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NO SEAS SIMPLE, CRONISTA»

Continúa el pliego redactado por Jaime de Garcillán. Lunes, 20 de agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Un alabardero me condujo al puesto de guardia, donde me hicieron esperar un buen rato hasta que llegó el capitán Javier Roca, quien me acompañó hasta la hermosa puerta encajada en un enladrillado arco de medio punto. Traspasado el zaguán, me confió al mayordomo, quien me pidió que tomara asiento mientras avisaba a monseñor de mi presencia. A los pocos minutos volvió y me rogó que le acompañara a la biblioteca, donde el obispo me recibiría enseguida.

Y así fue, el prelado me recibió en el acto con gran cordialidad. Tomé su mano para besarla, pero Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de la próspera diócesis de Burgos, miembro del Consejo Real, presidente del Consejo de Indias y consejero de su sacra cesárea majestad, me abrazó con un calor y sencillez que contrastaba con su proverbial desabrimiento. Parecía que empezaba con buen pie.

—Mi querido cronista, siéntate y cuéntame de tus andanzas. Que sepas que leo tus pliegos con mucho interés.

El obispo me dio ejemplo dejando caer su gruesa humanidad sobre un amplio sillón forrado en rojo terciopelo que aguantó su peso sin apenas quejarse. Yo me senté en el borde de una silla de tijera que aproximé a su sitial.

—Mi vida es bastante tranquila, reverencia. Yo también sigo con mucha atención vuestras admirables hazañas.

—Sin coba, Jaime, que nos conocemos. Bien sé que haces pagar con usura los elogios que propinas. ¿A qué debo el placer de tu visita? Pero espera a que nos sirvan algo en la sala noble y de paso te enseñaré las bellezas de este colosal castillo, solo comparable al mío de Coca. Debo reconocer que este es más impresionante, pero el de Coca me resulta más acogedor.

El orondo prelado me explicó que el castillo de la Mota, de fábrica muy antigua, fue construido o, mejor dicho, reacondicionado por su familia en 1440, de acuerdo con el rey Juan II y pagándolo con dineros de los Fonsecas y del rey, más del rey que de los Fonsecas reconoció, lo que era natural, ya que fue el monarca quien mandó construirlo con la intención de residir en él largas temporadas. Ahora se lo había quedado la corona pagando la correspondiente indemnización.

El castillo, que desde la mota domina la ciudad y la extensa planicie que rodea al montecillo, ha pasado por muchas manos que aplicaron reformas al gusto de sus propietarios desde que fuera edificado por los moros probablemente en el siglo XII. El material utilizado, ladrillo rojo sin más piedra que la empleada en contados adornos, tiene la virtud de que aguanta mejor los disparos de la artillería, sin resquebrajarse, como ocurre con los construidos a cal y canto.

—Si te parece, Jaime, subimos al Peinador de la Reina, que tiene su historia y desde donde podemos disfrutar una vista formidable. Allí tomaremos un refresco.

Ascendimos trabajosamente, peldaño a peldaño, por una majestuosa escalera de estilo gótico flamígero, al Peinador de la Reina, una acogedora salita de siete metros de largo por dos de ancho, que recibía ese nombre porque desde allí oteaba el horizonte la reina Juana mientras se lavaba el cabello una y otra vez, en espera de la llegada de su esposo, que se encontraba en Flandes.

A nosotros quien nos esperaba era un criado impecablemente uniformado que atendió con rapidez y de la forma más obsequiosa la orden del obispo. El refresco ofrecido fue en realidad una jarra de vino viejo, unos trocitos de queso que llevaba largo tiempo sumergido en buen aceite de oliva y unos taquitos de jamón bien curado.

—Yo conocí este castillo, monseñor, cuando lo habitaba nuestra llorada reina Isabel la Católica.

—La mejor reina que ha tenido Castilla, que, como sabes, me honró haciéndome su capellán y velando por mi carrera. Pero este edificio trae a mi memoria un recuerdo triste.

—Lo sé, monseñor, pero hicisteis, con gran dolor, lo que os ordenó la reina. Solo cumplisteis con vuestro deber, como siempre.

—Sí, pero disgusté tanto a doña Juana, nuestra querida soberana, que prometió ahorcarme. Pero para qué voy a contarte lo que has escrito tan minuciosamente. Leyendo tus pliegos me sorprendió que supieras más que yo de aquellos hechos de los que fui desafortunado protagonista.

—No os moféis de mí, monseñor, y disculpad a un cronista que se gana el pan adornando un poco los acontecimientos.

Ciertamente, había escrito sobre aquella historia más de una vez. Juana —que entonces era archiduquesa por su matrimonio con Felipe y Princesa de Asturias al morir su hermano el príncipe Juan, su hermana Isabel, reina de Portugal, y el hijo de esta, Miguel— se encontraba en este castillo, pero quería marcharse cuanto antes para reunirse con su esposo en Bruselas. La reina Isabel trató de retenerla apelando a su embarazo y a los peligros del viaje. Juana se enfrentó con su madre, empleando palabras muy duras que Isabel no había escuchado hasta entonces, e intentó fugarse.

Pero, a petición de la reina, Fonseca, que encabezaba entonces la diócesis cordobesa, alzó el puente levadizo y ordenó que no le dieran cabalgadura. Juana se lanzó contra la verja, sacudió los barrotes frenéticamente y deambuló medio desnuda por las torres y almenas y, por la noche de aquel frío mes de noviembre, se negó a cobijarse y tuvieron que hacer una hoguera junto al portón, de donde no consiguieron llevársela. Juana no paraba de gritar que ahorcaría al obispo cuando fuera reina.

—Son cosas pasadas, pero este castillo mantiene muy vivos mis recuerdos.

El obispo se había sumergido en ellos y allí permaneció tanto tiempo que me pareció que se había dormido con los ojos abiertos. Pero justamente la viveza de sus ojos me mostró que su cuerpo podía desfallecer, pero mantenía intacta la agudeza y la energía de siempre.

—Ahora me honro sirviendo con el consejo a su nieto, quien con solo veinte años es digno de sus abuelos. Parece que el emperador hace mucho aprecio de los informes que le envía este anciano.

—No tan anciano, monseñor.

—Desde que compartimos la aventura flamenca al servicio del Rey Católico, que Dios tenga en la gloria, han pasado diecisiete años, y qué diecisiete años. Ahora tengo sesenta y nueve muy ajetreados.

—Pues ofrecéis una apariencia harto saludable, monseñor.

—No creas. En realidad, no hay parte de mi cuerpo sin avería, pero Dios Nuestro Señor, que tantos bienes me ha dado, me conserva la vista, aunque lo que veo no me gusta un pelo.

Caminábamos muy despacio, al penoso paso del prelado, a quien le costaba un gran esfuerzo mover su pesada humanidad, un caminar que interrumpía con frecuencia para tomar aliento, aunque él disimulaba como si hiciera una pausa para ponderar los tesoros del castillo, y la verdad es que lo hacía con buen ojo crítico.

—Se nota vuestro paso por Salamanca, monseñor, donde yo también tuve la suerte de estudiar. Vuestra reverencia tuvo un inmejorable profesor de arte y retórica.

—Elio Antonio de Nebrija. —En su rostro apareció un signo de amargura—. Puse mucho empeño en conseguir la cátedra, pero se hizo con ella Diego Ramírez de Villaescusa, ese obispillo mequetrefe y avaricioso. Pero ¿sabes lo que te digo?, que ese imbécil que se ha hecho medio comunero, que más bajo no se puede caer, me hizo un gran favor. Gracias a mi fracaso salí de Salamanca y he llegado a donde estoy.

—Vuestra reverencia siempre ha sabido elegir al ganador, he de decir con la mayor admiración. Os pusisteis al servicio de la princesa Isabel frente a su sobrina Juana la Beltraneja y fue aquella la que, con Fernando al frente, ganó la guerra de sucesión. Después, apoyasteis al desgraciado Felipe I el breve y, ahora, apoyáis a don Carlos de Gante frente a la reina propietaria doña Juana I.

—¿Por qué decís que el rey y emperador don Carlos está enfrentado a su madre, la reina Juana? Eso son cosas que dicen los comuneros para engañar al pueblo.

—Era una opinión personal, monseñor. Por cierto, los comuneros actúan en nombre del rey don Carlos.

—Pura hipocresía. Una falacia embustera. No te engañes, Jaime, que te veo inclinado a la causa de esos locos. Mira, hay cosas del ideario comunero que comparto. ¿Cómo un castellano viejo como yo no va a reclamar que los cargos castellanos sean para los castellanos? No creo conveniente, y así se lo he hecho saber a su majestad, que los flamencos y otros extranjeros que se ha traído los copen. Han irritado profundamente no solo al pueblo, sino también a los nobles, a los obispos, a lo mejor de Castilla. No entienden nuestras costumbres y vienen a ver lo que sacan sin molestarse en ocultar su codicia. Están saqueando el reino sin piedad y de ello me he quejado a su majestad.

—Estos flamencos codiciosos que mencionáis —aproveché para apoyar su comentario— han llevado su arrogancia hasta el extremo de decir que los castellanos somos sus indios.

—Pues estamos de acuerdo. También comparto con los comuneros la petición de que el rey viva en Castilla, como han hecho todos los monarcas de esta gran nación; y que dé mayor importancia a este poderoso reino, que ha creado un nuevo mundo, que a sus aventuras imperiales, por mucho que ello le proporcione una gran satisfacción a su, por otro lado comprensible, vanidad. Yo le he escrito a su majestad diciéndole con toda claridad lo que os estoy diciendo y otras cosas que son motivo de queja del buen pueblo. Pero la plebe y los capitanes que les llevan al precipicio pierden toda la razón cuando ponen en cuestión la autoridad real. Sin ella todo está permitido. Es el caos. Es el fin del mundo.

—No ponen en cuestión la autoridad real, simplemente quieren compartirla en lo que sea conveniente, en lo que afecta a sus vidas. No es bueno que el rey tenga el poder absoluto. Solo Dios es omnipotente.

—Ya quisiera el rey tener el poder absoluto, pero el pobre ya lo comparte, y a veces en desventaja, con la nobleza. No puede llegar a todos los rincones de España, aunque este sea su empeño. Los nobles le liberan de esta tarea en los distintos territorios: los Mendoza de Andalucía en esta bendita tierra; los Mendoza de Guadalajara, los Infantado, en estas comarcas, los Fajardo en Murcia… Comparte también el poder con la Iglesia, como es natural, pues la legitimidad del rey procede de Dios.

—El único que no mete cuchara, o apenas la mete para ser justos, es el pueblo. Y el pueblo está harto y dice que cuchara o cuchillo; pide que se le escuche, reclama participar en el gobierno, que su representación en las Cortes sea auténtica y que pueda decir «no» cuando el rey les reclama más impuestos de lo que pueden pagar, muchas veces para sufragar empresas que ni les va ni les viene, como los gastos para coronarse emperador, que es lo que ha provocado la revuelta. El pueblo no se ha levantado contra el rey. Su grito, que ya se escucha en toda Castilla, es: «¡Viva el rey y muera el mal gobierno!».

—Para el carro, Jaime, y apéate de tu caballo comunero. Lo que quieren esos capitanes que se han levantado, algunos por puro resentimiento o con afanes inconfesables, es gobernar ellos y que el rey sea un espantajo coronado. La autoridad del rey procede de Dios y no se le puede poner más límites que los que exige nuestra santa religión y los que el mismo monarca admite y respeta, que son las leyes y costumbres del reino, los viejos fueros, las cartas concedidas a los pueblos y las concesiones hechas a la nobleza por los servicios prestados a sus antepasados, por sus hechos de guerra, por…

Preferí cambiar de tema y de tono, pues había soliviantado en demasía al obispo y yo no estaba allí para desafiarle, sino para pedirle que intercediera por mis paisanos. El halago nunca falla, y con este obispo, vanidoso en extremo, menos.

—Os decía antes, monseñor, que siempre habéis sabido elegir al vencedor…

—Lo dices con ironía, pero es la pura verdad y no me avergüenzo de ello, sino que doy gracias al Altísimo que me ha dotado de una claridad de juicio que es mérito suyo y no de su humilde servidor. Solo recuerdo una excepción. No conseguí llevarme bien con el cardenal Jiménez de Cisneros cuando el rey don Fernando murió y le confió la regencia. Don Fernando se equivocó al no confiármela a mí, porque, aunque mi obispado no era comparable con el de Toledo que regentaba el franciscano, podía ofrecer una experiencia política que el Rey Católico conocía muy bien, pues fue él quien me encomendó las más delicadas gestiones. Prefirió a ese franciscanito sobrevalorado. Pero, en fin, debo aceptar honradamente que algo tendrá mi persona para que los príncipes me utilicen y me halaguen, pero no me otorguen la máxima responsabilidad de gobierno. El rey don Carlos, como os he dicho, aprecia mi consejo, pero no me nombró regente a la muerte de Cisneros, a pesar de que ambos compartimos animadversión por el fraile. Prefirió valerse de su preceptor, Adriano, que es un santo varón, pero que no está hecho para mandar. A veces pienso, contra lo que os dije antes de lo que debo al tonto de Villaescusa, que debí permanecer en Salamanca, que allí no me faltaban apoyos, empezando por el rector, que me valoraba muy alto desde que acompañé a Salamanca al príncipe Juan.

—Bueno, en realidad, su reverencia no se ha ido del todo de Salamanca.

—Es verdad; con frecuencia pido a los maestros informes sobre los complejos asuntos de los que tengo que ocuparme en Castilla y sobre todo en las Indias, donde estamos inventando un orden nuevo, una hazaña que pasa desapercibida, por cierto, pero que la historia exaltará. —El obispo se sumergió de nuevo en sus sueños, de los que salió muy animado—. Tengo grandes proyectos para Salamanca; mi idea es crear allí un colegio para que los estudiantes puedan seguir los cursos decentemente. Sueño con colocar en el palacio que edificaré el glorioso escudo de los Fonsecas grabado en piedra: nuestras cinco estrellas de gules en campo de oro. ¿Te he contado alguna vez el origen de nuestro escudo? Te lo contaré de todos modos para que no lo olvides, por si necesitas usarlo en tus crónicas. Así, por lo menos, escribirás algo verídico.

Y no pude impedir que me lo contara una vez más. Todo sea por la noble causa que me llevó a su presencia.

—Los Fonseca tenemos sangre real húngara, de la dinastía Arpad. En el siglo XI la familia tuvo que huir de Hungría por luchas dinásticas, con las que no te voy a aburrir, y recalaron, con todo el oro que lograron reunir, en Galicia. Mis antepasados querían un territorio propio y pagaron un ejército con el que sitiaron la Quintana de la Fuente Seca. Al alba aparecieron en el cielo cinco luceros rojos que, obviamente, representaban las cinco llagas santas de la pasión de Cristo. Ya no cabía duda de la victoria, que no tardó en producirse. Entonces trocaron su apellido húngaro por el de Fonseca (Fuente Seca) y decidieron que en su escudo aparecieran cinco estrellas de gules en campo de oro.

»Los Fonseca prosperaron y detentaron amplios territorios en Galicia y en Portugal, sobre todo en Portugal, donde uno de ellos luchó a favor de Enrique de Borgoña y de su hijo Alfonso, el primer rey portugués, quien se lo agradeció dándoles territorios y un puesto preeminente en la nueva corte.

»La familia continuó beneficiándose de los Alonsos que le sucedieron y después con Dionis I, pero no descuidaron sus posesiones en Castilla, donde finalmente recalaron cuando en Portugal les fueron mal dadas, abandonando sus grandes posesiones en la nación vecina. Y es que en las luchas dinásticas que se produjeron entre Juan de Avis y Juan I de Castilla, que, casado con Beatriz de Portugal, pretendió el trono de este país, Pedro Rodríguez de Fonseca ofreció sus servicios al castellano.

—Fue entonces —concluyó el obispo— cuando el rey Juan pronunció las palabras que figuran en nuestro escudo de armas: «Ni es, ni fue ni será hombre como Fonseca».

—Pero —mostré mi erudición— Juan I no consiguió el trono de Portugal.

—Lo perdió, lo perdimos, en la batalla de Aljubarrota. Bueno, Jaime, ya está bien de historia por hoy, hablemos del motivo de tu grata visita.

—Acudo a vos, monseñor, para evitar una tragedia y un formidable error. Me han dicho que el arzobispo de Granada, Antonio de Rojas, el presidente del Consejo Real, del que su reverencia forma parte, pretende castigar a todos los segovianos por los crímenes cometidos por unos pocos y arrasar la ciudad. Bien sé que su reverencia es un hombre moderado y bondadoso que entenderá la situación y se apiadará de nosotros. Mi esperanza es que vuestra gran influencia en el Consejo Real, en el virrey Adriano y en el propio rey evite el baño de sangre que Rojas, un hombre extremado y fanático, pretende ejecutar inmisericordemente, sin discriminación alguna entre la buena gente y los malhechores.

Monseñor pareció meditar por unos momentos mesándose la barbilla, que era como un grano en medio de su triple papada.

—Buen discurso, dilecto Jaime, se nota que aprovechaste los estudios de leyes que cursaste en nuestra querida Salamanca. Puedes tranquilizarte…

—Bendito sea Dios —interrumpí aliviado.

—No te precipites, Jaime, y escúchame con atención. Digo que puedes estar tranquilo respecto al poder del bueno, aunque un poco simple, arzobispo de Granada, aunque aparezca como presidente del Consejo Real. Puedes tener la seguridad de que el cardenal regente, que es un hombre prudente y compasivo, atenderá antes mis razones que las de Antonio de Rojas.

—Entonces estamos salvados, monseñor.

—Escúchame con atención, Jaime, y no te hagas falsas ilusiones, que los cronistas solo escucháis lo que queréis oír. Decía que debes tranquilizarte, como buen cristiano y castellano de ley, en la seguridad de que la decisión del Consejo será la más prudente y la más conveniente para el reino.

—Estoy seguro de ello, reverencia…

—… y lo más prudente y conveniente en estos momentos para el reino de Dios y el de los hombres, incluidos los segovianos, es un castigo ejemplar para esta ciudad que ha incurrido en el peor de los delitos: el de lesa majestad, al asesinar a un procurador que cumplió con sus deberes de lealtad para nuestro rey.

—La verdad, monseñor, es que no me tranquilizáis en absoluto —dije acongojado.

—Te puedo tranquilizar en algo. De Segovia no quedará piedra sobre piedra, pero no se tocará ninguna del acueducto, que ya sabes lo mucho que respeto el arte y lo mucho que admiro la ingeniería romana. Si quieres tranquilizarte algo más, querido Jaime, lo mejor es que no aparezcas por Segovia en algún tiempo.

—¿No teme su reverencia que semejante acción provoque en el reino una reacción airada y que la rebelión que hasta ahora se ha limitado a Toledo, Segovia y poco más termine extendiéndose a todo el país? Aquí puede arder Troya, monseñor. ¿No creéis que sería más cristiano y conveniente la generosidad del perdón que muestra más fortaleza que debilidad?

—No seas simple, cronista. —Cuando el obispo quería menospreciarme me llamaba «cronista». Tentado estuve de llamarle despectivamente «obispo»—. Escucha, Jaime, te voy a impartir una lección política que espero retengas en tu memoria y la apliques cuando las circunstancias lo aconsejen. Hazme caso, aunque solo sea en razón de mi dilatada experiencia.

—Os escucho devotamente, monseñor. Sería un idiota si no reverenciara vuestra larga ejecutoria.

—Harás muy bien, Jaime, aunque no te pido reverencias, sino que caviles con seriedad. Mira, amigo, en situaciones como la presente, cuando la plebe se rebela contra su señor, no hay que optar entre el rigor y la piedad, entre la crueldad y el perdón. Cuando el populacho se desmanda desafiando a Dios y a su rey, hay que aplicar ambas medicinas. La cuestión es acertar cuándo hay que recetar el palo y cuándo premiar con el bizcocho. Sin el primero no se aprovecha el segundo.

—¿Y habéis pensado, monseñor, por lo que atisbo a deducir, que es el momento de apalear a los segovianos?

—Esa es la receta que prescribiré, si Dios quiere. Segovia será el ejemplo que hará replantearse la conducta irreflexiva de la gente a la que los comuneros tienen engañada. Mira, Jaime, si se desafía la autoridad volvemos al salvajismo, al canibalismo, al fin del mundo civilizado. El orden está antes que la justicia, o mejor dicho, no hay justicia sin orden. Maquiavelo, que no es santo de mi devoción pero al que no hay que negarle perspicacia, sostiene que el nuevo soberano debe asentarse en su reino bien por el amor de sus súbditos o por el temor de los mismos, pero estima con notable realismo que lo primero es muy inseguro y que lo mejor y más rápido es asentarse sobre el temor.

—Pero recordad, monseñor, lo que nos decía Fernando el Católico, a quien ambos ayudamos en la medida de nuestras desiguales fuerzas. Él compartía la opinión de Nicolás Maquiavelo, a quien estimaba como gran patriota, pero añadía que al temor y al amor había que sumar un esfuerzo singular para que el pueblo compartiera los proyectos del soberano. De ahí la importancia que el llorado monarca atribuía a la propaganda, a la que, como sabéis, yo rendí mi humilde pluma.

—Todo depende del tiempo de que dispongas, y ahora, tal como están las cosas, con el populacho imponiendo el terror por doquier, no hay mejor instrumento que inculcar el santo temor. Segovia, insisto, será el ejemplo que necesitamos.

—Un honor discutible, monseñor.

—A no ser —el rostro del obispo reflejaba un mal presagio—, a no ser que Medina incumpla mi petición de que entregue la artillería a mi hermano Antonio, el capitán general. Estos cañones son necesarios, pues hasta ahora todos los intentos del buen alcalde Ronquillo de entrar en Segovia se han frustrado por la empecinada locura del pueblo y por la traición de Juan Bravo y compañía.

—Debo entender que la copa del martirio se la disputarán Segovia y Medina.

—Esperemos que Medina, que tiene un corregidor prudente, aunque a mi modo de ver demasiado prudente, actúe con valentía y sin miramientos. Si no es así, aquí arderá Troya, como dijiste antes. Arderá Medina.

—Y arderá el reino con Medina, monseñor. Si su reverencia me permite decírselo, abusando de nuestra antigua relación, me sorprende un tanto que un hombre de Dios recomiende el martirio de tantos inocentes.

—Siempre he agradecido que me hablaras sinceramente, Jaime. Me gustaría que comprendieras que mis responsabilidades actuales como miembro del Consejo Real no responden a mi condición de obispo, sino a mis obligaciones de gobierno. Tampoco se te oculta, ni a mí se me olvida, que soy obispo, un hombre de Dios, como dices, porque así lo ha dispuesto el monarca. Pero voy a decirte algo más: creo que el rigor es en estos momentos la medicina más piadosa. Don Juan Manuel, el señor de Belmonte…

—Nuestro adversario de ayer, monseñor. El muy taimado don Juan Manuel, si me permite decirlo su reverencia.

—Sí, pero con quien he tenido sinceras y fructíferas pláticas a partir de la muerte del Rey Católico, pues ambos somos fieles vasallos de don Carlos. Él me participó con notable lucidez la norma que guiaba su política: «Yo me rijo en mi conducta moral por un principio matemático: si matando a cien he salvado a mil, hemos hecho una formidable obra de caridad».

—No estoy seguro de que ese principio matemático sea compatible con el Evangelio.

—No seas simple, cronista, el Evangelio predica el amor al prójimo y es el amor lo que me mueve a castigar a unos pocos para edificación de muchos, del buen pueblo de Dios.

—El Evangelio exalta el perdón.

—Justamente, y la Iglesia es una formidable fábrica de perdonar. Perdonamos sin cesar, pero no sin penitencia. Perdonar sin castigo es invitar a la reincidencia y a que los pecadores se enfanguen en el vicio.

—Una penitencia que puede llevar a la muerte.

—Para un cristiano no es la muerte el mal supremo. La Santa Inquisición condena a la hoguera a miles de cuerpos a fin de salvar sus almas. Bueno, Jaime, la conversación contigo me es muy grata, tienes la habilidad de sacar de mi cabeza más ideas de las que creía almacenar, pero son muchas las cosas que tengo que hacer, así que siento no poderte pedir que me hagas el honor de compartir mi parco almuerzo que merece una sobremesa de la que no puedo disponer. Pero antes de marcharte quiero enseñarte algo interesante.

Don Juan Rodríguez de Fonseca me llevó a la fortaleza, aledaña al castillo, donde estaba guardada la artillería.

—Quería que vieras de cerca ese formidable cañón que mandó fabricar nuestro admirado Fernando el Católico y que se fundió aquí en Medina. Mira la inscripción que mandó grabar el rey en su boca. Léela en voz alta, cronista.

—«Quien a mi rey no obedeciera, de mí se guardará». Tomo nota, monseñor.

—Toma buena nota, cronista, y no te acerques en algún tiempo por Segovia.