MI AMIGO JAIME
Pliego redactado por Alonso de Torrelaguna. Agosto del año de 1520 después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Me malicio que el curioso lector desea saber algo más de lo que expliqué en otro pliego de forma sumaria sobre Jaime y su actitud ante la vida y el amor.
En materia amorosa aplica, como a las demás vicisitudes humanas, un escepticismo que admiro, que me parece justificado y saludable, pero que yo, que no estoy de vuelta de nada, soy incapaz de conseguir a pesar de los coscorrones que recibo. Jaime dice ser un cínico en el mejor sentido de la palabra. No estoy tan seguro; lo que pasa es que tiene un gran sentido práctico.
En cuestión de amores es tranquilo pero no frío. Su mirada todavía se caldea, aunque algo se ha enfriado con los años, cuando se cruza con una mujer, dama o plebeya, fea o hermosa. Asegura que le gustan las feas, pero eso es una verdad a medias. Lo que pasa es que, como me ha confesado en momentos de confidencias, muchas de las que así son calificadas no lo son para el que dispone de un ojo avezado para la belleza oculta en hembras de apariencia poco afortunada.
Jaime ofrece el aspecto tranquilizador del médico o del abogado, del que sabe lo que hay que hacer en cada momento y lo que debe decir cuando el paciente muere o los tribunales desestiman una demanda. No apabulla, pero tampoco propicia un acercamiento fácil ni un trato confianzudo.
Antes de dirigirse a Salamanca, según me contó en una noche propicia para las confidencias, mi amigo tuvo dos experiencias que en parte marcaron su vida. Tenía diez años cuando los Reyes Católicos pasaron unos días en Garcillán instalados en la casa de los Porres, ricos hidalgos amigos de su padre.
Un día en que estaba jugando en casa de los Porres con su hijo Gerardo, se presentó en la sala de juegos la reina, quien se interesó por los conocimientos de los muchachos. Cuando le tocó el turno, Jaime recitó el romance de la perdición de España: «Las huestes de don Rodrigo/ desmayaban y huían/ cuando en la octava batalla/ sus enemigos vencían…». «Por lo que veo, Jaime, te gusta la guerra, le interrumpió la reina». «No, señora —explicó Jaime con viveza—, lo que me gusta es contarla». «O mejor cantarla —le sugirió divertida—. Tú, Jaime —vaticinó Isabel—, serás un buen cronista. Vaya, vaya con los niños de Garcillán». La reina les dio unos caramelos y se marchó sonriendo.
Jaime me dijo que fue entonces cuando, sin saber muy bien qué era ser cronista, decidió que es lo que sería de mayor, aunque no está seguro de discernir si le ilusionaba más la escritura de los hechos heroicos o la impresión que le produjo que le dirigiera la palabra la reina de Castilla.
El segundo suceso que marcó su infancia ocurrió tres años después, cuando, ya muy cumplidos los trece, se enamoró perdidamente de Gabriela, la hija del cura de Garcillán. Fue un amor puro y cristalino que se inició en la iglesia de la Exaltación.
Gabriela debía de tener su edad o quizás un año más. Había jugado con ella de pequeño, pero en los últimos años se había hecho una mujer, para Jaime la más bella del universo y desgraciadamente la más distante, la más inaccesible a pesar de los escasos límites del pueblo.
La misa del domingo era su única oportunidad, y acudir a ella lo único que le interesaba. Pasaba entonces el muchacho por un ataque de misticismo de amplio espectro que le permitía asociar sus devociones a Cristo y a su dama con las brindadas a la Virgen y al Espíritu Santo. Durante la misa no quitaba el ojo a Gabriela, a quien lanzaba miradas de cordero degollado, pero a la salida apenas se atrevía a saludarla enrojeciendo de oreja a oreja, ambas inclusive y con más calor si cabe.
Sin embargo, un buen día, sus oraciones a la Virgen fueron escuchadas. Fue la víspera de las fiestas del pueblo. El párroco don Sancho, padre de la muchacha, había organizado en la iglesia una representación de la Danza de la Muerte. La iglesia de la Exaltación de la Cruz estaba de bote en bote y los vecinos habían bebido lo justo en estas fiestas.
Jaime no había dejado de seguir con la mirada al objeto de su adoración particular, que se había situado en las últimas filas. Le pareció que le devolvía la mirada con gesto que interpretó como una invitación. Esta vez se armó de valor y se acercó a ella. Gabriela le sonrió y Jaime se pegó a su cuerpo protegido por la densa multitud. Gabriela dejó caer la mano y él la rozó con el dorso de la suya y, al ver que no la retiraba, la agarró tembloroso provocando un terremoto en su corazón. La muchacha apretó su mano durante unos segundos y después dibujó una sonrisa prometedora y se la devolvió suavemente, pero siguieron codo con codo toda la representación.
Jaime deseaba abrir su corazón a Gabriela, ahora que ella le había indicado que sus anhelos eran correspondidos, pero la muchacha salió corriendo de la iglesia y mi amigo se quedó parado en la puerta como un tonto, mirando cómo se alejaba y sin atreverse a correr tras ella. Jaime cavilaba febrilmente recorriendo el pueblo, rumiando una explicación, y concluyó que aquella huida significaba confusión y quizás vergüenza por parte de la muchacha.
Aquella noche no encontró a Gabriela entre los corros que se habían formado en la plaza donde los vecinos de Garcillán empinaban el codo y bailaban como descosidos; esperó con el alma en vilo, desojándose vivo cada vez que un vecino se dirigía a la plaza, hasta que esta se vació, y solo entonces volvió a su casa, destrozado pero exultante. Estaba decidido: su vida sería para Gabriela como Melibea fue para Calixto y Eloísa para Abelardo.
Al día siguiente, domingo, Jaime llegó a la iglesia media hora antes del comienzo de la misa. Cuando comenzó el santo sacrificio, se situó lo más cerca que pudo de la muchacha, de quien no perdía un solo gesto; estaba junto a su madre en la primera fila y Jaime había conseguido colocarse en la quinta hacia el lado del Evangelio, la primera posición disponible tras los miembros de la cofradía de la Exaltación, que tenían derecho a las sillas preferentes.
No obstante la distancia, se esforzaba en lanzar a la bella Gabriela dardos enamorados con la mirada, en la esperanza de que los captara y los devolviera con gentil disimulo. Y, en efecto, en un momento sublime notó que le miraba con el mayor disimulo girando ligeramente la cabeza hacia la izquierda, con tanto disimulo que pronto se percató de que no le miraba a él, sino a su amigo Gerardo que, como hidalgo que era, ocupaba con su familia la primera fila, la misma en la que se sentaba Gabriela.
También miró a Jaime, pero este, muy dolido, supuso que lo hacía para completar su maniobra de distracción, dándole un clavo ardiendo donde agarrar su esperanza. Y así permaneció durante toda la ceremonia, pasando de la desesperación a la esperanza, cavilando explicaciones para el comportamiento de la muchacha y rumiando un encuentro en el que se las exigiría a ella.
Quien le proporcionó explicaciones con extremada crudeza fue Gerardo durante la romería que siguió a la misa solemne, cuando Jaime le reprochó su traición al amigo. Gerardo le miró con incredulidad divertida: «Pero ¿no te has percatado, Jaime, de que Gabriela es un poco puta?». Jaime se quedó atónito, y su amigo insistió: «Perdona, Jaime, rectifico: no es un poco puta, es muy puta, es un putón desorejado a la mayor gloria del puterío universal». «Pero ¿entonces, tú… —balbuceó Jaime— no la quieres…?». «La quiero para lo que la quiero —le aclaró—; su madre, una mala pécora, está trabajando a mi familia para que me case con ella, y a ella tampoco le importaría, pues, modestia aparte, no creo que encuentre un partido mejor. Le gusto, pero disfruta colectando admiradores como tú, que tampoco tienes mala familia, aunque aceptarás que no puedes compararla con la mía, que no tiene ni una gota de sangre hebrea. Mira, Jaime, te voy a quitar a Gabriela de la cabeza de una sola vez. He quedado en verla luego, a la caída de la tarde, en el pajar del Pascualillo, que está ahora fuera de Garcillán, en la trashumancia, ya sabes. Tú no tienes más que mirar por el ventanuco del pajar…».
No era Gerardo un fantasmón, pero aun así Jaime se resistía a creerle. Así que, llegado el momento de la cita, se acercaron al pajar, y ya iba Jaime a situarse junto al ventanuco para contemplar la escena prometida, cuando ambos, Gerardo y Jaime, oyeron voces, risas y jadeos. Aceleraron el paso. Gerardo dio un empujón a la puerta y contemplaron a la bella y pura Gabriela sin bragas y con las faldas levantadas revolcándose con Bernabé, el carnicero, que había tirado sus calzones al rincón. Gabriela les miraba sin parar de reírse a carcajadas y gritando: «Bernabé, enséñales a los señoritos tu instrumento». Jaime palideció sin poder pronunciar palabra y corrió a vomitar, pero Gerardo se despachó a gusto con todos los sinónimos de puta que le vinieron en mente, muchos de ellos desconocidos para mi amigo, pero cuyo significado era manifiesto. Empezó con «sucia barragana» y fue añadiendo en arbitraria combinación erudita y grosera: «asquerosa buscona», «viciosa vomitiva», «cortesana de las cloacas», «meretriz de tres al cuarto», «zorrona de los rastrojos», «buscona del carajo», «calienta pollas», «coño barato», «lame prepucios»…, concluyendo con un sonoro «putón de los putones de Garcillán».
Al día siguiente, antes del alba, Jaime clavó en la puerta de la iglesia de la Exaltación de la Cruz un pasquín que rezaba: «Sepan los vecinos de Garcillán que ya no tienen necesidad de desplazarse a Segovia para pecar dignamente contra el sexto mandamiento. El señor cura de esta parroquia y su amancebada Basilisa han puesto a disposición del pueblo a su hija Gabriela, la más viciosa de las prostitutas de Castilla… y la más barata. Más información sobre turnos, tarifas y servicios complementarios en la sacristía. Firmado: un garcillanés honrado».
—Este acontecimiento —me explicó Jaime— marcaría mi carácter, como el de las palabras de la reina iluminaría mi profesión, mejor diría mi pasión. El primero me hizo ver que Dios e Isabel me llamaban al oficio de cronista, y el segundo, la decepción de Gabriela, que en pocas horas se transformó ante mis ojos de virtuosa dama a viciosa meretriz, me llevó a desconfiar de las mujeres y sobre todo a dudar de mi propio criterio. Más tarde me convencería de que fue la duda sobre las apariencias y la inconsistencia de mis juicios a priori la lección principal de aquella historia, más que la condena de la mujer en general por un caso bien particular, pero lo cierto es que a partir de entonces traté a las mujeres de otra forma y siempre me quedó la duda sobre la sinceridad de sus afectos.
Aquella experiencia le sirvió también de lección para juzgar más cautamente los hechos sobre los que escribía y la calidad de los personajes con quienes trataba. Desde entonces transformó el dicho popular «Piensa mal y acertarás» por uno aún más cínico: «Piensa mal y aún te quedarás corto». Quizás aquella experiencia le marcó más de lo que parecía dispuesto a admitir, quizás se truncara con ella su fe en la armonía universal.
Salamanca le marcó de forma diferente. En las clases no se admitían alumnas, pero junto al río descubrió a la mujer en toda su desnudez y satisfizo su curiosidad y sus ansias con profesionales del amor venal. En la universidad, donde permaneció diez años sin destacar ni por empollón ni por follonero, hizo buenos amigos y adversarios de categoría, conoció a profesores sabios y a merluzos de tomo y lomo, pero, sobre todo, afinó su curiosidad, instrumento básico para nuestro oficio.
En realidad, Jaime ha combinado oficios diversos. Hizo de escribano, redactó discursos, brindis y elegantes cartas para que los nobles quedaran como gente ingeniosa y culta, hizo de intérprete del latín, del francés y del alemán, y pleiteó como abogado en algunos juicios. Fue, pues, un buscavidas con multitud de recursos no siempre confesables. Explicaba con el mayor cinismo que se regía por un mandamiento: «Lo primero es el dinero». Y en efecto, sus clientes podían estar razonablemente seguros de su fidelidad siempre que le pagaran bien.
Jaime está siempre al servicio del mejor postor, pero se atiene a una regla moral que nunca ha traicionado: si recibe otra oferta más crecida, se lo hace notar noblemente al primer cliente por si decide mejorarla o igualarla, y si este no lo hace, le aclara sin tapujos que acuda a otra puerta en la seguridad de que él guardará celosamente los secretos confiados; jamás hace doble juego. Lo único que mi amigo nunca ha vendido es una crónica; no mercadea nunca con la verdad.
Hubo una vez, una luminosa ocasión, en la que Jaime el cínico, Jaime el escéptico, perdió la cabeza por una mujer y estuvo a punto de perderla, en el sentido más estricto de la palabra, por su causa. Se trataba, como anticipé en otro pliego, nada más y nada menos que de Catalina Manuel, hija de Juan Manuel, el señor de Belmonte y de Cevico de la Torre, el hombre más poderoso de Castilla mientras vivió Felipe el Hermoso y que, muerto el Rey Católico, su enemigo más poderoso, vuelve a ocupar un cargo importante en la corte de don Carlos.
¿Por qué será que los cronistas nos enamoramos de gente fuera de nuestro alcance? Quizás sea porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque nos relacionamos con gente de gran alcurnia, porque nos reciben en la corte y en los palacios de nobles y altos eclesiásticos, porque a veces nos olvidamos de nuestra condición plebeya.
En cuanto a mí, el cardenal Cisneros me hizo de su confianza con preferencia sobre el propio cabildo de la catedral de Toledo, y tengo entrada a la poderosa familia de los Mendoza y en especial al duque del Infantado. Fernando el Católico tuvo en mucho aprecio a Jaime por su habilidad divulgativa y su buena pluma en la guerra de propaganda contra el Hermoso. Jaime tuvo buen trato con Juan de Fonseca, el obispo de Burgos y presidente del Consejo de Indias; con Diego Ramírez de Villaescusa, obispo de Cuenca, y con el embajador Fuensalida, por no hablar de humanistas tan influyentes como Pedro Mártir de Anglería y el mismísimo Erasmo de Rotterdam. Lo que tanto Jaime como yo olvidamos con frecuencia es que no somos, ni nos consideran, de los suyos. Nos dan palmadas en la espalda, pero jamás nos invitarán a la boda de sus hijos. Somos lacayos y a veces meros bufones.
Observo que me enredo demasiado por las ramas con peligro de perder el hilo de la narración. En resumidas cuentas, Jaime se enamoró como un becerro de Cata, como él la llama, que a la sazón acababa de cumplir los diecisiete años de vida, veinte menos que mi amigo. La conoció cuando fue a Bruselas acompañado de Lope de Conchillos, secretario de Fernando el Católico, para cumplir una misión encargada por este cerca de Juana a la muerte de la reina Isabel.
Jaime me la describió como una muchacha culta, de muchas lecturas, discípula de Beatriz Galindo, la Latina, maestra de Isabel la Católica y de su hija Juana, con mejor aprovechamiento de esta que el obtenido por aquella, dicho sea de paso. Una joven con criterios propios y opiniones fuertes que bordeaban la heterodoxia y con frecuencia se introducían en ella, que sostenía con valor frente a todos, incluido su padre, que por poco más enviaba a la gente a la horca o la remitía a la Inquisición.
Físicamente era delgada y algo feúcha, mayormente por sus dientes colocados a la buena de Dios, pero emanaba efluvios de alta sexualidad de los que Jaime era incapaz de definir su naturaleza ni dónde residía la fuente de la misma, pero a los que no podía ni quería resistir, aunque le fuera en ello la libertad o la vida.
Aventuraba Jaime que el misterioso fluido pudiera emanar del brillo de sus ojos, que indicaba insaciable curiosidad y amable ironía, o de sus pecas, o de unos pechos pequeños como las manzanas flamencas, pero firmes, anudados por sendos pezones grandes y negros como sus ojos. O quizás de un trasero que compensaba la sobriedad de sus pechos y se rebelaba contra la línea demasiado recta de su esqueleto. O, más probablemente, procedieran de la cadencia cantarina de las palabras que salían de sus labios carnosos, fruncidos en graciosa contracción, como haciéndose perdonar la audacia o la sorna de la frase que iba a pronunciar. Jaime asegura que tales ojos y semejantes labios podían decidir a Leonardo a fabricar una Gioconda castellana.
—Escucha, Alonso —me confesó—. Yo que en las proximidades de la cuarentena me creía liberado de la esclavitud del sexo, me encendí de pasión por Cata de la forma más salvaje que te puedas imaginar. La fusión de nuestros cuerpos no fue larga, pero sí completa, colmada, exultante, maravillosa, inolvidable, gloriosa; no tengo palabras para describir una experiencia que no he vuelto a sentir con semejante intensidad en mi, por otro lado, gratificante vida galante.
»Quizás fuera por la sensación de peligro que me embargaba, que dotaba de trascendencia a lo que hubiera sido la consumación de un acto vulgar, tan antiguo como la humanidad, el que consumaron nuestros santos padres Adán y Eva. Cata me había asegurado que su padre estaba en Cambrai, pero podía volver en cualquier momento o podría irrumpir en mi alcoba uno de sus hombres.
»Me sentía un héroe que, olvidado el peligro, o, mejor dicho, que teniéndolo presente, está dispuesto a asumir lo que venga, incluida la muerte, por la consagración de aquel acto glorioso que compartimos en sintonía prodigiosa y que nos arrebató hasta el éxtasis. Si este placer durara un poco más, amigo Alonso, ya podría meterse Dios la gloria donde le cupiere. Después, a lo largo de mi ajetreada vida, he llegado a la conclusión de que tan agradable acto está algo sobrevalorado.
»Fue la primera y la única vez. Poco después, don Juan Manuel casó a su hija con el barón de Aysel, un bendito de Dios, con quien tuvo dos hijas, pero que no agobiaba a Cata, dejando a esta entera libertad para sus vicios, lecturas, traducciones de los clásicos y algunos escarceos en la composición poética a cambio de que no le molestara en el cultivo de los suyos: toros, torneos, juegos de cañas y, sobre todo, la pelota, que le vuelve loco.
»Cata —concluyó mi amigo— jamás objetaba sus viajes, haciendo la vista gorda a sus amiguitas y sus juegos galantes.
Ahora Jaime ha encontrado en Inés, monja de un convento segoviano, un refugio seguro que él denomina «apaño». Mi colega visitaba el convento porque es una fuente permanente de información. La superiora del mismo, la reverenda madre Teresa, de noble ascendencia, buena educación, especialmente en latín y humanidades, y de un vitalismo arrollador, había conseguido atraer al mismo a la flor y nata de los nobles, letrados y alto clero.
Un día le presentó a Inés, de quien Jaime me hizo una descripción poco caritativa: «Inés no es simplemente fea, ni muy fea; es fea con avaricia, fea de solemnidad, fea con ostentación». En un primer golpe de vista no había visto en ella más que un acompañamiento, una sombra oculta tras la fuerte personalidad de la madre Teresa, pero a los pocos minutos le obnubiló su sonrisa acogedora y su risa franca que de golpe reducían a cero las distancias. Más tarde, abandonó el eclecticismo y dejó de decirse: «Es fea pero interesante», para concluir: «Es interesante de puro fea». «Su fealdad —me confesó Jaime— me excitaba como no lo conseguiría la más bella y acicalada de las damas más deseadas de la corte».
Inés era la segunda en la jerarquía del convento, pues su cargo exigía la organización de la vida de una comunidad de una cincuentena de monjas, de los agricultores que atienden el huerto, de los jardineros, panaderos, así como de la atención a los pobres. Inés se ocupaba con buen tino de encauzar las peticiones de limosnas, de gastar con prudencia y de anotar cuidadosamente todos los ingresos y gastos, un oficio que solía llevar en otros conventos a la prepotencia y hasta a la crueldad. En cambio, sor Inés aplicaba la dulzura de su verbo y de su voz, incluso cuando se veía obligada a regañar y castigar.
Le costó avanzar en la conquista de esta monja que, pensaba, debía ser más accesible por necesitada. Cada vez pasaba por el convento con más frecuencia, intercambiando información con la superiora. Más adelante se las ingenió para verse con ella a solas invocando distintos pretextos: una traducción del latín al castellano o del castellano al latín o la aclaración de un detalle relacionado con la historia eclesiástica de Segovia que debería servirle para documentar un opúsculo.
Pronto no necesitó pretextos, al coincidir ambos en que disfrutaban conversando. Y una cosa llevó a la otra. Una noche de invierno, charlando en un coqueto saloncito caldeado por una chimenea de troncos, Jaime se lanzó directamente al ataque confesando su amor después de sacar a colación los amores del papa y del alto clero. «Aprende del cardenal —le decía—, de los cardenales y de los obispos, que aquí todos los que se precian tienen novia formal y todos los hijos que Dios les da. Ahí tienes a los Fonseca, que parece que se transmiten la silla de padres a hijos. Novia tiene el de Sevilla, y es tradición en los de Toledo, hasta que ha llegado Cisneros, que prefiere joder con el látigo». «Te quiero en Cristo, Jaime», respondió ella. «Ya, ya —objetó mi amigo—, pero no me parece un triángulo decoroso». «No digas barbaridades», reprochó la monja. Y él volvió a la carga: «La barbaridad es que me tengas como me tienes sin que yo pueda tenerte de ninguna manera. Apiádate de mí, Inés, aunque solo sea por mi constancia y por lo que sufro. ¿No está entre las obras de misericordia socorrer al doliente? ¿No te apiadas de mí, que he caído tan bajo hasta tener que invocar a la autoridad eclesiástica para que me abras tu puerta?». Y ella fue cediendo: «Jaime, no dudes de que te quiero». «En Cristo», ironizó mi amigo. «Y algo por mi cuenta», confesó la ecónoma.
—Aquella noche —me confió Jaime— hice descubrimientos decisivos, empezando por la forma de desnudar a una monja. Arrebatados los hábitos, no podía separar la vista de sus tetitas, a las que se aplicaron con fruición mis ojos, mis índices y pulgares, mis labios y mis dientes, y porque no tenía nada más a mano. Su firme culito no fue una sorpresa, pero sí una gran satisfacción, aunque esa no fue la mayor. Esperaba una lucha esforzada hasta hacer caer las mil barricadas en las que se iría refugiando el pudor de Inés, virgen y monja, pero de pronto me encontré con que la lengua de la monja virgen me llegaba al esófago. Me desnudaba a zarpazos, me tumbaba y se tiraba sobre mí montándome con un apremio como yo no había conocido, ni podía adivinar en un ser contemplativo. Y yo la miraba y le decía una y otra vez: «¡Pero qué fea eres, chiquilla!». Y cuanto más se lo decía, más me excitaba. Cuando vino la calma no hubo en ella ni vergüenza ni arrepentimiento. Me miraba arrobada, pensando quizás en la urgencia de una nueva sesión. Yo di de nuevo las más sinceras gracias a Dios y las seguí dando cuando abandoné el convento, justo cuando se iniciaban los rezos de maitines, a los que acudió Inés con puntualidad religiosa.
Ahora ya conoce el lector amigo algo mejor a Jaime de Garcillán, que juega un papel notable en esta historia.