mano. Bobadilla ordenó a la criada que abandonaran la casa y dio la orden esperada.
—Que no quede ni el solar.
—¿Por qué no la vaciamos primero? —sugirió un ciudadano—. Saquemos sus riquezas para que sirvan para resarcir los daños causados.
La sugerencia fue apoyada por algunos, mientras otros exigían la acción inmediata. La discusión fue cortada en el acto por el caudillo.
—No hemos venido aquí a robar, sino a hacer justicia. Que arda la casa del corregidor como han ardido las nuestras.
—Si nos dais unos minutos —ofreció la criada—, nosotros, los del servicio, juntaremos sábanas, mantas, manteles y todo lo que pueda arder para que la quema sea más rápida.
La multitud aplaudió la idea. Cuando la operación había concluido, la criada ofreció a Bobadilla un hacha de cera y este procedió con gesto solemne a aplicarla sobre el montón de ropa acumulada en el zaguán. Iniciada la llamarada oficial, todos tomaron parte en la operación con lo que tenían a mano. Cuando las llamas se habían hecho con la hermosa mansión, Bobadilla ordenó el siguiente objetivo.
—Vayamos a ajustar las cuentas al regidor Lope de Vera, un lobo disfrazado con piel de cordero que nos ha traicionado vilmente.
La casa de Lope de Vera estaba algo retirada del centro y se había salvado del holocausto. Era evidente que este hombre no esperaba represalia alguna, pues cuando llegamos le vimos en la puerta con la familia y la servidumbre expresando inocente curiosidad.
—¿Qué os trae por mi casa, buena gente? —preguntó a Bobadilla.
—Venimos a hacer justicia, regidor. El pueblo viene a ajusticiar al traidor.
La multitud prorrumpió en gritos de «¡Justicia!», «¡Justicia!», «¡Muerte a los traidores!». Lope de Vera pidió que le dijeran lo que tenían contra él y juró que explicaría cuanto quisieran sobre su conducta que, aseguraba, había sido siempre limpia y patriótica. La multitud acalló sus palabras con palos y dos energúmenos agarraron al regidor por los brazos.
—El pueblo te ha condenado, traidor, y la justicia del pueblo es inapelable.
—¿Sin juicio? ¿Sin escucharme? ¿Sin darme confesión? —gritaba Vera aterrado.
Bobadilla no le dejó terminar asestándole puñaladas sin fin, una tras otra, con rabia, con tanta furia que no reparaba en la sangre que le salpicaba ni en que Lope de Vera ya había expirado. Se hizo un silencio tremendo. Bobadilla percibió el malestar de quienes murmuraban que no se podía negar la confesión a ningún cristiano, por malvado que fuere.
El agitador vaciló por unos momentos, quizás temiendo que su hechizo sobre la multitud tocara a su fin y que pudiera volverse contra él, pero se repuso inmediatamente y se dirigió con voz vibrante a sus paisanos, arengándolos como un general antes de la batalla.
—Buenos medineses, comprendo que la compasión anide en vuestros pechos generosos. Eso os honra. Recemos por el alma del ajusticiado, pero mirad a vuestro alrededor. Contemplad los cadáveres de tantos hombres buenos martirizados, mutilados, degollados, descuartizados, abrasados. Diréis que Lope de Vera no ha matado a nadie, pero yo os digo que es más culpable que los que asesinaron con sus propias manos. Este traidor nos ha tenido engañados y ha señalado con el dedo a sus conciudadanos que había que matar y despojar de sus bienes. Este hipócrita merece mil veces la muerte, más que los desgraciados que se mancharon las manos cumpliendo sus instrucciones. Este miserable, cruel y desaprensivo, que se ha hecho pasar por un buen ciudadano, por uno de los nuestros, no tiene perdón en esta tierra ni lo tendrá en el cielo.
Bobadilla había conseguido con su vibrante discurso enaltecer de nuevo a la plebe.
—Y ahora —ordenó—, vamos al más pérfido de todos, a por Rodrigo Mexia.
Aquello era demasiado hasta para mí, un cronista cuyo trabajo consistía en ver y contar tantas atrocidades. Ya había visto bastante, así que me marché adonde hasta aquel funesto día había estado la casa de mis anfitriones. De la casa de Polanco solo quedaban los cimientos. Yo estaba rendido y me dormí sobre la hierba de su jardín. Javier y las Isabeles pasarían la noche en el templo de San Pedro que se había salvado de la quema.
Los desahuciados por el fuego se habían repartido por las iglesias o se dirigieron al monasterio de Santa María la Real de las Dueñas, situado extramuros, y a distintos edificios civiles. Los franciscanos dormían en la huerta de su monasterio. El castillo permanecía cerrado a cal y canto, como suele decirse, aunque no se hubiera aplicado canto en su edificación, pues como me había explicado el obispo se había elevado sobre ladrillo rojo que encajaba mejor los cañonazos sin que sus muros se resquebrajaran.
El día 24 me despertó el ruido de los tambores y trompetas. Me puse en pie, inquieto ante la posibilidad de que hubiera vuelto Fonseca, pero los que corrían por las calles para recibir a la nueva tropa me tranquilizaron. Era la gente de Padilla, de Bravo y de Zapata. Había llegado el momento tan deseado para salvar a Alonso, a la reina y al reino.