JAIME DE GARCILLÁN TOMA LA INICIATIVA
Pliego escrito por Jaime de Garcillán. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Había recibido una misiva de la hermana Luisa rogándome que fuera al convento inmediatamente, así que le dejé una nota a Alonso y me presenté en Santa Clara. La ecónoma me recibió con cara preocupada y, sin mediar más palabras que el Ave María Purísima, me llevó con paso marcial al despacho de la superiora.
La madre Clementina había puesto sobre una mesa camilla una jarra con jugo de limón azucarado y tres vasos.
—Estamos muy honradas de veros de nuevo, querido Jaime, aunque en esta ocasión las noticias no son buenas. Sentaos y tomemos unos vasitos de limonada fresca; lo vais a necesitar.
—Decid, señora, que me tenéis con el alma en vilo, qué ha pasado. —Venía agitado y me bebí la limonada de un trago.
—Han detenido a nuestro amigo Alonso.
Me quedé helado. No había pasado el tiempo suficiente como para preocuparme por mi amigo. No le hubiera echado de menos hasta la hora del almuerzo, que habíamos quedado en compartir con Santiago en su casa. Me hubiera gustado que comiéramos en un mesón, pero convinimos que no era prudente que se nos viera demasiado juntos en lugares públicos, así que confiamos nuestro yantar a las manos de Aurora, que no cocinaba mal, aunque sin excesos de imaginación.
—No es posible —balbuceé de forma absurda.
—Desgraciadamente, sí lo es, Jaime.
—¿Qué sabéis, señora? Por favor, madre, contádmelo todo. ¿Cómo ha sido, madre Clementina? ¿Cómo lo habéis sabido? ¿Qué podemos hacer?
—Poco a poco, Jaime, no nos atropellemos, que lo importante ahora es mantener la cabeza en orden.
—Empezad, pues, por el principio, señora.
—El principio es que ha venido a verme la infanta Catalina y me ha pedido que os informara de que vuestro amigo Alonso acaba de ser apresado por la guardia de palacio nada más concluir un paseo en el que ambos charlaron de asuntos del mayor interés para el reino. Ella cree que la tenían vigilada o que alguien de palacio informó a los marqueses de Denia del encuentro que tuvieron junto al río. Que últimamente los marqueses están soliviantados por el levantamiento y que han extremado las precauciones para que ningún comunero se acerque a la reina. Sobre este asunto la infanta pasó como sobre ascuas, lo que tenía más interés en contarme es que, tal como le había pedido Alonso, ella había transmitido un mensaje a la reina del que, me ha dicho, vuestra merced está informado.
—Así es, reverenda madre, no es el momento para medias palabras. Alonso entregó a la infanta un documento con el ruego de que la reina lo firmara apoyando las peticiones de la Comunidad.
—Pues bien, la reina se negó a firmar, pero prometió hacerlo si los comuneros llegaban a Tordesillas y la liberaban de la prisión en que dice encontrarse. No aguanta más a las mujeres que la maltratan sin el menor respeto a su dignidad real.
—¿Y no os dijo qué podemos hacer por Alonso?
—La infanta pidió que no os entretengáis haciendo gestiones respecto al preso, que serían inútiles o contraproducentes, y que lo mejor para la salvación de Alonso, de la reina, de ella misma y del reino es que convenzáis a la Santa Junta de que no mareen la perdiz y que entren cuanto antes en Tordesillas.
—¿Y vos qué pensáis, hermana?
—Que la infanta tiene razón. La solución no está aquí, sino en Toledo, en Madrid, en Segovia, en Zamora… Depende de Laso, de Padilla, de Bravo, de Zapata, de Acuña, de vuestros capitanes.
—Sí, señora, pero mientras tanto Alonso corre peligro de muerte. Eso es lo que ahora me importa.
—Todo va unido, Jaime. Os recomiendo que marchéis cuanto antes a por ayuda mientras yo busco apoyos en Tordesillas de forma que el marqués no pueda adoptar una decisión irreparable de inmediato. Hablaré con Camacho, el teniente de los monteros de Espinosa, adicto a la reina hasta la muerte, y trataré de convencerle de que, por el bien de doña Juana, procure que no se cometa ningún atropello con Alonso; que se cumplan todos los requisitos legales, lo que nos dará un tiempo vital.
—¿Tanto confiáis en los monteros, señora? ¿No están bajo la autoridad del marqués de Denia?
—Como os digo, su más sagrada misión es proteger el sueño de la reina. Doña Juana cuenta con veinte fieles y bravos monteros de Espinosa instalados en la torre, dispuestos a morir por ella, que hacen guardia toda la noche, en tres turnos, tal como prescribió la reina Isabel. El primero, el de «prima», vigila de ocho a doce de la noche; el segundo, el de «modorra», se extiende desde las doce hasta las cuatro de la madrugada; el último, el del «alba», abarca desde las cuatro hasta que se despierta la reina.
—¿Y durante el día?
—Durante el día los monteros descansan y son los alabarderos los que protegen el palacio a las órdenes directas del marqués. No obstante, la reina ha pedido a sus monteros que siempre haya alguien de los suyos vigilando y los monteros se exceden en su celo provocando a veces disputas con los alabarderos. El marqués no puede con los primeros, aunque ha intentado sobornarlos.
—Pues confiemos en los bravos monteros de Espinosa.
—Podéis estar seguro de ello, Jaime. Sin su presencia siempre alerta no sé lo que hubiera pasado con doña Juana. Cuando el marqués se hizo cargo de la gobernación de la casa de la reina, mandó jurar a los alabarderos y a todos los servidores de palacio que obedecerían sus órdenes sobre la forma de tratar a su alteza sin hacer preguntas, alegando que lo hacían en interés de la soberana. Pues bien, los monteros se negaron a jurar pretextando que ellos solo hacían un juramento, dar la vida por la soberana, y que no jurarían nada más.
No sé si los lectores de este pliego, si los hubiere, están familiarizados con las características de este cuerpo, por lo que quizás no sea ocioso que les sirva algunos detalles al respecto.
Los monteros de Espinosa son un cuerpo singular, de continuidad nunca interrumpida en la corte de todos los reyes de Castilla. Fue fundado por Sancho García, conde independiente de Castilla, el de los buenos fueros, en los inicios del siglo XI.
Cuenta la leyenda que la madre del conde, doña Aba, todavía joven y bella, se había enamorado perdidamente del rey moro de Córdoba, Mahamad Almohadio, y que este le pidió a su amada que envenenara a su hijo, el conde, para eliminar todo impedimento a la boda, uniendo así el reino moro y el cristiano bajo la batuta del primero, naturalmente.
Ambos acordaron que cuando doña Aba hubiera eliminado a su hijo tirara al río una gran cantidad de paja como señal para que acudiera Almohadio con sus tropas. Sin embargo, una dama palaciega escuchó semejantes planes de los imprudentes amantes y se lo contó a su esposo, Sancho Espinosa Peláez, mayordomo del conde, que era de Espinosa, quien le informó de inmediato a este de la traición que se tramaba.
Cuando el conde regresó de la cacería, hambriento y sediento, su madre le ofreció un refresco, lo que le hizo sospechar que era verdad lo que le había dicho el mayordomo. Entonces don Sancho la conminó a que lo bebiera ella; doña Aba se resistió, pero el conde la amenazó con ensartarla en el acto con su espada si no lo hacía. La madre se bebió el vaso y cayó muerta en el acto. Sancho mandó entonces lanzar paja al río, y cuando el rey moro apareció confiado, cayeron sobre él y aniquilaron a su ejército, huyendo Almohadio a uña de caballo hasta Córdoba.
El conde se volvió a su escudero y le dijo: «Leal me fuiste, Sancho Peláez. Desde ahora tú guardarás mi sueño. Y que guarden también los hijos de Espinosa en los siglos venideros el sueño de todos los monarcas que Castilla tenga».
Así se hace desde entonces. Todos los monteros proceden de Espinosa, un pueblo de las Merindades, en las estribaciones de la cordillera Cantábrica; son seleccionados muy rigurosamente entre los más bravos, los más honrados y los de las mejores familias. La reina Juana I ordenó que en Espinosa no se dejara quedarse a vivir a ningún judío ni cristiano nuevo para que no se mezclaran con la población, garantizando así la pureza de sangre de los futuros monteros. Se les exige, pues, además de limpieza de sangre del aspirante, y de la esposa si la tuviere —o sea que no descendieran de moros ni de judíos—, ser hidalgos de por lo menos tercera generación; no haber ejercido oficios manuales, con excepción de la agricultura, que no es oficio vil, ni ser lacayos ni comerciantes, gente de delantal.
Terminado el inciso y pidiendo perdón, porque quizás me haya extendido en exceso, volvamos al monasterio de Santa Clara.
—Haced lo que dice la madre Clementina, Jaime. —Por primera vez terciaba en la conversación la hermana Luisa, que me observaba con verdadera aprensión—. Lo más conveniente, amigo Jaime, es que salgáis cuanto antes de Tordesillas y convenzáis a los capitanes comuneros de que vengan lo más pronto posible. Quedaros aquí sería una gratuita temeridad; no tardarían en prenderos también a vos y entonces ni ayudaríais a Alonso, ni a la causa.
—Tranquilizaos —remachó la madre Clementina—. Tenemos buenos amigos, no solo entre los monteros, y estaremos informados en todo momento por la infanta de lo que pasa en palacio, y si a ella la recluyen, sabremos algo por su dama de compañía, Leonor de Vallejo. También recibiríamos noticias por medio de Marina Redonda y Juana Cartama, las criadas más fieles de la reina. Nos valdremos igualmente de los buenos oficios de Leonor Gómez, dama del palacio que está casada con el licenciado Alarcón, relator del Consejo Real. Os doy todos estos detalles que pudieran pareceros imprudentes porque confío en vuestra discreción y porque quisiera mitigar la angustia que no os deja respirar.
—Serenaos, Jaime, como os pide la madre Clementina, y confiad en sus poderes, que son muchos en Tordesillas.
—Soy todo lo poderosa que puede ser una sierva de Dios. Pero es verdad que una ha ido cultivando con la ayuda de Dios algunas buenas amistades que estoy segura nos prestarán ayuda. Id, por tanto, tranquilo y en paz de Dios, Jaime, y haced vuestra labor lo mejor posible.
Me despidieron ambas monjas con mucho cariño y Luisa me acompañó hasta la puerta y me dio un casto beso en la frente.
—Dádselo de mi parte, y a vuestro modo, a nuestra Inés cuando lleguéis a Segovia y decidle que estoy muerta de envidia. Creo que ambos habéis tenido mucha suerte. Rezaré por vosotros y porque Dios me perdone los pecados de envidia, de desear la mujer del prójimo, así como otros pecados de pensamiento que he cometido contra mis votos, pero ya sabéis que la imaginación es una loca que trabaja por su cuenta sin hacer el menor caso a su desventurada dueña. Y no os preocupéis por Alonso, que la madre Clementina es mucha madre Clementina, y aquí estoy yo para lo que sea menester.
—Le daré muchos besos de vuestra parte, a mi manera ciertamente, y le diré lo maravillosa que sois. Así que no necesitáis envidiar a nadie, que podéis hacer feliz al más exigente. Yo también rezaré por vos, a mi manera, y tened la seguridad de que no os olvidaré.
—Adiós, amigo.
Luisa se dio la vuelta y, llorosa, entró precipitadamente en el convento.
Yo también me precipité con largas zancadas a casa de Santiago. Lo encontré preocupado porque Alonso no había llegado a la hora acordada y porque Aurora le había dicho que yo me había marchado precipitadamente.
—¿Pasa algo, Jaime?
No tuve aliento para contestar con palabras, así que asentí con la cabeza.
—Tranquilízate, amigo, ¿qué ha pasado?, ¿dónde está Alonso?
—A Alonso le retienen los marqueses de Denia, y corre peligro de muerte.
—No te pongas cenizo y cuéntame lo que pasa, despacito y ordenadamente, empezando por el principio. Ya sabes: planteamiento, nudo y desenlace, como en las comedias.
—Lo que pasa es que esto es una tragedia.
—Para las tragedias también sirve el método.
—Pues, mira, Santiago, el planteamiento es que esta mañana Alonso se veía con la infanta Catalina para saber qué decía la reina de la propuesta que le formulamos. El nudo es que los alabarderos han detenido a Alonso. Y el desenlace puede ser la muerte de nuestro amigo.
—Poco a poco, Jaime. El desenlace está por venir y nosotros tenemos al menos una ventaja: Tordesillas tiene un verdugo —lo dijo con el legítimo orgullo del hijo de una ciudad que prospera—, y a este verdugo, que, dicho sea de paso, ocupa también el puesto de pregonero, ya que no todos los días hay alguien al que ejecutar, le paga el ayuntamiento, y en el ayuntamiento mandamos los regidores, y el regidor del pueblo es vuestro amigo Santiago. Lo cual no quiere decir que no tengamos un serio problema y que debemos aplicarnos a resolverlo con diligencia, valor e inteligencia, con toda nuestra alma, pero sin perder la cabeza.
Ya no había necesidad de mantener el secreto. Por el contrario, por el bien de todos, Santiago debía estar al cabo de la calle de todo el asunto, así que le conté con detalle lo que nos había dicho la madre Clementina.
—La superiora de Santa Clara —reiteré— se ha ofrecido a aplicar sus influencias a la salvación de Alonso, pero me recomienda que yo parta de inmediato para Segovia, Zamora o Toledo para convencer a nuestros capitanes de que entren ya en Tordesillas para liberar a la reina, ponerla de cabeza de nuestro movimiento y salvar a Alonso. Asegura la madre Clementina que mi presencia aquí no ayudará a nuestro amigo y podría ponerme a mí en la penosa situación en la que se encuentra él.
—La madre Clementina te ha aconsejado bien. Yo también puedo hacer algo desde el ayuntamiento. No creo que me sea difícil convencer al corregidor de que vayamos a ver al marqués para informarnos de lo que pasa e interceder por Alonso. Al menos conseguiremos que, si hay proceso, se haga con todos los requisitos que la ley manda.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en que me marche cuanto antes a Segovia o a Toledo?
—Estoy de acuerdo en que mañana mismo salgas de Tordesillas, pero no para Segovia ni para Toledo, sino mucho más cerca, a un tiro de piedra de aquí: a Medina del Campo.
—¿Y eso?
—Yo también tengo noticias, Jaime. Esta mañana hemos celebrado concejo para tratar un solo asunto: responder a la apremiante petición de ayuda que nos han hecho nuestros vecinos. Los medineses han tenido noticias fidedignas de que Fonseca, el capitán general de los realistas, avanza con un fuerte ejército para hacerse con la artillería allí depositada. Su intención, amigo Jaime, es arrasar Segovia para que nos sirva a todos de ejemplo.
—Son unos cabrones. ¿Y qué habéis decidido?
—Nada práctico. El corregidor ha dado largas al asunto con el argumento de que quizás los medineses exageren y que lo prudente es esperar acontecimientos. El corregidor es del bando realista, pero no se atreve a una negativa sin más, aunque nos ha hecho notar lo inadecuado y peligroso que para esta ciudad sería desafiar la autoridad del rey. Pero aquí somos muchos los que estamos con la causa, y él lo sabe, y hasta ahora ha sabido nadar y guardar la ropa. Es hábil y ambicioso y espera que el cardenal le recompense sus esfuerzos para mantener Tordesillas en la fidelidad real sin jugarse la cabeza.
—Es lamentable, pero ¿qué tiene que ver todo esto con el rescate de Alonso? —interrumpí impaciente.
—Ten paciencia, Jaime, escúchame y verás lo que tiene que ver. Tordesillas se ha mostrado fría con la ciudad hermana, pero no así Segovia, Toledo, Zamora, Madrid y hasta Valladolid. De forma que se dirigen hacia Medina, Juan de Padilla, nuestro capitán general; Pedro Laso, el presidente de la Santa Junta; Juan Bravo, el capitán de la milicia segoviana; Antonio de Acuña, obispo de Zamora, al frente de sus bravos curas; y Juan de Zapata, el capitán de los comuneros madrileños, entre otros.
—Comprendo, o sea que no tengo que peregrinar a Segovia y Toledo para convencer a nuestros jefes, ya que estarán pronto reunidos a menos de cuatro leguas de aquí.
—Justamente. No «pronto», amigo, mañana o pasado mañana.
—Magnífico. Solo falta ganar la batalla a las tropas del rey.
—Solo eso —se rio Santiago—. Antes hay que impedir que el cardenal Adriano, Fonseca y Ronquillo se hagan con la artillería medinés y lograr hacernos nosotros con los cañones.
—Pues parto de inmediato.
—Un momento, Jaime. Una hora más no cambiará las cosas, y lo mejor es que me acerque al ayuntamiento para ver la forma de facilitar tu tarea. Espérame tomando un buen vaso de vino, que eso tampoco empeorará las cosas.
En poco más de una hora y una jarra de vino trasegada como una medicina, volvió Santiago aparentemente contento.
—Jaime, no me ha ido mal. He conseguido que el corregidor extienda a tu nombre una credencial dirigida a su homólogo de Medina en la que se indica que acudes allí para obtener datos sobre la situación, para que Tordesillas pueda decidir lo que hay que hacer con conocimiento de causa. De esta forma, evitarás sospechas y podrás conseguir una información más precisa. Esta otra carta es para mi colega, el concejal Javier Polanco, a quien pido te albergue durante los días en que tengas que permanecer allí. Puedes confiar plenamente en él.
Santiago había hecho bien su trabajo y ahora la responsabilidad caía sobre mis hombros y sobre lo que los hombros sujetaban. Tenía que rendirme una vez más a la evidencia: la neutralidad era, como decía Alonso, imposible.
Medina, que se divisaba desde Tordesillas, está a un tiro de piedra. En cuanto llegué me presenté al corregidor, Gutierre Quijada, quien me puso de inmediato al cabo de la calle. Habían sido los segovianos quienes les habían advertido de la amenaza que se cernía sobre ellos.
Segovia había obtenido noticias, por procedimientos que no se hicieron constar, de que el regente Adriano pretendía hacerse con la artillería custodiada en Medina para rendir la ciudad del acueducto y castigarla por la ejecución del procurador Rodrigo de Tordesillas, lo que no había conseguido Rodrigo Ronquillo tras numerosos intentos.
Los espías de Juan Bravo habían sabido que el regente cedió a las exigencias del arzobispo de Granada, Antonio de Rojas, y del obispo de Burgos, Juan de Fonseca, que en este asunto había tomado el mismo partido que el colérico arzobispo, que no cejaba en la exigencia de un castigo ejemplar para la vieja ciudad.
A petición de Bravo, Bachiller de Guadalajara había enviado una carta al concejo de Medina previniéndole de semejante pretensión. Explicaba Juan Alonso Bachiller que «aquí hemos sabido cómo el obispo de Burgos hace unos días que está ahí, en Medina, y que pide con mucha insistencia la artillería. Y su fin no es sino que su hermano Antonio de Fonseca venga con ella a Segovia».
Añadía que también habían sabido por gente medinés que en la ciudad había dudas sobre si entregar o no los cañones, pero que los segovianos estaban seguros de la nobleza de los medineses y que considerarían las voces de los que recomendaban la entrega como tentaciones del demonio. «Porque —seguía la carta— muy injusto sería que Segovia envíe sus paños para enriquecer las ferias de Medina y Medina nos pague enviando su munición y artillería para destruir los muros de Segovia».
A renglón seguido se informaba a los medineses de que Padilla se dirigía a Medina con una fuerte tropa para socorrer a la ciudad y se apelaba al buen sentido del concejo: «¿Qué puede ganar Medina de la destrucción de Segovia? Porque vuestras ferias no se hacen de caballeros y tiranos, sino de mercaderes solícitos». La misiva estaba fechada en la ciudad de Segovia a 17 de agosto de 1520.
Concluida la entrevista con el regidor, me dirigí al domicilio del concejal Javier Polanco, una buena casa situada en la calle de San Francisco, la arteria principal de la ciudad. Me recibió su esposa, una mujer de buena presencia, algo entrada en carnes y de natural alegre, a quien calculé unos cuarenta años de edad, que envió a su hija a avisar a su padre de mi presencia.
—Estos días Javier tiene mucho movimiento, pero pronto estará aquí. ¿Queréis tomar algo mientras llega? ¿Un poco de vino?
—Muchas gracias, pero si no os importa esperaré a que llegue vuestro esposo.
Isabel, que así se llamaba la mujer, me rogó que me sentara junto a una mesita situada en el jardín bajo una parra y me pidió que la disculpara por no poder acompañarme, pues tenía muchas cosas que hacer en la casa. Javier llegó al cabo de una media hora. Me puse en pie mientras él me miraba aprensivamente, le entregué la carta que el destinatario leyó también de pie. Inmediatamente trocó su ademán de intriga y desconfianza por una sonrisa de correligionario. Me propinó un fuerte abrazo, me ofreció su casa rogándome que me sintiera como en la mía y entró en el interior de la misma «para dar las debidas instrucciones», según me explicó. Volvió con una jarra de vino y unos trozos de queso blando y entramos a analizar la situación.
—En efecto, aquí está el obispo Fonseca exigiendo que entreguemos la artillería.
—Lo que, supongo, no haréis.
—Espero que no, pero la cosa no está clara. Los nobles y la mayor parte del concejo están por cumplir los deseos del obispo y las órdenes del cardenal regente, pero los regidores, en representación del común, y la mayor parte de los comerciantes, menos los más ricos, estamos en contra. Y contamos con el sentir popular, que es claro y que se manifiesta con mucha pasión. No creo que el corregidor se atreva a contrariarle.
Durante la cena pasamos revista a los avatares del levantamiento, coincidiendo ambos en que lo primero y principal era salvar a la reina.
Isabel y su hija del mismo nombre se fueron pronto a la cama, y Javier y yo seguimos charlando y bebiendo hasta muy entrada la noche.
Me levanté con la boca seca y la cabeza aturdida y me dirigí al comedor, donde estaba esperándome la familia Polanco para iniciar el desayuno. Una criada había repartido sobre la mesa huevos fritos, tocino frito, jamón, chorizo y queso de oveja.
—¿Cómo habéis pasado la noche? —me preguntó Isabel—. La de Javier ha sido toledana. Tomad algo de vino, que dicen que cura las resacas.
—Algo he dormido, Isabel. El buen vino que me habéis dado no se ha portado mal.
Poco a poco me fue entrando el desayuno y, efectivamente, el vino desplazó los vapores de mi cabeza.
—¿Cuál es vuestro plan para el día de hoy? ¿En qué puedo ayudaros? ¿Necesitáis que os acompañe o que me encargue de alguna gestión? —me preguntó Javier Polanco, deseando ser de utilidad.
—Lo primero que quiero hacer es visitar al obispo, que no me ve con malos ojos, de los tiempos en que ambos estuvimos en el bando del Rey Católico cuando murió nuestra reina Isabel. Voy a interceder por Segovia y por mi amigo Alonso.
—Pues interceded también por Medina, que monseñor nos va a amargar la vida con su empeño artillero. ¿Por qué no le convencéis de que se vaya a las Indias y nos deje a nosotros en paz?
—No estaría de más que el presidente del Consejo de Indias conociera en persona a los indios de su majestad, en cuyo nombre les gobierna cómodamente desde Burgos.
—Por cierto, encontraréis al obispo en el castillo de la Mota rodeado de los lujos más refinados. A refinamiento no hay quien le gane. Llegado el caso, nos mandará matar con mucho refinamiento.
—No seáis tan severo con él; es un hombre inteligente, generoso e íntegro.
—Y tan pobre y humilde como pide Nuestro Señor Jesucristo —ironizó Polanco.
—En eso os doy la razón. Se ha hecho inmensamente rico al servicio de don Fernando y seguirá enriqueciéndose con su nieto. Reconozco que me escandalizaban su ostentación y derroche, así como su altanería, pero aplaudo sus mecenazgos en beneficio de los artistas y sus obras de caridad, como la dotación generosa que hiciera al hospital toresano y otras obras de beneficencia en Burgos. En la catedral de esta ciudad costeó la Escalera Dorada y la Puerta de la Pellejería, una joya del estilo de los Reyes Católicos, como sabéis.
—En efecto, una obra maestra de Francisco de Colonia en la que vuestro admirado obispo no resistió la vanidosa tentación de aparecer en majestuosa actitud orante.
—Sí, también aparece en el cuadro de la virgen que regaló a la catedral de Toro, su tierra natal.
—Aparece el obispo y una señora a la izquierda que debe de ser la Virgen.
—No exageréis, Javier, aparece humilde y devotamente a su derecha.
—Ojalá tengáis razón y Fonseca nos muestre su lado humano. Os deseo y me deseo mucha suerte.