LA REINA POR LA LIBERTAD
Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Al atardecer recibí una nueva misiva: «La dama te espera mañana a la hora acostumbrada». Y allí fui con el firme propósito de seguir los consejos de Jaime y mi propio sentido común y ceñirme a la misión que me había sido encomendada. La mañana era fresca y el cielo nublado amenazaba lluvia. El Duero bajaba con la calma acostumbrada. La infanta apareció con la puntualidad que es la cortesía de los reyes, con una falda roja y una blusa blanca, pelo suelto y sonrisa juguetona. Incliné la cabeza y besé la mano que me extendía procurando que pareciera un gesto meramente protocolario. Ella, sin embargo, la retuvo ostentosamente mirándome con sorna.
—¿Cómo le va a mi gentil comunero?
—Feliz de poder veros de nuevo, alteza, y contento de encontraros tan alegre.
—Algo está pasando en el reino que inquieta a los marqueses, y están más complacientes de lo habitual, parecen casi humanos. Hoy no he tenido que inventar disculpas para salir del palacio, la marquesa me ha sonreído y la marquesita me ha obsequiado con una frase amable.
—Y supongo que también ha mejorado el trato a la reina.
—Ciertamente. Los marqueses la colman de atenciones. A mi madre la arrastraban los domingos hasta la capilla de palacio; ahora han consentido que oiga misa en el corredor, junto a nuestra cámara. Lo que habrán cavilado para dar dignidad a ese rincón; finalmente lo han resuelto improvisando un dosel de terciopelo negro. Supongo, comunero, que la revolución avanza.
—Así parece, alteza. La Comunidad es ya un clamor en toda España. El pueblo ha tomado la palabra y el rey, vuestro hermano, tendrá que escucharla.
—Yo ya la escucho. Esperemos que el grito llegue a Tordesillas, amigo Alonso. Pronto podremos encontrarnos tú y yo sin escondernos. ¿No te parece maravilloso?
Y la infanta se me arrimó y rozó un pecho contra mi brazo haciéndome trastabillar, luego me tomó la mano provocando que mis saludables propósitos se tambalearan. Me costó desprenderme con delicadeza de sus finos dedos, que se aferraban a los míos.
—Alonso, mírame a los ojos y dime con la mayor sinceridad de la que seas capaz: ¿me encuentras bella?
—Os encuentro adorable, alteza.
—¿Adorable por alteza o por otras razones?
—Razones no faltan, alteza.
—Pues no seas tan parco, cronista, que lo tuyo son las palabras y, según me dijiste, eres medio poeta.
—Señora, no me obliguéis a comparar vuestros labios con el rubí, los ojos con diamantes, vuestra nariz con la de Cleopatra, vuestro hermoso cuello con el marfil y vuestro pelo con el oro. Los poetas ya lo han dicho todo; según ellos, las damas valéis más que una mina de oro. Vuestra riqueza sería inmensa, señora, y solo por modestia vestís sencillamente y prescindís de anillos que adornen vuestros hermosos dedos.
—¿Y no añadirías nada por tu cuenta? No me refiero a metales preciosos, sino a algo más personal y más sincero.
—Si este cronista olvidara por un momento la abismal diferencia que le separa de su alteza por cuna, condición y edad, este humilde cronista se atrevería a deciros que sois agraciada, amable, deseable y seductora en grado sumo.
—¿No podrías concretar un poco, Alonso? Olvidando, naturalmente, mi alta condición y las otras distancias que señalas.
—Si pudiera olvidarme de ello, os diría que no hay nada en vos que no genere admiración, e incluso algo más que admiración.
—¿Acaso un sublime arrebato, mi gentil caballero?
—Creo que podéis volver loco a cualquiera. Sí, un sublime arrebato o una pasión arrebatadora.
—Pero ¿te atreverías a decirme qué harías conmigo? Ahora mismo, por ejemplo. ¿Me enseñarías los secretos del amor?
Otra vez sentí el calor de su pecho extendiéndose en mi brazo y me pareció percibir el latido de su ardiente corazón. Definitivamente, mis juiciosos propósitos y mis deberes con la causa zozobraban lamentablemente.
—Me valdría de los versos del gran poeta Cristóbal de Castillejo:
Dame, amor, besos sin cuento
asida de mis cabellos
y mil y ciento tras ellos
y tras ellos mil y ciento
y después de muchos millares, tres;
y porque nadie lo sienta, desbaratemos la cuenta
y contemos al revés.
—Yo también prefiero a Castillejo frente a Garcilaso, Boscán y demás italianizados, algo pedantes para mi gusto. Así que ¿tú me darías esos besos sin cuento?
—Sí, alteza, siempre que no nos separara lo que tan cruelmente nos aleja, así que hablemos de lo que nos ha traído a la vereda del Duero. Os ruego que me digáis si pudisteis hacer llegar nuestro mensaje a la reina.
—Veo, Alonso, que huís cobardemente. Ya sé que estás casado y que a mí me casará mi hermano según los intereses de la monarquía, así que estamos iguales, pero yo te hablaba de amor y no de matrimonio. Pero, en fin, vayamos a vuestro asunto. En efecto, llevé a la reina, mi madre, el mensaje del pueblo.
Había abandonado el tono juguetón y ahora hablaba con distante frialdad, con resentimiento.
—¿Y qué os dijo, señora? —pregunté impaciente.
—No me dijo nada.
—¿Nada?
—Nada, no le pareció conveniente confiarme tan arduas tareas de estado. Se las confió a su gato.
—¿A su gato?
—A Juan, que es como le llama en recuerdo de mi tío el príncipe Juan, la gran promesa de mis abuelos los Reyes Católicos para la continuidad de la monarquía hispana. El pobre Juan murió, como sabes, joven, por excesos en el amor.
—Una envidiable forma de morir, princesa. Pero seguid con la historia de Juan el gato, ese interesante personaje.
—Mi madre —prosiguió la infanta Catalina, ignorando mi comentario sobre la belleza de morir de amor— tiene en gran estima la opinión del gato Juan, que la escucha con atención y que siempre maúlla una respuesta, ininteligible para mí pero no para mi madre. Juan es un felino negro de mirada enigmática, un tanto canijo, a quien la reina salvó de la muerte. Es muy listo, pero tenía pocas posibilidades en la lucha por la supervivencia. Según mi madre, los gatos que viven en libertad detectan cuando uno de su especie es débil y le niegan el alimento siempre escaso que, sin embargo, comparten con los demás equitativamente.
—La naturaleza es implacable, pero tiene sus leyes, ciertamente, y la de la economía es una de ellas.
—El caso es que la reina lo liberó de la calle, lo acogió, le da de comer lo mismo que ella come, le proporciona todo su cariño y, esto es lo definitivo, dejó de llamarle Pispis, como a los callejeros, para ponerle el sagrado nombre de su malogrado hermano. El gato lo agradece y le presta algunos servicios, como el de catador. Cuando el gato rechaza la comida, Juana la rechaza igualmente.
—El gato Juan hace entonces un gran servicio a la monarquía preservando la vida de la reina.
—Hasta cierto punto, porque Juan, el real felino, se ha vuelto muy exquisito, y ahora no solo rechaza lo que puede estar envenenado, sino también lo que piensa que puede ser mejorable. Ignora con soberbia el cordero que no está crujiente o el faisán, que le resulta algo seco. Resulta muy instructivo, pues la conducta del gato es similar a la de la gente del pueblo cuando le concedes sus caprichos. Todo les parece poco.
No me pareció el momento oportuno de rebatir su doctrina, así que tiré por un camino lateral.
—Mi colega Jaime me dice que ha aprendido mucho de los gatos, alteza. Asegura que a todos los animales los ha dotado Dios de armas de defensa, pero la mejor, la más inteligente, como es la huida, se la han proporcionado a los gatos. Según me asegura Garcillán, esa es también su mejor defensa, aunque no sé si hacerle mucho caso. Se cree más cínico de lo que en realidad es. ¿Y qué le dijo la reina al genial felino? —Ya era hora de volver al fondo del asunto.
—Le dijo: «Mira con lo que me vienen, Juan, que salve de nuevo a Castilla. Cada vez que me han pedido que salve a Castilla con mi firma, mi esposo, mi padre, mi hijo han dado una nueva vuelta a la cerradura de mi prisión. Yo ya he dado pruebas de mi lealtad a Castilla negándome a conceder lo que mi querido esposo me pedía con tanto empeño, que le cediera mis derechos como reina propietaria».
—Y tiene razón. Jaime y yo participamos en aquel empeño frente a los intentos flamencos de quedarse con lo nuestro.
—Claro que tiene razón. Mi madre no quiso consentir que entregara cargos a los extranjeros, que se los habían repartido antes de salir de Bruselas. Es más, cuando murió mi pobre padre, el rey Felipe, mi madre anuló todos los nombramientos que él había hecho, incluido el de gobernador de este palacio. Quitó la vara a Luis de Polanco y se la confió a Luis de Quintanilla, hasta que mi hermano Carlos se la devolvió al primero, aunque confió el mando total de la casa de la reina al marqués de Denia.
—¿Y qué dijo la reina de nuestra oferta?
—Mi madre dijo: «Y ahora me piden esos comuneros que vuelva a salvar a Castilla defendiéndola de los extranjeros que ha puesto mi hijo. Dios sabe lo que verdaderamente pretenden ahora mis vasallos. ¿Tú qué harías, Juan?».
—¿Le preguntó al gato?
—Sí; todo lo consulta con Juan.
—¿Y qué dijo Juan?
—Supongo que le aconsejó prudencia, que no se fiara, lo deduzco de lo que le contestó la reina, porque yo no sé nada del idioma gatuno. La reina dijo que tenía que consultarlo con su padre. Que daría una carta a los comuneros para que se la entregaran al Rey Católico, con quien estaba pesarosa por tantos años sin que se acercara a verla.
—¿Pero es que no sabe que su padre ha muerto?
—Lo sabe y no lo sabe. Cuando murió Fernando el Católico, gobernador de Castilla y rey de Aragón, en enero de 1516, el cardenal Cisneros ocupó el mando como regente, tal como había decidido mi abuelo, y prohibió a mosén Ferrer, a la sazón gobernador de este palacio, que informara de la noticia a mi madre.
—Estoy informado de ello, pues yo era entonces secretario del cardenal. Cisneros, que era muy largo de vista y algo desconfiado y que sirvió fielmente a don Carlos, temió que doña Juana reclamara el poder que le correspondía produciendo trastornos en el reino.
—Yo creo —añadió la infanta— que también lo hizo temiendo que mi madre le cesara, pues el cardenal no era santo de su devoción. No olvidemos que mi hermano solo tenía dieciséis años. Vuestro cardenal se pasó con la vista. El caso es que corrió el rumor de que había muerto mi abuelo Fernando y, aunque se lo intentaron ocultar a mi madre, esta estaba muy inquieta. Finalmente se lo preguntó directamente en confesión a fray Juan de Ávila, quien no se atrevió a engañarla.
—Una actitud encomiable —alabé.
—Y peligrosa; le costó una buena reprimenda del cardenal de España. No obstante, mi madre se negó a aceptar la muerte de su padre y los marqueses le siguen la corriente porque les interesa. Y las malditas mujeres lo utilizan para meterle miedo y reducirla a la obediencia.
La infanta hablaba con una seriedad que no había empleado hasta ahora y, evidentemente, quería que lo notara.
—Así que mi próxima misión es llevar una misiva a un muerto. La verdad, no sé si tendré que preguntar en el cielo o en el infierno. Vuestro abuelo no fue un santo, pero como dice Nicolás Maquiavelo, su admirador, el gobernante no tiene que regirse por las leyes de los demás mortales, su virtud consiste en mantener y engrandecer sus territorios, así que buscaré en el cielo.
La infanta hizo caso omiso de esta digresión que trataba de recuperar el tono jovial de nuestra conversación.
—Bueno, algo más le debió decir Juan, el gato, porque le pidió a este que informara a los comuneros de que firmaría lo que quisieran, lo que queráis, Alonso, siempre que la liberéis de las mujeres, de Renata y sus trece arpías. También le dijo que el confesor fray Juan de Ávila la previene insistentemente contra un posible intento comunero de que convalide su causa. Está claro que el santo confesor ha recibido instrucciones severas en ese sentido de mi hermano, el rey, porque si no el fraile no se metería en estos asuntos. Como te decía, el avance comunero empieza a tener sus efectos. —Hablaba ahora como una estadista.
—No es tarea fácil lo que nos pide la reina, alteza. Solo hay una solución para liberarla de las mujeres y de los marqueses de Denia.
—Que conquistéis el castillo y nos libréis a la reina y a su hija, la infanta, de los dragones, como San Jorge. —Ahora sí había sonreído, pero con cierto sarcasmo.
Esa era, en efecto, la única solución. La reina no firmaría nada si las tropas de la Santa Junta no entraban en Tordesillas, conquistaban el palacio-prisión y liberaban a doña Juana de sus arpías, de los marqueses de Denia, de fray Juan de Ávila y, en definitiva, de Carlos I de España y emperador de la cristiandad.
Nuestra misión había concluido tal como me había sido encomendada. Ahora teníamos que volver a Toledo y convencer a Pedro Laso y a Juan de Padilla de que la primera batalla, quizás la definitiva, debería ser la de dirigir las tropas a Tordesillas. De otra forma, doña Juana no firmaría documento alguno.
Quizás lo más práctico sería que Jaime y yo nos dirigiéramos a Segovia, que estaba más cerca, para informar de lo sucedido a Bachiller de Guadalajara y que este convenciera de la prioridad de la batalla de Tordesillas a Juan Bravo, a Juan de Padilla y a Pedro Laso.
Esta vez no acudió Leonor. Bruscamente, la infanta cortó la conversación y se despidió fríamente.
—Con Dios y que tengáis suerte.
Yo me quedé contemplando el fluir del río, absorto por el refrescante rumor de las aguas. Me mesaba la barbilla meditando sobre el giro que tomaban los acontecimientos. Intenté analizar fríamente la situación, pero mi mente solo se ocupaba de la infanta.
No sabía a qué atenerme. Pero ¿qué quería el putón de la infanta?, ¿que la tirara al suelo y la desflorara junto al río? No digo que no me apeteciera enseñarle en una lección práctica los misterios que con tanta ansiedad parecía requerir de mi madura caballerosidad andante.
¿Qué pretendía su alteza, la futura reina de Portugal o de Hungría o del reino al que su hermano el emperador la destinara en razón de su política de estado? ¿Que el soberano en cuestión la devolviera a Castilla como mercancía averiada?
Ahora hay procedimientos para reconstruir el himen, pero ¿era posible restaurarlo en secreto estando encerrada en palacio? Las reinas no podían permitirse caprichos semejantes hasta que no obtuvieran las bendiciones del matrimonio. La reina Juana, la esposa de Enrique IV, fornicó a calzón quitado con el favorito del rey, don Beltrán de la Cueva. Jaime y yo habíamos contribuido eficazmente con nuestros pliegos sueltos, pagados por Fernando el Católico, a que se generalizara el infamante mote de la hija del monarca, Juana la Beltraneja, y el del rey Enrique como el Impotente.
Al Católico le interesaba divulgar tales rumores cuya veracidad nunca se pudo probar, pues basaba las pretensiones de su esposa Isabel al trono en la ilegitimidad de Juana.
Lo que me pedía el cuerpo era hacerle a la impaciente doncella lo que el verso de Castillejo, que tanto le había complacido, prometía. Morder sus labios carnosos y darla besos sin cuento, mil y ciento primero y mil y ciento después. No tendría inconveniente en desvelarle a la damisela real en aquella cálida mañana los misterios de la copulación universal.
Comprendía que empezaba a desbarrar o quizás a soñar despierto, no pudiendo embridar mi imaginación desbordada. La infanta y yo nos habíamos divertido en un juego cortesano lleno de sobreentendidos, pero que se quedaba en meras palabras.
Tenía que entender que la princesa, tan gentil y tan graciosa, a quien se le había negado la oportunidad de relacionarse con otros muchachos, alimentara una viva curiosidad por estos misterios de los que solo podía hacerse una visión idílica a través de los libros de caballería, del Amadís de Gaula, del Tirant lo Blanc o de las canciones y romances amorosos. Ahora lo importante —me decía a mí mismo— es conseguir que la Comunidad entre en Tordesillas.
Me sacó de mi abstracción, sobresaltándome, una voz autoritaria.
—¡Daos preso!
Me interceptaron el paso el capitán de la guardia, Pedro de Corrales, y dos alabarderos, que sin muchos miramientos me introdujeron en el palacio. El destino había resuelto irónicamente mi problema de cómo introducirme en él y lo había hecho sin caballo de Troya. Lo hice, escoltado, por la puerta principal, la del sur, la que daba al Duero.
Sospeché que la infanta me había denunciado. Como sostiene Jaime, ellos, la gente de la realeza, no son como nosotros. Es posible que Catalina no hubiera tomado nuestros escarceos verbales como un inocente juego sin trascendencia y se sintiera humillada. Hacía unos minutos se arrimaba a mí y ahora me echaba a los leones. Dios nos libre de una mujer despechada. Me consolaba que, aunque ella podía consumar su venganza denunciándome, mi destino no estaba en sus manos, sino en las de los marqueses, que actuarían, si no con justicia, sí con frialdad.
Yo no entro, a diferencia de los nobles, en la categoría de los no torturables, pero como los letrados, cronistas y demás ralea, para someterme a tormento era preciso consultar al virrey o al Consejo Real, lo que llevaría algún tiempo. Y para ahorcarme o pasarme por la ballesta o para que la cuchilla me cortara el cuello se me debía instruir un proceso, pues Tordesillas era de realengo y no una posesión nobiliaria en la que el señor tiene derecho a juzgar e imponer la pena que estime conveniente.
Mi destino dependía de la fortuna, que es, por naturaleza, imprevisible y cambiante. Si el cardenal Adriano, un hombre moderado y piadoso, decidía intervenir, había muchas posibilidades de que no me aplicaran la máxima pena, pero si dejaba el asunto en manos del presidente del Consejo Real, del siniestro arzobispo de Granada, estaba perdido, sobre todo si la infanta había informado de la misión que me llevó a Tordesillas.
Me cabía, sin embargo, la esperanza de que doña Catalina se hubiera limitado a denunciar mis intentos de seducción. Esto —me tranquilicé— era lo más probable, pues tanto ella como su madre, la reina, clamaban por ser liberadas, porque San Jorge las librara del dragón.
Aquella mañana, metido en un calabozo en el que se me hizo la noche y en el que, por sus escasas dimensiones, apenas podía moverme, tuve tiempo para barajar las más diversas posibilidades. Quizás el obispo de Burgos, Juan de Fonseca, miembro del Consejo Real, que me tenía estima por nuestro común partido fernandista, intercediera por mí; quizás nuestro amigo el regidor Santiago García, alertado por mi ausencia, pudiera intervenir a mi favor; quizás a Jaime, hombre de infinitos recursos, se le ocurriera algo, quizás, quizás…
Los guardias no habían contestado a ninguna de mis preguntas, limitándose a mirarme con compasión, y yo rezaba porque alguien me dijera algo. Pero allí no aparecía nadie. Probablemente pretendían que me cociera en la ansiedad como la mejor preparación para el interrogatorio al que me someterían, Dios sabía cuándo.